domingo, 4 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 26




Desde hace días, estoy viviendo una pesadilla. No sé por qué razón la proximidad de Pedro ha hecho que me exponga así ante él, pero increíblemente, aunque sé que nada puede hacerse, sus palabras han traído alivio a mi alma dolorida.


—Mis abogados lo han puesto todo del derecho y del revés, y nada puede hacerse. Firmé un contrato desleal; me han engañado.


—¿El idiota de Poget no puede prestarte el dinero?


Cierro los ojos, estoy a punto de ponerme a llorar. Realizo una fuerte inspiración y al instante los abro para verme reflejada en su mirada azul, que se presenta ante mí muy preocupada.


—Él es mi socio.


—Hijo de puta...


Me acaricia el rostro con su mano y esa caricia me hace sentir protegida, cuidada. Le miro los labios... Quiero besarlo, quiero sentir la caricia de su lengua; ya la he probado y sé lo que se siente.


Él también mira los míos deseoso, pero ambos nos contenemos; tenemos a diez personas mirando lo que estamos haciendo, sin contar a los curiosos visitantes de la playa que, al vernos, se han quedado merodeando.


El ruido de la cámara de André es continuo; espontáneamente le estamos dando las mejores imágenes con el atardecer de Tenerife de fondo. Finalmente, oigo con dificultad cuando nos dice que es suficiente y eso significa que debemos separarnos.


El momento ha sido sumamente de alto voltaje; nuestros cuerpos ardieron de deseo con cada roce. Lo he sentido y sé que no me equivoco. Lo deseo y sé que él también me desea. En medio de las fotos de conjunto, hemos hecho también capturas por separado. André se acerca después de que bajamos y nos muestra en la pantalla de su cámara digital parte del material que ha conseguido.


Estela se une a nosotros.


—Ésta me gusta —le digo señalando una de las últimas con el traje de baño amarillo que llevo puesto.— Luego las miraremos en el ordenador y elegiremos juntos.


André sigue pasando las fotos mientras nos habla.


—Me gusta ésta —opina Pedro, señalando una de las primeras en que me tiene abrazada por detrás, y a mí también me encanta. En la imagen me veo protegida y acompañada por él; creo que sin duda expresa mucho.


—Se os veía magníficos juntos —acota Estela—, estoy segura de que causaremos un gran efecto visual con esta campaña.


Estamos exhaustos. Ha sido un día muy largo que aún no ha terminado, pero quedamos para cenar todos juntos en El Mirador, el restaurante más selecto del complejo, cuyo código de vestimenta indica que hay que ir formal-elegante.


Estoy terminando de arreglarme. Me he puesto un vestido color rubí de tafetán muy ceñido con la espalda al descubierto y un escote sumamente sugerente, creación de mi amiguísima Estela, por supuesto. Para los pies he elegido unos zapatos de aguja color champán con una pulsera que se ajusta a los tobillos. Me he marcado unas pocas ondas en el pelo y me he maquillado casual. Estoy lista. Me perfumo sutilmente y cojo un pequeño clutch en el que apenas entra mi móvil, el gloss de labios y las tarjetas de identificación y de crédito.


Estoy cerrando la puerta de mi suite cuando Pedro sale de la suya. Luce enigmático, seductor, impecable; va todo vestido de negro con ropa de Saint Clair y está para comérselo. Me encanta el estilo de su cabello, revuelto como si estuviera recién levantado de dormir; creo que en realidad no le gusta peinarse. Nos quedamos mirándonos durante unos instantes; parece que su actitud conmigo ha cambiado después de lo que le he revelado.


—¿Vas al restaurante?


—Sí.


—Estás muy bonita. Hermosa, en verdad.


—Gracias, Pedro. Tú también estás estupendo.


—Saint Clair. —Se toca la solapa de la chaqueta.


—También yo.


—Somos publicidad en vivo —bromea; cuando me sonríe creo que voy a desmayarme—. Lamento no haber podido avisarte el día del cumpleaños de André, pero me robaron el móvil en la estación de tren de Lyon y perdí tu número; tuve que viajar de improviso a Lyon. Quizá el destino nos advertía de que era mucho mejor no mezclar las cosas.


Asiento con la cabeza. Me está mirando la boca mientras me habla y eso me está poniendo nerviosa, además de no coincidir con lo que expresa.


—Vamos a cenar —le señalo, interrumpiendo el momento.


En El Mirador hay una extensa mesa para todos los que somos; la han dispuesto en la terraza, desde donde tenemos una vista panorámica del océano. Si bien Pedro y yo llegamos juntos, nos sentamos separados: yo me acomodo junto a André, y él, en la otra punta.


El ánimo festivo en la mesa es muy notorio, pues conformamos un equipo de trabajo muy agradable y el día de hoy ha sido muy productivo, por lo que todos estamos de muy buen humor.


Comemos unos arroces, pescados y mariscos únicos, que maridamos con un excelente vino.


—Cielo —André y Estela ya no disimulan su amorío y se tratan con soltura frente a todos—, tú que has investigado el lugar, llévanos a algún sitio a bailar.


Todos se entusiasman de inmediato.


—Por lo que pude averiguar, el mejor beach club se llama El Papagayo, así que si queréis le pregunto al maître dónde podemos alquilar transporte para ir.


—Aquí mismo podemos hacerlo —nos informa Juliette.


—Entonces, pongámonos en marcha —interviene Estela, que fiel a su carácter siempre es la propulsora de las fiestas.


Juliette se ofrece para hacer los arreglos para el transporte. 


Antes de partir, las mujeres pasamos por la habitación para repasarnos frente al espejo. Finalmente nos encontramos en la entrada del hotel, donde nos esperan dos Chrysler Voyager, en los que nos distribuimos para irnos. Aunque nos hemos informado con el personal del hotel de cómo llegar, por si acaso ponemos el GPS hasta playa de Troya, en la costa Adeje de Tenerife. El sitio no dista mucho del hotel: se encuentra al sur de la isla y llegamos bastante rápido a El Papagayo.


Advertimos de inmediato que el ambiente es sumamente chispeante; la música house es un clásico del local, pero su ambiente es chill out. Hoy, justamente, hay fiesta latina en el night club, que está a rabiar de gente. Se nos complica un poco la entrada, porque no tenemos reserva, pero increíblemente uno de los camareros del hotel Abama, que también trabaja aquí los fines de semana, nos reconoce, así que muy amablemente se ofrece a hacernos pasar. Veo que con total disimulo Pedro le da una cuantiosa propina, de la cual no hace alarde. Creo que soy la única que lo he advertido porque, aunque lo intento, no logro quitarle el ojo de encima.


Nos acomodamos en una de las cabañas del segundo nivel, pero como el lugar está muy lleno, nos separamos en dos grupos y algunos se quedan en el primer piso. Antes de dividirnos, concretamos la hora en la que nos encontraremos para regresar, por si alguno encuentra plan y se pierde hasta la hora de irnos.


El camarero que nos ha hecho entrar es el mismo que nos encuentra sitio donde acomodarnos, y también es quien atiende nuestra mesa.


—¿Tú que tomas? —me pregunta Pedro.


—Me inclino por un mojito clásico.


—A mí tráeme un Manhattan, por favor —dice él, mientras que André se pide un Purple Rain, y Estela, un daiquiri de fresa.


El sitio es muy moderno, y la fusión de música, muy buena. 


Todos estamos muy animados, así que las chicas muy pronto empezamos a querer bajar a la pista a bailar. André, que siempre está dispuesto para todo, es el primero en levantarse, luego lo hace Pedro y después el resto se anima a seguirnos.


Suena un remix de Adrenalina, el tema que han hecho famoso Jennifer López, Wisin & Yandel y Ricky Martin, y Estela y yo nos desbocamos bailando; este tema nos encanta. Pedro no me sorprende, pues recuerdo que baila muy bien. Bailamos todos juntos, nadie en particular con nadie porque los hombres nos superan en número. De pronto empieza a sonar una versión del tema Bailando, de Enrique Iglesias, y entonces Estela y André se pegan uno junto al otro para bailar voluptuosamente atraídos por el ritmo sensual de la canción. Pedro me coge una mano y me invita a que baile con él. La canción es afrodisíaca, como el perfume de su piel mezclado con la colonia que usa, y en ese beach club junto al mar es como si él hubiera absorbido el aroma del océano. Siento que me quemo por dentro, estoy a punto de quedar calcinada entre sus brazos y sé que no le soy indiferente. Apoyamos nuestras frentes una con otra; en realidad, la de él se apoya en la mía porque, a pesar de que llevo tacones, Pedro me supera en altura. Enlazamos las manos y me las lleva hacia atrás, dejándolas apoyadas en el nacimiento de mis nalgas; nos movemos al ritmo de la canción y comenzamos a cantar. Pedro se sonríe y le devuelvo la sonrisa.


La canción termina y empieza Firts love, de Jennifer López. 


Continuamos bailando un poco más separados. Cuando acaba, nos vamos a la mesa y allí pedimos otra ronda de bebidas. Estamos todos muy acalorados y no podemos parar de reírnos con las ocurrencias de Louis y Marcel.


—Mi vida, yo no soy ni carne ni pescado, pero sé muy bien lo que me gusta, y créeme que me gusta la carne. Y ese que está ahí me mira con ganas; mi radar gay está activado y lo he notado, así que, si me permitís, ya que él no se anima a venir a mí, sacaré mis hormonas masculinas, las pocas que me quedan, e iré a conquistar a ese chulito.


Louis se levanta y efectivamente hace lo que dice.


—Oh, por Dios, se van juntos —dice Marcel—, ¡qué suerte tienen algunos! Ven, reina —me pide mientras me coge la mano—, vamos a la pista a mover los huesitos.


—Pero si vas conmigo, te espantaré a cualquier posible pretendiente.


—¿Y qué quieres, que vaya con este adonis? —dice cogiendo a Pedro de la barbilla—. En ese caso, sí que los espantaría del todo. Además, él es muy heterosexual, mon amour, así que no creo que quiera escoltarme... Y por otra parte te estropearía tu campaña, porque dirían que tu chico Sensualité está bailando con alguien con mucha pluma. Tú acompáñame, que yo lanzo mi ojo clínico y, en cuanto vea una posible presa, te libero.


—Hecho. Vamos.


Me levanto. Pedro me da paso y no para de reírse. 


Torpemente, mi pie se enreda con el de él y caigo sobre su cuerpo, tirándole toda su bebida encima. Quedamos empapados los dos, pero no podemos parar de carcajearnos.


—Lo siento, lo siento, Pedro —me disculpo mientras me pongo en pie ayudada por él.


—Ay, mi vida, ¡qué torpe estás! —me señala Marcel—. Vamos, Juliette, esta musa necesitará asearse antes de poder ir a la pista.


Pedro tomaba una CaipiBlack, así que quedamos hechos un desastre porque la copa lleva frutos del bosque. Nos pasamos unas servilletas de papel, pero no es suficiente.


—Si no le ponéis un poco de agua, no saldrá —nos sugiere Estela.


Por tal motivo, decidimos ir al baño para aclarar la mancha.


Cuando salgo del aseo, me topo con Pedro, que sale del de caballeros. Sin dejarme pensar, me acorrala con su cuerpo contra la pared y pasa su nariz por mi rostro; con el mismo ímpetu con el que me asedió, me coge por la nuca y se apropia de mis labios. Los muerde, los lame enardecido, y yo también lo muerdo a él y lo lamo; mete su lengua en mi boca y, delirante, la enreda con la mía. Me siento sin aliento, pero no quiero parar, deseo seguir experimentando el placer que su beso me proporciona. Nos llevan por delante porque estamos obstaculizando la entrada al baño, y eso hace que nos separemos.


—No quiero que nos vean.


Me observa mientras le hablo sin aliento.


—Quiero sacarte de aquí, quiero hacerte mía.


—Con los problemas que tengo, no es bueno que esto salga a la luz —le respondo con la voz disipada por el efecto del beso y su cercanía.


—Shhh, te he dicho que lo solucionaremos. Confía en mí. Ahora, regresemos.


Quiero irme pero vuelve a apropiarse de mi boca. Me sostiene el rostro con ambas manos mientras me besa nuevamente arrebatador. Luego se aparta, me guiña un ojo y me deja ir.


No sé cómo consigo caminar, porque siento que las piernas me tiemblan, me falta el aire y una corriente eléctrica que surca todo mi cuerpo acaba depositándose en mi vagina; la situación ha reavivado todo mi cuerpo.


«También quiero que me hagas tuya, no hay nada que desee más, Pedro.»










DIMELO: CAPITULO 25





Pedro me está ignorando, y no sé por qué razón me duele tanto su indiferencia. Será que hoy estoy sensible.


—¿Qué ha pasado? —me pregunta Estela mientras caminamos hacia la puerta de embarque.


Aprovechando el momento, aminoramos el paso y nos quedamos rezagadas; por delante van André y Pedro, que está sumamente atractivo con esos vaqueros desgastados.


—Esta mañana apareció Marcos justo cuando iba a salir para acá.


—¡Dios mío! Ese tipo nunca se cansa de joderte la vida. ¿Qué quería esta vez?


—Que suspendiera el viaje; no quiere que haga la campaña con Pedro.


—No es idiota. ¿Y qué le dijiste?


—Que él ya había salido de mi vida y que no era quién para decirme lo que debía o no hacer. Se puso a gritar, me montó un escándalo en casa y en cierto momento me propuso que, si no viajaba, pondría la empresa a mi nombre.


—Está loco.


—Enfermo de celos. Pero no estoy en venta. Cada día lo desconozco más; no entiendo cómo es capaz de pensar que puede comprarme con la empresa.


—Sabe que ésa es tu debilidad.


—La empresa es todo mi universo, pero no voy a ceder a su chantaje. Es muy mezquino de su parte pensar que puede tenerme de esa forma.
»Cambiando de tema... ¿Has visto que Pedro ni me ha mirado? Ayer hice una estupidez.


—¿Qué hiciste?


Saco mi móvil y le muestro los WhatsApp a mi amiga.


—No te preocupes, creo que no salió con ella, porque cuando nos despedimos en la tienda me dijo que debía irse a terminar su maleta.


—No puedo creer lo boba que me tiene; es tan viril, se lo ve tan íntegro...


Mi amiga me guiña un ojo y ya no podemos seguir hablando, porque llegamos a la entrada del avión. Nos embarcamos y mi asiento está al lado del de ella, mientras que Pedro y André se sientan juntos. Me encuentro luchando con mi equipaje de mano para ponerlo en el compartimento adecuado, pero al parecer estoy más torpe que nunca o bien el endemoniado bolso no cabe. Mientras sigo forcejeando, siento unas manos que cogen el bolso y me ayudan a colocarlo.


—Gracias.


Pedro lo hace todo sin contestarme. Ni siquiera me mira, pero su cercanía y la fragancia marina de su perfume me embriagan. Quisiera explicarle por qué no abrí la boca cuando Marcos le echó de la empresa, pero las palabras no me salen; pensar en Saint Clair y en que estoy a punto de perderla me inunda de una congoja inesperada. El altercado con Marcos y las amenazas que me lanzó antes de salir
para el aeropuerto también influye, y me provocan un escalofrío que no puedo contener.


—¿Te encuentras bien? Estás pálida —me pregunta Pedro y, cuando lo hace, parece sinceramente preocupado. No sé qué aspecto tengo, pero me siento sumamente indefensa en este momento.


—Sí, estoy bien —atino a contestarle con un hilillo de voz y me preparo a acomodarme en mi asiento. Me sitúo en el que está junto a la ventanilla. Estela inmediatamente se sitúa a mi lado, pero se da la vuelta y se arrodilla en el asiento para hablar con Pedro y André.


Desde donde estoy puedo sentir su perfume, él va sentado justo detrás de mí.


—Tenemos tres horitas de vuelo, pero pasarán rápidas —comenta Estela.


—Yo ya tengo hambre. Espero que nos sirvan algo de comer —oigo que dice André. Pedro permanece en silencio mientras que Estela y el fotógrafo no paran de hablar; él simplemente interviene cuando le piden opinión sobre algo.


Las primeras indicaciones de vuelo comienzan a oírse y también la solicitud de abrocharnos los cinturones, así que Estela se da la vuelta a regañadientes y se sienta como corresponde. Yo tengo un codo apoyado en el reposabrazos de la butaca y me sostengo la cabeza, que me parece que me va a estallar. Mi amiga me coge la otra mano y se la aprieto, sé que el momento del despegue le produce mucha inseguridad e intento alentarla.


La azafata pasa constatando que todos tenemos los cinturones abrochados y comprueba también que los asientos estén en posición vertical y las bandejas, plegadas; asimismo, se cerciora de que todos los compartimentos estén bien cerrados. Inmediatamente, se cierra la puerta y empieza a presurizarse la cabina y es entonces cuando comienzan a sonar las especificaciones del vuelo y las
normas internacionales de seguridad, a la vez que un vehículo comienza a remover el avión de la zona de aparcamiento hasta el lugar donde éste pueda hacer uso de sus turbinas e iniciar sin ayuda su traqueteo hasta la pista indicada. Cuando llegamos a la cabecera de la pista, el avión clava los frenos de su tren de aterrizaje y veo por la ventanilla el momento en que se accionan las alas de despegue. El ruido de las turbinas se hace más fuerte y la nave empieza a andar en busca de velocidad para poder efectuar su despegue. Percibo la sensación cuando el avión levanta su morro y el ruido del tren de aterrizaje cuando se retrae; inmediatamente se nota cómo el piloto busca la estabilidad de la nave.


Observo las señales y las luces se encienden enseguida indicando que podemos quitarnos los cinturones; entonces le palmeo la mano a Estela para que abra los ojos.


—Ya está. Puedes desabrocharte el cinturón, ya estamos en el aire. ¿Te encuentras bien?


—Sí, odio este momento, pero éste ha sido muy suave.


André se asoma por el pasillo y le pregunta:
—¿Estás bien?


Él también sabe cuánto odia los despegues.


—Sí, gracias, casi no lo he sentido.


A los pocos minutos, el personal de a bordo comienza con el reparto de las bebidas; como viajamos en clase preferente, nos toman nota de la comida. Cuando la azafata pasa por nuestro asiento, rechazo el alimento pero le pregunto si me puede traer unas aspirinas. Estela ya está de nuevo arrodillada mirando hacia atrás sin parar de hablar con André; de pronto oigo cómo descaradamente le solicita a Pedro:
—¿Sería mucho pedirte que me cambiaras el asiento?


«La mato, juro que la mato.»


—De acuerdo, ponte aquí —le contesta él y, aunque no lo he visto, sé que se ha sonreído irónicamente.


Se acomoda a mi lado, pero continúo mirando por la ventanilla. Su perfume, con él a mi lado, es más notorio.


En ese instante, la azafata me trae el agua y las aspirinas que le he pedido, y no me queda otra opción que ladearme hacia él para recibirla.


—Muchas gracias.


—De nada, mademoiselle; para cualquier cosa, no dude en llamarme.


Me coloco los cascos de mi iPod y reclino el asiento; me giro, situándome casi de manera que quedo dándole la espalda a Pedro, toco la pantalla para que comience a reproducirse la música y cierro los ojos intentando abstraerme de todo. No quiero pensar, pero aún resuenan en mis oídos las últimas palabras de Marcos y sé que no mentía. Estoy segura de que lo hará. Me desconozco a mí misma, porque jamás lloro, pero de pronto el temor, la impotencia y la angustia me invaden y comienzo a gimotear. Intento tragarme el llanto, lo hago tan silenciosamente como me es posible y espero haberlo logrado, porque no deseo que Pedro se dé cuenta.



****


«Mierda, está llorando. Pero... ¿qué cuernos le pasa?»


Si hay algo que no soporto es ver llorar a una mujer. No quiero ceder y hablarle, pero me siento débil viéndola así. 


Estoy a punto de apoyarle la mano en la espalda cuando la azafata pasa para recoger las bandejas, echando por tierra mis intenciones. Espero unos minutos más y me parece que ya no llora, pero entonces me doy cuenta de que, aunque lo hace en silencio, todavía está sollozando.


Levanto la mesilla, me pongo de costado mirando hacia ella y comienzo a acariciarle la espalda; la siento tensarse. En ese momento valoro la posibilidad de preguntarle por qué está tan angustiada, pero la noto removerse y creo que está secándose las lágrimas. Le doy tiempo para que se tranquilice.


No sé cuál es el motivo de su malestar, pero intuyo que está muy agobiada. De improviso se pone en pie y me aparto para dejarla acceder al pasillo, supongo que se dirige al baño. Pasan unos cuantos minutos. Estoy inquieto porque no regresa. Al final, decido levantarme para ir a ver cómo se encuentra, pero justo cuando lo hago llega ella, así que la dejo pasar de nuevo y volvemos a sentarnos.


Parece más serena. Sorprendiéndola, le cojo la mano. No me importa que nos puedan ver: sé que no está en buena forma y quiero ofrecerle un poco de compañía.


—¿Estás más tranquila?


—Sí, Pedro, no me hagas caso. No es nada.


—Nadie llora porque sí.


Nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos, pero lo cierto es que sé que está fingiendo, algo le pasa. De pronto recuerdo que Estela me comentó que tiene problemas y también me lo dijo André.


—Es una bobada, de verdad, disculpa por molestarte.


—Discúlpame tú por entrometerme en tu vida.


De pronto le contesto a modo de reproche, pues en su despacho me gritó que no me metiera donde no me llamaban. Fastidiado, le suelto la mano y me pongo a revisar mi móvil; sigo sin superar el desprecio que me hizo, así que será mejor que me entretenga en otra cosa. Vuelvo a la fase de no dirigirle la palabra; después de todo, parece ser que es lo que ella quiere. Malhumorado, pierdo la noción del tiempo hasta que comienzan con la perorata de las medidas de seguridad para el descenso.


Por suerte, todo es muy rápido; primero toca tierra el tren de aterrizaje de la cola y luego el del morro del avión. Se notan las sacudidas clásicas de cuando el avión se detiene y después la nave empieza a maniobrar para posicionarse en el área de desembarco asignada.


Acabamos de llegar al Aeropuerto de Tenerife Norte, nuestro primer destino, donde estaremos tres o cuatro días.


Muy pronto se abren las puertas del avión y, después de recoger nuestro equipaje de mano, comenzamos a caminar al compás de los demás pasajeros. Salimos por la manga de desembarco hacia migraciones; de ahí, pasamos a la cinta para retirar nuestras maletas. André se queda acompañado por los miembros de su equipo para poder retirar todo lo que ha traído en la bodega del avión, así que los demás nos preparamos para salir del aeropuerto.


La ley de hielo continúa instalada entre Paula y yo.


En la salida nos está esperando un minibús Viano, que nos traslada hasta el Hotel Abama, situado en la costa oeste, en un lugar privilegiado en las suaves laderas del Teide.


A pesar de no dirigirle la palabra a la rubia, le abro la puerta del vehículo y la dejo subir en primer lugar.


Ya en el resort, ambientado con claras reminiscencias africanas, Juliette se encarga de todo por ser ella quien ha hecho las reservas. Inmediatamente nos asignan las suites; nos proponen hacer el check-in en la habitación, pero desistimos. André, Estela, Paula y yo estamos alojados en unas exclusivas habitaciones de lujo en las mejores villas del hotel, dentro de un marco paradisíaco de extravagante vegetación tropical, que tiene acceso directo a la piscina, además de otros exclusivos servicios y comodidades. El resto del equipo se aloja en la ciudadela del hotel, con habitaciones también muy lujosas, como todo el entorno.


Nos trasladamos hasta el sitio en un buggy, del cual nos indican que es para uso personal para poder desplazarnos por todo el complejo.


Ya alojado en mi habitación, me quito la camiseta, porque lo cierto es que me he acalorado durante el viaje. Me tomo mi tiempo para familiarizarme con el lugar y decido salir al balcón para admirar el paisaje; el azul intenso del agua confunde dónde comienza el cielo y dónde termina el océano; la vista no puede ser mejor y los sonidos del mar llegan hasta mí, haciendo que permanezca extasiado viendo desde allí la isla de La Gomera. El golpeteo de la puerta me saca de mi abstracción; atiendo y es Juliette, que me explica que ha venido a dejarme un dosier con las actividades detalladas día por día, donde constan los horarios y las localizaciones a donde nos dirigiremos.


—Muchas gracias, Juliette.


—De nada, monsieur. Tenga en cuenta que, por la tarde, bajaremos a la playa para hacer las primeras fotografías.


—No te preocupes, ahora mismo leo esto —le digo mientras le señalo el informe.


—En un rato le traerán el vestuario que debe usar.


—Perfecto.


Cierro la puerta y comienzo a desempaquetar mis cosas, al tiempo que me ocupo de echar un vistazo al resto de la habitación. La cama es muy amplia y con dosel, y la decoración es muy étnica.


Entro en el espacioso baño y, mientras termino la inspección, dejo llenándose la bañera; a pesar del murmurar del agua que inunda la estancia, oigo claramente que vuelven a golpear mi puerta. Es una de las encargadas del vestuario, que viene a traerme la ropa que debo ponerme para la sesión de fotos. Cuando vuelvo a quedarme solo, me dispongo a tomar un baño; necesito quitarme el trajinar del
viaje. Cuando termino, no hay tiempo para mucho más, así que me pongo el pantalón vaquero y la camisa que me indicaron, me calzo unas chancletas y salgo para ir directo hacia la playa. Al salir de la habitación me topo con Paula, que sale de la suya, que está pegada a la mía.


«Está radiante. ¿Habrá algo que a esta mujer no le quede bien?»


Va ataviada con una camisola corta ceñida a la cintura, con alegres y coloridos diseños en tonos turquesa, verde, negro y blanco, y que deja al descubierto sus esculturales, torneadas, largas, larguííísimas piernas. Me apremio a detener mis pensamientos, porque creo que la visión me ha nublado la mente y no puedo parar de descubrir adjetivos para describir lo que estoy viendo; todos le quedan bien y me parecen pocos. En uno de los brazos lleva una gran cantidad de pulseras de color verde y en su mano noto que acarrea su iPod y su móvil. Caminamos a la par en silencio; dicen que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, y por eso me mantengo en mi postura. Aunque me cueste, no cederé.


En el trayecto hasta el buggy que está estacionado frente a nuestra villa, ella decide romper el hielo.—
Quiero disculparme contigo, Pedro. —Sus palabras me cogen por sorpresa—. Debería explicarte por qué me quedé callada cuando Marcos te dijo que te fueras de la empresa.


No la miro. Estoy a punto de dejar que hable, pero mi orgullo puede más y decido dejarle bien claro que nadie me pisotea y que no veo la hora de que nuestra relación laboral acabe.


—No es necesario, me quedó más que claro: eres la dueña del circo y él es... tu hombre. — Intenta decirme algo, pero vuelvo a interrumpirla—. No me interesa ninguna explicación que puedas darme. Me extralimité: se trataba de una discusión de pareja y no soy quién para meterme en la vida de los demás. Muy pronto terminaremos con esto y no tendremos que seguir viéndonos.


Estela nos interrumpe.


—¡Qué bien que aún no os habéis ido! Voy con vosotros en el buggy.


Me hago cargo de la conducción. Como todo está muy bien señalizado en el complejo, no resulta difícil llegar hasta el funicular. Nos montamos en él para bajar hasta la playa; desde el acantilado, se ve claramente a André y a todo su equipo, que ya está en la orilla del mar con todo dispuesto. 


La tarde está al caer.


—¿Estás nervioso, Pedro? —me interroga Estela mientras descendemos.


—Un poco, pero espero hacerlo bien.


—Lo harás perfecto —asevera Paula—. Relájate, piensa que es un juego con la cámara y elimina la razón de por qué estamos aquí. A mí siempre me funciona.


Su tono es dulce y sincero.
—Intentaré hacerlo, pondré en práctica tu técnica.


Mis pensamientos vuelan y, aunque por momentos quisiera borrarla de mi cerebro, mi cuerpo me traiciona, y la visión del suyo, mucho más.


«Tengo una técnica mejor: pensaré que estoy enterrándome en ti. No creo que pueda existir nada más placentero, así que estoy seguro de que eso puede hacer que me olvide de todo.»


Ya estamos en la playa de arenas doradas; el sol está por descender, así que debemos darnos prisa para aprovechar ese momento.


El maquillador me pide que me quite la ropa, y quedo sólo con el bóxer. Me matizan con aerógrafo para intensificar el bronceado del cuerpo. Paula está a mi lado y también se ha quitado la camisola; únicamente lleva un diminuto bikini y también la rocían, como a mí.


—Separa los brazos, Pedro —me indica, divertida, mientras ella hace lo mismo, apartándolos de su cuerpo—. Se seca pronto y podrás actuar con total libertad.


Le hago caso; esto parece haberse vuelto divertido. Ella me sonríe pero yo tengo cara de perro y no puedo cambiarla, aunque con su insistencia ha logrado arrancarme algunas palabras.


«¿De qué se ríe?»


Pasado unos minutos, nos untan con aceite; nuestros cuerpos brillan al sol.


—Vaya, ahora entiendo el efecto de los cuerpos en las revistas.


Me maquillan los abdominales para acentuarlos, aunque en verdad sé que no hace falta. A continuación, maquillan el rostro de ella; Louis resalta más que nada su boca con abundante gloss, y yo creo que estoy por convertirme en caníbal y comérsela de un mordisco.


Paula va a terminar por enloquecerme.


Nos ponen cera en el pelo, también lo mojan y nos piden que volvamos a vestirnos; luego, con botellas con agua, nos empapan la ropa.


—¡Aaah! —grita ella cuando le tiran el primer chorro—. ¡Está fría! —se queja, y luego veo que introduce sus manos bajo la prenda para quitarse el sujetador del biquini que lleva puesto. Lo saca por la manga de la camisola y, al instante, los pezones se asoman tiesos bajo el género; rápidamente se ajusta el cinturón en la cintura y una encargada de vestuario le desabotona la prenda para que luzca más sugerente, maniobra que me permite ver claramente el nacimiento de sus senos. Decido ladear la cabeza o sé que haré un papelón; no quiero tener una erección delante de todos.


Mientras tanto, la otra encargada me baja bien los pantalones para que queden a la altura de mis caderas; antes ha desabrochado mi cremallera, para que se vean bien mis huesos ilíacos y el elástico del bóxer. Por último, desabotona por completo mi camisa y la remanga. Luego, me empapan con el agua de otras botellas. Involuntariamente también me quejo: de verdad está fría.


«¿O será que mi temperatura corporal está demasiado elevada?»


Paula se muere de risa.


—¿Has visto? Apuesto a que creíste que estaba exagerando cuando me quejé.


«A perro flaco, todo son pulgas». Si bien está fría, no es para tanto.


Ella intenta por todos los medios conversar conmigo, pero a terco no hay quien me gane y sigo empecinado en no hacerlo. Caminamos hasta donde está André dando instrucciones a los miembros de su equipo.


—Colega, ha llegado tu prueba de fuego. Relájate, conseguiremos muy buenas imágenes.


—El lugar es de ensueño; estoy obnubilado con la belleza de esta tierra.


—Y espera a mañana, cuando vayamos al Teide —me dice Paula—. Canarias es un lugar paradisíaco.


Nos dejamos de charla porque el tiempo corre y André comienza a darnos las indicaciones de lo que desea que hagamos.


—No olvides acentuar tu musculatura, Pedro.


—No te preocupes, cielo: aunque lo olvide, no se notará —acota Estela, risueña.


—Así que... ¿estás mirando a mi amigo?


—Imposible no hacerlo cuando todo está a la vista.


Hago un gesto con la cabeza; no quiero pecar de inmodesto.


—Me ejercito duro para conseguirlo, me gusta cuidar mi salud.


—Lo sabemos, Pedro, no te ruborices por reconocerlo, esto no se consigue sin esfuerzo. — Mientras hace su comentario, Paula me pasa su dedo corazón por el abdominal recto, produciéndome un estremecimiento en todo el cuerpo.


—Bueno, vamos, que perderemos las mejores tonalidades del océano —nos apremia André.


Luego nos indica que nos subamos a una roca volcánica que asoma en el mar. Subo primero y luego ayudo a Paula para que lo haga; siento en el cuerpo pequeñas descargas eléctricas cada vez que la toco, pero intento ignorarlas. Mi amigo me ordena que me coloque detrás de ella y que la abrace; hacemos algunas fotos con mi camisa puesta y luego, otras sin ella; todas son muy sensuales y sugerentes... Mis brazos la rodean y es perfecto. La expresión de su rostro en cada captura es insana para mi mente; esta mujer no parece que sea de este mundo.


Bajamos de la roca y nos dirigimos a una tienda improvisada en la playa, donde nos cambiamos varias veces de ropa para continuar haciendo más fotografías. El aceite y el agua abundan en nuestros cuerpos y mis manos se deslizan por la piel de Paula con facilidad. Todo se está volviendo sumamente excitante.


Estamos recostados en la arena y el espacio entre nuestros labios es prácticamente nulo; permanecemos tan cercanos que es imposible no sentir cómo nos acariciamos con el aliento.


—Estoy a punto de perder parte de Saint Clair —me suelta de pronto.


Afianzo mi agarre. Ahora entiendo su angustia; la entiendo verdaderamente y quisiera poder hacer algo.


—Algo habrá que se pueda hacer —le digo mientras la miro a los ojos, e intensifico mi mirada para hacerle comprender que no todo tiene por qué estar perdido.


—No, Pedro, mi socio vende su parte y yo no tengo cómo comprarla.


—Que te dé más tiempo para que puedas hacerlo. Tienes que negociar los plazos; eso debe de estar establecido en el contrato societario.


—¡Eh! ¿No me oís? Me quedaré sin voz si sigo gritando —nos riñe André—. Paula, ¿tienes algún cambio más de ropa?


—Un traje de baño.


—Bien. ¿Y tú, Pedro?


Estoy espeso, me he quedado anclado en lo que Paula me ha dicho.


—Debes de tenerlo —me señala ella.


Después de cambiarnos, nos dirigimos a otra parte de la formación volcánica, alrededor de la piscina natural que está en los acantilados; ascendemos por ellos y André nos indica que nos recostemos. Allí, osadamente, pongo una mano sobre su cuello y con la punta de mis dedos toco el nacimiento de sus senos.


—No os mováis, es perfecto... Jugad con la sensualidad, regaladme bonitas imágenes mientras el sol se oculta —nos alienta André, que se muestra entusiasmado con lo que estamos consiguiendo y vibra con lo que ve a través del objetivo de su cámara.


Le susurro al oído:
—Buscaremos la forma, te lo prometo.


—Ya hay comprador... Es la competencia.


—Tu socio es un malnacido.