lunes, 12 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 63

 


La joven se acurrucó contra el pecho de Alfonso. Se suponía que era profesora de ciencias: debería saber todo lo que ocurre en el cuerpo humano, con eficiencia y seguridad. Pero no comprendía por qué las sensaciones que le producía Pedro eran tan maravillosas.


—Te quiero —susurró Paula.


—¿Qué dices? —preguntó atónito, Pedro, sin poder creer lo que estaba oyendo.


—Te quiero —repitió ella, rápidamente—. Y me iré contigo a Seattle o Nueva York, si es necesario. No te prometo que encaje muy bien en tu estilo de vida, pero lo voy a intentar. Entonces, ¿te vas a casar conmigo, o no?


Alfonso miró a Paula, que esperaba su contestación con la barbilla desafiante, preparada para oír tanto un sí, como para aceptar un posible rechazo.


Pedro no sabía si reír, o si zarandearla.


—Por supuesto que vamos a casarnos. Por cierto: ¿te he dicho que te quiero?


—¿Sí? —pronunció Paula, llena de alegría y con los verdes ojos, más brillantes que nunca.


Alfonso jamás pudo imaginar que existiese una mujer tan llena de vida y tan valiente. ¡Para colmo, ambos estaban hechos el uno para el otro!


—Te amo, Paula. He sido muy terco hasta que lo he aceptado. Si no te hubiera conocido subida en aquel árbol, me habría perdido lo mejor de la vida. Por mucho dinero que hubiera ganado, no habría sido igual. Quiero que veamos a nuestros hijos crecer en el rancho, es lo mejor que les podemos ofrecer —dijo Pedro, acariciando sensualmente los ojos y los labios de su prometida.


—¿Nuestros hijos?


—Claro, un montón de ellos —contestó Alfonso, rápidamente—. ¿Acaso no te gusta la idea?


—Sí, por supuesto.


—Pero tendrás que permanecer tranquila cuando estés embarazada y te dejarás cuidar con esmero. En ese sentido, sé que soy muy tradicional.


—Sí, verdaderamente, eres un poco dinosaurio: el embarazo no incapacita a las mujeres para seguir con sus actividades profesionales —replicó Paula, muerta de risa.


—¡Querida, no estoy bromeando!


—De acuerdo, tendré cuidado.


Aunque le hiciera caso, Pedro estaría alerta por si acaso. ¡Era tan independiente!


—Además, no vamos a vivir en una ciudad —ordenó el joven—. Detesto las ciudades. Son el polo opuesto de lo que necesitan los niños para crecer saludablemente.


—No odias la ciudad —insistió su prometida—. Recuerdo perfectamente que dijiste que detestabas los pueblos pequeños; la verdad es que no te entiendo.


—No me gustan las ciudades grandes, pero lo bueno que tienen es que no hay tantos cotillas siguiéndote la pista en cada instante. Por otra parte, la ciudad es la mejor plataforma para adquirir reputación. De ese modo, lograría mi sueño dorado: dejar de ser un chico de segunda en un barrio equivocado.


Paula le tomó la cara con las manos y le dio un beso largo y lleno de ternura.


—No tienes nada que demostrar, ni a mi ni a nadie. No vas a volver a ser una persona de segunda, en la vida. ¿Comprendido, Pedro Alfonso?


Pedro respiró con más libertad, tras las palabras de su prometida. Ella lo amaba y creía en él. Las demostraciones no eran necesarias entre los dos.


—De acuerdo —aceptó Alfonso, mirándola a los ojos—. Viviremos en Montana y no quiero oír ni una queja al respecto.


—Pero…


Alfonso llevó a Paula al balancín del porche porque desde allí estaban libres de cualquier mirada por parte de los trabajadores del rancho.


—Supongo que tendremos grandes discusiones —sonrió Pedro, abrazando más fuerte a su prometida.


Paula le sonrió a su vez con deseo y eso hizo que Alfonso sintiese necesidad y ternura, al mismo tiempo.


—¿Estás preocupado por las peleas? —le preguntó Paula a su prometido.


—En absoluto. Alguien me dijo que el truco consiste en desear la reconciliación, más que nada en el mundo —dijo Pedro, desabrochando un botón de la camisa y besándole el hombro.


—Creo que esto se va a poner divertido —adujo Paula, guiñándole un ojo al joven.


—Por supuesto que sí. Vete practicando la manera de resolver nuestros enfrentamientos… —propuso Pedro, besándola de nuevo en el hombro.


De pronto, se oyó un ruido.


—Ejem…


Paula descubrió a sus abuelos, por encima del hombro de Pedro.


—Hola, abuelos. Estaba hablando con Pedro y…


Alfonso se echó a reír y su prometida le dio un golpe en el pecho.


—Supongo que estaréis celebrando una nueva fiesta de compromiso —dijo Eva, con las manos en las caderas.


—Pero si ya hemos tenido una —respondió Paula, sintiéndose culpable.


—Esta vez será distinto. Haremos una gran fiesta para un compromiso auténtico.


—¿Ya sabíais que todo había sido una comedia? —quiso saber Paula.


—Pues claro que lo sabían, querida. ¡No ves que son personas inteligentes! —dijo Alfonso con énfasis.


—Pero como no dijiste nada cuando accediste a vendernos el rancho…


Samuel se excusó.


—Tu prometido tenía razón. Debí venderte la hacienda hace tiempo.


—O sea que ya sabías que nuestro compromiso era falso, cuando estuvimos hablando esta tarde y, por fin, me cediste el relevo del rancho —dijo Paula.


—Sí, me lo dijo Pedro cuando estuvimos charlando sobre el futuro de la finca —reconoció Samuel.


—¿Por qué no me lo habías dicho antes, Pedro?


—De verdad que lo intenté, pero no me diste la oportunidad de contártelo.


La vaquera no tuvo más remedio que excusarse.


—Lo siento, es verdad que no quise oír tus argumentos.


—No importa. Finalmente parece que todo se ha resuelto felizmente —exclamó Alfonso, sonriendo abiertamente.


—¿Entonces estáis prometidos de verdad, esta vez? —quiso saber Eva, con ansiedad.


—Sí, abuela —contestó la nieta besando a su prometido, alegremente.


—Y fueron precisos doce días para tomar la decisión, siete más que para tus abuelos —bromeó Alfonso—. Nuestros hijos se divertirán cuando se lo cuente.


Ambos intercambiaron una mirada de complicidad.




FARSANTES: CAPÍTULO 62

 


La acusación de Pedro la había herido. Era cierto que lo único que le interesaba en la vida era el rancho. Por otra parte, Alfonso le había dicho que estaba loco por ella. Eso le sonaba a sexo sin amor. Aunque la verdad era que ella también lo deseaba con toda su alma.


Instintivamente, había guiado al caballo a su lugar favorito: la roca donde había pasado la noche con su prometido. Recordaba las palabras de amor y las caricias que se habían prodigado mutuamente. Siempre había soñado encontrar al hombre de su vida, pero Alfonso no se parecía demasiado al prototipo. Era frío, calculador y además, posesivo y celoso.


Pero lo amaba.


—¿Qué voy a hacer? —suspiró Paula, hecha un lío—. ¿Qué pasaría si lo aceptase como socio y como marido?


De repente, supo con claridad que aunque tuviese que elegir entre el rancho o él, se quedaría con él, porque la tierra de sus ancestros no significaba nada sin el amor.


—Dime algo —le dijo Paula a Pedro, que estaba esperándola en el porche.


Estaba serio, ¡tan sólido y real! Sin duda, esperaba la respuesta de la vaquera.


—¿Qué es lo que me tienes que decir?


—¿Habrías venido a Montana si hubieses sabido lo que nos iba a pasar?


Pedro hizo un gesto de amargura.


—Depende de lo que me digas en los próximos cinco minutos. De todas formas, te aviso que yo también soy testarudo y no me quedo arrinconado por nada…


—Lo sé —contestó Paula, metiéndose las manos en los bolsillos.


Era una experta domando caballos y llevando el negocio del rancho, pero era muy torpe en el amor. Y Pedro era sensacional: gustaba a todo tipo de mujeres.


El rancho la había alejado de los peligros que acarreaba el hecho de estar enamorada. Pero, sobre todo, de la alegría. No podía olvidar la alegría que había sentido al estar en los brazos de Alfonso, aunque, por otra parte, el amor había resultado ser verdaderamente traumático. El romanticismo se había evaporado, hasta agotarse.


—Bueno, querida —dijo Pedro—. Puede que no sea el marido perfecto pero estoy dispuesto a intentar cambiar mi forma de ver el matrimonio. ¿Qué te parece? ¿Estarías dispuesta a compartir el sueño de tu vida?


—Yo… —murmuró Paula.


No podía articular palabra. Él no le había dicho todavía que la amaba, pero ella sabía que estaba loca por él. Ese estado de enamoramiento la asustaba terriblemente. Después de todo, ella no era ni rubia ni sofisticada…


Pedro le tomó la mano entre las suyas, tiernamente. Ella sabía que las estaba observando detenidamente: los dedos eran finos y delicados, pero no se había arreglado las uñas. En un rancho, la manicura no tenía razón de ser… Paula no estaba segura de poder vivir en Nueva York, por mucho que lo intentara. Estaba claro que no era el tipo de persona que disfrutase prodigándose en todas las fiestas, con modelos de diseñadores famosos.


Alfonso apretó un poco mas las manos de la futura ranchera.


—¿Sabes una cosa? No podría casarme con una mujer del estilo de Saul —dijo Pedro, tomando un mechón de pelo color canela—. Las rubias sin sustancia son perfectas para el instituto, pero yo preferiría el castaño rojizo de una mujer de verdad, que fuese el amor de mi vida.


—Pero… —quiso decir Paula.


—Yo buscaba una pareja que fuese reservada y elegante. Sin duda estaba pensando en Grace Kelly. Como realmente no quería tener esposa, lo idóneo era pensar en una mujer distante y fría, como la actriz.


—Podrías haber elegido entre cientos de mujeres —comentó su acompañante.


—Eso es algo halagador, pero no del todo cierto —repuso Pedro, mientras le acariciaba la palmas de las manos—. Sigamos… yo ansiaba la sofisticación. Pero hay muchas maneras de ser sofisticada. Por ejemplo, apreciando a la gente tal y como es, consolando a Gabriela Scott a pesar de haberse portado mal previamente.


—Oh… ¿Estuviste escuchándonos cuando estuvimos hablando? —preguntó la vaquera poniéndose colorada, pero sintiendo una punzada de satisfacción en el pecho.


—Sí, os estuve espiando. Te portaste fenomenal, siendo tan comprensiva con una persona que no se lo merecía…


—Estaba realmente triste; creo que se ha enamorado sinceramente de Claudio.


—¡Eso sería un milagro! —comentó Alfonso divertido, en vez de mostrarse sarcástico—. ¿Te das cuenta de que esa lista era para gente sin la más mínima intención de casarse? No estaba hecha para nosotros dos.


—Y entonces, ¿qué piensas de que sea tan emocional?


Pedro la estrechó entre sus brazos fuertemente, sin apenas dejarla respirar. El contacto de sus cuerpos hizo que Paula sintiera una sensación nueva aunque muy placentera, en su interior. Además, Alfonso estaba sonriendo porque en cuanto a sensaciones, los dos iban en el mismo barco.


Pedro —arguyó desesperadamente, la vaquera—. No quiero que sigas acariciándome.


—Oh, pensé que era parte de la imperancia de tus emociones. Además sé perfectamente que me deseas y que eres incapaz de ocultar tus sentimientos. ¡Eres tan honesta, Paula! —Alfonso se puso serio y la besó sensualmente en el cuello—. No eres como mis padres: ellos nunca fueron honestos entre sí.


—No estoy muy convencida de ser tan honesta.


—Claro que lo eres —repuso Pedro.




FARSANTES: CAPÍTULO 61

 


—Pedro Alfonso, ¿se puede saber por qué te metes en mis asuntos? —preguntó Paula, tremendamente enfadada.


Pedro estaba durmiendo la siesta, apaciblemente.


—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Alfonso.


—Has hecho un trato con el abuelo a mis espaldas.


Alfonso lo tenía decidido: entre su futuro como agente de bolsa y Paula, se quedaba con la vaquera. De hecho, ambos se quedarían a vivir en Montana y él podría seguir trabajando con Wall Street gracias a la tecnología informática más moderna.


Contento con la decisión que había tomado, el joven se había dormido un rato en la tienda de campaña.


Pero al despertar, se dio cuenta de que con Paula las cosas no iban a ser fáciles.


—¿No es lo que más deseabas en el mundo? Lo único que he hecho ha sido agilizar los trámites.


—No tienes derecho a meterte en mi vida. Llevo ahorrando años y años, y ahora, porque aparece un agente de bolsa forrado de dinero, el abuelo accede a que los dos llevemos el rancho.


Pedro volvió a recordar que no debía dejarse vencer por la cólera.


—Querida, no es que Samuel no confiase en ti. Lo que quiere es que compartas tu vida en el rancho con alguien que te comprenda. No quiere que estés sola, porque Montana en invierno es muy duro.


—Ah… —dijo Paula, desconfiadamente.


—Eres tan testaruda que solo piensas en la propiedad y no eres capaz de escuchar.


—¿Qué es lo que tengo que oír? —dijo la vaquera sarcásticamente.


—Lo que te voy a decir…


—Claro. ¡Como podía olvidar que eres el agente de bolsa perfecto! No crees en el matrimonio y te quieres ir a vivir a Nueva York.


—Y el hombre que está locamente enamorado de ti, tanto que es capaz de hablar de estas tonterías y más…


—O sea, que soy tonta.


Era difícil no enfadarse con Paula.


—Querida, eres guapa e inteligente pero no sabes escuchar.


—Ya sé lo que me vas a decir: que no puedo con el rancho yo sola.


—Pues no. Lo que tengo que comunicarte es que, además de ser tu socio quiero ser tu marido. Y lo voy a ser, no te quepa la menor duda.


La vaquera estaba confusa.


—No puedo creerlo —dijo ella.


—Pues ve haciéndote a la idea.


Y sin más palabras, Pedro tomó a Paula en sus brazos y la besó profundamente, pidiéndole amor y tratando de deshacerse de tanta enconada palabrería.


Paula lo besaba con pasión. Pero seguía confusa.


—Por favor, Pedro, no sigas —dijo la vaquera, sintiendo la tersura y el calor de su lengua, dentro de su propia boca.


A pesar de desearlo ardientemente, ella necesitaba estar sola para pensar en la propuesta de Alfonso.


—No te vayas, Paula —susurró el joven con los ojos más oscuros que nunca.


—Lo siento, pero me tengo que ir.


La vaquera entró en la cuadra y montó a su caballo, que llevaba ensillado desde antes de hablar con el abuelo.


Como al animal le gustaba galopar, Paula le dio carta blanca para que se alejara lo antes posible.