domingo, 2 de agosto de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 33





Pedro no se había rendido. Nunca se rendía cuando quería algo de verdad y estaba seguro de que a Paula no le sorprendería que dejase pasar unos días antes de volver a la carga. Con otra disculpa, una mejor, y una explicación. Con promesas e intención de cumplirlas.


Él mantenía su palabra.


Paula lo vio en cuanto salió del edificio, a las nueve. Era imposible no verlo ya que estaba frente al edificio. Aceptó hablar con él cinco minutos… o más bien Sam había aceptado por ella. En cualquier caso, se dirigió hacia él sin vacilar.


—Tengo media hora antes de caer al suelo exhausta. ¿Quieres que vayamos a Marble’s?


—Sí, claro. Donde quieras.


Marble’s era un bar elegante a la vuelta de la esquina donde solían reunirse los empleados del Servicio. No era un sitio ruidoso y allí podrían mantener una conversación relativamente privada.


Pedro caminó a su lado, aunque lo que de verdad le gustaría sería abrazarla, enterrar la cabeza en la curva de su cuello y quedarse así hasta que se le pasara el enfado. Su cuerpo lo recordaría, podría convencerla, hacerla capitular, estaba seguro.


Se sentaron a una mesa apartada y pidieron descafeinado para los dos. Pedro pidió también algo de comer, cordero con salsa de yogur y bolas de arroz.


—Le hice una promesa a un niño de siete años —empezó a decir—. Cuando el mundo a nuestro alrededor estaba ardiendo le prometí que cuidaría de él y lo he hecho. Y seguiré haciéndolo a distancia. Preferiría que no preguntases, pero si lo haces te lo contaré todo.


—No voy a preguntar —dijo Paula—. El caso está cerrado.


—Entonces, solo quedan las promesas que quiero hacerte.


Pedro vio que los ojos de Paula se llenaban de lágrimas. 


Parecía tan triste en ese momento, tan dolida, que se le rompió el corazón.


—No llores, por favor. No puedo soportarlo.


—Habla, te escucho —dijo ella—. La última vez no lo hice.


¿Por dónde debía empezar?


—Debería haberte dicho que iba a Ámsterdam y que no podríamos estar en contacto durante un tiempo. Pensé que cuanto menos supieras de mis movimientos mejor para ti, pero está claro que eso no va a funcionar con nosotros.


—Cuando era pequeña solía despertar en medio de la noche —empezó a decir Paula—. En un país nuevo, en una casa nueva, con empleados. Mis padres no estaban y nadie me contaba nada, así que me sentía invisible. Sigo reaccionando mal cuando alguien me hace sentir invisible.


—Yo nunca he pensado que fueras invisible, Pau. Entro en una habitación y solo te busco a ti —dijo Pedro—. En cuanto a esos cadáveres de los que hablan las autoridades holandesas… eso no fue nunca parte de mi plan. Debería haberte llamado para confirmar que estaba bien y lo haré la próxima vez… si hay una próxima vez.


—Pero…


—Podemos establecer unas reglas: no irse nunca sin decir adiós, llamar siempre, jamás dejar que pienses que no te quiero. Porque te quiero mucho, Pau.


Siempre había pensado que esas sencillas palabras de amor serían imposibles de pronunciar.


Pero no lo eran.


—Te quiero.


—¿De verdad? —Paula apretó la taza de café, sin mirarlo—. Tú podrías tener a quien quisieras.


—Y te he elegido a ti.


—Podrías tener una mujer preciosa.


—Tú eres preciosa. Y no digas que podría tener a alguien más joven que quisiera darme hijos porque yo sé bien lo que quiero. Desde el momento que te vi perdí la cabeza. Por favor, Pau, dame otra oportunidad.


—Me tienes desde: «le hice una promesa a un niño de siete años». Y la has cumplido.


Por fin, Pau levantó la mirada y Pedro se permitió a sí mismo soñar.


—¿Quieres que sigamos hablando de esto en un sitio más privado? ¿En mi casa?


—O en el hotel, donde te sientas más cómoda.


—Mi casa… no, espera, no hay comida en la nevera.


—Da igual.


—Ni siquiera tengo helado. Me lo comí una noche, cuando pensé que habías muerto.


—Me parece muy razonable.


—Te maldije mil veces.


—Duro, pero justo.


—¿Te das cuenta de que vamos a pelearnos todo el tiempo?


Pedro sonrió.


—Estoy deseando.


—Y mi trabajo… vamos a tener que dejar claro de qué puedo hablar y de qué no.


—Lo entiendo —dijo Pedro—. También yo tengo un par de proyectos de los que no puedo hablar por el momento. 
Podemos hacerlo, Pau. Solo tenemos que abrir las líneas de comunicación. Yo puedo decirte que me voy a la Antártida a ver pingüinos de vez en cuando y llamarte desde un iceberg… pero ahora mismo tengo que abrazarte. Tenemos que ir a algún sitio porque estoy a punto de perder el control.


Pedro dejó unos billetes sobre la mesa y se levantó. Paula se levantó también, apretando su mano.


Nunca había conocido a una mujer cuyo roce pudiese calmarlo y excitarlo al mismo tiempo. Nunca había deseado a una mujer como la deseaba a ella.


—Mi apartamento está cerca —susurró Paula—. Podríamos ir allí y yo podría reunir valor para estar desnuda delante de ti y decirte que te quiero.


—Me parece un buen plan.


Cuando llegaron al coche, Pedro se dejó llevar por la tentación y la besó.


—No sabes cuánto te deseo.


—Entonces nos desnudaremos el uno al otro y podrás volver a decirme que me quieres —Paula sonrió seductoramente—. Y hacer que lo crea.










EL ESPIA: CAPITULO 32






La furia y la indignación podrían haber ayudado a Paula a aguantar el tiempo suficiente para hacer lo que había que hacer, pero esas emociones no eran buena compañía. Pasó la noche llorando y al día siguiente funcionó de manera automática, deseando que Pedro Alfonso desapareciese de su memoria.


Pero sabía que eso no iba a pasar.


Cuando volvió a la oficina se negó a hablar con él y lo envió a ver a Corbin, que lo interrogaría sobre el incidente en Ámsterdam.


Por supuesto, Pedro había negado estar involucrado.


Paula había observado el interrogatorio a través de una pared de espejo y al final de la entrevista, cuando Pedro desapareció, su jefe le preguntó si creía la historia que había contado.


—¿Y usted? —le preguntó Paula.


Pero no esperó respuesta. Salió de la oficina antes de lo habitual y fue a ver a su abuelo.


Estaba en el jardín, como siempre, cuidando de sus dalias y de su tortuga de cincuenta años, Verónica.


—Ah, mi nieta ha venido a verme —estaba sonriendo, pero se puso serio al ver su expresión—. ¿Qué ha pasado? 
Llegas un día y tres horas antes de la cena semanal.


—Ha sido una semana muy dura y quería ver a mi tortuga favorita.


Sí, allí estaba, con la cabeza fuera del agua y el cuello estirado, mirándolos. A Verónica no se le escapaba nada.


—¿Algún problema en el trabajo?


—Alguno, pero ya está resuelto.


—¿Y estás satisfecha?


—Algunos lo están.


—Pero tú no.


—No se puede tener todo —Paula había aprendido eso de niña—. ¿Crees que tengo problemas de abandono, abuelo?


Él la miró con cara de sorpresa.


—Menuda pregunta.


—¿Necesitas un té, café o una bebida fortificante antes de responder?


—Té y pastel podrían ayudar.


Su abuelo tomó el bastón y se dirigió al interior de la casa, con Paula detrás. Se sentaron en la cocina, frente a la ventana que daba al jardín.


—¿Quién te ha defraudado?


—Un hombre joven e impulsivo.


—¿Un buen hombre?


—Sí —respondió Paula. Y era verdad—. En muchos sentidos sí, pero es muy temerario.


—Y tú demasiado cautelosa.


—No soy demasiado cautelosa, solo me gusta hacer planes y tener cubiertas todas las bases.


Su abuelo sonrió.


—Y las de los demás.


Bueno, tal vez tenía razón.


—¿Recuerdas que te hablé de un agente que acababa de regresar de una larga misión, un trabajo de incógnito?


—Sí, lo recuerdo.


—Su nombre es Pedro Alfonso y es el hombre con el que tengo problemas.


—¿Personal o profesionalmente?


Paula tomó un sorbo de té.


—Las dos cosas. Aunque ya no trabaja para el Servicio, renunció hace un par de semanas.


—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando de incógnito?


—Dos años. Para un traficante de armas.


—¿Antonov? —su abuelo la miró, sorprendido—. ¿Es el hombre que se cargó la organización de Antonov?


—Sí —respondió Paula—. Pero dejó expuesto a su hijo, un niño de siete años.


Paula le contó todo lo que había pasado con Celik… y con Pedro.


—Es una persona importante para mí, abuelo. Me gusta mucho… no, es más que eso.


—¿Y cuál es el problema?


—Que no me ha devuelto las llamadas. Sencillamente desapareció sin decir una palabra y yo no sabía dónde estaba —el corazón de Paula latía con fuerza—. Odio eso.


—Ya lo sé, hija. ¿Pedro Alfonso tenía razones para no ponerse en contacto contigo?


—¿Aparte de no querer que nadie supiera lo que estaba haciendo?


—Pero de esa forma tú no sabrías nada y nadie podría hacerte responsable, cariño.


—Pero el niño debe estar a cargo del programa de testigos protegidos para tener una nueva vida y nosotros podríamos haber organizado todo eso.


—Tal vez Pedro Alfonso no se habría sentido satisfecho del todo —dijo su abuelo—. Tal vez quería asegurarse personalmente.


—Abuelo…


—¿Le has contado algo de tu vida, de tu infancia?


—No, no mucho. No suelo hablar de ello.


—Quizá deberías.


Paula dejó la taza sobre la mesa.


—Te lo pregunto de nuevo: ¿crees que tengo algún complejo de abandono?


Su abuelo esbozó una sonrisa triste.


—Lo tuviste de niña, pero ya no eres una niña.


—Le he dicho que todo ha terminado entre nosotros.


—Pues llámalo y habla con él. ¿No puedes admitir que estabas equivocada?


—¿Estoy equivocada, abuelo?


—No lo sé, cariño. Por mucho que tú creas que soy sabio, no es verdad. Eso es algo que tienes que decidir tú.









EL ESPIA: CAPITULO 31






Pedro volvió a Canberra agotado, pero decidido a ver a Paula. Sergio le había enviado el comunicado de prensa de los holandeses, informando sobre la muerte de Celik y la de un hombre desconocido.


Caso cerrado, no más preguntas.


Nadie sabía del paradero de Celik salvo él y nadie tenía por qué saberlo nunca. El niño estaba a salvo, eso era lo único importante.


Cuando llegó a la oficina le dijeron que su presencia era requerida por la jefa de la sección cinco.


Requerida días antes.


La secretaria de Paula estaba sentada frente a su escritorio como de costumbre, con los cascos puestos y los dedos volando sobre el teclado. Al principio lo miró con cara de sorpresa, pero luego frunció el ceño mientras se quitaba los cascos.


—Por fin se ha decidido a aparecer.


—Hola, Sam. ¿Está ella en la oficina?


—Si se refiere a la señora Chaves, no. No está.


—¿Puedo pedir una cita, por favor?


—Tendrá que esperar su turno. ¿Qué tal la semana que viene?


—¿En serio? Ha dejado un mensaje diciendo que quería verme.


—Eso fue la semana pasada, cuando le echaron una bronca por algo que un loco había hecho en Ámsterdam. Dos muertos, aparentemente.


Pedro torció el gesto.


—He visto el informe.


—¿Ah, sí? Y, sin embargo, ha tardado tres días en aparecer. ¿Dónde ha estado, señor Alfonso?


—Ocupado.


—¿No lo estamos todos? La señora Chaves ya no tiene necesidad de hablar con usted, pero le diré que ha venido —Sam volvió a ponerse los cascos—. Ya sabe dónde está la salida.


Pedro esbozó una sonrisa. Entendía su enfado. Sí, debería haberla llamado. Estaba en un pueblo de Polonia cuando Sergio le pasó el primer mensaje. Había pensado llamarla y mentir sobre su paradero, pero no quería mentir. O llamar y contarle a la verdad, pero no sabía qué haría Paula con esa información y no podía arriesgarse.


Al fin y al cabo, ella era parte de la jefatura de los Servicios Secretos australianos y se habría visto obligada a pasar esa información, pero no podía contar algo que no sabía.


Paula tenía que saber que había estado protegiéndola.


Debía entender que Celik necesitaba irse de Ámterdam y cambiar de identidad. Que alguien tenía que organizarlo y que el mejor hombre para hacerlo era él.


Tenía que saberlo…


Y aunque tuviesen diferencias de opinión sobre cómo había llevado la operación, tendría que escucharlo al menos.


¿O no?


Por eso estaba paseando por la acera frente a su portal como un predicador sin público.


Unos minutos después la vio entrar en el aparcamiento y cuando salió y se dirigió hacia él supo que tendrían problemas.


Parecía mayor al atardecer, como si su propia luz se hubiera apagado en la semana que no se habían visto.


Solo había pasado una semana.


Muy bien, semana y media. Y había llegado allí en cuanto le fue posible.


Paula se detuvo delante de él y lo miró muy seria.


Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón, intentando no preocuparse demasiado.


—Tienes buen aspecto —dijo por fin—. Claro que siempre tienes buen aspecto.


—He venido en cuanto me ha sido posible.


—¿Sabes que Celik Antonov ha muerto?


—He oído de su supuesta muerte, pero no sé si lo creo —respondió Pedro, con cautela.


Y de inmediato vio cómo la poco luz que le quedaba desaparecía por completo.


—Intenté hablar contigo varias veces. ¿No recibiste mis mensajes?


—Los recibí con un par de días de retraso —respondió él.


Y era una verdad a medias.


—¿Por qué?


—Me deje el móvil en casa —al menos, era parte de la verdad. No sabía que Paula hubiera intentado ponerse en contacto con él desde el momento que se fue a Europa—. Debería haberte llamado antes, lo sé, pero no sabía con quién iba a hablar, con la mujer con la que mantengo una relación o con una de las directivas del Servicio.


—Algo que podríamos haber discutido si me hubieras devuelto las llamadas —replicó ella—. ¿Por qué no me has dado esa oportunidad? ¿Tan poco confías en mí?


—Estaba intentando protegerte.


—En ese caso, sigue así. Vete a casa, Pedro. O donde vayas cuando no quieres que te encuentren.


—Paula, por favor, escúchame.


—No quiero saber nada. Ni en relación con el caso que se acaba de cerrar ni en relación a nada más.


—Pero nosotros tenemos una relación—insistió él.


—No, una relación requiere cierta medida de confianza y respeto por parte del otro. Nos hemos acostado juntos, nada más.


—Ha sido algo más que eso.


Paula negó con la cabeza.


—Pensé que habías muerto.


—Yo no…


—Recibo un informe sobre la situación de Celik Antonov, te llamo para ver si tú sabes algo y no me devuelves la llamada. Dos días después me echan la bronca por algo de lo que no sé nada y tú sigues sin llamar. Luego recibo un informe sobre la muerte de Celik y un hombre sin identificar y… y tengo que hacer un esfuerzo ímprobo para no derrumbarme. Por fin, tengo que llamar a tu hermana y ella es quien me dice que ha hablado contigo. Elena sabía lo que yo estaba pensando, lo que estaba sufriendo… —su voz se rompió—. Eso fue hace dos días.


—Paula…


—No, por favor. Una llamada de teléfono, Pedro. Podrías haberme dicho que estabas en la Antártida y yo no te habría preguntado nada más, pero no llamaste. No confiaste en mí. ¿Cómo crees que eso me ha hecho sentir?


—Paula, vamos dentro —dijo Pedro—. Deja que te lo explique.


—No hay nada que explicar. No confías en mí, te fuiste sin decirme nada, sin tomar en consideración mis sentimientos.


—No volverá a pasar. No habrá otra situación como esta. Podemos hacerlo, Paula. Por favor, créeme, lo siento mucho.


—Yo también lo siento porque de verdad quería creer en nosotros. Pero no vas a despreciarme así, no vas a hacer que sienta que no importo nada.


Las lágrimas que rodaban por su rostro le rompieron el corazón.


—Paula, no…


—¡Vete, Pedro! No quiero escuchar nada más. Lo siento, esto se ha terminado.