viernes, 24 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 15





Era él, efectivamente, pero casi no lo reconoció.


Estaba despeinado, sin afeitar. Una sombra de preocupación nublaba su mirada. Todo eso lo asimiló de un solo vistazo antes de concentrar su atención en el niño que sostenía en sus brazos. Sebastián tenía los ojos hinchados y las mejillas bañadas en lágrimas.


—Paula, necesito tu ayuda.


Agarrándolo de un brazo, lo hizo pasar inmediatamente.


—¿Qué ha pasado?


—Ha tenido otra pesadilla. Esta vez no he podido calmarlo. Tiene miedo de algo, pero no puedo entender lo que dice. Tenía la esperanza de que tú pudieras traducírmelo. Intenté llamarte, pero tenías el teléfono ocupado.


—Estaba hablando con Rodolfo. Sebastián, ¿qué pasa? —le preguntó en ruso.


Sebastian soltó otro sollozo antes de enterrar la cara en el cuello de Pedro. Paula apartó los folletos del suelo para facilitarle el paso y señaló el sofá.


Pedro se sentó y acomodó al niño en su regazo.


—¿Ves? Aquí está la tía Pau. No pasa nada. Todo saldrá bien.


Paula tomó asiento a su lado y volvió a preocuparse por lo que le sucedía. Fue inútil. Seguía llorando, incapaz de hablar. Pedro la miró.


—Hace un momento, antes de abandonar el camarote, estaba hablando a toda velocidad. No paraba de decir algo así como eevyerg.


—Eso significa «monstruo». Como en los cuentos infantiles. Un ogro.


—Dijo más cosas, pero no podía entenderlo.


—No recuerdo que Olga me comentara que Sebastián tuviera muchas pesadillas. Era un niño muy feliz. Probablemente tenga que ver con lo que le sucedió el pasado verano. Incluso un adulto tendría pesadillas después de lo que le pasó.


—Estaba intentando decirme lo que le aterrorizaba, Paula —Pedro le cubrió una mano con la suya—. Sea lo que sea, quiero ayudarlo a luchar contra ello.


Pese a su preocupación por Sebastián, Paula no pudo evitar pensar en el propio Pedro. Una vez más se preguntó cómo había podido tomarlo por un hombre frío y desapasionado. Los relámpagos de emoción que había vislumbrado durante los dos últimos días no eran nada comparados con la cruda angustia que en aquel momento podía leerse en sus ojos.


—Esto es importante —insistió con voz ronca—. Sebastian necesita comprender que alguien está dispuesto a escucharlo y ayudarlo, porque si no, volverá a cerrarse sobre sí mismo. Por favor, inténtalo de nuevo.


—Está bien. Déjamelo.


Pedro no se opuso. Apartándose, dejó que Paula levantara al pequeño y lo sentara en su regazo.


De repente Paula experimentó una punzada de incertidumbre. En sus visitas a su familia, sólo había conocido al Sebastian divertido, bromista. Había sido Olga quien se había encargado de él cuando tenía sueño o se ponía de mal humor, y de paso no había perdido ocasión de recordarle lo poco que sabía sobre niños.


Pero no era ése el momento más adecuado para lamentar su falta de preparación maternal. Como solía hacer cuando se enfrentaba con algún problema, decidió seguir su intuición. Acercando los labios a su oído, se puso a tararear una de las canciones que su padre solía tocar. Aunque era un pobre sustituto de la balalaica de su padre o de la voz de Olga, los sollozos de Sebastián empezaron a espaciarse. Le habló en ruso de cosas insustanciales pero tranquilizadoras, como la forma de los bombones que había comido esa mañana o los veleros que había visto en el puerto de Katakolon. Y cuando volvió a preguntarle por lo que había soñado, finalmente comenzó a hablar.


Pedro había estado en lo cierto. La pesadilla de Sebastián tenía que ver con un monstruo. La criatura que le describió era una confusa mezcla de hombre y ogro de cuento infantil. Era alto y delgado, con una larga gabardina negra que se convertía en dos alas. Una cicatriz en forma de hoz atravesaba su cara lívida.


Un estremecimiento la sacudió mientras traducía a Pedro lo que acababa de escuchar. No era de extrañar que su sobrino estuviera tan alterado. Probablemente ella sería la siguiente en tener pesadillas con aquel ser.


Pedro atravesó el salón, rodeó la mesa del comedor y se acercó a la puerta de la terraza.


La suite de Paula debía de contar con tres habitaciones, cada una del tamaño de su camarote, con lo que disponía de suficiente espacio para moverse. Se alegraba de ello, porque estaba demasiado inquieto para permanecer sentado.


Lógicamente, sabía que la pesadilla de Sebastián no había sido más que eso: una pesadilla. Eso era lo que decía Paula. Todos los niños tenían pesadillas. Aun así… un sueño no solía generar esa clase de ataques de pánico. Y su descripción del monstruo había sido demasiado detallada: era como si hubiera recordado algo concreto, real. Si eso era cierto, entonces lo peor que podía hacer Pedro era considerar a ese hombre de la cicatriz como un simple producto de la imaginación de Sebastian.


Por otro lado, tenía que admitir que tal vez estuviera interpretando demasiadas cosas a partir de una simple pesadilla. Los terrores de Sebastián habían convocado los propios fantasmas infantiles de Pedro, con lo que ser objetivo le resultaba doblemente difícil. Por lo demás, ¿qué podía hacer? ¿Pedir una investigación policial con la pesadilla de un niño como prueba?


—Mi sobrino tiene una gran imaginación, Pedro —Paula sacó dos refrescos de la nevera y le ofreció uno. Ante su negativa, volvió a guardarlo y se sirvió el suyo en un alto vaso de cristal.


Pedro se volvió para mirar a Sebastian, dormido en el sofá. Una hora atrás, había empezado a adormecerse en el regazo de Paula, y Pedro no había querido arriesgarse a despertarlo llevándolo de vuelta a su camarote. No había encontrado ninguna razón para oponerse cuando ella le sugirió que lo dejara allí por unas horas.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 14





Paula sujetó el teléfono con la barbilla para poder usar ambas manos y rebuscar en el montón de folletos de excursiones y guías turísticas que había dejado sobre la mesa del comedor. Por el móvil no podía hablar, pero los teléfonos de los camarotes eran inalámbricos, de modo que resultaban casi igual de manejables.


Continuó buscando hasta que una de las amplias mangas de su pijama se enganchó en el borde de un panfleto, descubriendo una esquina de su cuaderno de bocetos.


—Un momento, Rodolfo. Creo recordar haber visto algo antes…


—Suri te mandó por fax esta mañana los contratos, Paula.


Se subió las mangas y recogió el cuaderno.


Dentro estaban los documentos que le había enviado su secretaria.


—Ya está.


—Bien. Me gustaría llamar tu atención sobre el de la ropa de playa. Segundo párrafo de la tercera página.


—Espera… —se llevó el teléfono y los documentos al salón y se sentó en el suelo.


Aquella suite era muy lujosa, sólo había cuatro en todo el barco, bastante más amplia que muchos de los apartamentos en los que había vivido. Aparte de la mesa del comedor y de las sillas, había varios armarios, un sofá y un sillón en el salón, más una enorme cama de matrimonio en el dormitorio. Las paredes de un tono verde apagado y los muebles de madera clara causaban un efecto general muy agradable.


Alineó las hojas del primer contrato sobre la moqueta y se inclinó para examinar la tercera página. Aunque se había leído el articulado en Moscú, al parecer había ciertos puntos que Rodolfo quería cambiar. Eso era lo que más le desagradaba de su trabajo: el papeleo. Habría preferido dedicar todo su tiempo a pensar y elaborar diseños, pero el aspecto comercial de su negocio era un mal necesario.


Afortunadamente, no tardó mucho tiempo en arreglarlo. Tan pronto como quedó resuelto el problema, Rodolfo le comentó:
—Dado que todavía no he recibido noticia alguna de una orden de alejamiento contra ti, tengo que suponer que el señor Alfonso aún sigue dispuesto a hablar contigo.


—Efectivamente —sentada en el suelo, apoyó la espalda en el sofá—. No tenías por qué haberte preocupado tanto.


—Yo siempre me preocupo, Paula. Para eso me pagas.


—No me está yendo nada mal. Pedro está colaborando. Está de acuerdo en que sería mejor para Sebastian que evitaramos los tribunales.


—¿Entonces quieres que retire nuestra reclamación?


—Aún no. Todavía no ha aceptado que me quede con Sebastián: sólo que lo discutamos.


—¿Estás haciendo progresos en ese sentido?


—Confío en ello.


—Eso es muy poco ortodoxo. Yo preferiría que te olvidaras de eso y utilizaras los canales apropiados.


—Tú te llevarías bien con Pedro, Rodolfo. Las reglas y procedimientos le gustan tanto como a ti. Pero se está esforzando con Sebastián.


—Ya lo supongo. De lo contrario, a estas alturas ya lo habrías arrojado por la borda.


Paula soltó una carcajada:
—Queda más de una semana de viaje. Todavía hay posibilidades de que eso suceda.


—Me alegro de oírte reír. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.


«Nueve meses», pronunció Paula para sus adentros mientras colgaba. Desde que se enteró de la muerte de Olga y Borya, había tenido muy pocas razones para sonreír y ninguna para reír. Pero tampoco se había dedicado a lamentarse: de repente localizar a su sobrino se había convertido en el objetivo más importante de su vida. Encontrarlo finalmente había sido como salir de un largo y frío invierno para entrar en una exuberante primavera.


Estaba segura de que, si por alguna razón volvía a perderlo, no podría soportarlo. Dejando los contratos en el suelo, se levantó para acercarse de nuevo a la mesa del comedor, y buscó entre los folletos hasta que encontró uno con un mapa. Al día siguiente el crucero recalaría en Dubrovnik, y Pedro, siguiendo su programa, pensaba realizar otra excursión con Sebastián. Ésa sería la oportunidad perfecta de demostrarle la ventaja que representaba haber hecho tantos viajes de negocios. Había visitado Dubrovnik varias veces y podría enseñarle a Sebastian lugares que sabía le gustarían.


Si al final Sebastian terminaba viviendo con ella, podría acompañarla en aquellos viajes. Haría que se familiarizara con todo tipo de lenguas y culturas; conocería de primera mano los monumentos más famosos de la antigüedad. Recibiría una educación mucho más completa que la que pudiera proporcionarle Pedro con sus libros.


De repente se oyeron unos rápidos golpes en la puerta. Era más de medianoche. Sobresaltada, se apartó de la mesa.


—¿Paula? —volvieron a llamar.


Era la voz de Pedro. Dejó caer el folleto y atravesó corriendo la habitación. Se disponía a agarrar el picaporte cuando la puerta tembló como si Pedro la hubiera golpeado con el puño. Abrió inmediatamente.






CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 13




Desde que se casó, Elena le había hablado de su deseo de tener hijos. Su infertilidad, sin embargo, no había sido la principal razón del fracaso de su matrimonio. Si los fundamentos de su relación hubieran sido lo suficientemente sólidos, ambos habrían sido capaces de capear el problema: ahora se daba cuenta de ello. Pero en aquel entonces Pedro había esperado que la adopción de un hijo acabaría por resolver la crisis. Y ciertamente, durante una temporada, su entusiasmo ante la perspectiva de adoptar a Sebastián había vuelto a unirlos. O al menos eso era lo que había creído él.


Era por eso por lo que la aventura extramatrimonial que ella terminó por confesarle le había afectado tanto. Se había sentido engañado. Utilizado. Y para colmo Elena no había sentido ningún remordimiento por su traición. Le había echado la culpa a él de su propia infidelidad.


«Tú nunca me quisiste, Pedro. Estás demasiado amargado para querer a nadie». Aquella definitiva acusación había sido lo más duro de soportar. Lo había obligado a enfrentar el hecho de que, después de cinco años de matrimonio, su mujer seguía sin entenderlo. Y Pedro nunca se había considerado a sí mismo un amargado.


Volvió a concentrar su atención en la pantalla, escogió una de las excursiones y apagó el monitor. Luego se giró en el sillón para ver dormir a Sebastian. La vida podía dar unos giros tan extraños… Había perdido una esposa, pero en el proceso había ganado un hijo. Y Elena se había equivocado respecto a su capacidad para amar. Pedro ya quería con todo su corazón a aquel niño. Pero dudaba que volviera a arriesgarse a amar a otra mujer.


Por eso no podía entender por qué su mente se llenaba continuamente de imágenes de Paula.


Paula con una mancha de chocolate en la punta de la nariz porque se había estado riendo y había sido incapaz de mantener las manos quietas. Paula inclinándose para abrazar a Sebastian, inconsciente de la perspectiva que ofrecía su escote… ¿Realmente no se había dado cuenta? ¿O lo había hecho deliberadamente? ¿Esperaba seducirlo y acusarlo luego de ser un pervertido y, por tanto, un mal padre?


¿O acaso su mirada sobre Paula estaba condicionada por la traición de Elena? De repente oyó un rumor de sábanas y se volvió hacia Sebastian. Estaba empezando a moverse de nuevo en la cama. Se abrazó las rodillas, con la respiración cada vez más acelerada. Un temblor sacudía sus hombros.


Pedro se levantó de la silla y se acercó a la cama. Las pesadillas habían vuelto. Era ya la tercera noche.


—No pasa nada, Sebastian —murmuró—. Tranquilo. Yo estoy aquí, contigo.


Sin embargo, al contrario que la otra vez, sus palabras no parecieron calmarlo. Su rostro se contrajo como si fuera a llorar. Pero, cuando entreabrió los labios, no salió ningún sonido.


—Sebastián, no es más que un sueño —le acarició la frente—. Estás bien, a salvo.


Pero el niño rechazó su contacto y se volvió hacia el otro lado, haciéndose un ovillo.


Temblaba de pies a cabeza. Aquella vez era peor que otras. Pedro se arrodilló frente a la cama, decidido a despertarlo para poner fin a la pesadilla.


—Vamos, hijo —lo agarró del hombro—. Soy papá. No tienes nada que temer.


Sebastian soltó el aliento en un grito sin voz, con lo que su silencio resultó aún más impresionante.


—Sebasochka —probó Pedro, recordando los diminutivos que había utilizado Marina—. Sebasanichka.


Por fin abrió los ojos, de golpe. Miró asustado a su alrededor, jadeante.


—Tranquilo, hijo. ¿Lo ves? Estás bien. No estás solo.


El niño se lanzó entonces a sus brazos.


—Ya está… Sólo ha sido una pesadilla. No hay por qué tener miedo.


—Eevyerg —susurró contra el cuello de Pedro.


—¿Eevyerg? —repitió la palabra sin comprender.


Sebastian asintió con rapidez, rozándole la barbilla con el pelo. Y continuó susurrando palabras, entre sollozo y sollozo. Pedro supuso que estaría escribiéndole su pesadilla, contándole a su papá lo que tanto le había aterrorizado. Pero lo estaba haciendo en ruso.


Sabía que esa vez no le bastaría con su diccionario de bolsillo. Delante de Paula había intentado minimizar el problema de la comunicación con su hijo, pero sabía que se trataba de algo muy serio. Sobre todo en la situación presente, dado que aunque Pedro se esforzaba por tranquilizarlo, Sebastián seguía muy alterado. Ni siquiera podía llevarse el pulgar a la boca: los sollozos eran demasiado violentos. Temblaba mientras continuaba confesandole sus miedos, con la desesperación de alguien que hubiera estado reteniendo las palabras durante meses.


Era el primer acto de confianza de Sebastián, un paso de gigante en su relación con Pedro, y en esa ocasión necesitaba algo más que abrazos y palabras tranquilizadoras. Las palabras surgían en un torrente, un avance enorme en un niño tan callado, pero… ¿cómo podría ayudarlo Pedro si ni siquiera lo entendía?


La respuesta era evidente. Estrechándolo contra su pecho, se levantó, se acercó al teléfono y marcó el número del camarote de Paula.


Si al final Paula acababa aprovechándose de que hubiera recurrido a ella como traductora, en un pleito en los tribunales… correría el riesgo. 


La disputa sobre su custodia no tenía por qué afectar a Sebastian: haría cualquier cosa para que el niño no sufriera por culpa suya.