martes, 23 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 24





El lunes por la mañana Eduardo la llamó por teléfono temprano, diciéndole que Pedro necesitaba otra empleada eventual durante una semana; que si estaba dispuesta.


Maldita sea.


Intentó que no le preocupara lo que se iba a poner. Y sobre todo, intentó estar en aquel estado habitual en ella de apurar hasta el último momento para marcharse de casa. Pero cuando quiso darse cuenta estaba cruzando las puertas del edificio veinte minutos antes de la hora.


Y también, antes de que se diera cuenta, estaba presionando el botón de la cuarta planta.


Él no estaba allí. Lo sabía porque se plantó delante de las puertas de cristal y paseó la mirada por todos los aparatos, pero no lo vio…


—Paula.


Consiguió darse la vuelta sin sobresaltarse. Pedro acababa de salir del ascensor que había detrás de ella. De cerca y, después de tres días sin verlo, le parecía aún más alto, más moreno y más guapo de como lo recordaba.


—Hola —dijo Paula.


Él asintió en dirección al gimnasio.


—¿Vas a hacer ejercicio?


Estuvo a punto de echarse a reír, sólo que no lo hizo porque sabía que no sería una risa relajada.


—¿Te has equivocado de piso?


—No.


—Ah. ¿Estabas… buscándome?


Ella suspiró y se obligó a mirarlo a los ojos en lugar de mirar aquel cuerpo atlético.


—¿Te acuerdas de lo que dije de que no era patética con el sexo opuesto?


—Me acuerdo —contestó él.


—Bueno, pues táchalo.


De pronto, Paula se preguntó si esa sería una sonrisa en los labios de Pedro. Porque si lo era, le daría una bofetada.


—Soy patética —añadió ella—. Sólo te lo digo para que lo sepas.


Y dicho eso fue hacia los ascensores y apretó el botón de llamada con más firmeza de la necesaria.


—¿Te ha llamado Eduardo esta mañana?


Ella esperó a que llegara el ascensor con la vista fija en las puertas cerradas, preguntándose si podría haber quedado aún más en ridículo.


—Sí.


—No quiere enviarme a Margarita —dijo Pedro.


—Lo siento.


Paula le oyó maldecir entre dientes; entonces él le plantó la mano en el brazo y le dio la vuelta.


—Mira, no es lo que piensas —le dijo él.


—¿De verdad? ¿Y qué es lo que pienso, Pedro?


—No lo sé… —se pasó la mano por la cabeza—. Que no quiero que estés aquí, que preferiría que estuviera Margarita.


—Caramba. ¿Eso lo has adivinado tú solo? —apretó de nuevo el botón de llamada.


—Mira, estoy intentando disculparme por haber sido manipulada para volver a darte este trabajo una semana más —dijo Pedro—. Eduardo siempre está dispuesto a conseguir lo que quiere, a cualquier precio.


—No necesito que te disculpes por nada —le dijo ella, a quien le entristecía que él pensara que tenía que hacerlo—. Yo… —empezó a decir, horrorizada al ver que estaba a punto de llorar; aspiró hondo, pero no le sirvió de mucho—. Sólo es que… me gusta el trabajo —susurró.


Menos mal que se abrieron las puertas del ascensor en ese momento. Paula tiró del brazo y se metió en la cabina.


Rápidamente apretó el botón del quinto piso, y como él se quedó allí mirándola con su chándal de entrenar como si fuera una mezcla de cruz que le tocara cargar y delicioso manjar que quisiera probar, ella apretó además el botón que cerraba las puertas.


Estas se cerraron despacio, muy despacio… Hasta que él metió la mano entre las puertas, que se abrieron de nuevo.


—Paula…


No tenía nada más que decir. Apretó de nuevo el botón para cerrar las puertas y contempló con los ojos empañados cómo las dos partes se cerraban.


—Maldita sea.


Esa vez metió el cuerpo entre las puertas para impedir que se cerraran y poder entrar con ella.


Entonces Paula apretó un botón para abrir las puertas y así poder salir del ascensor. Sin embargo él apretó el botón para cerrarlas.


Las puertas se cerraron, y cuando ella fue a apretar otro botón, Pedro la agarró de la muñeca.


Las puertas se cerraron, y en ese momento se disparó la alarma.


—Mira lo que has hecho —dijo Paula, sacudiendo la cabeza—. Ahora estaremos aquí ni se sabe el rato.


—¿Lo que yo he hecho? —le soltó la muñeca y se volvió hacia el panel del ascensor—. Debe de haber algún modo…


La alarma dejó de sonar bruscamente y entonces sonó el teléfono del panel. Pedro lo descolgó y escuchó unos momentos. Entonces, lo colgó y la miró.


—¿Y bien? —le preguntó ella—. ¿Qué han dicho?


—Que no debería montarme en un ascensor con una loca.


Ella puso los ojos en blanco.


—Han dicho que durará unos minutos.


Ella se cruzó de brazos y deseó haberse parado a comprar unos donuts.


—¿Tienes frío?


Ella no contestó. No iba a dejarse embaucar por su preocupación, porque a aquel hombre no le preocupaba nada. En realidad, él no sentía nada. Su fingida bondad sólo era eso, fingida.


—¿Pau? —la sorprendió cuando se acercó a ella y empezó a deslizarle las manos por los brazos, arriba y abajo, con ese roce leve y pecaminoso.


—No tengo frío —le dijo Paula, pero contradiciendo sus palabras avanzó un paso hacia delante, de modo que sus zapatos de tacón rozaban las zapatillas de deporte de Pedro.


—Te quiero aquí —le dijo pasado un buen rato—. De verdad que te quiero tener aquí.


Ella levantó la cabeza y lo miró a esos preciosos ojos azules.


—¿Y por qué no lo has dicho?


Él suspiró con sentimiento.


—No quería decírtelo ahora, pero estabas tan…


—¿Patética?


—No —dijo sin dejar de tocarla—. De verdad que te quiero tener aquí —repitió—. Siento no habértelo dicho antes, pero…


—¿Pero qué… ?


—Pero creo que acabo de darme cuenta en este momento.


Acababa de darse cuenta. Pensó en lo que acababa de decirle él y en cómo se sentía ella. Ella se había dado cuenta desde el principio que él la atraía, que era una atracción peligrosa en cierto modo, pero una atracción de todos modos.


Pero supuso que ella era ese tipo de mujer; que era impulsiva. Primero actuaba y después pensaba. Y al igual que era capaz de reconocer y aceptar eso, también era capaz de aceptar que él fuera diferente. Tenía un modo de pensar mucho más sistemático. Podría haber tardado fácilmente toda la semana en darse cuenta de lo que ella había entendido en cinco segundos esa noche en casa de Eduardo.


Desde luego allí pegada a él como lo estaba en ese momento, sentía sin duda esa afinidad que tenía con él, aunque la respuesta fuera puramente física. Sabía que seguramente él no sentiría mucho más y que lo más probable era que jamás sintiera nada más que eso.


De ahí el peligro de sentir algo por él.


—¿Entonces te quedarás esta semana? —le preguntó él.


Ella suspiró para sus adentros.


—Me quedaré esta semana.


—¿Y no harás nada para que nos quedemos encerrados otra vez en el ascensor?


—Si tú…


—¿Qué? —murmuró él.


Si él la besara.


—¿Pau?


Ella le sonrió aunque le doliera el corazón.


—Nada —se volvió y se puso a mirar el panel lleno de botones—. ¿Crees que esos pocos minutos que han dicho han pasado ya?


Una vez más, él le puso las manos en las caderas al tiempo que le daba la vuelta hacia él.


—¿Qué haces? —le preguntó ella.


—Contigo, Pau, te juro que no sé lo que hago. Nunca.


De algún modo sintió una alegría perversa al pensar en su confusión y le echó los brazos al cuello.


—¿Nunca?


—Bueno… —le miró los labios.


Y como no pudo evitarlo, cerró el espacio que los separaba y pegó los labios a los de él.


Un gemido áspero brotó del pecho de él. Le deslizó las manos por los brazos hasta agarrarle la cabeza con las dos manos. ¡Como si fuera a marcharse de allí! Como le había pasado antes, el mero roce de sus labios le aceleró el pulso.


Él tenía la boca caliente, firme, y no tuvo que coaccionarla para que se entregara a él de ningún modo. En menos de dos segundos, estaban pegados, el uno al otro, acariciándose y besándose.


Cuando finalmente él se apartó de ella, jadeaba tanto como Paula. Ella se llevó una mano al vientre y se aclaró la voz.


—¿Eso ha sido parte del trabajo?


Él frunció el ceño.


—¿Cómo? No.


—Sólo quería asegurarme —lo agarró otra vez de la cabeza y tiró de él—. ¿Lo ves? —le susurró, sus labios a un centímetro de los de él—. No todo se trata de trabajo…


—Pau…


Ella lo besó de nuevo. Y después otra vez, antes de que él tomara de nuevo las riendas. Tenía un muslo metido entre los de ella y con las manos se afanaba en excitarla cuando de pronto el ascensor hizo un movimiento brusco y empezó a moverse.


Se acabó.


Paula, que estaba excitada y sensible al máximo, pestañeó cuando se abrieron las puertas en el quinto piso delante de las oficinas de Pedro.


Todo parecía tan… normal. Envuelta en aquella especie de nube de sensualidad, Paula salió del ascensor y notó que Pedro la seguía.


Paula se dio la vuelta y lo miró. Aparte de la ropa de chándal que llevaba puesta aún, tenía el mismo aspecto que de costumbre: sereno y controlado.


—¿Qué? —preguntó él.


Lentamente ella negó con la cabeza. Maldición, había roto su promesa. Lo había besado. Y de pronto tenía los pezones duros y ávidos de caricias, apuntando bajo la blusa. Entre las piernas estaba caliente y húmeda. Una caricia más, pensaba, y tal vez explotara.


Y él estaba allí como si no hubiera pasado nada.


Se obligó a avanzar con toda la calma posible hacia la mesa de recepción, y después fingió enfrascarse en el trabajo.


Y durante todo el tiempo se maravilló ante la habilidad de Pedro para hacer lo mismo; pero no fingiendo como hacía ella, sino de verdad.







EN SU CAMA: CAPITULO 23




Llegó el fin de semana. Pau se pasó el sábado llevando el coche a arreglar y cargando los gastos en su pobre tarjeta de crédito. Cuando Rafael se enteró de lo que se había gastado, no entendió por qué no le había pedido ayuda a él.


Carolina no entendió tampoco por qué Paula no había ido a pedirle el dinero prestado a ella.


Y sus padres no dejaron de repetirle que por qué no les había dejado que le regalaran un coche nuevo las navidades pasadas cuando se lo habían propuesto.


Sin duda, que su familia se metiera en su vida de tal manera era tan sólo parte de ser una Chaves, pero hacía lo posible por permanecer fiel a sí misma y gracias a eso se sentía mejor. Amaba a su familia por encima de todo, pero también le encantaba tener su propia vida, vivir como a ella le gustaba, y eso la hacía feliz.


El domingo, su hermana y ella se fueron de compras, y Paula se sintió orgullosa porque se abstuvo de comprarse nada que no fuera ropa interior nueva, porque la verdad era que no le hacía falta ningún otro vestido rojo que pasara inadvertido.


—Mmm —fue todo lo que le dijo su hermana mientras estaban en la fila a la puerta del probador de la tienda de lencería, con el sujetador de seda morada a juego con las bragas que Paula tenía en la mano.


—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Paula—. Porque, deja que te recuerde que hace dos semanas te compraste un conjunto de encaje negro. ¿Y acaso te dije yo «mmm» en ese tono suspicaz en que me lo has dicho tú?


—No, tú sonreíste y me preguntaste si Roberto acabaría viéndolo —dijo Carolina.


—Una pregunta de lo más razonable, ya que llevas meses saliendo con él.


—Saliendo, no acostándome con él.


—¿Y por qué es así?


Su hermana suspiró.


—No lo sé. Él ni siquiera ha dado ningún paso. Es una pérdida de tiempo, con la relación tan buena que tenemos.


Paula suspiró para sus adentros y deseó al menos poder tener una buena relación, pérdida de tiempo o no.







EN SU CAMA: CAPITULO 22





Paula se despertó temprano a la mañana siguiente, se preparó en un tiempo récord y, por primera vez en su vida, salió para el trabajo con tiempo de sobra.


Cuando abrió la puerta de su casa para salir, Carolina asomó la cabeza por la puerta de al lado.


—Eh, hola. Vaya, vas con… —se miró el reloj—, veinte minutos de sobra —su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa?


—Nada —Paula cerró la puerta de su casa con llave y cruzó los dedos para que su coche arrancara sin problemas ese día.


—¿Cómo que nada? —Carolina la miró con cuidado de pies a cabeza—. Estás muy guapa. ¿Es nueva esa ropa?


Se había parado en una boutique la tarde anterior para comprarse un vestido nuevo, y sólo le había interesado porque era rojo y la hacía sentirse sexy.


—¿Este vestido tan viejo?


Carolina no se lo tragó. Puso la mano en la cadera.


—Hay un hombre en tu trabajo, ¿no?


Sí. Sin duda había un hombre en su trabajo. Pero, si su hermana se enteraba de algo, no la dejaría en paz.


—En el trabajo lo que hay es trabajo —contestó Paula.


—¿Entonces no hay nada? ¿Todo va bien?


Paula esbozó su mejor sonrisa.


—Pues claro que sí.


—Solamente quieres… llegar temprano; por ninguna razón en especial.


—Sí.


Carolina se cruzó de brazos.


—Cariño, te conozco, y sé que algo pasa. Será mejor que nos ahorres a las dos el tiempo y me cuentes lo que pasa.


—Lo que pasa es que me encanta mi trabajo.


—¿De verdad?


—De verdad, Carolina.


Carolina la miró un momento más antes de quedarse satisfecha.


—¿Entonces quedamos mañana para tomar el postre juntas y ver una peli?


—Pues claro.


—Estupendo —Carolina le dio un beso en la mejilla—. Que tengas un día estupendo, cariño.


Y tal vez Paula lo pasara, si acaso el coche quería arrancar.


Suspiró, allí sentada en su estúpido Volkswagen. Sintió la tentación de correr a su hermana en busca de ayuda, pero esa era su vida, su problema, y quería resolverlo sola. Y que la rescatara siempre uno de sus hermanos no era precisamente hacer las cosas, sola.


Tomó de nuevo el autobús. Una vez que estuvo en el interior del edificio donde estaban las oficinas de Pedro, se bajó en el cuarto piso, donde sabía que a veces él entrenaba. 


Caramba, qué curioso que se hubiera equivocado de planta…


Miró a través de las puertas de cristal del gimnasio. La sala estaba llena de aparatos; también había personas que estaban ya en distintos estadios de sudor.


Paula se quedó allí un momento, intentando decidir si se arrepentía por tenerle tanta manía al ejercicio físico.


No. Ningún arrepentimiento.


Reconoció a algunas de las personas con las que se había encontrado esa semana: la mujer de la tienda de cruasanes del vestíbulo, el abogado del segundo piso… Y allí, en una esquina, frente a una fila de ventanas que daban a los Montes San Gabriel, en una cinta andadora, estaba su jefe del momento.


Con los cascos puestos, Pedro corría con ganas. Tenía la camiseta pegada al pecho, delineando cada músculo, cada detalle de su espalda larga y esbelta, de sus brazos. Movía las piernas sin cesar, quemando calorías. ¡Cómo si le hiciera falta! Ese hombre no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo.


Fijó la vista en su precioso trasero. Entonces, dirigió una mirada rápida a su alrededor para asegurarse de que nadie la había pillado mirándole el trasero.


Nadie miró siquiera hacia donde estaba ella.


Le gustaba aquel cuarto piso; le gustaba mucho. Le gustaba ver a Pedro alto, moreno y sudoroso, y se quedó allí unos minutos observándolo. ¿Cuántas veces se había dicho para sus adentros que no iba a desearlo? ¿Y cuántas veces le había dado igual?


Seguía deseándolo.


Entonces, de repente, Pedro se dio la vuelta y la miró directamente. Tenía la piel luminosa, y sólo de ver su cuerpo empezaron a temblarle las piernas mientras él la miraba y arqueaba una ceja, preguntándole en silencio qué demonios hacía allí mirándolo. Caramba. Paula se dio la vuelta y salió volando.



***


Media hora más tarde, Paula se quedó inmóvil al oír el sonido que anunciaba la llegada del ascensor a una planta. 


Desde la silla de recepción donde fingía repasar los mensajes del contestador de Pedro, se quedó mirando fijamente las puertas del ascensor con el corazón a cien por hora.


¿Qué le diría a Pedro? No tenía ni idea, ninguna excusa, nada preparado…


Las puertas se abrieron y salió Pedro.


—Buenos días —le dijo sin mencionar nada de lo que había pasado en el gimnasio.


Paula se quedó mirándolo mientras él avanzaba por el pasillo hacia su despacho. De hecho, no dijo ni palabra al respecto, ni cómo le había ido en casa de Eduardo el día anterior. Suponía que Eduardo estaba a salvo y bien, pero le habría gustado asegurarse de ello.


Pedro se quedó en su despacho todo el día, y cuando ella fue a decirle adiós, él le dio las gracias por todo lo que había hecho. Tan compuesto y tranquilo como siempre.


Se había olvidado de que había terminado, de que él la había contratado solamente hasta el jueves. De camino hacia la puerta se dijo que había terminado, tal y como ella lo había sabido muy bien.


Sólo una parte de sí misma había tenido esperanzas de que la contratara permanentemente, incluso que hubiera reconocido que la necesitaba. A ella. No a Margarita o a otra trabajadora eventual que podría haber hecho el trabajo en lugar de ella. No había pasado. Y como siempre cuando caía, se recompuso, se quitó el polvo y continuó con su camino.