martes, 6 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 9





-APARECEMOS en todas las páginas de sociedad – comentó Paula, todavía aturdida por la sorpresa.


–La prensa está obsesionada con mi vida sexual –admitió Pedro.


Su voz era atractiva hasta por teléfono.


Paula miró la fotografía en la que aparecían ambos en la oscuridad de un rincón del club, con sus labios casi tocándose. Se le encogió el estómago y sintió calor en la cara.


Sacudió la cabeza e intentó tranquilizarse.


–Pensé que habías dicho que siempre publicaban la verdad acerca de ti.


–Normalmente si estoy con una mujer es porque es mi amante. O acaba siéndolo al final de la noche.


–Pues yo no lo soy.


–No, pero estábamos juntos. Y saben que he adquirido tu crédito, piensan que lo he hecho para sacar de mi vida a la mujer con la que estoy en estos momentos.


–Qué mezquinos –comentó ella–. Habría que escribir una carta al director.


Se sentó delante del ordenador y miró las estadísticas de su sitio web. Era algo que hacía a diario.


Le gustaba saber por qué entraba la gente a su página y qué clase de gente era, para saber dónde tenía que publicitarse más.


Se quedó sorprendida al ver el número de visitantes que tenía, y todavía más al ver las palabras clave que habían utilizado para encontrar la página. «Pedro Alfonso y Paula Chaves amantes». «Pedro Alfonso Paula Chaves novia». «Pedro Alfonso Paula Chaves prometidos». La última hizo que se terminase el té que tenía encima de la mesa de un trago. 


Tosió al teléfono.


–¿Estás bien? –le preguntó él.


–Tengo… cuatro veces más visitas de lo habitual en mi página web y… casi todo el mundo buscaba información acerca de nosotros dos –comentó–. Qué sorpresa.


–Es el tipo de publicidad que necesitas.


–Y la he conseguido en una fiesta, lugar que tú dijiste que no era el adecuado.


–Porque tenías la compañía adecuada.


Paula se quedó en silencio durante tres segundos.


–Tienes un ego asombroso –consiguió decir por fin.


–Que sea consciente del interés que suscito a los medios no tiene nada que ver con mi ego.


–Umm.


–¿No estás de acuerdo conmigo? 


Paula no podía negar que jamás habría aparecido en tantos medios si no hubiese sido gracias a él. Ni podía negar la herencia aristocrática de Pedro, su reputación como hombre implacable y su fama de mujeriego, así como que habían estado juntos, ni que todo eso fuese clave para que la fiesta hubiese resultado interesante.


Pero que lo admitiese no significaba que le gustase. Y seguía pensando que Pedro tenía un ego enorme.


Porque era así. Un hombre capaz de robarle la prometida a su hermano y luego dejarla, no podía ser un hombre humilde.


Ni íntegro.


Pero conseguía lo que se proponía. Solo su compañía le había dado mucha publicidad. Y gratuita.


–Debo reconocer que tienes razón –le dijo, mirando la fotografía de ambos en el periódico.


Sus ojos fueron directos a la cicatriz más grande que tenía en el brazo. Era fácil fingir que se sentía segura de sí misma cuando no estaba obligada a ver la realidad de su cuerpo.


Apartó el periódico.


–Sin ti, nunca habría aparecido en un periódico tan importante, ni en una fotografía tan grande. Ha merecido la pena.


–Ten cuidado, que estás alimentando a mi ego.


–Ja, ja –dijo ella, acercándose a la nevera, abriendo la puerta y cerrándola otra vez con las manos vacías–. No quiero hacerte perder el tiempo así que… ya hablaremos.


De repente, se sentía incómoda. Lo había llamado al teléfono móvil, cuyo número le había dado él, pero, por algún motivo, la conversación se estaba volviendo personal.


Eso no habría ocurrido si solo hubiese sentido hostilidad por él, pero por mucho que lo intentaba, la atracción seguía pesando más que el resentimiento.


–Son negocios, así que no lo considero una pérdida de tiempo.


–Vaya. Eso ha sido casi un cumplido.


–Ya te dije que no era personal. Nunca he tenido la intención de hundirte. Solo quiero sacar beneficios y, sinceramente, eso te favorece a ti también.


–Sí –dijo ella, acercándose a la ventana del salón, desde la que se veía la fachada de ladrillos del edificio de enfrente–. Ya. Si tú ganas dinero, yo gano dinero, y todos contentos. Pero para mí es más que eso.


–¿Qué más? 


–Pasión. Un sueño. La emoción del éxito, la sensación de haber conseguido algo. Hay muchas más cosas que el dinero.


Al menos, para ella. No podía fracasar.


–A mí solo me importa el dinero. Si algo no es rentable, me deshago de ello, no pierdo el tiempo.


–Y yo no te lo estoy haciendo perder, así que supongo que debo sentirme casi halagada.


–¿Por qué? 


–Buena pregunta.


–He recibido un correo electrónico de Karen Carson, la directora de Look.


–Ah. ¿Y? 


–Le han gustado las fotografías.


–¿Y le sirven para la publicidad? –preguntó Paula con el corazón acelerado.


–No.


–Ah… vaya, buen intento.


Paula se preguntó qué habría hecho mal.


–Quiere que crees otro vestido.


–¿Qué? –Que no le ha parecido bien el vestido azul, pero me ha dicho que le gustaba tu… ¿cómo ha dicho? 


Pedro hizo una pausa y Paula supuso que estaba releyendo el correo.


–Estética.


–Vale, estupendo. ¿Qué quiere? Haré lo que me pida –contestó.


–Te enviaré el mensaje. Quiere algo más formal.
Algo que sea solo para Look.


El resentimiento que había sentido por Pedro continuó menguando. Sin duda, tenía sus ventajas tenerlo de su lado.


–Gracias –le dijo, con la garganta seca de repente.


No quería llorar de la emoción ni dejar al descubierto sus vulnerabilidades.


–Tienes la extraña costumbre de comportarte primero como un pequeño… erizo y luego darme las gracias.


–¿Un erizo? 


–Sí, eso es.


–Bueno, pues tú tienes la extraña costumbre de ser un burro y, de repente, conseguir que ocurra algo increíble, así que supongo que es una cuestión de causa-efecto.


–¿Un burro? 


–Sí, eso es.


–Me han llamado cosas peores.


Paula estaba segura. Lo había visto en la prensa, en las webs de cotilleos.


–A mí también –admitió, mirándose las manos y agradeciendo no tenerlo delante.


–Te acabo de reenviar el correo de Karen. Tienes una semana para hacer el vestido. Ellos se encargarán del estilismo.


–Estupendo.


–Pasaré a lo largo de la semana para ver cómo vas.


–Estupendo –repitió.


–Buena suerte, Paula.


–Solo los débiles necesitan suerte y magia –le respondió ella, repitiendo las palabras que le había dicho Pedro el día que se habían conocido. Y recordándose a sí misma el tipo de hombre que era para intentar dejar de emocionarse con todo lo que le decía–. Yo no necesito suerte, hago una ropa fabulosa.


–Eso espero, porque, de lo contrario, las consecuencias podrían ser negativas.


A Paula se le hizo un nudo en el estómago y se sintió incómoda. Pedro tenía razón, era una gran oportunidad y no podía estropearla.


Mientras que hacerlo bien podría ser la clave de su éxito.


–Lo haré –le aseguró antes de colgar el teléfono.


Lo haría. Haría el mejor vestido del mundo porque fracasar no era una opción.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 8




Paula tenía el corazón acelerado y le ardía el estómago. Odiaba aquello. Odiaba lo que una simple caricia le había hecho sentir. Era como si hubiesen sacado a la luz todas sus inseguridades, todas sus limitaciones.


Odiaba que las cicatrices todavía la hiciesen sentirse así. Por mucho que fingiese haberse acostumbrado, todavía odiaba vérselas en el espejo. Odiaba notarlas con las puntas de sus dedos cuando se duchaba.


Nadie… nadie se las había tocado así, como Pedro pasaba el dedo pulgar por su mano, como le había acariciado el cuello.


Solo un hombre antes le había tocado las cicatrices, y había sido para humillarla.


Sus padres habían dejado de tocarla después del incendio. Habían dejado de darle abrazos y habían guardado las distancias, se habían sumido en su culpabilidad.


La caricia de Pedro le había afectado como una descarga eléctrica. Entonces lo había mirado, había visto la perfección de su piel y se había acordado de por qué no podía permitir que la tocase.


Se había sentido avergonzada y no había querido que él se diese cuenta. Ni siquiera quería reconocerlo. Solo quería salir corriendo de allí, pero se sentía paralizada, atrapada. 


Todos los invitados de la fiesta estaban pendientes de ellos y también había periodistas. 


Y Paula no quería que dijesen de ella que se había marchado de la fiesta como Cenicienta del baile.


Era fuerte. No iba a huir.


–Supongo que como tienes la costumbre de tomar cosas que no te pertenecen, no se te ha pasado por la cabeza que tal vez yo no esté de acuerdo –le dijo–. Negocios. Mujeres.


La mirada de Pedro se volvió fría.


–Solo tomo lo que no está bien protegido. Como tu negocio, por ejemplo. Si no estuvieses tan endeudada, no tendría tanto poder sobre ti.


–Ya. Así que la culpa de esto la tengo yo. ¿Significa eso que tu hermano tuvo la culpa de que tú le robases la novia? Fue justo antes de la boda, ¿no? Te acostaste con ella y luego lo hiciste público.


Pedro la fulminó con la mirada.


–Me dijiste que todo lo que había dicho de ti la prensa era verdad, ¿no? 


Él no se inmutó.


–Veo que te has informado –le dijo–, pero no me estás contando nada que no sepa.


Era cierto. Paula había buscado información acerca de él en Internet. Y se había sentido indignada al enterarse de que había traicionado a su propio hermano. Porque sentirse indignada era mucho más seguro que tener cualquier otro sentimiento hacia él.


–Sé muy bien lo que hice –añadió–. Al fin y al cabo, era uno de los protagonistas.


–Un pirata en toda regla, diría yo.


–Nunca lo había visto así, pero es una buena manera de idealizarme –le susurró él, acercándose más.


–No te estoy idealizando. Un hombre sin honor no me atrae lo más mínimo.


Pedro la soltó y cerró la mano en un puño, pero su gesto siguió siendo indescifrable.


–Honor. Un concepto interesante del que todavía nunca he sido testigo.


«Bienvenido al club», pensó Paula, que tampoco había visto mucho honor a lo largo de su vida. 


De adolescente, postrada en una cama de hospital, había soñado con su príncipe azul, pero había dejado de tener esperanzas al final del instituto.


Miró a Pedro a los ojos y volvió a sentirlo. Notó cómo le ardía la sangre en las venas y desaparecía su ira.


¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía que se derritiese por dentro con solo mirarla? Notó que tenía los labios secos y se los humedeció con la lengua. Vio cómo sus ojos seguían el movimiento y sintió anhelo. Sabía lo que era. 


Estaba excitada. Pero nunca había estado excitada entre los brazos de un hombre. Y nunca había tenido tan cerca al objeto de su deseo.


No obstante, aquello no era una fantasía de la que estuviese disfrutando en la intimidad de su dormitorio.


No era un sueño. Era real, un hombre de verdad. Un hombre que estaba mirando sus labios con interés.


No era de extrañar que la prometida de su hermano no se le hubiese podido resistir. Era la tentación personificada.


Pero ella no podía ser la fantasía de ningún hombre.


Con sus cicatrices, solo podía ser una pesadilla.


¿Por qué estaba pensando en todo aquello? Era como si tuviese una guerra dentro. Del sentido común contra los instintos más básicos. Menos mal que llevaba mucho tiempo creyendo poder controlarlos.


De repente, sintió mucho calor a pesar de que la temperatura no podía haber subido. O tal vez sí. 


Tal vez hubiese más gente en la fiesta. Porque no podía ser él, no podía ser que su mirada le hiciese sentir tanto calor.


Pedro se inclinó hacia delante y ella se quedó donde estaba, sin apartar la vista de la de él. 


Sus ojos intentaron cerrarse, pero no lo permitió.


Y siguió sin apartarse.


Entonces, Pedro se detuvo. Tenía los labios tan cerca de los de ella que podía sentir su calor.


–No te preocupes. No necesito honor para convertirte en una mujer muy rica. De hecho, es mejor que no lo tenga.


La tensión sexual que había reinado en el ambiente se rompió de repente, dando paso a una ráfaga de aire helado.


–Me marcho –anunció Paula, apartándose por fin de él.


–Yo me quedo –dijo Pedro, buscando algo con la mirada.


Probablemente, se quedaría y encontraría a alguna chica delgada y sexy con la que acostarse esa noche.


Paula sintió náuseas sin saber por qué.


–De acuerdo. Genial. Que te diviertas.


Se dio la media vuelta y salió del club, agradeciendo que el frío de la noche le diese en la cara. Lo necesitaba, necesitaba una buena dosis de realidad. Lo que había ocurrido en la fiesta no era real. No era posible para una mujer como ella y, aunque lo fuese, no se le ocurría un hombre al que desease menos.


Aun así, su corazón seguía acelerado y su cuerpo estaba como vacío, insatisfecho, y cuando cerraba los ojos seguía viendo el rostro de Pedro.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 7




ERA una profesional de aquella clase de eventos, de eso no cabía duda. Se llevó la copa a los labios, pero no bebió. A Pedro tampoco le gustaba el alcohol ni el aturdimiento que provocaba. Su idea de divertirse no incluía perder el control.


Vio cómo Paula se acercaba a un pequeño grupo de mujeres. La vio reír y levantar ligeramente un pie para que pudiesen apreciar mejor los zapatos rosas que llevaba puestos.


El vestido era sin mangas y dejaba al descubierto las marcas de su piel. Eso no parecía preocuparla.


Nadie parecía mirarla con desprecio, pero mantenían las distancias. Pedro se preguntó si sería debido a las cicatrices. A Paula no parecía importarle.


Era efervescente, segura de sí misma. Sonreía, cosa que no había hecho con él. Él no le caía demasiado bien, cosa a la que ya tenía que estar acostumbrado.


Pedro dejó la copa en la barra y avanzó entre la multitud. Paula levantó la vista y abrió mucho los ojos, forzó la sonrisa al verlo.


–Señor Alfonso, no esperaba encontrármelo aquí – lo saludó con amabilidad, aunque era evidente que estaba intentando guardar la compostura.


–No estaba seguro de poder asistir.


No solía ir a fiestas, pero solía hacerlo cuando quería encontrar rápidamente compañía femenina.


Aunque hacía tiempo que no sentía la necesidad.


Estaba cansado de juegos. El sexo había sido una catarsis desde que Maria lo había dejado, una manera de intentar borrar los recuerdos, pero había terminado aburriéndole. De hecho, incluso le hacía sentirse mal.


Una de las mujeres que estaba con Paula lo miró de tal manera que Pedro supo que solo tenía que mover ficha para tenerla en su cama esa noche. Un par de meses antes no habría dudado en hacerlo, pero en aquel momento se sintió incómodo.


Eso lo sorprendió. No recordaba la última vez que le había importado hacer algo inmoral. 


Hacía mucho tiempo que le habían arrebatado su última pizca de honor y él había accedido a ser el hombre que el mundo esperaba que fuese. Porque era más fácil ser ese hombre, era más fácil seguir el camino que él mismo se había trazado a dar marcha atrás hasta el lugar en el que se había equivocado.


–Pero lo ha hecho –comentó ella sin entusiasmo.


–Sabía que te alegrarías de verme.


Paula sonrió de manera casi desdeñosa y se cruzó de brazos, haciendo que se le marcasen los pechos en el vestido. Pedro sintió deseo. Un deseo inesperadamente fuerte, en especial, después de que la invitación de la otra mujer solo le hubiese causado malestar.


–Pensé que estaba por encima de este tipo de actos.


–De eso nada –respondió él.


Las demás mujeres los observaban en silencio, con ávida curiosidad.


–Ven conmigo –añadió.


–Estoy bien aquí, gracias –respondió Paula.


–Tenemos que hablar.


Las mujeres lo miraron a él y luego a ella. Una incluso sacó el teléfono móvil y envió un mensaje con toda rapidez, para difundir la información o para llamar a alguien.


–Pues hable.


–En privado.


Pedro se inclinó y la agarró de la mano. Varias personas más los miraron.


La última vez que le había tocado la mano se había dado cuenta de lo sorprendentemente suave que era, y la cicatriz, todavía más.


La vio separar los labios gruesos y rosados y abrir los ojos, como si no hubiese esperado el contacto.


¿Acaso no la acariciaban sus amantes? ¿O evitaban las partes de su cuerpo que no eran perfectas? Él siempre había estado con mujeres muy bellas, así que le era imposible saber cómo reaccionaría ante el cuerpo desnudo de Paula. 


Sus aventuras nunca le daban tanto que pensar. 


Esa era otra ventaja de las conquistas de una sola noche.


Pero dejó de pensar con lógica al imaginarse el cuerpo de Paula. Solo podía sentir un deseo fuerte, elemental, que recorría el suyo con la fuerza de un ciclón.


Le agarró la mano con más fuerza y la sacó del grupo. Paula lo siguió a regañadientes, tensa.


La llevó hasta una alcoba alejada de la pista de baile y apoyó el brazo en la pared, Paula retrocedió, dio con la pared y abrió mucho los ojos.


Verla acorralada, asustada, le hizo sentirse fatal, pero entonces la vio cambiar de gesto y su actitud se volvió desafiante.


–¿Qué era lo que querías? 


–Hablar contigo. Y como estábamos llamando la atención, he decidido sacarle partido.


–Pues habla.


–Tengo que admitir que la primera vez que te vi no te di el crédito que te mereces.


Ella lo miró sorprendida.


–¿Qué? 


–Que no me di cuenta del dinero que podía ganarse con la moda si las cosas se hacían bien.


–No eres un gran conocedor del sector, ¿eh? 


–Solo si cuenta salir con modelos.


Ella contuvo una carcajada.


–Salvo que hablases con ellas en la cama del precio de la lana hilada a mano, no, no cuenta.


–Entonces, tengo que admitir que no conozco el sector.


Paula apretó los hombros contra la pared, como si quisiese fundirse con ella y clavó la vista en algo por encima de su hombro. Inclinó ligeramente la cabeza y Pedro vio que la cicatriz rosada se extendía por la curva de su cuello. 


Parecía dolorosa. Sin cicatrizar, pero tenía que estarlo.


No era bonita y apartaba la atención de la cremosa belleza de la piel que la rodeaba. Lo atraía con su irregularidad. Todo en ella lo hacía. 


Levantó la mano y pasó el dedo índice por la piel dañada.


Sorprendentemente suave. Como toda ella.


Paula se apartó. De repente, ya no parecía tan segura de sí misma.


–No –le dijo, alejándose.


–¿No? 


Él la agarró de la mano y la hizo volver. Ella obedeció, seguramente solo porque todo el mundo estaba pendiente de ellos. La vida sexual de Pedro fascinaba al público y se daba por hecho que cualquier mujer que lo acompañase era su amante. Siempre había sido así.


Se puso tenso al pensar en pasar la noche con Paula y se le aceleró el pulso. Su cuerpo respondía a ella de manera elemental, sin preocuparse por las cicatrices que estropeaban su piel perfecta.


Paula se inclinó para hablarle y que la oyese a pesar de la música.


–No me toques como si tuvieses derecho a hacerlo. Has adquirido mi negocio, no a mí –le advirtió en voz baja, temblorosa.


–Lo sé.


–Entonces, ¿lo haces por morbo? Es una cicatriz, mi casa se incendió. Pensé que lo sabías. Por si te interesa el tema, el artículo del Courier no estuvo mal.