martes, 30 de marzo de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 20

 


Cuando el matrimonio se alejó, la joven le reprochó a Pedro su comportamiento.


—Muy gracioso. Con que querida, ¿eh?


—Pensé que lo encontrarías divertido…


—Pues, me parece estúpido por tu parte. ¿Acaso quieres vengarte de mí por haberte traído a Montana?


—No, claro que no.


—Ah…


Alfonso sonrió y la atrajo hacia sí, sujetándola por el cuello de su chaqueta. Se había dado cuenta de que, cuando estaba confusa, Paula balbuceaba un Ah y se cerraba en banda.


—Pero ahora que lo dices… ¿Todavía quieres pegarme? —dijo Pedro, irónicamente.


—Más que nunca —contestó Paula, intentando zafarse de sus manos—. Has de saber, Pedro, que no estoy interesada en tener un romance de verano contigo. No tengo ganas de perder mi valioso tiempo. Y menos con un tipo como tú.


Alfonso suspiró. El problema que existía entre los dos, salía de nuevo a la luz…


Paula tenía raíces, y muy profundas. Estaba íntimamente ligada a aquella tierra y a su familia, mientras que él era un hombre mucho más independiente y poco amante de vínculos tan fuertes como aquellos. El hogar no le sugería nada que no fueran amargas peleas, falta de dinero y puntos de visa no compartidos.


¡En realidad, Paula y él eran tan opuestos!


Él quería vivir en Nueva York, y ganar mucho dinero en un breve plazo de tiempo. La futura ranchera prefería las vacas y el compromiso. El problema era que Pedro se sentía increíblemente atraído por ella y a Alfonso le daba la impresión de que aquella atracción era mutua.


—¿Pedro? —dijo Paula.


—Estaba pensando cómo podría yo, comprar el rancho. La verdad es que no sé nada de los precios que tienen las propiedades aquí en Montana. Pero lo que está claro es que con un sueldo de profesora, no podrías pagar la finca.


Paula elevó los hombros y sus ojos dejaron traslucir cierta inquietud.


—De momento trabajo como profesora para realizar el pago inicial. Y el resto lo pagaré mediante un plan conjunto entre mi abuelo y el banco. El hecho de tener un sueldo en el rancho me hace estar más cerca, en el caso de que el abuelo quiera jubilarse y poner en venta la propiedad.


—¿Y si no te vende el rancho? —preguntó el corredor de bolsa.


Paula torció la boca con cierto gesto de amargura.


—Aún sigue diciendo que preferiría vendérselo a un extraño. Pero yo confío en que cambie de opinión. No en vano, la tierra ha pertenecido a la familia desde hace cien años. Realmente, no quiero que se la quede un desconocido. Yo quiero vivir aquí con mis hijos y que ellos puedan heredarla algún día.


—Pero Paula, tienes que ser más sensata. No puedes jugártelo todo a la misma carta, porque si no consiguieses tus objetivos, se te rompería el corazón.




FARSANTES: CAPÍTULO 19

 


Los dos varones se miraron unos segundos a la cara, y Samuel Harding extendió su brazo con una sonrisa y le dio un buen apretón de manos a Alfonso.


—Bienvenido al rancho —dijo el abuelo de Paula, sonriendo.


—La verdad es que es magnífico. Sinceramente, no me esperaba una propiedad con tantas prestaciones.


—Bueno, por lo menos llegamos a fin de mes… —comentó Samuel, sonriendo modestamente, pero con un brillo en los ojos que transmitía un gran orgullo.


—¡Paula! —llamó desde el porche de la casa una señora, no mucho más grande que la joven. Se puso a caminar a toda prisa, para reunirse con su nieta en un enorme abrazo—. ¡Qué alegría tenerte entre nosotros de nuevo!


—¡Oh, abuela, cuantas ganas tenía de veros!


—¿A nosotros, o al rancho? —preguntó el abuelo.


—A todos por igual —comentó la dinámica joven, sonriendo abiertamente.


Su abuelo le había puesto las cosas difíciles, sin embargo era su mentor en la vida. En efecto, era demasiado cerrado como para permitir que una mujer llevara las riendas de su propiedad con destreza.


Desde un punto de vista práctico, Paula conocía mejor que nadie el negocio y las personas que colaboraban en él. Tenía la intención de hacer llegar las nuevas tecnologías a la finca e informatizar la gestión del rancho. De ese modo, los clientes podrían informarse y hacer reservas con más facilidad. Ella quería dar a conocer las prestaciones del negocio. Si no, ¿para qué servía tener un rancho tan floreciente, si no lo hacías llegar al gran público?


—¿Quién es este señor? —preguntó la abuela, apuntando hacia Pedro.


—El señor Alfonso… el hombre del que te hablé por teléfono. Pedro, te presento a Eva Harding. Es la mejor cocinera de Montana, de hecho, no se le ha quemado un bizcocho en la vida.


—¿Cómo está, señora? —dijo Pedro con la mejor de sus sonrisas, lo que hizo que la abuela de Paula se derritiera en el acto.


—Muy bien, gracias. He oído hablar mucho de usted a mis dos nietas. Es un auténtico placer tenerlo entre nosotros. Subamos al porche y disfrutemos de una limonada, antes de mostrarle su aposento.


—El señor Alfonso viene a pasar las vacaciones —dijo Paula, apresuradamente, porque no le apetecía alojarlo dentro de la casa—. Tiene la intención de ser tratado como los otros turistas, ¿no es cierto, Pedro?


—Claro —respondió el hombre, con un atisbo de duda.


—Había pensado que Octavio, Claudio o Sebastián podían ser sus guías. ¿Qué os parece? —preguntó Paula.


—Bueno… —balbuceó el abuelo, calando el asunto que se traían entre manos los dos jóvenes.


—Querida, me prometiste que serías mi acompañante —protestó Pedro, rodeando con el brazo sus hombros—. Si eres mi monitora personal, me sentiré mucho más seguro.


Paula iba a contestar, cuando descubrió un guiño de complicidad entre el abuelo y Alfonso.


¡Estos hombres eran todos unos necios! La causa era sin duda, el estúpido cromosoma Y…


—Parece lo más razonable —corroboró Samuel—. Enséñale entonces cuál es la tienda que le corresponde, Paula. Ya hablaremos más tarde.




FARSANTES: CAPÍTULO 18

 

Pedro fue consciente de que Paula no le había hablado de los rasgos físicos con los que tendría que contar su futuro marido.


Claudio tenía tanta fuerza en los brazos, que el apretón de manos que se habían dado, estuvo a punto de poner en peligro la integridad física de Alfonso.


—Claudio, ya está bien… —dijo Paula, molesta por la actitud agresiva del joven vaquero.


—No te preocupes, pelirroja.


—Te recuerdo que no me gusta que te portes como el típico hermano mayor. Evidentemente, ya no tengo dieciséis años. Venga, ayúdame a llevar el equipaje.


Alfonso se quedó sorprendido de cómo trataba Claudio a su hermana: su comportamiento no era muy apropiado, sobre todo ese beso tan cariñoso que le había dado el primogénito de la familia. Además, tampoco era normal llevar preservativos en el sombrero a todas horas.


Los dos hombres se observaron mutuamente y Pedro aceleró el paso, para ser el primero en llevar el equipaje al viejo camión. No quería que el vaquero le tratase como a un memo, adelantándose y demostrando lo fuerte que era.


Colocó las maletas en la parte trasera del vehículo y se sentó entre un montón de heno. Por primera vez, pudo respirar relajadamente. Por lo que había visto hasta ese momento, había sitios mucho peores donde pasar las vacaciones.


Claudio arrancó y condujo el camión hacia el centro neurálgico del rancho, no muy lejos del aeropuerto privado. Allí, Alfonso pudo ver que el ganado estaba bien guardado entre vallas inmaculadamente blancas, y que los establos y el resto de los edificios se encontraban en óptimas condiciones. Todo aquello le causó muy buena impresión al agente de bolsa.


En la ladera de una colina, se encontraba una casa que dominaba la perspectiva de la finca. Se trataba de una agradable residencia, propia de un rancho donde prosperaba la abundancia. Lo que parecía empañar esa imagen de armonía era la zona donde estaban plantadas una serie de tiendas de campaña, que no eran especialmente bonitas, sino simplemente prácticas.


De pronto, Paula se puso a saludar a un hombre alto, que se encontraba en el centro del patio. Paula saltó del camión cuando todavía estaba en marcha y empezó a correr hacia él.


«Verdaderamente, esta mujer es imposible, no tiene la mínima noción de los que es el dominio de uno mismo», pensó Pedro, ligeramente molesto.


—¡Abuelo! —gritó Paula.


El gigante de pelo blanco dio media vuelta y la estrechó entre sus brazos.


—¿Qué tal estás? —dijo la nieta, tratando de sobrevivir al achuchón del ranchero.


—Muy bien… ¡Oh! Éste debe ser Pedro Alfonso, ¿no es cierto? —preguntó el hombre maduro, mirando con interés al acompañante de Paula.


—Sí. Pedro, te presento a Samuel Harding, mi abuelo.


—Encantado de conocerlo, señor.


Pedro había percibido la autoridad que inspiraba aquel ranchero tan alto y tan atractivo, a pesar de tener el pelo completamente blanco. En su rostro, llamaba la atención la forma de las mandíbulas, que mostraban tenacidad y que le recordaban a la voluntad de hierro que caracterizaba a su nieta.