domingo, 26 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 34




La noche fue pasando y la música subió de volumen. Paula bailó con Steve y con Benjamin. 


Vio a Pedro bailar con Emma y luego con Ruby Taylor, una camarera de la cafetería que aspiraba a ser bailarina en Las Vegas. Tammy Marlowe tuvo su turno con Pedro y le dejó los labios marcados en la mejilla cuando le dio un beso.


A las nueve, Paula no sabía qué le dolía más, si los pies o la cabeza. Se sentó y se negó a bailar con nadie.


—Estás quedando como una idiota, ¿lo sabes? —comentó Tomy, sentándose a su lado.


—Siendo tú el experto… —lo miró unos segundos y volvió a concentrarse en la pista.


—Es mejor que no sigas enemistada con nosotros —le recordó—. ¿Crees que a Jose le gustaría esto? No querría que su esposa y su hijo ayudaran a un extraño que intenta apoderarse de Gold Springs.


Paula suspiró; no quería mantener esa conversación, pero no vio ningún modo de evitarla.


Pedro no es un dictador, Tomy. Es el sheriff. Y si en dos años no nos gusta, podemos no votarlo. Aunque no creo que eso pase. Ni tú tampoco. Está haciendo un buen trabajo, y todo el mundo, salvo los Chaves, lo sabe.


—Ha logrado engañaros a todos. Pero nosotros conocemos la verdad sobre él.


—¿De qué hablas, Tomy? ¿Cómo nos ha engañado? ¿Al estar presente cuando alguien necesita ayuda? ¿Al cerciorarse de que no se infringe la ley, aun cuando se trata de una ley que no le gusta a Ricky? —demandó—. Creo que será mejor que eches un vistazo a tu alrededor.


—Oh, hasta ahora hemos tratado bien al sheriff —replicó Tomy, bebiendo algo que no era zarzaparrilla.


—¿A qué te refieres?


—Ya lo verás, Paula —la miró con los ojos enrojecidos, pero sonriente—. Y entonces tendrás que decidir por ti misma qué va a suceder. O estás con nosotros o no lo estás. No olvides que también eres una Chaves.


Observó su marcha, deseando saber qué tramaba, pero sin querer hablarlo con él.


Tuvo ganas de irse. Ya había hecho acto de presencia. Se levantó para buscar a Pedro por la pista atestada y lo vio de pie en un grupo que incluía a Mike Matthews, Sue Drake y otro comisionado del condado.


Al sentir los ojos de Paula en su persona, Pedro se volvió para mirarla. No hacía falta ser adivino para saber que estaba lista para irse. Había visto cómo Tomy Chaves se acercaba a ella y discutían.


Se disculpó y se abrió paso entre la gente, sintiéndose como un salmón que intentaba nadar corriente arriba. Llegó a su lado en el momento en que las puertas del salón se abrían y los dos ayudantes lo buscaban por la estancia.


—Sheriff—el primer hombre al que había contratado como ayudante se acercó, limpiando el vaho de sus gafas con la mano. Era Arliss Tucker, del Gold Springs Bugle, el único diario de la ciudad—. Debe ver lo que ha pasado.


—¿Qué sucede? —inquirió Paula.


—Aún no lo sé —admitió él con el ceño fruncido—. Deja que busque a alguien que te lleve hasta tu camioneta.


—Estaré bien —repuso ella confiada—. Ve a comprobar qué ha pasado. Puedo ir sola a casa.


Pedro la miró a los ojos, y supo que no sería la última vez que tendría que dejarla. ¿No era esa una de las razones por las que estaba solo? 


¿No era así como había perdido a Raquel? Pero no tenía elección.


—De acuerdo. Lo siento, Paula.


E.J. Marks se acercó más a ella después de que el sheriff se marchara.


—¿Qué sucede? —le preguntó en voz baja.


—Alguien ha destrozado la oficina del sheriff —explicó con gesto tenso—. Y eso no es todo —le entregó una octavilla con la foto de una mujer—. Están por toda la ciudad.




DUDAS: CAPITULO 33




La multitud los habría separado si Pedro no hubiera mantenido una mano relajada pero firme entre sus dedos. Paula sintió ojos sobre ella. 


Algunos curiosos, algunos celosos. Otros enfadados.


La encargada del guardarropa, una mujer vestida de satén rojo y una boa, tomó el abrigo de ella. E.J. Marks, con un falso bigote curvado hacia arriba y una camisa blanca con rayas negras, servía zarzaparrilla en jarras.


La orquesta se puso a tocar otra canción y las risas y las conversaciones invadieron sus pensamientos. Pedro se volvió del grupo que se había formado alrededor de ellos al entrar en la taberna, y su voz se vio ahogada cuando le pidió que bailara con él.


Paula supo lo que quería sin oír sus palabras. Lo siguió y se entregó a sus brazos cuando llegaron a la pista. Fingió mirar a su alrededor, temerosa de que si miraba sus ojos oscuros él vería el amor y el conflicto que sentía en su interior.


—Qué ruido hay aquí —comentó él cerca de su oreja—


—Eso forma parte del Día de los Fundadores —respondió ella.


—Esta noche debe de haber salido todo el mundo.


Paula asintió, y vio a todo el clan de los Chaves, menos a Tomy, de pie junto al estrado de la orquesta. Ricky los observaba con gesto hosco, exhibiendo aún algunos cortes y moretones en la cara.


La expresión en la cara de Ana Chaves sólo podía describirse como malevolente. Sus ojos los seguían con un brillo furioso.


—Toda la ciudad mira al sheriff nuevo —le recordó, pasando una mano por la pechera de su impoluta camisa blanca. El traje negro no mostraba ninguna arruga, y la corbata era muy conservadora. Supo que siempre le gustaría más con vaqueros, aunque el uniforme del sheriff…


—Yo pensaba que todos miraban ese vestido.


—Sé que es un poco… —sintió que se ruborizaba y con la mano intentó estirarlo—… corto.


Pedro bajó la vista. Parecía haberse subido más. Una saeta de deseo puro se clavó en su interior y le provocó un gemido.


—Paula, por favor, no intentes mejorarlo. 
Déjame algo de dignidad.


—Tendría que haberme puesto algo…


—¿Menos tentador? —sugirió él.


—Algo largo y holgado y más maternal —dijo, mirando con furia a Emma, que bailaba en los brazos de Steve.


—Me gusta la mezcla —hizo girar a Paula al ritmo de la música—. Ojos azules de ángel y un vestido de chica mala —comentó—. Hace que me pregunte cuál de las dos eres tú.


—Creo que debería sentarme —indicó ella cuando la música terminó. La gente a su alrededor aplaudió. Le dolía el pie.


—Me vendría bien otro trago de zarzaparrilla —dijo él, tomándola del brazo. Avanzaron entre la multitud hasta las sillas pegadas a la pared.


Mientras Pedro iba a buscar las bebidas, Paula echó un vistazo a los Chaves; en esa ocasión Tomy se había unido a ellos. Le sonrió y asintió, luego se inclinó para susurrar algo al oído de Ricky. Le dio una palmada en la espalda mientras estallaban en una carcajada.


Paula sentía que pasaba algo. Los Chaves no perdonaban ni olvidaban. Lo único que podía hacer era esperar el estallido. Jose siempre decía que su familia era como un barril de pólvora a la espera de que alguien encendiera la mecha.


Miró en torno a la estancia con nerviosismo, y se preguntó si no debería advertírselo a Pedro


¿Qué le podía decir? La mayoría de los habitantes de Gold Springs parecía aceptarlo; incluso les caía bien. Pero haría falta un milagro para que los Chaves dejaran que se quedara en la ciudad.


—¿Me has echado de menos? —habló el objeto de sus pensamientos cuando regresó con las jarras llenas de un líquido rojo.


Paula bebió un sorbo y observó cómo él se sentaba a su lado.


—¿Cómo responder a eso? —bromeó—. Si digo que sí, pensarás que no puedo vivir sin ti. Si digo que no, pensarás que no me importa.


—La vida está llena de elecciones duras —sonrió y le tocó un mechón de pelo cerca de la oreja.


—De acuerdo, entonces —calló para aumentar el suspense y se acercó más a él—. Sí, te he echado de menos.


Él miró alrededor, como si alguien pudiera estar escuchando, luego se inclinó hasta que sus cabezas casi se tocaron.


—¿Eso quiere decir que no puedes vivir sin mí?


Paula le observó la boca y la suya de repente se secó. Detrás del juego del coqueteo, en los ojos oscuros de él anidaba la pregunta real.


—No creo que me gustara intentarlo —respondió con valentía y mirada intensa.


Más allá de las palabras, la cabeza oscura de Pedro se acercó aún más, hasta que no existió la música ni las luces, nadie a su alrededor. Paula sintió que sus ojos se cerraban y su boca se entreabría como por voluntad propia.


—Estupenda noche para un baile, ¿eh, sheriff? —una voz sobresaltó a Paula, haciendo que los dos se separaran.


—Estupendo baile, Benjamin —corroboró él con voz poco firme.


—Sheriff —Dennie y Mandy Lambert se acercaron. Los vestidos que se ponían cada año brillaban llamativamente bajo la luz—. Estamos esperando nuestros bailes.


—Adelante —lo animó Benjamin—. Yo le haré compañía a Paula.


—Yo primero —ronroneó Dennie.


—Tú siempre eres la primera —se quejó Mandy.


—Sheriff, tendrá que decidirlo usted —afirmó Dennie.


Pedro miró a Paula con expresión que indicaba que no tenía más alternativa que cumplir con su deber con las residentes más antiguas de la ciudad.


—Baila bastante bien —manifestó Benjamin, contemplando a Mandy y a su pareja moverse por la pista.


—Y es muy atractivo —Emma se unió a ellos seguida de Steve.


—Hola, Paula —Steve Landis se sentó—. Las cosas van muy bien entre el sheriff y tú, ¿eh?


—Eso es algo privado, Steve —le advirtió Emma con el ceño fruncido.


—No tanto —añadió Benjamin—. Todo el mundo en la ciudad ha visto cómo se miran con ojos soñadores.


Emma se encogió de hombros, reconociendo en silencio que eso era verdad.


—Estás estupenda con ese vestido —le dijo a Paula con sonrisa cómplice.


—Sí —corroboró Steve—. Nunca te había visto tan guapa.


Tenía los ojos clavados en la larga extensión de piernas que el vestido no cubría. Paula sintió ganas de tirar del bajo, pero se lo pensó mejor al recordar el comentario de Pedro. Echó los hombros hacia atrás y bebió ponche con lo que esperaba que fuera una expresión de despreocupada indiferencia.



DUDAS: CAPITULO 32





Paula pensó en las palabras de su amiga mientras esa noche esperaba a Pedro junto a la puerta. Se había cepillado el pelo hasta que le dolió la cabeza, había estropeado tres medias y la barra de labios se había caído en el inodoro.


Le temblaban las manos y sentía el corazón desbocado. Tomó la decisión de cambiarse y habría subido corriendo a su dormitorio, pero unos faros brillaron por el camino de entrada a su casa.


Pedro había llegado. Tendría que ir, a pesar de los sentimientos encontrados que provocaba en ella su propio aspecto. Se puso el abrigo y salió antes de poder cambiar de parecer.


La noche era fría pero en el interior de la camioneta hacía buena temperatura. Pudo oler la agradable fragancia de la loción para después del afeitado de Pedro. Lo miró en la luz débil, y el corazón le dio un vuelco.


—Hola —la saludó—. Habría subido a…


—No hay motivo para ello —insistió, tratando de sonar segura—. Creo que ya nos conocemos bastante bien. Quiero decir, ahora trabajamos juntos. No hace falta mostrarse tan solícitos.


—¿Dónde está Manuel? —preguntó mientras ponía el vehículo en marcha.


—Ha ido a pasar el fin de semana con mi madre —respondió, y luego deseó haberse mordido la lengua. No quería dar a entender que estaba libre.


—Me comentó que iba a ir a pescar —la miró y su voz sonó extraña.


—Le encanta pescar casi tanto como le gustan los ordenadores.


«¿Se habrá arrepentido», se preguntó Pedro al notar el temblor en su voz. «¿Lamentará haber aceptado salir conmigo?»


Había hurgado un poco en su alma. Estuvo vestido y listo con una hora de antelación. 


Pensando en Raquel y Paula. Sintiéndose culpable y nervioso por un lado y sólo nervioso por el otro.


—Así que este baile es un acontecimiento importante —comentó al acercarse a la calle principal de Gold Springs.


—Se celebra desde hace casi cien años —repuso ella, contenta por disponer de un tema familiar—. La vieja taberna se abre sólo esta noche. El baile inaugura la Semana de los Fundadores para la ciudad, y concluye con el Día de los Fundadores para los turistas.


—He oído decir que el ponche de Dennie Lambert es todo un explosivo.


—Es verdad —rió—. Recuerdo cuando de pequeña mi madre se preparaba para ir al baile. Por aquí era el equivalente del baile de la Cenicienta. Solía recordarle a mi padre que no bebiera demasiado ponche y no hiciera el tonto.


Llegaron al centro de la parte antigua de la ciudad y Pedro aparcó en la atestada zona de aparcamiento, luego apagó el motor.


—¿Y le hacía caso?


—No lo sé —meditó en ello—. Nunca los vi llegar a casa. Siempre regresaban muy tarde.


—¿Por qué no vienen este año? —preguntó, reacio a dejar la camioneta para entrar en el edificio. Preferiría tenerla toda para él.


—Mi padre murió cuando yo aún iba al instituto —explicó, con la esperanza de no parecer melancólica—. Mi madre prefiere quedarse en casa y enterarse de los cotilleos por teléfono.


—Mis padres también murieron cuando mi hermana y yo éramos jóvenes —indicó él con suavidad—. Durante mucho tiempo, sólo estuvimos nosotros dos. Luego, ella se hizo adulta y se casó. Lleva una buena vida.


—Pero a veces desearías que no todos te hubieran dejado tan pronto, ¿verdad? —adivinó.


—A veces… —asintió—, pero no esta noche. Porque hoy vamos a ir al baile de la Cenicienta.


—Me temo que lo más probable es que yo sea una de las hermanastras de Cenicienta —musitó Paula con pesar.


—No pasa nada —le tocó la mejilla con un dedo cálido—. Yo no soy el Príncipe Azul, y tengo entendido que la Cenicienta termina a su lado.


—Creo que será mejor que entremos —respiró hondo y deseó ver sus ojos en la oscuridad—. Puede que no sea la Cenicienta, pero llevo tiempo sin salir. Quizá a medianoche aún me convierta en una calabaza.


Pedro rió y rodeó el vehículo para ayudarla a bajar.


—No quiero que caigas en ningún pozo de mina —abrió la puerta—. ¿Cómo está tu rodilla?


Ella se volvió, y exhibió ambas piernas con sus medias negras para que Pedro las examinara a la tenue luz de la taberna.


—Bien —logró indicar Paula mientras él las observaba con atención.


—He de coincidir con esa afirmación —repuso con una sonrisa—. Y la otra también parece hallarse en excelente forma.


—Yo, hmm… —se deslizó del asiento a sus brazos, y él la apretó contra su pecho.


—¿Albergas segundos pensamientos, Paula? —susurró en su oído.


—Terceros y cuartos —respondió con voz ronca, pero su boca estuvo lista cuando los labios de Pedro se posaron en los suyos.


Cuando se encontraba en sus brazos, todo estaba bien. El mundo giraba enloquecido, pero era el eje adecuado para ella. Sus labios estaban hechos para sus besos.


—No te preocupes tanto —susurró él, luego le besó el cuello.


—Es una afición —susurró mientras él le acariciaba la cara—. ¿Qué haces en mi vida?


La besó en la frente y en la comisura de los labios. La miró con un anhelo que resultaba inconfundible.


—Lo mismo que tú en la mía.


La acercó más y Paula no se resistió. Su calor y su cuerpo musculoso la hicieron temblar y pegarse a él. Sus besos le extraían toda la fuerza, pero la llenaban de magia.


En todos los años que había amado a Jose, jamás había sentido ese júbilo embriagador. Las emociones que la recorrían ante el contacto de Pedro eran más profundas y fuertes que ninguna que había experimentado por su joven marido.


Y ese pensamiento hizo que notara por la espalda el dedo helado del fantasma de la traición.


—Deberíamos entrar —indicó, apartándose. Era el último lugar en el que deseaba estar, pero los pensamientos eran demasiado dolorosos como para encararlos en sus brazos.


—Tienes razón —repuso con una voz que apenas reconoció como suya. Quería pedirle que se quedara allí con él, que volvieran a la casa y se olvidaran de la ciudad y sus mezquinas peleas. Quería hacer el amor con ella y lograr que el fantasma de su marido alcanzara el reposo eterno.


Al sentir que ella se apartaba se dio cuenta de que quería demasiado. Respiró hondo y la abrazó un instante más, aspirando su fragancia, deseando en vano haberla conocido primero, que Manuel fuera su hijo.


Deseando que su propio pasado hubiera sido distinto y que las sombras no lo alcanzaran de forma constante. ¿Cómo podía pedirle a otra mujer que compartiera su vida cuando sabía que era un error?


¿Cómo podía pedirle a esa mujer que lo arriesgara todo por él?


—Yo… desearía… —Paula no logró hallar palabras que explicaran lo que quería.


—Lo sé —dijo él, y luego se apartó adrede de ella—. Yo también lo desearía.


—Pero si no sabes lo que es —sonrió.


Pedro le tomó la mano y se puso a caminar hacia la taberna antes de que olvidara su voto de paciencia.


—Sea lo que fuere, no me importa añadir mi voluntad de deseo a su realización —dijo.


—¿Aunque fuera algo que no te gustara? —inquirió ella.


La miró con la mano apoyada en el pomo de la puerta.


—Si te hiciera feliz, Paula, cuenta conmigo.


Ella iba a hablar cuando las puertas se abrieron y la luz y el ruido de la taberna se extendieron a la calle.


—¡Sheriff! ¡Paula! ¡No os quedéis ahí afuera bajo el frío!