lunes, 8 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 2



Paula giró la cabeza hacia el chorro de agua, agradeciendo su frescor en medio de aquel calor asfixiante. Le dolían las piernas y los brazos, pero se agarraba con fuerza a la roca sobre la catarata.


Sí, aquello era lo que quería. Perderse a sí misma en el reto de cada momento. Olvidarse de…


–¡Paula, aquí!


Ella giró la cabeza. Brian Saltram, a unos metros, la miraba con una sonrisa de triunfo.


–¡Lo has conseguido, me alegro por ti! –Brian le había confiado su miedo a las alturas y aquello era un triunfo para él. Claro que llevaba un arnés de seguridad y Juan, el guía, no se apartaba de su lado–. Sabía que podías hacerlo.


Pero no era fácil mirar esos ojos febriles de emoción y alegría.


Paula sintió que se le encogía el corazón. Cuando sonreía de ese modo le recordaba otra sonrisa, tan radiante como el sol. Unos ojos tan claros y brillantes como un cielo de verano, una alegría tan contagiosa que la calentaba por dentro.


Stefano siempre había sido capaz de hacerle olvidar la tristeza con una sonrisa, una broma o alguna aventura. Con él, el mundo infeliz y desaprobador en el que estaban atrapados no le dolía tanto.


Paula parpadeó, apartando la mirada del joven americano que no sabía el dolor que evocaba.


Con un nudo en la garganta del tamaño del frío y gris palacio real de Bengaria, tenía que hacer un esfuerzo para respirar.


«No, ahora no, aquí no».


Se volvió hacia Brian, intentando esbozar una sonrisa.


–Nos vemos abajo. Yo voy a seguir subiendo.


Él dijo algo, pero Paula no lo oyó porque ya estaba moviéndose, buscando un apoyo para los pies en la pared de roca.


Eso era lo que necesitaba: concentrarse en el reto y en las exigencias del momento, olvidando todo lo demás.


Había subido más de lo que pretendía, pero el ritmo de la escalada era tan adictivo que no prestó atención a los gritos de advertencia de Juan, el jefe de la excursión.


El golpe del agua era más fuerte allí, la roca no solo mojada sino chorreando agua, pero el rugido de la catarata la atraía, como si pudiera borrar todas sus emociones.


Un poco más arriba y estaría en el sitio en el que, según la leyenda, un chico valiente se había lanzado al agua en un salto imposible.


Se detuvo, intentando contener la tentación. No de hacerse famosa por un acto de valentía sino de arriesgar su vida, de lanzarse a las garras del olvido.


No quería morir, pero jugar con el peligro era lo que hacía últimamente para sobrevivir, para creer que podría volver a haber alegría en su vida.


El mundo era un sitio gris, el dolor y la soledad insoportables. La gente decía que el dolor pasaba con el tiempo, pero ella no lo creía. Le habían arrancado una mitad, dejando un vacío que nada podía llenar.


El ruido del agua, como el pulso de un animal gigante, se mezclaba con los rápidos latidos de su corazón. Parecía llamarla como Stefano había hecho tantas veces. Cuando cerraba los ojos, casi podía oír su tono burlón…


«Venga, Pau. No me digas que tienes miedo».


No, ella no tenía miedo a nada salvo a la soledad que la envolvía desde que Stefano murió.


Sin pensar, empezó a subir hacia un saliente, tomándose su tiempo en las traicioneras rocas.


Casi había llegado cuando un ruido la detuvo.


Paula volvió la cabeza y allí, a su derecha, estaba Pedro Alfonso, el brasileño al que había evitado desde que empezó la excursión. Algo en su forma de mirarla con esos penetrantes ojos oscuros la turbaba, como si viera a través de lo que Stefano solía llamar su «cara de princesa».


Pero había algo diferente en la mirada de Pedro Alfonso en ese momento, algo que le recordaba a su tío, el experto en juzgar y condenar a los demás.


Pero entonces esbozó una sonrisa y Paula se agarró al saliente con todas sus fuerzas.


Esa sonrisa hacía que pareciese un hombre diferente.


Tenía una presencia formidable, un aspecto que llamaba la atención. Paula había visto a otras mujeres suspirando por él, prácticamente echándose a sus pies, y ella misma lo había mirado subrepticiamente.


Pero cuando sonreía… experimentaba un calor inusitado.


El mojado pelo oscuro pegado al cráneo destacaba su belleza masculina y su fabulosa estructura ósea. Las gotas de agua que se deslizaban desde el sólido mentón a la fuerte columna de su cuello…


Fue entonces cuando se dio cuenta de que no llevaba casco de seguridad.


Eso era lo que Stefano, siempre temerario, habría hecho. 


¿Explicaba eso la repentina conexión con él?


El brasileño enarcó una ceja de ébano, señalando hacia la izquierda.


Juan les había dicho que había un saliente en esa zona y desde allí un camino que bajaba hasta el valle.


El brillo de sus ojos parecía llamarla y Paula experimentó un escalofrío de inesperado placer, como si reconociese a un alma gemela.


Asintiendo con la cabeza, empezó a subir, agarrándose a la roca con todas sus fuerzas. Él subía tras ella, cada movimiento preciso, metódico, hasta que al final, tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo. Necesitaba toda su concentración, agotada por completo.


Había llegado casi a la cima y acababa de agarrarse al saliente cuando una mano apareció ante ella. Grande, áspera, pero bien cuidada, con marcas de antiguas cicatrices, parecía una mano en la que cualquiera podría apoyarse.


Paula levantó la cabeza y, al encontrarse con los ojos oscuros, de nuevo sintió ese escalofrío, ese cosquilleo. Pedro Alfonso le ofreció su mano, pero vaciló antes de aceptarla, preguntándose por aquel hombre tan diferente al resto. Tan… auténtico.


–Toma mi mano.


Debería estar acostumbrada a ese acento. Había pasado una semana desde que llegó a Sudamérica, pero la voz aterciopelada de Pedro y el brillo seductor de sus ojos hacía que algo se encogiera dentro de ella.


Haciendo un esfuerzo para salir de ese extraño estupor, tomó su mano y vio que esbozaba una sonrisa de satisfacción. Pedro tiró de ella, sin esperar que encontrase un sitio para apoyar los pies…


Ese despliegue de masculinidad no debería hacer que su corazón se acelerase. Había conocido a muchos hombres bien entrenados, pero ninguno de ellos la había hecho sentir tan femenina y deseable como él.


Pedro sostenía su mirada mientras le quitaba el casco. La fuerza del agua movía su pelo empapado… debía tener un aspecto horrible, pero no iba a atusárselo. En lugar de eso, observó aquel rostro de bronce, los altos pómulos, la nariz larga, aquilina, la boca firme, seria, y unos ojos que parecían guardar muchos secretos.


La miraba fijamente, como si la viese a ella de verdad, no a la famosa princesa sino a la mujer que estaba sola, perdida.


Ningún hombre la había mirado así.


Cuando clavó los ojos en su boca tuvo que tragar saliva. No estaba preparada para el deseo que la embargó mientras respiraba su aroma a limpio sudor masculino y algo más, jabón tal vez.


–Bem vinda, pequenina. Me alegro de que hayas decidido venir conmigo.


Paula lo miró con la barbilla levantada. Sus ojos, del azul más puro que había visto nunca, sostenían los suyos sin pestañear. Pedro se excitaba solo con estar a su lado.


¿Cómo sería besarla?


Esa pregunta provocó una emoción extraña.


Paula no se apartó, pero soltó su mano mientras se volvía para admirar la vista. Era un paisaje fabuloso, la razón por la que miles de personas viajaban a aquel continente. Sin embargo, Pedro sospechaba que era una excusa para evitar su mirada.


Demasiado tarde. Sabía que ella sentía lo mismo.


Había reconocido el brillo de deseo en sus ojos y no seguirían evitándose el uno al otro.


–¿Qué hacías antes, en la catarata? –la pregunta parecía una acusación, aunque no era eso lo que pretendía. Tal vez por el recuerdo del miedo que lo había hecho escalar tras ella, sin molestarse en ponerse un casco.


Había algo en su manera de escalar, una extraña determinación, como si no le importase el peligro. Como si lo buscase.


¿Por qué?


En el brillo de sus ojos había una premonición de peligro…


Pedro tenía instinto para el peligro en todas sus formas y no le había gustado el brillo en los ojos de la princesa.


–Estaba admirando el paisaje –respondió, con tono despreocupado, como si no acabara de arriesgar su vida en uno de los barrancos más peligrosos del país–. Recordé que Juan había hablado de ese chico que se lanzó al agua…


Pedro había abierto la boca para recordarle lo peligroso que era cuando notó los tensos músculos de su cuello, su rígida postura. Era como un soldado en un desfile.


¿O una princesa zafándose de preguntas impertinentes?


Tenía mucho que aprender si pensaba que iba a ser tan fácil librarse de él.


Pedro levantó una mano para acariciar su pelo dorado.


Era más suave de lo que había imaginado.


–La selva parece interminable –dijo Paula, con voz ronca.


Pedro sonrió.


–Se tardan días en recorrerla y eso si no te pierdes –murmuró, apartando un mechón de pelo de su frente. Su piel era tan suave que le gustaría acariciarla por todas partes, aprender su cuerpo por el tacto antes de probarlo con el resto de sus sentidos.


El pulso temblaba en la base de su cuello, como una mariposa atrapada en una red.


Ella levantó la cabeza entonces y Pedro se vio atrapado en unos ojos de color azul zafiro.


–¿Conoce bien la selva, señor Alfonso?


Parecía lo que era, una princesa charlando con un cortesano, su tono ligero, amable. Pero la fría capa de cortesía solo servía para destacar a la mujer sexy que era. Que tuviese el pelo mojado, sin una gota de maquillaje, como una mujer recién levantada de la cama, añadía un toque picante.


Pedro se quemaba solo con mirarla.


Y ella lo sabía. Estaba allí, en sus ojos.


–Vivo en la ciudad, Alteza, pero vengo a la selva siempre que puedo –Pedro se tomaba un mes de vacaciones al año, siempre en algún resort de su compañía. En aquella ocasión había elegido algo que estaba muy de moda: vacaciones de aventura.


Y tenía la impresión de que la aventura estaba a punto de empezar.


–Paula, por favor. Alteza suena tan pomposo –le dijo, con un brillo de humor en los ojos.


–Paula entonces –asintió él. Le gustaba cómo sonaba su nombre, femenino e intrigante–. Yo soy Pedro.


–No conozco bien Sudamérica, Pedro–la pausa que hizo después de pronunciar su nombre hizo que sintiera un escalofrío de anticipación. ¿Sonaría tan fría y compuesta cuando la tuviese desnuda en su cama? No, seguro que no–. Aún tengo que visitar muchas ciudades –Paula alargó una mano para apartar una hojita de su cuello, el roce de sus dedos dejándolo sin aliento.


Sus ojos le decían que el roce había sido deliberado.


«Ah, una sirena».


–El sitio en el que nací no está entre los lugares de interés turístico.


–¿Ah, no? Me sorprende. He oído que eres una leyenda en el mundo de los negocios. Imagino que tarde o temprano alguien pondrá un cartel diciendo Pedro Alfonso nació aquí.


Él apartó una brizna de hierba de su pelo, jugando con ella entre los dedos. No iba a decirle que nadie sabía dónde había nacido o que ni siquiera había tenido un techo sobre su cabeza.


–Yo no nací entre algodones.


Ella frunció los labios y Pedro se preguntó si habría cometido un error al decir eso. Pero enseguida esbozó una sonrisa.


–No se lo digas a nadie, pero nacer entre algodones no es tan maravilloso como la gente cree.


Pedro capturó su mano y los dos se quedaron en silencio, un silencio cargado de promesas. Ella no apartó la mirada, no se mostró tímida o cortada.


–Me gusta cómo te enfrentas con los retos –admitió, antes de fruncir el ceño. Normalmente, él elegía sus palabras con cuidado, no hablaba sin pensar.


–Y a mí me gusta que no te importe mi estatus social.


Pedro acarició su mano con el pulgar. Le gustaba que no intentase fingir desinterés porque el delicado equilibrio añadía una tensión deliciosa al momento.


–No es tu título lo que me interesa, Paula.


Su nombre sabía mejor cada vez que lo pronunciaba. 


Pedro se inclinó hacia delante, pero se detuvo a tiempo. 


Aquel no era el sitio.


–No sabes cuánto me alegra oír eso –Paula puso las manos en la pechera de su camisa y su corazón se volvió loco. Era como si lo hubiera marcado.


La deseaba en aquel mismo instante y, a juzgar por su agitada respiración, ella sentía lo mismo.


Quería tomarla allí mismo, pero el instinto le decía que necesitaría algo más que un encuentro rápido para satisfacer su ansia.


¿Cómo había logrado resistirse durante toda una semana?


–Tal vez, mientras bajamos, podrías decirme en qué estás interesado exactamente.


Pedro tomó su mano y cuando Paula enredó los dedos con los suyos el placer que experimentó casi le parecía inocente.


¿Cuándo fue la última vez que agarró a una mujer de la mano?







LA PRINCESA: CAPITULO 1





Pedro la miró y se quedó sin aliento.


Él, que había tenido mujeres rendidas a sus pies antes de ganar su primer millón de dólares…


¿Cuándo fue la última vez que una mujer aceleró su pulso?


Había conocido a divas, duquesas y modelos. Aunque al principio habían sido turistas y una memorable bailarina de tango cuyo sinuoso cuerpo y descarada sexualidad había despertado su deseo adolescente. Pero ninguna le había afectado como ella sin hacer el menor esfuerzo.


Por primera vez estaba sola, sin reírse, sin una corte de hombres alrededor. Le sorprendió verla fotografiando flores exóticas, inclinada sobre el suelo, tan concentrada que no oyó sus pasos.


Le molestaba que no se hubiera fijado en él cuando él no podía dejar de mirarla. Lo exasperaba que sus ojos no dejasen de buscarla mientras ella se limitaba a sonreírle como sonreía a todos los demás.


Pedro se acercó un poco más, intrigado. ¿De verdad no lo había oído o estaba intentando llamar su atención? ¿Sabría que él prefería ser el cazador y no la presa?


Las rubias guapas eran algo normal en su mundo. Sin embargo, desde que vio aquel rostro radiante mientras salía empapada haciendo rafting, había sentido algo nuevo, una chispa, una conexión especial.


¿Sería por su energía? ¿Por el brillo de sus ojos mientras arriesgaba el cuello una y otra vez en las furiosas aguas del río? ¿O por esa risa tan sexy que parecía tocar directamente sus partes vitales? Tal vez era el valor de una mujer que no se arredraba ante ningún reto en una excursión diseñada para los más ricos y más temerarios.


–Por fin te encuentro, Paula. Te he buscado por todas partes –el joven Saltram apareció de repente a su lado.


Brian Saltram, un genio de la informática que parecía tener dieciocho años, pero que ganaba millones, era como un cachorro grande salivando ante un hueso… aunque el hueso era el estupendo trasero de Paula.


Pedro iba a dar un paso adelante, pero se detuvo cuando ella giró la cabeza. Desde ese ángulo, veía lo que Saltram no podía ver: Paula había suspirado como si tuviera que armarse de paciencia antes de hablar con él.


–¡Brian! Hacía horas que no te veía.


Saltram la tomó del brazo y ella sonrió, coqueta.


Pedro tuvo que apretar los dientes para no apartar al joven de un empellón.


Con el pantalón corto y las botas de montaña, sus bien torneadas piernas eran como un banquete para un mendigo hambriento. A su nariz llegaba un olor a limón y manzanas verdes…


¿Cómo era posible? Estaba demasiado lejos para respirar su perfume.


Ella dejó que Saltram la guiase por el escarpado sendero, su larga coleta moviéndose de lado a lado.


Durante una semana,Pedro había querido acariciar esa cascada de oro y descubrir si era tan suave como parecía, pero había mantenido las distancias, cansado de lidiar con
mujeres que querían más de lo que él estaba dispuesto a dar.


Pero ella no le haría demandas, le decía una vocecita. Salvo en la cama.


La princesa Paula de Bengaria tenía fama de ser exigente con sus amantes. Malcriada desde la infancia, viviendo de las rentas, según las revistas del corazón era temeraria, imprudente y tan lejos de una virginal y tímida princesa como era posible.


Pedro estaba harto de niñas malcriadas, pero sabía que Paula no se pegaría a él. Ni a nadie.


Flirteaba con todos los hombres del grupo, salvo con él. Y era exactamente lo que necesitaba porque no tenía el menor interés en vírgenes. Un poco de temeridad haría más interesante una corta aventura.


Pedro sonrió mientras caminaba tras ella por el sendero.








LA PRINCESA: SINOPSIS






Cuando los opuestos se atraen…


Pedro Alfonso no debería haber mantenido una relación con Paula, la escandalosa princesa de Bengaria, pero pronto descubrió que, además de su extraordinaria belleza, su bondad tocaba algo en él que había creído destruido por su infancia en las calles de Brasil.


Pero su breve aventura iba a convertirse en algo serio cuando Paula le reveló que estaba embarazada.


Pedro sabía lo que suponía ser hijo ilegítimo y, después de haber luchado con uñas y dientes para llegar a la cima del mundo financiero, no pensaba renunciar a ese hijo. Solo había una manera de reclamar a su heredero y era el matrimonio.







EL HIJO OCULTO: EPILOGO





—Esto sí que es una gran boda griega —dijo Paula mirando a su marido—. ¿Has visto a tu padre bailando con mi tía Irma y los niños?


Pedro miró hacia el otro lado de la pista de baile.


—Si no estuviera enfermo del corazón, Irma lo haría enfermar —dijo con una sonrisa.


Paula estaba radiante. Pedro había insistido en que se casaran por la iglesia y con vestido blanco, para mostrarle al mundo su novia virgen.


Paula lo habría llamado machista si se hubiese enterado, pero él se sentía muy orgulloso de ser el único hombre que le había hecho el amor. Ella era el amor de su vida. Era su vida.


—¿Lo estás pasando bien?


—Sí —dijo ella—. La misa ha sido preciosa, y esta vez he comprendido lo que decía el Cura —se rió.


Pedro había insistido en celebrar aquella boda y en que la tía Irma volara a Grecia cuando regresó de Australia para pasar con ellos unas semanas. Después de aquello, y a excepción de algún viaje a Inglaterra, la tía pasaba casi todo el tiempo allí.


Había pasado un año desde que Benjamin había conocido a su padre, y el pequeño adoraba a su familia griega y a sus amigos. Paula quería a todo el mundo, pero sobre todo a su marido. Cada día que pasaba, su amor se hacía más fuerte. 


Pedro había dado rienda suelta a sus emociones e incluso había llorado con la llegada de los nuevos miembros de la familia. Paula no tenía duda de que la amaba y confiaría en él toda su vida.


Ella le acarició el cabello y lo besó.


—Te quiero —murmuró Pedro—. Vamos y te demostraré cuánto.


—Yo también te quiero —dijo ella con una sonrisa—. Pero ahora ya tienes un heredero, y los de repuesto. No estoy segura de que debamos hacerlo —bromeó ella—. No te atrevas, Pedro —dijo mientras la estrechaba contra su cuerpo.


Él se había reído cuando ella le contó su plan de no mantener relaciones sexuales. Y se había quedado de piedra cuando le contó que estaba embarazada de más de tres meses y que no se lo había dicho porque no quería que tuviera miedo de hacerle el amor.


Hacía tres meses, ella había dado a luz a un niño y a una niña. Leo y Luciana eran unos mellizos preciosos. Pedro había llorado abiertamente.


Paula, su esposa y la madre de sus hijos, llenaba su corazón y hacía que su vida estuviera llena de amor y de alegría.


Pero a veces un hombre tenía que comportarse como tal. La tomó en brazos y la sacó del salón de baile entre los gritos y las risas de sus familiares e invitados.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 32




Cuando se volvió para marcharse, se encontró con que Pedro estaba en la puerta.


Estaba encorvado y miraba al suelo. Llevaba una toalla en la cintura y parecía un hombre cargando con todo el peso del mundo.


—¿Estás bien? —preguntó ella.


Pedro levantó la vista al oír la voz de Paula.


Al despertarse se había girado buscando a Paula, pero no la encontró en la cama. Al sentarse y ver que tampoco estaba su ropa, le entró el pánico. Saltó de la cama y miró en el baño. Se puso una toalla y regresó a la habitación. La llamó y esperó en silencio a que contestaran. Nada. Se había marchado...


Amaba a Paula, y siempre la había amado. Ninguna mujer lo había hecho sentirse como ella, y no podía soportar la idea de perderla otra vez.


—Paula, estás aquí... Tenía miedo de que te hubieras marchado —dijo él.


—¿Por qué has pensado tal cosa? Por supuesto que estoy aquí. Nos casamos ayer, ¿recuerdas?—dijo ella, preocupándose al ver que él se tambaleaba hasta el sofá y se cubría el rostro con las manos—. Nunca has estado asustado en tu vida —dijo ella, y se acercó a él—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Tu padre o Benjamin?


—No, nada de eso —dijo él, y la agarró de la mano. Ella trató de soltarse—. No... Por favor. Paula, deja que te explique.


Él parecía tan vulnerable... Ya no era el hombre arrogante al que ella estaba acostumbrada.


Tiró de ella para que se sentara a su lado.


—Ha de ser algo importante, Pedro. Quiero ir a ver a Benjamin pronto.


—Nada más despertarme me volví para abrazarte y no estabas. Miré en el baño, y me fijé en que tampoco estaba tu ropa entonces, pensé que te habías marchado otra vez... Te quiero.


Pedro había dicho que la quería, algo que ella había anhelado oír desde hacía mucho tiempo. No podía creerlo.


 Lo miró y le dijo:
—Te he querido desde el primer momento en que te vi, Paula, pero me equivoqué y di tu amor por sentado, sin darte nada a cambio.


—No es cierto. Me regalaste muchas joyas.


—Exacto, algo que no me costaba nada y que como bien dijiste era sórdido. Pero yo nunca lo vi así. Sólo tenía que mirarte para desearte. Los meses que estuvimos juntos fueron los más felices de mi vida, hasta que pasó la tragedia y no supe manejarla. Sólo pensaba en mí mismo, y no en cómo te sentías tú. Pero nunca pensé en dejarte. Mi padre tuvo un ataque al corazón.


—Lo sé... Marcus me lo dijo —murmuró ella.


—Sí, bueno... No se puede usar el móvil en cuidados intensivos, así que se lo di a Christina y le pedí que te llamara para decirte que me retrasaría.


—Ella no me llamó. La llamé yo —dijo Paula—. Fue muy amable y me dijo que estaba acostumbrada a deshacerse de tus mujeres. Dijo que le habías dicho que me informara de que no ibas a regresar y me aconsejó que me marchara.


—¿Qué? Ella no se ha deshecho de una mujer por mí en su vida. La despedí hace cuatro años, cuando me di cuenta de que quería ser algo más que mi secretaria. Y nunca le pedí que te dijera que te fueras, ella me dijo que tú querías marcharte.


—Hablar del pasado no tiene sentido —dijo Paula—. Seamos sinceros, podrías haberme encontrado si hubieras querido. Marcus me dijo que querías casarte conmigo, pero ambos sabemos que no era por amor, sino por el bebé, igual que ahora.


—Me lo merezco, pero no es la verdad. No te busqué porque era un cobarde. Cuando regresé al apartamento y no estabas, me dije que era lo mejor porque así no tenía que enfrentarme a lo que sentía en realidad. También me sentía culpable porque habías perdido al bebé.


—¿Culpable? ¿Por qué?


—Por primera vez en mi vida adulta me entró pánico cuando me dijiste que estabas embarazada. Cuando superé el susto, supe que quería casarme contigo, pero me avergüenza decir que no tenía prisa en decírtelo. Entonces, cuando llegué al hospital y me dijeron que habías perdido al bebé, también me hicieron una advertencia. El médico me dijo que había visto moratones en tus piernas y en otras partes del cuerpo y que sería buena idea moderar el tema del sexo, sobre todo si te quedabas embarazada otra vez. Me dejaron pasar y entré a verte muy disgustado conmigo mismo y sintiéndome muy culpable. Yo podía haber causado que perdieras el bebé.


—El doctor no debió decirte eso. La manera en que hacíamos el amor no era asunto suyo, y yo disfrutaba de cada minuto. No fue culpa tuya que yo perdiera el bebé.


—Puede que no, pero, sumado a la intervención de Christina, me daba otra excusa para no intentar encontrarte. Porque, si te soy sincero, para mí también era un alivio. Siempre me gusta tener el control, y lo que sentía por ti me aterraba. Nuestra relación era la más larga que había tenido nunca. Sólo tenía que pensar en ti para desearte. Me encantaba todo acerca de ti, tu sonrisa y tu mente ágil. Tus muestras de amor. Haría cualquier cosa por volver a oírlas.


Paula sonrió, pero él no estaba convencido de que lo creyera.


—Esta mañana me ha entrado el pánico por segunda vez, cuando desperté y no estabas. Pero esta vez por un motivo diferente —la sujetó de los brazos—. Porque por fin he admitido ante mí mismo que te quiero, Paula. No soportaría la idea de perderte, no podría aguantar ese dolor otra vez.


La soltó y le sujetó el rostro, mirándola fijamente.


—Tienes que creerme, Paula. Te quiero. No he mirado a ninguna otra mujer desde hace años, cuando te marchaste.


—Eso me cuesta creerlo —murmuró ella.


—Es completamente cierto, lo prometo, pero sé que no confías en mí. ¿Cómo ibas a hacerlo después de mi manera de comportarme? Cuando te vi en la embajada, decidí que te iba a recuperar. Podía haber aplastado a Gladstone cuando te besó.


—Eso es todo lo que he hecho con Julian.


—Gracias. El día que descubrí lo de Benjamin estaba muy enfadado, pero era culpa mía porque había pasado cinco años negando lo que sentía. No pude resistir a hacerte el amor esa misma noche. Paula, sé que no te merezco y no te estoy pidiendo que me quieras, sólo que te quedes conmigo y permitas que te quiera y que cuide de ti. Por favor, dame otra oportunidad.


Paula le acarició el cabello.


—He dicho que mi padre era tonto por haber cumplido la promesa que le hizo a mi madre. Ahora sé cómo se siente. Te quiero, te adoro, y soy un gran idiota por haber sido tan cobarde y no admitirlo antes. Y si la respuesta es no —le apretó los hombros—. Os dejaré marchar. Podréis regresar a Inglaterra y yo iré a visitar a Benjamin.


Paula respiró hondo y dijo con sinceridad:
—No hará falta. Te quiero, Pedro, y siempre te he querido. Si te acuerdas, solía decírtelo a menudo. Era demasiado ingenua como para ocultarlo. No ha cambiado nada. Te quiero y siempre te querré...


—Si supieras cómo anhelaba oír esas palabras otra vez —murmuró Pedro, y la besó de forma apasionada.


Momentos más tarde, se apartó y dijo:
—Soy el hombre más feliz del mundo. ¿Recuerdas que una vez me regalaste un corazón de oro? Lo he guardado durante todos estos años. Es mi amuleto de la suerte y siempre me da esperanza.


—Claro que me acuerdo. Lo he visto en tu escritorio y me ha dado esperanzas ver que lo guardabas. —él sonrió y la besó en la frente.


—Ahora me has entregado tu corazón de verdad, y te estaré eternamente agradecido. Te querré hasta el final. 


La besó de nuevo.


Al cabo de un momento, Paula estaba bajo su cuerpo. 


Ambos estaban desnudos y Pedro la miraba con una sonrisa. Hicieron el amor despacio, acariciándose, suspirando y murmurando palabras de amor y deseo. Y finalmente, cuando la pasión alcanzó su punto álgido, Pedro la penetró de nuevo provocando que llegaran juntos al éxtasis.


—¿Qué te pasa con los sofás? —bromeó Paula cuando recuperó la respiración. Le acarició la mejilla y lo rodeó con los brazos por el cuello.


Pedro la besó en los labios.


—El lugar no importa. Lo único que cuenta es que estoy contigo, Paula, la mujer que amo de verdad, y a quien siempre amaré.