miércoles, 9 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 20





Cuando Paula llegó por la noche al apartamento vio que la televisión estaba encendida y que había luz en la cocina y en el cuarto de estar. Le gustó la sensación de llegar a casa y sentir que había alguien esperándola.


Esa mañana en la clínica cuando Joaquin le había pedido a Pedro que le agarrara la mano mientras le ponían los puntos, había sentido algo muy especial. El apoyo que había recibido de Pedro le había compensado del dolor que había sentido viendo llorar a su hijo. Necesitaba un hombre como Pedro en su vida. El problema era que Thunder Canyon no era más que un lugar de paso, una simple escala, para él.


Para su sorpresa, al entrar en el cuarto de estar, vio a Joaquin y a Pedro tumbados en el sofá. El niño tenía la cabeza apoyada sobre el pecho de él. Cuando Pedro se dio
cuenta de su presencia, la miró fijamente esperando alguna reprimenda. Sabía que Joaquin debería haber estado en la cama hacía ya tiempo.


—Pareces muy cansada —dijo él en voz baja.


Sí, lo estaba. Le dolían los pies y solo tenía ganas de caer rendida en la cama.


Sin embargo, ver a Pedro en el cuarto de estar pareció infundirle nuevos ánimos.


—Sí. La tarde se me ha hecho interminable. ¿Qué tal se ha portado Joaquin?


—Como un campeón. Después de la cena, parecía estar un poco más molesto. Le distraje con unos juegos y luego le leí un cuento hasta que se quedó dormido. Pensé que podría despertarse cuando tú llegases, pero creo que va a dormir como un bendito toda la noche. ¿Quieres que le lleve a su habitación?


—Ya has hecho bastante por hoy.


Pedro tomó al niño en brazos y la miró con recelo, no muy seguro del sentido que ella había querido dar a sus palabras.


—¿Tienes hambre?


—Un poco —respondió ella siguiéndole hasta la habitación de Joaquin—. Tomaré alguna cosa después de arroparle.


Mientras tapaba al niño con la colcha, le llegó un apetitoso olor de comida caliente. Volvió a pensar en lo agradable que era llegar a casa y encontrar… a un hombre como Pedro.


Paula se quedó un rato mirando a Joaquin, preguntándose qué sería lo mejor para él… y para ella. Se fue luego a su dormitorio y se quitó el uniforme del restaurante. Se puso una camiseta rosa y unos pantalones cómodos de color rosa y negro sujetos en la cintura por un cordón. Se dirigió con los pies descalzos al cuarto de estar donde Pedro la estaba esperando con un plato que le había calentado y un vaso de té frío.


—Esto tiene muy buena pinta —dijo ella, sentándose a su lado en el sofá—. No pensé que tuviera tanta hambre, pero ahora que lo huelo…


—Pues venga, al ataque. Joaquin y yo lo hemos llamado chiles a la barbacoa.


—Deberías venir más a menudo a hacer este tipo de recetas —dijo ella con una sonrisa, pero arrepintiéndose al instante de haber dicho tal cosa, pensando que su comentario pudiera parecer algo descarado—. Espero que Joaquin no haya estado muy pesado. Algunos días te hace tantas preguntas que acaba poniéndote la cabeza como un bombo.


—No, nos lo hemos pasado muy bien. Pero dime, ¿cómo te fue el trabajo?


—Más o menos como siempre —dijo ella, dando un par de sorbos a su té—. ¿Conoces bien a DJ, el primo de Daniel?


—No he tenido muchas ocasiones de tratar con él, pero me parece un buen tipo. ¿Por qué?


—Solo quería saber si es una persona accesible.


—¿Accesible? No te entiendo. ¿Estás pensando en ir a pedirle un empleo?


—Oh, no. Claro que no.


Paula se quedó dudando. Deseaba contarle lo que Woody le había propuesto, pero sabía que Pedro era de ese tipo de hombres que no se quedaría cruzado de brazos ante una cosa así, y ella no quería problemas ni arriesgar su puesto de trabajo… Así que en lugar de responder a la pregunta que creía leer en sus ojos, se puso a mirar distraídamente la televisión.


Escuchó entonces un rasgueo de guitarra que le llamó también la atención a Pedro. Luego se oyó la voz del presentador del programa que estaban echando por la tele.


—El mundo de la música country está todavía tratando de recuperarse de la muerte de la joven que tuvo lugar el pasado mes de abril durante un concierto de Pedro Alfonso. A continuación, les mostraremos la entrevista que nuestro reportero especial, Max Landow, ha mantenido con la familia Tuller. Los padres de Ashley Tuller siguen echando la culpa de lo ocurrido al famoso cantante.


Pedro, no tenemos por qué ver esto —dijo Paula indignada, yendo a por el mando de la televisión que estaba en la mesita de enfrente.


—Espera, tal vez necesite un baño de realismo —replicó él, quitándole el mando y subiendo el volumen.


Tani, la hermana mayor de Ashley, de diecinueve años, aparecía en ese momento junto a sus padres. Estaba bastante pálida y ojerosa.


La señora Tuller, con lágrimas en los ojos, se dirigió a las cámaras.


—El señor Alfonso parece no asumir ninguna responsabilidad de lo que le sucedió a mi hija. Pero él fue el responsable de que se produjera toda aquella aglomeración. Y, sin embargo, se marchó tranquilamente en su autobús de lujo como si nada hubiera pasado.


El presentador del programa volvió a aparecer en pantalla.


—Este testimonio recoge el sentimiento de la familia. Si quieren saber el resto de la información y la opinión general de la gente sobre el caso, solo tiene que echar una ojeada a la última edición de las revistas del corazón.


Pedro apagó el televisor.


—Pensé que todo se habría calmado. En noviembre será la entrega de los premios de música country y poco después tendrá lugar el juicio. Será mejor que me vaya preparando.


Paula se acercó a él hasta que sus brazos se rozaron.


—La familia de esa chica no tiene razón, Pedro.


—Yo no les guardo rencor. La culpa fue mía. Pero no me gusta nada todo esto. Los abogados solo hablan entre ellos, los medios de comunicación entrevistan a mis mejores amigos, a mi madre, a todo el que pueda darles algo de carnaza. Todo el mundo utiliza las cámaras de su móvil para tratar de captar algo que pueda ser noticia. Las personas famosas hemos perdido nuestra intimidad. Tengo que pensar lo que voy a hacer —dijo Pedro, mirando la pantalla de la televisión, ahora en negro.


—Sé que lo harás. A veces uno necesita tiempo y consejos.


—Tú me has ayudado mucho y te lo agradezco. Cuidar de Joaquin no ha sido para mí un sacrificio sino todo lo contrario. Por primera vez, en varios meses, he sentido que estaba haciendo algo que valía realmente la pena.


Ella se dio cuenta de que él estaba tratando de olvidar la entrevista que acababa de escuchar en la televisión y que quería hablar de otra cosa diferente. De pronto, sin saber cómo, vio que él se agachó, le agarró las piernas y se las puso encima de su regazo.


—¿Sabes lo que creo que tú necesitas en este momento?


—Miedo me da preguntártelo —respondió ella con voz temblorosa, sintiendo un hormigueo por todo el cuerpo al sentir los poderosos músculos de sus muslos bajo los pies.


—Después de esta cena tan excelente, lo que necesitas es un buen masaje en los pies.


Pedro apoyó suavemente la palma de la mano en la planta de uno de sus pies y comenzó a acariciarle con la otra el empeine y los dedos. Ella comenzó a sentir una mezcla de alivio y de placer. Era como estar en la gloria. Pero hubiera querido saber lo que él estaba pensando en ese momento. Cuáles eran sus intenciones para hacer lo que estaba haciendo.


Sintió de pronto un ataque de vergüenza y trató de retirar los pies, pero él se lo impidió.


—Esta noche creo que tengo poderes especiales. Puedo leerte el pensamiento — dijo él, mirándola fijamente, con una mano en cada uno de sus pies—. Estás pensando que hago esto habitualmente con todas las mujeres con las que salgo, ¿a que sí?


—¿Y no es verdad?


—No. Nunca lo había hecho antes con una camarera. Así, que podría decir que me estoy estrenando contigo.


Ella se echó a reír por el juego de palabras. Pero no se dio por vencida tan fácilmente.


—¿Fue Beatriz la primera?


A él no pareció molestarle la pregunta.


—Sí, fue la primera y pensé que sería la última. ¿Y qué me dices de ti? ¿Quién fue el primero?


Paula pensó que él también quería ahondar en su pasado.


—Se llamaba Dario y me gustaba mucho. Los dos formábamos parte del comité de fiestas del instituto. Él quería ir a una universidad de la Ivy League para hacerse abogado. Yo sabía que si me enamoraba de él acabaría rompiéndome el corazón, así que decidí mantenerme a distancia. Pero la cosa no fue fácil. Sobre todo cuando me pidió que fuera su pareja en la fiesta y me envió luego un enorme ramo de flores el día de San Valentín con una tarjeta encantadora. Al acabar el curso, los dos sabíamos que lo que sentíamos el uno por el otro no sería suficiente para construir un futuro, así que él se fue a la universidad y yo me quedé sola.


—¿Nunca volvió a llamarte?


—No. Tampoco me extrañó. Después de todo, era lo mismo que había hecho mi padre. Él nunca llegó a casarse con mi madre. Me abandonó cuando yo tenía seis años y nunca volví a saber nada más de él.


Pedro, conmovido, le acarició suavemente con los pulgares el empeine de los pies. Nunca un hombre le había hecho sentirse tan a gusto. Era una sensación tan agradable. Aunque, tal vez, esa no fuera la palabra más adecuada. Aquello se estaba convirtiendo en algo realmente sensual. Cada vez que él deslizaba los dedos por sus pies, ella tenía que hacer un esfuerzo para no suspirar e incluso gemir de placer.


—¿Te sientes mejor? —preguntó él.


—Estoy como en la gloria.


Pedro comenzó a extender el masaje por los tobillos y las pantorrillas, por debajo del dobladillo del pantalón. Paula comenzó a respirar de forma entrecortada imaginando lo que sentiría si siguiera subiendo más arriba.


—¿Por qué no te das la vuelta y me dejas que te dé un masaje en los hombros? Tienes que tenerlos agarrotados después de haber estado toda la tarde llevando esas bandejas tan pesadas.


Paula abrió los ojos que había mantenido cerrados y miró a Pedro. Tenía un brillo especial en la mirada. ¿Qué pensaría hacer ahora? ¿Y ella? ¿Qué debería hacer?


Dejó a un lado esas preguntas. La idea de sentir sus manos en los hombros era demasiado tentadora. Sin dudarlo un segundo, se cambió de postura, y puso la cabeza junto a él.


—Empezaremos por el cuello —dijo Pedro.


Le apartó el pelo a un lado y se puso a masajear con las yemas de los pulgares la zona de la nuca y las cervicales. 


Ella comenzó a sentir cómo se le relajaban los músculos del cuello, que parecían incluso derretirse bajo la suave presión de sus manos.


—Podrías ganarte la vida como masajista —dijo ella suspirando.


Él sonrió para sí, mientras seguía masajeándola ahora por los hombros y los brazos. Ella estaba completamente inmóvil, relajada y entregada, cuando sintió, de pronto, sus labios en el cuello. La relajación se transformó en deseo.


Pedro —susurró ella, con un falso tono de queja.


Él, lejos de reprimir su actitud, la besó de nuevo.


—Llevo queriendo hacer esto desde la noche que acampamos en mi casa de la montaña. Tienes un cuerpo precioso. No hacía más que imaginarme el placer que sería tenerte en mis brazos, besarte en el cuello y tenerte así relajada junto a mí, para poder disfrutar los dos juntos sin prisas de algo más que un abrazo apresurado o un beso furtivo.


—¿Has pensado en Joaquin? Podría despertarse.


—Lo sé. Pero, aunque sea solo por un rato, me gustaría tenerte para mí solo.


Ella sabía lo que él quería decir exactamente con esas palabras.


Pedro le puso la cabeza sobre su regazo y la abrazó apasionadamente acurrucándola contra su pecho. Ella le agarró por los hombros y respondió a sus besos de manera ardiente y casi salvaje. Recordó su imagen atlética cuando estaba cortando leña en el jardín o cuando lanzaba la pelota de rugby a Joaquin. Imaginó que sin la camisa estaría aún mucho mejor.


Él apartó los labios de su boca y le besó sensualmente el lóbulo de la oreja. Ella sintió como si una corriente eléctrica le atravesase el cuerpo de arriba abajo. Nunca había sentido un deseo igual por un hombre. Él metió entonces la mano por debajo de su camiseta y le acarició el estómago. Luego le desabrochó el cierre delantero del sujetador y presionó suavemente su pecho con la palma de la mano. Ella, casi sin aliento, le besó en el cuello y comenzó a desabrocharle la camisa mientras él le frotaba uno de los pezones con las yemas de los dedos. Se besaron nuevamente en la boca con pasión. Ella quería sentir su piel. Quería sentir el pelo áspero y a la vez sedoso de su pecho bajo su mejilla. Pero estaba tan embriagada y excitada con sus caricias que apenas podía poner en orden sus pensamientos. Hasta que…


Pedro le soltó el nudo del cordón de los pantalones y metió la mano por dentro, acariciándole la cintura y el ombligo de forma erótica y sensual, como un anticipo de lo que podría venir a continuación. Después de varios años, ella sentía un deseo real.


Aquello no era ninguna fantasía producto de su imaginación. 


Pero, entonces, un mar de dudas acudió a su mente, enfriando su deseo y rompiendo la magia del momento.


Pedro no necesitó oír ninguna palabra suya para darse cuenta de que algo no iba bien.


—¿Ocurre algo? —preguntó él en voz baja como si conociera de antemano la respuesta.


Pedro, no me gustaría que pensases que soy un juguete de diversión.


Él respiró profundamente un par de veces y luego sacó las manos de debajo de su camiseta. Sabía que los juegos eróticos se habían acabado, al menos por aquella noche.


—Tú no eres ningún juguete, Paula. ¿Me puedes decir qué te pasa?


—Estaba pensando en la razón por la que te quedaste aquí hoy cuidando de Joaquin.


—Vamos, Paula. No pensarías que me iba a quedar sentado en el sofá hablando del tiempo, ¿no? Cuando te besé, pensé por tu reacción que sentías lo mismo que yo.


Ella no podía negar que le deseaba y que le hubiera gustado irse a la cama con él.


—Y era verdad. Me hiciste olvidar el trabajo y lo cansada que estaba, hasta me olvidé incluso de que Joaquin estaba en la habitación de al lado. Eso fue lo que me asustó. Me asusté de mí misma. Pero no quiero ser para ti una simple válvula de escape para los problemas y preocupaciones que tienes en este momento.


Ella le miró fijamente y pudo ver por su expresión que estaba desconcertado.


Apartó la cabeza de su regazo y se sentó en el sofá, esperando que le dijera que ella no era una válvula de escape. Pero él se puso a ordenar los cojines, señal inequívoca de que pensaba marcharse.


«¿No es eso acaso lo que hacen todos los hombres?, le dijo una voz interior.


—Tengo que saber por qué estás aquí conmigo, Pedro. No quiero ser un simple pasatiempos.


Pedro se puso de pie y desvió la mirada hacia la televisión como si tratase de conectar, a través de aquella pantalla negra, con el mundo real que había más allá de aquella casa y de aquella pequeña ciudad de Thunder Canyon.


—Será mejor que me vaya —dijo él, por toda respuesta.


—¿Siempre eludes responder a las preguntas que no te agradan? Eduardo solía hacer también lo mismo.


—No me he quedado a cuidar de Joaquin con la idea de poder acostarme contigo esta noche, si era eso lo que querías oír —dijo Pedro, dirigiéndose a la cocina para recoger su sombrero.


Sí, eso era lo que ella quería oír, pero también deseaba saber más cosas.


—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Thunder Canyon? —preguntó ella, y luego dijo dándose cuenta de que no tenía intención de responderla—: Lamento que haya terminado así la noche.


—Yo también.


Paula se quedó triste y pensativa. ¿Se habría quedado a cuidar de Joaquin con la única intención de acostarse con ella y se habría marchado luego a la mañana siguiente? ¿Qué habría pensado Joaquin si los hubiera visto juntos?


Ese era el quid de la cuestión. ¿Habrían estado realmente juntos? ¿O simplemente habrían pasado la noche juntos?


Pedro adivinó que ella debía estar haciéndose todas esas preguntas, pero él no estaba en ese momento en condiciones de responderlas.


—Seguiremos en contacto —dijo él suavemente antes de salir.


Paula se cruzó de brazos, tratando de controlar sus emociones. Pero sabía que si seguía viendo a ese hombre, acabaría rompiéndole el corazón.



UNA CANCION: CAPITULO 19




—¿Hice algo malo? —preguntó Joaquin a Pedro con cara de angustia.


Estaban sentados los dos en la cocina del apartamento de Paula. Joaquin estaba coloreando un dinosaurio en un cuaderno de dibujos. Paula se había ido a la habitación a cambiarse de ropa. Tenía luego el turno de camarera en el LipSmackin’ Ribs.


—No, tú no has hecho nada malo. Yo soy el que debería haberte dicho que te quedaras a mi lado. Debería haberte advertido que podías caerte si te ponías a correr por aquel sendero.


—Siento algo raro —dijo Joaquin tocándose la barbilla con la mano—. Pero no me duele.


—Ahora no, pero puede que luego te duela algo.


Joaquin puso cara de pena y siguió coloreando los dibujos de dinosaurios.


—Mi abuelo dice que para que no me pase nada, lo mejor es quedarme en casa.


Pedro no quería faltar al respeto a nadie, pero no era de la opinión de que sobreproteger a un niño fuera la mejor forma de educarle.


—¿Te gusta quedarte en casa?


—No, me gusta más ir a buscar alces.


—Bueno, tal vez podamos salir otra vez de excursión a ver si los vemos… Aunque creo que eso deberías preguntárselo a tu madre —añadió él, al ver entrar a Paula en el cuarto.


Joaquin se giró en la silla y miró a su madre.


—¿Puedo ir, mamá? Te prometo que no me volveré a caer.


Paula se acercó a su hijo y se puso de cuclillas para quedarse a su altura.


—Buscar alces es muy divertido, pero le diste un buen susto a Pedro cuando te caíste. Si quieres ir con él de nuevo, tienes que prometerme que le obedecerás en todo y no saldrás corriendo.


—Te lo prometo —dijo el niño, sonriendo a Pedro—. ¿Podemos irnos ya?


—Hasta que no se cicatricen los puntos, me temo que tendremos que buscar algún juego más tranquilo.


—Voy entonces a por otro cuaderno de dibujos —dijo Joaquin, bajándose de la silla.


Tan pronto como Joaquin salió de la cocina, Pedro se acercó a Paula. Llevaba el uniforme de camarera. Lucía unas piernas largas y espectaculares, una cintura estrecha y un vientre plano que asomaba bajo la camiseta corta y ajustada. Se quedó mirándola extasiado como uno más de esos papanatas que iban al restaurante a verla más que a comer costillas. La miró luego a la cara, embriagado por la carnosidad de su boca y la belleza de sus ojos azules.


—¿Le dejarás entonces que vaya de excursión otra vez conmigo? —preguntó él para tratar de disimular la excitación que sentía en ese momento.


—Sí, yo no soy como Olga. No se puede tener a Joaquin encerrado en casa. Se volvería un niño cobarde y asustadizo. Eduardo era algo pusilánime y creo que era debido a la actitud de sus padres.


Pedro hubiera querido saber más cosas de Eduardo. 


Deseaba saber, sobre todo, hasta qué punto Paula había estado unida a él. Pero sabía que Joaquin podría volver en cualquier momento y que ella tenía que irse al trabajo.
Sin embargo, no se resistió a hacerle una pregunta atrevida, al hilo de lo anterior.


—¿Te consideras tú una mujer aventurera?


A Paula pareció divertirle la pregunta.


—¿Me estás preguntando si me gustaría ir de excursión de nuevo para ver alces?


Él sintió unas ganas locas de tocarla, pero trató de controlarse poniendo las manos detrás de la espalda.


—Ver alces… esquiar o deslizarse por la nieve… practicar el paracaidismo o el ala delta.


—¿Has saltado alguna vez de un avión?


Él sonrió y se encogió de hombros con indiferencia.


—Hace unos años. Fue en una campaña publicitaria para recaudar fondos para una obra benéfica. Luego volví a hacerlo de nuevo unos meses más tarde, solo como hobby.


—Creo que me atrevería con algún deporte de nieve, pero no me tiraría de un avión por nada del mundo.


—¿Aunque saltases en paracaídas con un compañero que te hubiera prometido que no ibas a correr ningún peligro?


Aunque estaban hablando de modo general e hipotético, ambos sobrentendían el contexto que se ocultaba bajo aquellas palabras.


—Tengo un hijo —dijo ella, muy seria—. No estoy segura de que una promesa fuera suficiente.


¿Qué sería suficiente para ella?, se preguntó él. ¿Un compromiso para toda la vida?


Tal vez, él estuviera sacando demasiadas conclusiones de una simple conversación.


—¿Qué te parecería si le enseñara a Joaquin a montar en una tabla de skateboard? Por supuesto, con su casco, sus coderas y sus rodilleras. Tú también podrías intentarlo.


—Pero bueno, ¿por qué estás empeñado en meterme en ese tipo de aventuras?


—Solo trataba de imaginarme lo guapa que estarías con tu casco.


—¿Solo guapa? ¿No sexy? —dijo ella, bromeando.


Como si ella no supiera lo sexy que él la encontraba y lo mucho que la deseaba.


—Con ese conjunto, estarías más sexy de lo que nunca te hubieras imaginado.


Pedro —susurró ella, separando los labios e inclinándose un poco hacia él.


—Me gustaría que dejaras ese trabajo del restaurante. Podría hablar con Daniel. Su hermano Edgardo ha abierto hace poco aquí unas oficinas. Tal vez él podría darte una colocación.


Paula suspiró y se apartó unos pasos de él.


—¿Crees que trabajar de camarera es algo denigrante?


—Ya te dije que mi madre fue camarera en un humilde restaurante familiar. No considero que ser camarera sea un trabajo denigrante, pero tal vez sí lo sea hacerlo en el LipSmackin’ Ribs.


Paula le miró un instante con cierto recelo y luego desvió la mirada.


—El LipSmackin’ Ribs no es el lugar que yo hubiera elegido para trabajar si hubiera tenido otras opciones. Pero no quiero que molestes a tus amigos para buscarme un empleo. Ya lo hiciste una vez con Erika. En esa ocasión, acepté porque sabía que te sentías culpable de que me hubieran despedido de la agencia de limpieza. Y, además, porque me encantaba la idea de trabajar con ella en la organización del Frontier Days. Pero no quiero que vuelvas a hacerlo otra vez. Si me entero de que Edgardo Traub tiene un puesto de trabajo iré a solicitarlo. Si consigo un empleo, quiero que sea por mis propios méritos.


—De nuevo ha resurgido la mujer abanderada de la independencia y la libertad.


Paula le agarró del brazo con la mano y lo apretó con fuerza.


—He tenido que salir yo sola adelante en la vida desde muy pequeña, después de que mi madre murió. Cuando conocí a Eduardo, los dos trabajábamos, hasta que me quedé embarazada y él tuvo que asumir todo el peso y la responsabilidad de la familia que íbamos a tener. Durante ese tiempo me sentí como si le hubiera fallado.


—Tú no le fallaste. Cuando uno atraviesa una situación difícil tiene que dejar que la persona que le ama se haga cargo de todo.


—Puede ser —dijo ella suspirando—. Pero luego, cuando Eduardo murió, dejé también que Olga y Manuel me ayudaran y se quedaran cuidando de Joaquin. Solo durante los últimos meses he logrado llevar una vida independiente. El trabajo que tengo en el LipSmackin’ Ribs me ha ayudado a conseguirlo. Eso me da además más confianza en mí misma. ¿No lo comprendes?


—Lo comprendo —respondió él—. Pero sigue sin gustarme ese antro de las costillas.


Pedro le costaba concentrarse cuando ella le estaba tocando.


Joaquin vino a relajar la tensión, entrando como un torbellino en la cocina con un cuaderno de dibujos en la mano.


—Lo he encontrado. Podemos pintar aviones de colores.


—Parece que tu hijo está pensando en ser piloto algún día —dijo Pedrobromeando.


Paula le soltó el brazo y luego le dio un pequeño codazo.


—No se te ocurra ni pensarlo.


Se acercó a uno de los armarios de la cocina, se puso de puntillas y tomó un frasco que había en la estantería de arriba. Era un jarabe con sabor a zumo de naranja.


—Daniel me dijo que le diera una cucharadita cada cuatro horas si le dolía la barbilla —dijo ella mirando a Joaquin que se había sentado de nuevo en la mesa con su cuaderno de aviones—. Parece que ahora está tranquilo. Pero dáselo, si le duele, para que pueda dormir bien por la noche.


—Deja ya de preocuparte —replicó Pedro.


—Para la cena puedes hacerle…


—He visto carne picada en el frigorífico. Joaquin y yo probaremos una nueva receta. Tal vez haga hamburguesas a la parrilla con chiles. Puede que DJ la incluya en su menú —dijo Pedro muy orgulloso, y luego añadió viendo la cara que ella ponía—: O puedo hacerle también algo que le guste más, no te preocupes. Puedes llamar a cualquier hora para que sepas que estamos bien. Así te quedarás más tranquila.


Paula pareció recobrar la sonrisa. Se acercó a Joaquin y le dio un beso y un abrazo.


—Gracias, Pedro —dijo ella, saliendo por la puerta y saludándole con la mano.


Pedro se quedó mirándola, pensando que era él quien debía darle las gracias. Sin ella y Joaquin, ahora estaría en la casa de la montaña, sumido en sus pensamientos y cenando solo.