jueves, 3 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 6




Pedro se sentó una vez más en la cafetería del hospital, pero en aquella ocasión solo con una taza de café. No quería desperdiciar otra comida si lo llamaban para urgencias o para la sala de partos. Eran cerca de las ocho de la tarde y aún le quedaban tres horas de guardia antes de que lo relevara un residente. Pero estaba decidido a salir de aquel lugar, aunque significara volver a entrar.


Debería estar cansado, pero no era así, y pensó que era gracias a Paula Chaves. Había estado a punto de ir tras ella, esperarla a la puerta del vestuario e intentar convencerla otra vez.


No estaba muy seguro de por qué no lo había hecho. 


Normalmente no se rendía fácilmente con las mujeres, pero pensó que aquella era diferente. Desde luego no creyó que fuera su tipo, tan inocente. Salvo su boca, una gran boca, incluso cuando la utilizaba como arma contra él. También era una madre.


Sacó una foto del bolsillo de su bata y observó al niño que, imaginaba, sería el hijo de Paula. Quizá se equivocaba, pero no creía. Tenía los mismos ojos, el mismo pelo oscuro, la misma sonrisa. Le volvió a dar la vuelta, como había hecho tantas veces en los últimos días.


Jose Adam, 3 años. Mi amor. Definitivamente le parecía algo que escribiría una madre.


Había visto volar la foto hasta el suelo en Nochevieja cuando Paula había tirado el bolso en su carrera. Pero antes de poder abrirse camino entre la multitud, ella ya había volado como una paloma que al fin saliera de su jaula.


Entonces se le ocurrió que debía habérsela devuelto aquella noche, pero no lo había hecho. Quizá lo veía como algún tipo de conexión entre ellos, quizá incluso lo utilizaría como excusa para volverla a ver. Quizá incluso aquella misma noche.


Y por qué no. No era una persona que esquivara los riesgos, fuera del ejercicio de su profesión. Además, quería saber más de ella. Quería saber si sentiría la misma reacción si la besaba otra vez, si iría más allá de un beso. Solo había una forma de averiguarlo.


Pensó que Paula tardaría unos minutos en vestirse y llamar por teléfono y otros quince en ir a ver a la señora Gonzáles. 


Solo había pasado un cuarto de hora desde que la había dejado en el pasillo, así que pensó que si se daba prisa y se ponía la ropa de calle, aún podría pillarla en la parada de autobús.


Mientras lo pensaba, se levantó de la silla y fue en busca de una mujer que quizá no deseaba que la encontraran. Pero tampoco aquello lo iba a detener.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 5




A Paula le pareció obvio que no la había reconocido y, aunque pensaba que no debía, le importaba. Si lo pensaba fríamente, no había motivo por que tuviera que recordarla. 


La sala había estado muy oscura, y ella iba muy bien vestida. Aun así, no pudo evitar sentir una pequeña punzada en el corazón.


Pero debía ignorarla. El bienestar de la señora Gonzáles debía estar antes que nada en su mente, y no el doctor Pedro Alfonso. Al menos el doctor parecía preocupado de verdad por la mujer. Hablaba un español perfecto, con una voz amable y compasiva, al tiempo que preparaba la ecografía.


Mientras él trabajaba, Paula aprovechó para observarlo detenidamente. Su aspecto era muy similar al de aquella noche, igual de atractivo, aunque había sustituido el traje por una bata azul sobre unos vaqueros gastados, y el arete de diamantes de su oreja por un aro de oro. También llevaba el pelo, negro y liso, peinado hacia atrás, lo cual le permitió a Paula examinarle el rostro bajo la luz de los fluorescentes. 


Un rostro curtido, con nariz afilada, pómulos altos y mandíbula de acero. Y la boca. Paula recordó sus labios suaves, recordó lo dulces que le habían parecido y la forma en que le habían quitado el aliento.


Bajó la mirada hasta sus manos, fuertes, que le habían apretado la espalda, acercándola a él, que la habían hecho derretirse. Quizá no pareciera el típico médico, pero le parecía una obra maestra como hombre. 


–Bueno, ya está.


La confirmación del médico obligó a Paula a regresar a la situación que los concernía, y a sus pensamientos a regresar a la paciente. El miedo en los rostros de los señores Gonzáles se había disipado hasta que el doctor Alfonso se dispuso a explicar los resultados de la ecografía. Como Paula había predicho, se trataba de placenta previa, y ahora lo más probable era que hubiera que sacar al niño por cesárea.


El doctor le hizo una seña para que lo siguiese hasta donde la paciente no pudiera oírlos.


–Como está ya al final voy a hacerle una cesárea.


–Descanso en cama…


–No es opción. Sangra demasiado.


–Doctor Alfonso.


–Tenemos que sacar al bebé; es el mejor…


–Pero…


–…tratamiento.


Paula esperó un poco hasta asegurarse de que el doctor había terminado con su diatriba antes de volver a hablar.


–Solo para que lo sepa, estoy totalmente de acuerdo con usted.


–¿Ah, sí? –preguntó él con el ceño fruncido.


–Sí –contestó ella, que dudaba entre si quería zarandearlo o besarlo, lo cual le resultaba ridículo–. Si me hubiera dejado meter baza, se habría dado cuenta.


–Lo siento, estoy muy cansado ahora mismo.


–Eso pone a la gente maniática.


–¿Cree que soy maniático? –preguntó él, con una media sonrisa.


–Quizá solo un poco –contestó ella, mientras pensaba que era eso y además muy guapo.


–¿Podemos dejarlo en ligeramente malhumorado?


–Supongo que podemos llegar a un acuerdo con malhumorado. Siempre que quitemos el «ligeramente».


–Doctor Alfonso –los interrumpió una enfermera–, los Gonzáles no tienen seguro. Necesito arreglar las cosas del pago con ellos y si no pueden pagar habrá que transferirlos…


–Ella no va a ir a ningún sitio –saltó él, con la voz desbordante de una ira contenida–. Voy a hacerle una cesárea de emergencia en unos diez minutos, y su marido estará con ella. Fin de la conversación.


–Pero la política del hospital…


–Me importa un bledo la política del hospital –protestó, y bajó la voz, aunque tenía la mandíbula tensa–. Sé que usted hace su trabajo, pero no tengo tiempo de discutir. Diga a su supervisor que me llame después de la operación si hay algún problema. Yo me haré cargo.


–Bravo, doctor. Estoy impresionada –comentó Paula mientras la enfermera se marchaba agitando la cabeza.


–La burocracia de aquí es un asco.


–Una vez más, tengo que darle la razón –dijo ella, y echó un vistazo a la cabina–. Bueno, supongo que debo desear suerte a los Gonzáles para que haga usted su trabajo.


–¿Quiere entrar con nosotros?


–Me encantaría, si no hay problemas por parte del hospital –aceptó ella, sorprendida.


–Tiene mi permiso, y eso es suficiente. Vamos.


Después de que el doctor Alfonso hubiera hecho las gestiones apropiadas, Paula lo siguió a la planta de maternidad para cambiarse. Se vistió y se lavó bien, y lo encontró esperándola en la sala de operaciones. Se detuvo a la cabeza de la mesa de operaciones para animar a la nerviosa pareja, y entonces se unió al personal médico.


–Supongo que ya habrá estado en un fregado de estos antes –preguntó el doctor, bisturí en mano.


–En muchos.


–No los harán en el centro, ¿no?


–Apenas. Pero he tenido oportunidades durante mi formación.


Había tenido unas cuantas en su accidentado pasado. Había suspendido los objetivos de su carrera profesional al quedarse embarazada en el segundo año de la Escuela de Medicina, y pronto se había visto obligada a volverse a meter en el papel de enfermera por necesidades económicas. Más tarde, Adam le había robado por completo su sueño de ser médico. Le había robado muchas otras cosas.


Se mordió el resentimiento para observar al tocólogo en acción. Parecía tener mucha práctica; era muy hábil con sus manos; sus movimientos, impecables mientras trabajaba deprisa para sacar al bebé. Paula y el doctor se sonrieron al mismo tiempo cuando la pequeña criatura soltó un grito de protesta al entrar en el mundo de fuera del vientre de su madre. A Paula le pareció un sonido maravilloso. Nunca se repondría del milagro del nacimiento, sin importar cuántas veces lo viera. Y por el gesto de satisfacción del doctor Alfonso, este parecía sentir lo mismo.


Paula había hecho poco más que observar hasta que el médico sujetó el cordón umbilical y le preguntó.


–¿Quiere cortar esto?


–Claro –aceptó Paula, agradecida por que hubiera contado con ella hasta aquel punto.


Antes de entregarle el bebé a la pediatra que estaba esperando, el doctor Alfonso le mostró el bebé a sus padres y les habló en español.


–Tienen una niña hermosa.


Paula pensaba que los niños eran una bendición, y aquello le hizo pensar en su propio hijo y en cuánto lo echaba de menos, en lo mucho que lo adoraba. Y en toda la tristeza que había impregnado su vida durante los últimos meses sin él.


–Señora Chaves, por favor, vaya con el señor Gonzáles a la enfermería mientras yo termino aquí.


–De acuerdo.


Al caminar hasta la cabeza de la mesa, Paula vio que las cejas oscuras del doctor estaban bajas, en señal de concentración, y que gotas de sudor empapaban el gorro azul que le cubría la cabeza. Lo oyó dar algunas órdenes a los médicos y algunos comentarios del personal sobre demasiada sangre.


Algo iba mal. Terriblemente mal.


Paula le dijo al señor Gonzáles que la siguiera, esforzándose por hablar con voz calma. El hombre besó a su esposa en la mejilla y se levantó. Una vez en el pasillo, la pediatra le indicó al nuevo padre que fuera con ella y ambos anduvieron tras la cuna portátil, dejando atrás a Paula, que esperaba enterarse de lo que le ocurría a la señora Gonzáles.


La comadrona se quitó los guantes y la mascarilla y se quedó fuera de la sala de partos, mirando por la ventana de la puerta para intentar discernir el problema, pero no pudo ver nada por la incesante actividad alrededor de la mesa.


Al cabo de lo que le pareció un tiempo interminable, el doctor Alfonso se apartó de la mesa con cara de alivio. Se detuvo un momento para hablar con la señora Gonzáles, y entonces se dirigió a la salida mientras la cuadrilla preparaba a la paciente para moverla.


El médico se quitó los guantes, la mascarilla y el gorro y los tiró a la basura. Entonces empujó la doble puerta para encontrarse fuera con Paula.


–¿Está bien? –preguntó la comadrona.


–Tenía una hemorragia, pero ya está controlada.


–No le ha tenido que hacer una histerectomía, ¿verdad?


–No, he logrado salvarle el útero. Ahora le darán sangre, y estoy seguro de que se pondrá bien.


–Me alegro; estaba preocupada.


–Yo también. ¿Quiere tomar un café cuando me haya asegurado de que la señora Gonzáles está bien?


–De verdad me tengo que ir. Tengo que llamar al centro e irme a casa. Visitaré a la señora Gonzáles antes de irme.


–¿Ni siquiera una taza de café? –insistió él–. ¿Diez minutos de su tiempo?


–La verdad es que tengo prisa.


Tenía prisa por escapar de sus ojos ámbar, de su sonrisa irresistible


–¿Siempre tiene prisa? –preguntó él, con su sonrisa irresistible.


–Voy a toda prisa la mayor parte del tiempo. ¿Usted no?


–Sí, pero estoy a punto de dejarlo –contestó él, mientras le recorría el rostro con la mirada, deteniéndose en los labios para volver a los ojos–. ¿Está segura de que no puedo hacerle cambiar de opinión?


–En serio me tengo que ir –respondió ella, que estaba segura de que sí podía.


Él se quedó mirándola igual que en la gala antes de que hubiera huido. Ella decidió que aquel hombre debía de tener demasiadas feromonas, que en aquel momento actuaban sobre ella de un modo nada desagradable.


–Puedo acompañarla al coche –le propuso él tras una sonrisa pícara.


La verdad era que su coche descansaba en el garaje de su apartamento después de haber reunido el dinero suficiente para remolcarlo. Pero no había logrado lo suficiente para arreglarlo, y seguía sin arrancar. Deseó poder decir lo mismo de su creciente pulso.


–Estos días, como hay mucho tráfico, voy en autobús.


–Puedo llevarla a casa.


–Me las arreglaré –contestó ella.


–De acuerdo, si está segura, supongo que tendré que tomarme el café solo.


Paula se forzó a darle la espalda y alejarse, y apresuró el paso para no darse tiempo a cambiar de opinión y volver a él.


–Que pase una buena noche, Cenicienta.


Paula frenó en seco.


Luego se giró lentamente pero no vio más que un espacio vacío donde había estado el doctor, que se había desvanecido.


Entonces se llevó una mano al corazón, que latía con demasiada fuerza, y tomó aire varias veces. La había reconocido.







CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 4





Obligándose a entrar en acción, recorrió el pasillo y vio a una mujer delgada en vaqueros y camiseta de pie. La examinó desde la punta de los pies hasta los brazos, cruzados sobre el pecho.


Aunque aún no la podía distinguir bien, notó cierto aire de familiaridad, lo cual le pareció extraño, puesto que no la conocía, pero no podía dejar de pensar que la había visto en alguna parte.


Empezó a andar más despacio. Había algo en ella que le recordaba a otra mujer de pie sola en la esquina de un salón de baile lleno de gente, que parecía querer fundirse con el ambiente. Pero Pedro la había visto enseguida. Cuando habían dado las doce y nadie le había reclamado el tradicional beso, lo había hecho él de forma espontánea.


Aunque una vez hecho, no podía explicar el porqué. Quizá porque le había parecido tan bella y sola. Pero la forma en que había respondido a su beso le había hecho considerar llevarla a la cama para recibir el año, hasta que ella se había marchado corriendo. En realidad, estaba en su cama desde aquella noche, aunque solo fuera en su imaginación.


A medida que se iba acercando la observaba con detenimiento, y las dudas lo reconcomían a cada paso. No podía creer que fuera ella; no pensó que pudiera tener tanta suerte dos veces. Además, la mujer a quien él había besado iba vestida de seda azul, con el pelo recogido en un peinado muy a la moda, el rostro cuidadosamente maquillado; en general, indescriptible.


Entonces la comadrona levantó la vista. Unas pestañas oscuras resaltaban sus ojos azules, y su piel blanca contrastaba con los rizos oscuros que le enmarcaban el rostro. Parecía recién sacada de un anuncio de jabón. Pedro no pudo pasar por alto aquellos ojos expresivos que lo observaban con tan solo media curiosidad, ninguna sorpresa ni nada que indicara que lo conocía. Pero él tenía la sensación de que sí la conocía.


Decidió que no importaba; aquella noche tenía que ser profesional. Aquella noche él era el tocólogo y ella la comadrona, y estaba seguro de que no era un buen momento para entrar en lo personal, aunque aquella mujer resultara ser su tentación de Nochevieja, aunque tuviera algo suyo, algo que había llevado consigo los tres últimos días, tratando inútilmente de encontrar a su dueña. Y ahora estaba bastante seguro de haberlo hecho.


–¿Está usted con la señora Gonzáles? –le preguntó, quitándole el historial de la paciente.


–Sí.


Pedro no pudo evitar una reacción ante el aroma floral que desprendía, ante la proximidad, ante el recuerdo imborrable de un beso que no se podía quitar de la cabeza. Levantó la vista de la tabla para mirar el semblante inexpresivo de ella.


–¿Y usted es?


–Paula Chaves. Vengo del centro –se presentó ella, dándole una mano suave y tersa.


–Yo soy el doctor Alfonso –dijo, y parecía reacio a soltarla.


–Encantada –contestó ella, soltándose.


Él volvió a estudiar el historial, pero no lograba concentrarse.


 Cuanto más la miraba, más seguro estaba de que era su ángel no identificado.


–Hábleme de la señora Gonzáles.


–Llegó al centro con una hemorragia vaginal. Ha tenido dos embarazos, un nacimiento y un aborto.


–Tres embarazos y uno vivo más este –dijo él, frotándose la barbilla–. ¿Qué pasó con el otro embarazo?


–Tuvo un aborto espontáneo en el primer trimestre hace dos años. Esta vez está teniendo un embarazo sin incidentes; ningún problema de importancia.


–Bueno, parece que ahora tiene uno –comentó él, que cerró la tabla y se golpeó el pecho con ella–. ¿Le has examinado la cerviz?


–Claro que no –contestó ella, con el ceño fruncido–. Creo que los dos sabemos que una inspección interna podría agravar su hemorragia.


–Solo me aseguraba –intrigado por el tono categórico y el fuego en sus ojos, incluso excitado.


El semblante antes inexpresivo de ella se llenó de frustración.


–Doctor Alfonso, estoy cualificada para reconocer síntomas problemáticos. Por eso he venido aquí con ella, para asegurarme de que mi paciente recibe el mejor de los cuidados.


–No estaba cuestionando su criterio.


–Sí lo estaba.


En efecto, lo había hecho. Había visto cómo los partos compartidos terminaban mal en centros no hospitalarios, especialmente en uno. Por ello no podía alejar su preocupación respecto a los métodos no tradicionales, a pesar de que estos se estaban aceptando bien en la comunidad médica.


–Considéreme extremadamente cauteloso, ¿de acuerdo? Bueno, ¿nos quedamos aquí en el pasillo y seguimos con nuestra conversación o vamos a ver a nuestra paciente?


–Sí, pero antes debe saber que el señor Gonzáles apenas habla inglés y ella casi nada. Si quiere que le sirva de intérprete…


–Puedo conseguir uno en mi departamento de español, señora Chaves.


–De acuerdo entonces. Después de usted, doctor.


–Diría que las damas primero, pero creo que entonces me llevaría un bofetón.


–Cree usted bien.


Por fin sonrió, y entonces él estuvo seguro de que aquella era la mujer que había tenido en la mente los tres últimos días, la mujer que había huido de él a medianoche. Su rebelde Cenicienta.