jueves, 11 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 6




Durante los siguientes días casi no vio a Paula, que estaba inmersa en el diseño de la joya. 


Trabajaba hasta tarde y se levantaba tarde. A media mañana pedía que le llevase el diamante al taller y él volvía a guardarlo antes de irse a dormir. También se ocupaba de mantener la nevera llena y tuvo la suerte de que no lo tentase a volver a asomarse a la ventana, ya que no volvió a bañarse en la piscina. La mayor parte de la comida que le llevaba iba a la basura ya que Paula decía estar demasiado ocupada para tener hambre. Muy a su pesar, Pedro estaba bastante impresionado con su dedicación.


La tercera noche, Paula fue a cenar con él. Pedro había pedido que les llevasen la cena de uno de los mejores restaurantes de Port Douglas.


—¿Por qué yo? —le preguntó ella durante el café—. Debe de conocer una veintena de diseñadores de primera clase dispuestos a cortarse la mano derecha para trabajar con usted.


—Y usted, no.


—¿No le da miedo que estropee su precioso diamante, dado que me ha hecho chantaje?


—Si lo hiciese, tendría que perjudicar su reputación.


—¿Acaso no lo ha hecho ya? Dijo de mí que tenía un talento pasable, pero que lo utilizaba para trabajar con cadenas de tiendas.


Pedro se frotó la oreja, divertido.


—Al parecer, no le ha hecho ningún daño. Aunque lo que no entiende nadie es que haya decidido venir aquí a trabajar, en mitad de la nada.


—Otro snob de Sidney —comentó ella suspirando, como si no fuese la primera vez que tenía aquella conversación—. Me gusta el trópico.


—¿Qué es lo que le gusta? ¿Las playas en las que no se puede bañar uno por miedo a las medusas?


—Sólo durante algunos meses.


—El calor sofocante y pegajoso…


—Supongo que me gusta por todos los motivos por los que a usted no le gusta. En especial, en esta época, la de los ciclones.


Así que le gustaban las noches calurosas y húmedas. Pedro se frotó la barbilla.


—Hay gusanos y serpientes…


—En Sidney también.


—En mi barrio, no.


—No se atreverían a entrar —murmuró ella entre dientes.


Él hizo caso omiso de aquel comentario.


—No se puede ir de compras. ¿Y hay algún bar abierto después de las cinco y media de la tarde?


—Recuérdeme que le lleve a ver las carreras de sapos que organizan en los pubs —le dijo sonriendo—. Puede parecer un lugar muy tranquilo, pero el pueblo tiene una dinámica interesante y sofisticada. Port es famoso por sus restaurantes y nunca se sabe a qué estrella de Hollywood o a qué ex presidente estadounidense se puede uno encontrar paseando por sus calles o viendo el arrecife desde sus enormes yates.


—Está limitando mucho sus oportunidades al quedarse aquí, Paula. ¿Por qué?


—Me va bien.


—¿Le parece suficiente que le vaya bien?


—Por ahora, si. Hábleme de usted y de Horacio.


—¿No lo sabe? —preguntó él, sorprendido.


—Estaba en la universidad por aquel entonces. Sólo sé que se ponía de mal humor cuando lo veía aparecer.


—Yo estaba empezando —dijo él. Laura, su mujer, estaba enferma. Y todo su mundo se estaba yendo abajo—. Horacio quería que lo nombrasen representante australiano de la Asociación mundial del diamante. Todo el mundo era consciente de que nuestra industria, el comercio de diamantes, estaba causando guerras en África.


—Diamantes de conflicto —dijo Paula asintiendo—. ¿Qué podía hacer una asociación mundial contra uno o dos conglomerados que controlaban las minas?


Pedro pensó que era una chica lista, pero era normal, había crecido en una de las principales familias mineras de Australia.


—La asociación ha hecho que se tome conciencia del problema. Incluso en América, el mayor comprador, hay informes que indican que la mayoría de las personas piden un certificado de que su diamante no procede de una zona en conflicto.


—En realidad, esos certificados sólo dependen de quién los proporcione —comentó Paula.


Él volvió a sentir admiración al oírla hablar así.


—¿A qué se debe, entonces, la rivalidad?


Pedro apartó su plato vacío y se apoyó en el respaldo de la silla.


—Blackstone estuvo agasajándome para comprar mi voto. Supongo que tenía la impresión de que era una apuesta segura, pero, al final, un compañero me pidió que lo apoyase y lo voté a él. Si le soy sincero, pensé que Horacio ganaría, con o sin mi ayuda.


—Pero no fue así. Le gusta… le gustaba salirse siempre con la suya.


Pedro se preguntó cuál habría sido la relación entre ella y el rey de diamantes australiano.


—Perdió por un voto y se lo tomó de manera personal. Me prohibió el acceso a sus minas.
Si no hubiese sido por un par de amigos bien situados, su negocio no habría sobrevivido.


Paula silbó.


—Eso debió de dolerle. Un bróker sin diamantes.


—Me puso en una situación muy mala.


—Una situación que, sin embargo, no debió de tener consecuencias a largo plazo. ¿Ha intentado hablar con Ric o con Ramiro? Tal vez estén dispuestos a levantar la prohibición.


«Ahora que Horacio está muerto», pensó él. 


Qué ironía, estar compartiendo mesa con su protegida.


—Puedo arreglármelas sin las minas Blackstone, gracias.


—Hay que saber olvidar y perdonar. Al fin y al cabo, Horacio ya no está.


No podía olvidar. Los desaires en los periódicos, puerta tras puerta cerrándosele en las narices, los banqueros decididos a hundirlo…


—Es difícil empezar con el hombre más influyente del negocio en tu contra.


Y todo, al mismo tiempo que la enfermedad de Laura. Jamás olvidaría la manera en que lo había mirado cuando no había podido darle lo que ella más deseaba en aquel mundo.


—Horacio Blackstone era un cerdo manipulador y vengativo.


Paula palideció y, por un momento, Pedro sintió lástima por ella. ¿Era posible que le hubiese dolido la pérdida de un hombre al que tanta gente odiaba?


—A usted también se le dan bien las venganzas, ¿verdad? —comentó ella—. ¿Acaso no fue por eso por lo que me humilló durante los premios? —terminó su café y dejó la taza encima del plato—. Tal vez Horacio y usted no fueran tan diferentes después de todo.


—Y tal vez usted no sea tan buena —sugirió él.


—Entonces, ¿qué hago aquí?


—No lo sé, señorita Chaves —dijo él, enfatizando cada sílaba de su apellido—. ¿No tiene que trabajar?


—Por suerte, señor Alfonso, la casa es grande. Será mejor que mantengamos las distancias.


Se levantó y salió de la habitación.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 5




Pedro merodeó por el salón de Paula mientras ella hacía la maleta y las llamadas necesarias para cubrir su ausencia de la tienda. Era un hombre que apreciaba las comodidades y no le gustaba el calor de Northern Queensland. Por suerte, y al contrario que aquel pequeño piso situado en una urbanización, la casa de la playa estaba equipada con un excelente equipo de aire acondicionado. Se secó la nuca mientras ella hacía la maleta con el teléfono pegado a la oreja. La idea de vigilar a una niña mimada con temperamento artístico y que sobrestimaba su talento, en aquel ambiente tan sofocante y húmedo, no era buena.


Su propia temperatura corporal subió esa misma tarde cuando, después de instalarse, a Paula se le ocurrió nadar un rato. El despacho de Pedro daba a la piscina, así que la vio salir con unos pantalones cortos y una camiseta ancha, un conjunto muy respetable… hasta que se le mojó.


Pedro tuvo que bajar el aire acondicionado un par de grados y desabrocharse la camisa.


Por primera vez en muchos años, deseaba a alguien de manera salvaje.


Por regla general, prefería mujeres mayores, más cultas y económicamente independientes. 


Mujeres con intereses parecidos a los suyos y con una buena posición social. Paula Chaves debía de tener unos veinticinco años y la fortuna de los Blackstone a sus espaldas, pero estaban a años luz el uno del otro.


No era en absoluto decoroso estar delante de la ventana salivando al ver cómo se le pegaba la tela a los pechos, cómo le corría el agua por las piernas largas y bronceadas. Ni tampoco desear sentir aquellos rizos mojados sobre su piel caliente.


Regresó al escritorio e intentó olvidarse de ella.


No había ido allí de vacaciones. Sólo faltaban unos días para la siguiente subasta de cuadros. 


Era frustrante saber que iba a tener que quedarse allí encerrado, pero al menos tendría a alguien en la subasta para intentar conseguir un lote muy especial para uno de sus clientes.


Pronto volvió a centrarse en el trabajo y estuvo sentado delante del escritorio hasta que Paula lo interrumpió, después de la hora de la cena. Al parecer, iba a ponerse a trabajar y quería que le llevase el diamante al taller.


Pedro lo dejó encima de la mesa de trabajo y la observó rodearlo y tomar fotografías con su pequeña cámara digital.


Se sintió absorbido por su concentración, por no mencionar su cuerpo. Así que cuando, de repente, se irguió y lo miró, él tardó unos segundos en reaccionar.


Paula arqueó las cejas de manera burlona.


—¿Cómo es?


—¿Perdón?


—Su amiga, a la que va a regalarle el diamante.


—¿Qué cómo es?


—De altura y constitución. No quiero diseñar algo demasiado delicado para una mujer grande y robusta. O viceversa.


Pedro dudó. La pregunta tenía sentido.


Paula se había puesto esa noche unos pantalones anchos de un color difícil de definir, algo así como marrón claro, y una camiseta de encaje morada que marcaba su silueta y que era, tuvo que admitirlo, una obra de arte. Se había sujetado el pelo con una cinta del mismo color y llevaba un collar verde lima al cuello.


—Es alta y esbelta, pero de complexión fuerte.


Paula levantó la cámara y comprobó las fotografías que había hecho. Pedro se dio cuenta de que llevaba las uñas cortas, incluso parecía que se las mordía.


—¿De tez morena o pálida? —preguntó ella en tono distraído.


—Ligeramente bronceada —le contestó—. Con pecas.


La vio tomar un par de fotografías más.


—¿Y el pelo?


Él se quedó pensando en cómo describir sus vibrantes rizos.


—Es usted poco observador, señor Chaves. ¿No tendrá una fotografía?


—Es pelirroja —dijo él por fin—. Con el pelo rizado.


Ella arqueó las cejas.


—Es una mujer de estilo original. Algunos la definirían como bohemia, pero no. Es… distinta a las demás.


Y era cierto. Su manera de combinar los colores, de romper todas las reglas de la moda, podría haber ofendido a alguien conservador como él, pero, de alguna manera, le encantaba. Sabía que vivir con Paula Chaves nunca sería aburrido.


Paula apretó los labios.


—Tiene buen gusto con las mujeres, señor Chaves —comentó de manera perspicaz—. En ese caso, tendrá que ser una pieza contemporánea para la dama.


—Hágalo lo mejor que sepa —dijo él, y se marchó.


Había pasado horas intentando convencer a su cliente de que no le encargase el trabajo a Paula Chaves, ya que era demasiado joven e inexperta, pero, tal vez, después de todo, las siguientes semanas no serían tan malas. Paula parecía inteligente, era como si hubiese aprendido muchas cosas en la calle, algo extraño, teniendo en cuenta la familia en la que había crecido.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 4




Pedro se dio la vuelta y entró en su habitación sonriendo al sentir la presencia de Paula en la puerta. Fue hasta donde tenía la caja fuerte y marcó el código en un teclado numérico digital. 


Toda la casa tenía alarmas contra incendios y robos, incluidos aquella habitación y el taller. La caja fuerte tenía la combinación y una llave, la tecnología más avanzada. Y su empresa disponía de la mejor seguridad que podía comprarse con dinero. Al fin y al cabo, era algo vital para aquel negocio.


Miró hacia atrás y la vio agarrada al marco de la puerta, mordiéndose el labio inferior. Marcó el número equivocado y empezó a sonar un pitido. 


Juró entre dientes y se ordenó a sí mismo dejar de pensar en aquellos ojos del color del whisky y en aquel carnoso labio inferior. Había conseguido que mordiese el cebo; era hora de recoger el sedal.


Cuando la caja fuerte estuvo abierta, sacó de ella otra pesada caja de acero en la que había un estuche de piel cosido a mano. Un mecanismo hidráulico levantó una pequeña plataforma cubierta de terciopelo, en la que descansaba el diamante. Pedro alargó la mano y encendió una lámpara. Luego, se puso frente a Paula y ladeó la cabeza, dándole permiso a acercarse.


Ella entró muy despacio en la habitación sin apartar los ojos de su cara. La luz de la lámpara bañaba su piel y Pedro volvió a pensar que era un rostro lleno de contradicciones: los ojos estaban muy separados y parecían algo salvajes; la nariz era recta y seria; y aquellos labios rosados sugerían inocencia e inseguridad.


Y, como la primera vez que la había visto, volvió a sentirse impactado. Notó que había intentado domar su pelo de color fuego con un pañuelo, sin lograr contener los rizos rojizos que brotaban en interesantes dimensiones. Iba vestida de forma extravagante, con una camiseta de rayas rojas y rosas y una falda corta de flores. Era exótica, original, desprendía vida y energía. 


Había conocido a muchas mujeres bellas, pero ninguna tan colorida y peculiar.


Paula miró el diamante con los ojos brillantes. Y cuando volvió a mirarlo a él, la gratitud que había en sus ojos lo sorprendió. Era evidente que sabía que muy pocas personas habían tenido la oportunidad de contemplar aquel tesoro.


«Disfrútalo», pensó Pedro. Si fuese por él, no habría dejado que Paula Chaves se acercase a cien metros a la redonda de aquella joya, por muy interesante que fuese su rostro.


Paula alargó la mano.


—¿Puedo?


Una parte de él se preguntó cómo se vería el diamante contra su piel, contra su pelo. Y otra protestó, pero tenía que cumplir las órdenes, así que asintió.


Paula acarició el perfecto octaedro con el dedo corazón. Luego, apartó las manos y las cruzó delante de su cuerpo, y se limitó a observarlo, como si estuviese dándole las gracias a un dios.


—¿Hemos hecho un trato, señorita Chaves? —le preguntó Pedro en voz baja, para no interrumpir del todo aquel momento.


Su reacción había sido la misma cuando, seis años antes, le había proporcionado aquel diamante tan especial a su cliente.


—¿Acaso tengo elección? —murmuró ella.


Pedro sabía que no la tenía. Ningún joyero en su sano juicio rechazaría aquella oportunidad.


—Teniendo en cuenta que me está sobornando… —continuó Paula.


Pedro sonrió al ver que se recuperaba.


—Por supuesto —contestó él, aunque sabía que lo de menos era el soborno, o el dinero—. Estas son las condiciones: se quedará en esta casa hasta que termine el trabajo. Se dedicará a él día y noche si es posible. Y no le hablará a nadie de la piedra.


—No sé si sabe que tengo una vida.


—No, ya no. Al menos, durante las próximas semanas.


—¿Y mi tienda?


Pedro había charlado un rato con el asistente de Paula esa mañana.


—Esteban necesita trabajar más horas. Su novia está embarazada y andan mal de dinero.


Paula frunció el ceño.


—¿Ha averiguado todo eso en un par de minutos? —preguntó sorprendida—. Bueno, ¿qué tipo de engarce quiere?


—Usted es la diseñadora —contestó él, encogiéndose de hombros.


—Quiero decir, que si quiere un colgante, un broche… ¿Qué tipo de joya? No he visto ninguna máquina para cortar.


Él se irguió.


—No podrás tocar esta piedra con otra cosa que no sean tus dedos, ¿has oído?


Paula puso los ojos en blanco.


—Por supuesto que no, pero tal vez utilice otras piedras.


—Siempre y cuando este diamante permanezca intacto, tienes carta blanca para diseñar lo que quieras. Aunque tendré que aprobar un modelo y una lista de materiales.


—Eso podría llevar semanas…


—Dispones de tres, o menos, si es posible. ¿Te parece aceptable el alojamiento?


Ella asintió.


—Yo te proporcionaré la comida. Todo lo que necesitas para llevar a cabo el encargo está en el taller. Sólo tienes que aplicar tu talento y trabajo.


—¿Para quién es?


Pedro contestó sin dejar de mirarla:
—Para una amiga —dijo—. Una amiga especial.


Paula asintió, pero él notó que se quedaba pensando en el asunto. No obstante, no podía decirle quién se lo había encargado; podía pensar si quería que era para una mujer.


—¿Estamos de acuerdo? —volvió a preguntarle.


Ella exhaló de manera ruidosa y miró el diamante, como intentando tranquilizarse con él.


Pedro cerró la tapa.


—Quiero la mitad del dinero por adelantado —dijo Paula por fin—, y también el sueldo de Esteban.


Él frunció el ceño.


—Es evidente que eres una Blackstone.


Recogió la caja, que había dejado sobre el escritorio, notando con placer cómo la miraba ella, como si acabase de perder algo.


—Nos vamos a hartar de reír —murmuró Paula desde su espalda.


—Cuanto antes termine, antes podremos seguir con nuestras vidas —dijo él cerrando la puerta de la caja fuerte—. La llevaré a casa para que haga las maletas y las gestiones necesarias.


Cuando se dio la vuelta, la encontró frotándose la nuca, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Sintió una oleada de deseo tan intensa que se quedó paralizado. Detrás de ella, muy cerca, estaba su enorme cama, que le inspiraba las imágenes más sugerentes.


Paula abrió los ojos y se dio cuenta de que la estaba observando.


—No será necesario. Vivo a dos minutos de aquí.


—La llevaré —repitió él con firmeza, decidido a sacarla lo antes posible de su dormitorio.