miércoles, 11 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 20







El camino entre San Luis y Dallas fue largo y aburrido. Paula se concentró conduciendo, yendo a la máxima velocidad permitida. Pedro se sentía cada vez más deprimido, a medida que se acercaba a su casa.


Entraron en Texas, cruzando el Río Rojo, cerca de las ocho de la tarde.


—¿Por qué no me dejas conducir desde aquí? —preguntó él—. Tan sólo quedan un par de horas para Dallas.


Entraron en un aparcamiento y se detuvieron. La tensión entre ellos, además de las largas horas, había hecho mella en Paula. Lo único que deseaba era llegar a su propia habitación. ¿Por qué se sentía como una tonta por ser tan prudente con Pedro? Sólo porque no fuera partidaria de las relaciones esporádicas no significaba que había algo malo en ella. Si en alguna ocasión no le había importado tener una relación íntima, ésa había sido la noche anterior.


No había sentido reparos. Se había olvidado de su educación, de ser prudente y de su futuro sólo por la excitación que las caricias de Pedro le habían producido. Lo único que había deseado en aquel momento había sido hacer el amor con él.


Su reacción hacia Pedro le había pillado con la guardia baja. 


Lo cierto del asunto era que ya no confiaba en estar a solas con él sin hacer alguna tontería de la que luego tuviera que arrepentirse.


El problema estaba en que se sentía muy atraída hacia él y no confiaba en sus propios sentimientos. Seguramente lo veía como su salvador, que para ella lo era, y le había atribuido toda clase de virtudes, que quizá no existieran.


Su actitud en la cabaña había sido un poco distante hasta la noche en que le había pedido que durmiera con él. En aquel momento, sabía que ambos necesitaban el consuelo de tener a alguien cerca.


La noche anterior había sido diferente. Ninguno de los dos buscaba ese consuelo, sino sexo. Ella necesitaba más que eso para mantener una relación. Por todo lo que le había contado, no le parecía un hombre familiar. Por no mencionar que estaba en el ejército.


—Dijiste que tenías dos hermanos, Facundo y Julio. ¿Tienes alguna hermana?


—No, no tengo ninguna hermana. No he mencionado a Julian, el segundo. Somos cuatro hermanos. De uno a otro nos llevamos dos años.


—Además de a Facundo, ¿conoceré a los demás?


—Quizá. Julian y Linda viven en Houston. Tuvieron un niño en septiembre del año pasado. Quizá vengan a visitarnos. Pero dudo que esté Julio. De Facundo ya te he hablado. Él se ocupa del rancho. Alma y él tienen dos niños. Me parece imposible que el pequeño Jose vaya a cumplir dos años en junio. Helena, su hija, cumplirá siete en septiembre. Todavía no conozco a Jose y apuesto a que no reconoceré a Helena.


—Tus padres viven cerca del rancho?


—Mis padres tienen su propia casa dentro del rancho. Ahora que papá se ha retirado, viajan mucho.


—¿Te gusta formar parte de una gran familia?


—Mucho. Siempre había alguna rivalidad entre hermanos por una cosa o por otra, pero nada serio. Quiero y admiro a mis hermanos.


—Tienes suerte.


—Estoy de acuerdo.


Cuando Pedro se detuvo en Dallas en uno de los hoteles de la autopista, la tensión entre ellos había desaparecido.


Se quedó esperándolo en el coche mientras él pedía habitación. Tardó más de lo habitual y cuando regresó al coche, estaba solo en vez de acompañado por un botones.


Paula bajó la ventanilla.


—¿Está todo bien?


—Están celebrando algún evento en la ciudad y como no tenemos reserva, nos va a costar trabajo encontrar habitación. El conserje ha llamado a varios hoteles de esta zona y sólo ha encontrado una habitación libre en uno de ellos. Puesto que dijiste que esta noche no querías compartir habitación, podemos seguir conduciendo un rato más, si quieres. Quizá encontremos algo en Arlington o en Forth Worth.


Paula ya se imaginaba en un baño espumoso, después de haber estado todo el día conduciendo. La idea de seguir conduciendo no le gustaba.


—Tomemos lo que esté disponible.


Él asintió y se metió en el coche.


—Prometo no acercarme a ti ni incomodarte —dijo saliendo del aparcamiento del hotel.


—No es tu comportamiento lo que me preocupa.



PELIGRO: CAPITULO 19





Pedro se despertó pronto, totalmente consciente de que Paula estaba dormida sobre su dolorido hombro y con una pierna sobre él.


Había dormido mejor de lo que lo había hecho en los últimos meses. El tener a Paula entre sus brazos le parecía algo natural y eso lo asustaba.


Retiró el brazo y lentamente se apartó. Salió de la cama y se fue a la ducha, con la esperanza de aclararse las ideas antes de enfrentarse a ella esa mañana.


Sonrió al recordar su recatado pijama. Paula no necesitaba ponerse ropa seductora para. estar sexy. ¿Cómo iba a ignorar aquella mirada de sus ojos, aquel anhelo que ni siquiera trataba de ocultar?


El problema era qué hacer con la nueva relación que había surgido entre ellos. Había perdido demasiado tiempo deseando haber podido salvar a sus hombres. Si no fuera por Paula, todavía estaría en la cabaña, convencido de que estaba donde debía y quería estar.


Sus discusiones con Julio le habían hecho darse cuenta del rumbo que estaba comenzando a tomar su vida. Estaba olvidándose de aquellos recuerdos tan dolorosos y empezando a preocuparse por sí mismo.


En un par de días estaría con su familia por primera vez en dos años. No había ido a la boda de Julio ni había conocido a su esposa, Carina. Facundo tenía un hijo que en breve cumpliría dos años y todavía no lo había conocido.


Acabó de ducharse y cortó el agua. Cuando estuvo seco y afeitado, se dio cuenta de que tenía que ponerse una toalla para ir a la otra habitación para vestirse. Teniendo en cuenta lo que había pasado la noche anterior, Paula pensaría que pretendía volver a meterse en la cama con ella, lo que no iba a pasar.


Sólo tenía que mantener el control hasta que llegaran al rancho. Allí ya no estaría solo. Un poco de disciplina era lo que necesitaba.


Sus pensamientos se detuvieron al salir y verla de espaldas, con tan sólo las bragas puestas, abrochándose el sujetador.


—Lo siento —dijo volviendo sobre sus pasos.


Ella se dio la vuelta y se tapó con su bata, sin mirarlo a los ojos. Ese gesto hubiera sido suficiente para cubrirse, sino hubiera sido porque estaba frente al espejo. El contempló su esbelto cuerpo y la manera en que su cintura estrecha daba paso a un curvilíneo trasero.


—Pensé que estaría vestida para cuando salieras.


—Tomaré algo de ropa y te dejaré a tu aire —dijo él.


Una vez encontró lo que pensaba ponerse, regresó al baño sin mirarla y cuando estuvo vestido, abrió la puerta.


—¿Estás presentable? —preguntó.


—Sí.


Él volvió al dormitorio. Paula se había puesto unos pantalones marrones y una camisa color tierra que realzaba el color de sus ojos.


—Llamaré para que vengan a buscar nuestro equipaje —dijo sin mirarla.


Después de llamar, se quedaron a la espera de que fueran a recoger sus maletas.


—Mira, siento lo que pasó anoche.


Ella estaba junto a la ventana, mirando fuera.


—Lo sé —dijo ella sin girarse—. Te debo una disculpa. Nunca antes había dado un masaje a un hombre y... Debería haberme dado cuenta de que algunos hombres tienen una respuesta física a los masajes.


El frunció el ceño.


—¿Crees que eso fue lo que pasó? —dijo él sentado en una silla.


Finalmente, ella se giró y lo miró.


—¿Acaso tú no?


—No. Creo que ambos reaccionamos a la fuerte atracción que sentimos el uno por el otro, a pesar de que hayamos tratado de ignorarlo.


—Como quieras llamarlo, pero preferiría evitar estas situaciones íntimas en el futuro.


Ella levantó la barbilla y habló con firmeza. Sólo sus mejillas ruborizadas evidenciaban el apuro que estaba pasando.


—Entonces, te debo una disculpa. Pensé que lo que sentí anoche era mutuo. No pretendía aprovecharme de ti.


Ella se sentó al borde de la cama.


—Era mutuo, pero creo que de ahora en adelante, deberíamos mantener las distancias.


—Si eso hace que te sientas más cómoda...


—Sí —dijo ella asintiendo con la cabeza.


—Así que ¿qué sugieres? ¿Quieres que vaya en el asiento de atrás mientras tú conduces? —preguntó él, tratando de ocultar lo divertido que le resultaba verla tan seria.


Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza.


—Claro que no. Será mejor que tomemos habitaciones separadas esta noche. Dijiste que llegaríamos a tu casa mañana —y antes de que pudiera interrumpirla, continuó—. Ya estoy a salvo. No creo que haya nadie que a estas alturas sepa dónde estoy.


—Si eso es lo que quieres —dijo él encogiéndose de hombros.


Unos golpes en la puerta evitaron que él dijera nada más. 


Paula fue a la puerta y abrió al botones.


—Tenemos que comer algo antes de ponernos en camino —dijo él una vez en el coche—. Allí enfrente sirven unos desayunos estupendos, si es que estás dispuesta a probarlo.


Ella entró en el aparcamiento. Una vez salieron del coche, Pedro reparó en que Paula se mantenía apartada de él, lo que le hacía sentirse como un hombre lascivo que se aprovechaba de mujeres vulnerables. Su sentimiento de culpabilidad volvía a devorarlo.




PELIGRO: CAPITULO 18





—Estamos llegando a San Luis —dijo Pedro a eso de las seis de la tarde. Llevaba varias horas conduciendo bajo la lluvia—. Sé que todavía es pronto, pero quiero encontrar un hotel allí.


—¿Te duele, verdad? Te dije que podía conducir un rato más.


La miró sonriendo.


—Estoy bien. Sólo quería ver cómo iba este cacharro. Me alegra poder decir que me gusta.


Ella se estiró y bostezó.


—Lo sé. Para mí es un lujo. Mi coche tiene al menos ocho años.


Pedro condujo por San Luis hasta que llegó a las afueras de la parte sudoeste y entró en el aparcamiento de un hotel de una conocida cadena. Esa vez, hizo que les llevaran el equipaje a la habitación.


—¿Quieres que comamos algo antes de subir? —preguntó a Paula una vez se registraron—. Así no tendremos que salir con este tiempo.


—Me parece buena idea —dijo—, a menos que no quieras que me vean demasiadas personas.


Volvieron al coche y salieron del hotel.


—Conozco un pequeño restaurante italiano que creo que te gustará. ¿Te gusta la comida italiana?


—Soy fácil de complacer.


Una vez pidieron, ella miró a su alrededor. Cada mesa tenía una vela, por lo que la iluminación era tenue.


—Cuando dijiste que era pequeño, lo decías literalmente.


—Uno de mis compañeros del ejército es de San Luis y hemos estado aquí de permiso en un par de ocasiones. Es un sitio muy discreto y tiene una comida estupenda.


—¿Cuándo crees que llegaremos al rancho?


—Si salimos pronto, creo que podremos llegar a Dallas mañana por la noche, aunque quizá sea un poco tarde. Dormiremos allí y por la mañana seguiremos hasta el rancho, que está a unas cuatro horas de Dallas.


—Me parece extraño ir a tu casa. No quiero que nadie se forme una idea equivocada.


—No te preocupes. Julio les ha contado lo que te ha pasado y, conociendo a mi padre y a mi hermano mayor, Facundo, quien ahora se ocupa del rancho, insistirán en que te quedes.


—Pero nadie sabe cuánto tiempo necesitaré quedarme. Por suerte, todavía tengo un trabajo al que regresar.


Ambos estaban cansados y hambrientos y, una vez les sirvieron la comida, se quedaron en silencio. Paula saboreó cada bocado.


—¿Pedro? —dijo ella mientras tomaban el postre y el café—. ¿Por qué estás haciendo esto?


—¿Haciendo el qué?


—Molestándote en llevarme a tu casa. Parecías arreglártelas solo en la cabaña. No te hizo ninguna gracia que yo llegara. ¿Qué ha cambiado?


Él se tomó su tiempo antes de contestar.


—Tienes razón. Fui a la cabaña porque no quería tener a nadie cerca. Necesitaba algún tiempo para poner mi vida en orden. Cuando llegaste a la cabaña, la única opción que había era que te quedaras —dijo tomando su vaso de agua. Después de beber, continuó—. Creo que eso me obligó a preocuparme de otras cosas, de otra persona, aunque reconozco que no me gustó la interrupción. Creo que lo que me ayudó fue el saber que huías de una situación sobre la que no tenías ningún control. Estabas asustada, y con motivo, y el hecho de que te siguieran hasta Michigan, me dio una idea de lo que estaba pasando —sonrió—. No tenía ninguna intención de tomar parte en una situación que no tenía nada que ver conmigo... hasta que me di cuenta de la injusticia de lo que te estaba pasando.


—Entiendo.


—Claro que quizá Julio tenía razón cuando sugirió que me sentía atraído por ti.


—¿Dijo eso?


—Sí, pero con otras palabras. No puedo ocultar el hecho de que te encuentre intrigante. Es difícil de explicar. Hay algo fresco en ti, un deseo de superar de la mejor manera todo lo que se te presenta. Te las arreglaste para escapar de esos tipos, sacándoles unos días de ventaja —dijo y sonrió—. Y te encuentro muy atractiva.


—Oh.


¿Qué podía decir ante aquello?


—Por ejemplo, me gusta el brillo ámbar de tus ojos a la luz de la vela. Me gusta mirar tus labios porque desprenden una sensualidad que contradice la inocencia de tus ojos.


Sentía tanta vergüenza que deseó esconderse bajo la mesa. 


Era como si le estuviera susurrando aquellas cosas al oído. 


Paula se enderezó en su asiento. A pesar de que sabía que su rostro debía de estar encendido, contuvo el impulso de cubrírselo con las manos.


—¿Estás tratando de seducirme?


El puso su mano sobre la de Paula.


—No lo sé —murmuró, tomando su mano—. ¿Acaso está funcionando?


—Sé que te estás divirtiendo, pero no sé seguirte el juego.


El frunció el ceño.


—No hay ningún juego, Paula, es tan sólo la eterna atracción entre hombre y mujer, macho y hembra.


Ella apartó la mano de la suya.


—No estoy buscando ninguna relación esporádica.


—¿Qué estás buscando?


Su mente regresó a su infancia.


—Me gustaría encontrar a alguien a quien amar y que me amase. Sé que mi madre tenía idealizada la relación que tuvo con mi padre. Llevaban casados menos de dos años cuando él murió y crecí oyendo historias sobre su relación. De mayor, me dejó leer las cartas que él le había escrito para que me hiciera una idea de la clase de hombre que era mi padre. Sé que mi opinión sobre las relaciones es muy ingenua, pero tú me lo has preguntado.


—De hecho, estoy muy impresionado de que tengas tan claro lo que quieres. Puede que tu madre idealizara su relación, pero he conocido de primera mano otra relación así mientras crecía.


—¿Tus padres?


El asintió.


—Cuando me hice mayor, me di cuenta de la suerte que había tenido por haber presenciado un amor y un respeto tan profundos. Pensé que todas las relaciones eran así hasta que salí al mundo. Así que estoy de acuerdo con que es un sano objetivo —dijo y miró su reloj—. ¿Estás lista para que nos vayamos?


Ella asintió, incapaz de articular palabra en aquel momento.


—Si queremos madrugar, será mejor que nos vayamos a descansar.


—Túmbate y te daré un masaje. Te ayudará a relajarte.


El hizo una mueca.


—Lo del masaje lo dije en broma. Y créeme, no podré relajarme con tus manos sobre mí.


—¿No te ayudaría una pastilla para el dolor?


—Por supuesto, pero no puedo mermar mi capacidad.


Ella puso los brazos en jarras.


—O tomas algo para el dolor o dejas que te ayude.


Él se estiró en la cama y cerró los ojos.


—Tú ganas.


Paula había tratado de ignorar el hecho de que lo único que Pedro llevaba era una toalla alrededor de la cintura. La cicatriz de su hombro destacaba en su bronceada piel.


—¿Te importaría darte la vuelta? —preguntó ella por fin.


El se dio media vuelta y hundió la cabeza en la almohada.


Paula sacó un bote de crema de su neceser y se echó un poco en las manos. Al sentir su contacto, él dejó escapar un gruñido.


—Ésa no es mi pierna.


Ella sonrió, acomodándose junto a él.


—Ya lo sé, pero estás muy tenso. Relájate y deja que desentumezca tus músculos.


—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó él un rato más tarde, dejando escapar un gemido de placer.


—Una amiga mía es masajista y me enseñó.


—Si hubiera sabido que tenías unas manos tan habilidosas, no me habría negado a tu sugerencia.


Sintió que los músculos de su espalda se relajaban poco a poco. Él comenzó a respirar más profundamente hasta que pareció hundirse en la cama. Cuando descubrió que llevaba calzoncillos bajo la toalla, se la quitó y continuó dándole un masaje por el costado, hasta bajar a su muslo.


Ella observó la cicatriz. La bala había entrado en diagonal por la parte alta del muslo y se había quedado alojada cerca de la rodilla. Con razón aquellos músculos y tendones protestaban cada vez que usaba esa pierna. Al igual que las cicatrices de su hombro, las de su pierna también parecían estarse curando.


Paula estaba masajeando sus gemelos, cuando él se dio la vuelta. Ella lo miró, pensando que se había dormido. Sin embargo, sus ojos azules brillaban ardientes.


—Ven aquí —susurró.


Paula se inclinó sobre él, sintiendo que había perdido el control. El beso que se habían dado hacía un par de días no fue nada comparado con aquél.. Este era apasionado. Ella se tumbó junto a él y Pedro la hizo colocarse sobre él, abrazándola con fuerza e incitándola a que continuara moviéndose. Paula se dejó llevar hasta que se dio cuenta de que estaba muy excitada. No podía seguir así, por lo que se retiró.


—Peso demasiado —dijo colocándose junto a él.


El se giró con ella.


—Me gusta cómo besas —murmuró—. Tu boca promete mucho —dijo y la besó de nuevo.


Ella trató de no olvidar que no quería ir más lejos. Por desgracia, su cuerpo no estaba escuchando. Paula acarició su pecho, asombrada por lo ancho y fuerte que era.


Ella se estremeció al sentir su mano bajo el pijama, recorriéndole la espalda. Se arqueó y dejó escapar un suspiro, mientras él acariciaba uno de sus pechos.


—Por favor —dijo ella retirándose—. No puedo...


—Lo sé. Te prometo que no me aprovecharé de ti. Sólo quiero amarte.


Él le quitó la camisa del pijama y puso su boca sobre uno de sus pechos. Sus caricias y su lengua hicieron que se le pusieran los pezones de punta. Ella abrazó su cabeza. 


Nunca había estado tan excitada en su vida. Apenas podía respirar y comenzó a jadear.


Como si él supiera cómo se sentía, deslizó la mano bajo los pantalones de su pijama y palpó la humedad de su vello. Ella se frotó contra su mano.


Pedro la acarició, jugueteando con sus dedos y ella apretó las caderas contra él. Paula dejó escapar un suave gemido y su cuerpo se contrajo contra el de él hasta que se quedó sin fuerzas.


Cuando abrió los ojos, Paula vio que la estaba observando, con el rostro serio.


Pedro, yo...


No sabía qué decir. Se sentía desorientada.


—Quiero que... —dijo volviendo a intentarlo—. Necesitas...


Paula acarició sus calzoncillos, pero una vez más no pudo terminar lo que había empezado a decir. Ella colocó la mano sobre su erección y él la apretó.


—No tienes por qué hacer algo que no quieras.


Ella movió la mano, hasta que desapareció bajo sus calzoncillos.


—Lo estoy deseando —murmuró ella.


Un rato más tarde, cuando él gimió de placer al alcanzar el orgasmo, Paula se sintió recompensada. Le dio un apasionado beso y se levantó.


Él abrió los ojos, con aspecto relajado.


—Gracias.


Ella sintió que le ardían las mejillas.


—Era lo menos que podía hacer, dadas las circunstancias. Espero que puedas dormir.


—Dormiré mucho mejor si duermes aquí a mi lado. Al menos, ahora tenemos una cama doble.


Sabía que estaba perdiendo la cabeza por Pedro. ¿Cómo era posible que se hubiera enamorado tan profundamente de alguien a quien tan sólo hacía unos días que conocía?