sábado, 26 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 8




Pedro entró silenciosamente en la casa y encendió la luz de la cocina. La tarde había sido muy tensa. Mientras el canal intentaba organizar la emisión de uno de los programas, habían estado bajo el control de Patricia, que ideaba estrategias de promoción a corto y largo plazo,
Hacía tiempo que estaba harto de cómo Patricia ejercía su poder sobre el canal y, si tuviera agallas, se enfrentaría a su padre o dejaría el empleo. Esa noche, después de la reunión, Patricia lo había atrapado con la excusa de que necesitaba que la llevara a casa, pero después sugirió que, antes, fueran a tomar algo.


Había tomado una copa con ella y la había llevado a casa pero, aun así, Patricia le había echado un rapapolvo cuando se marchó a toda prisa, deseando volver a casa con su invitada. 


Aunque Paula se había reído de él, también había percibido en ella cierta intriga y confusión.


Se encogió al recordar lo bruto que había sido: utilizaba apodos crueles, le hacía llaves y la seguía como un perro latoso. En realidad, había estado loco por ella. La encontraba fascinante. Y encima, había resultado ser una belleza.


Mientras cenaban, solo había picoteado, distraído por los embriagadores ojos de Paula. Por eso le rugía el estómago, exigiendo comida. 


Abrió la puerta de la nevera y miró en su interior. Marina había tenido el detalle de llenarlo en previsión de la visita de Paula, así que había rodajas de carne asada y jamón, un grueso trozo de queso, una docena de huevos y beicon.


Echó una ojeada al reloj. Eran las dos de la mañana, buena hora para desayunar. Agarró dos huevos pero cuando se volvió el corazón le dio un vuelco y dejó caer uno.


—Creí que eras un ladrón —dijo Paula mirándolo con curiosidad desde la puerta—. Pero me equivoqué. Solo eres un manazas de un metro noventa —miró el suelo con interés.


—Buenos días —Pedro cortó un trozo de papel absorbente con la mano libre y limpió el suelo. 


Ella buscó el reloj de pared con la mirada.


—Supongo que podría llamarse «día». Aunque yo lo llamaría «la mitad de la noche» —entró en la cocina, se sentó en una silla, y cruzó las piernas—. ¿Tienes hambre?


—Estoy famélico. Muerto de hambre —afirmó, recorriendo su tentadora figura con los ojos.


—¿Tu chica no te dio de comer?


—Créeme, Patricia no es mi chica —intervino él rápidamente—. Es la hija del jefe. Intento andar de puntillas a su alrededor, pero últimamente me encantaría pisarle el cuello.


—Da miedo. ¿Eres el lobo malo?


—No pienso contestar. Eso arruinaría mi disfraz de cordero. Pero no hablemos de Patricia.


Frente a ella, la miró traspuesto, estudiando su rostro limpio, suave y adormilado. Se le aceleró el pulso, y sintió que su corazón, que una hora antes estaba en punto muerto, se estiraba y encogía como un gatito.


—¿Quieres? Huevos revueltos con jamón y queso. ¿Qué te parece? —preguntó, para llevar la conversación a un terreno más seguro.


—¿Piensas utilizar sartén? —dijo ella, mirando con picardía la mancha húmeda del suelo.


—No es mala idea.


—¿Qué tal si te ayudo? —Paula, sonriente, se levantó de la silla.


Juntos, batieron huevos, cortaron jamón y rallaron queso. Pedro sintió que una agradable sensación de compañerismo lo envolvía como una canción de amor. Paula sirvió el zumo de naranja y él preparó café instantáneo, para no despertar a Marina con el aroma a café recién hecho. Finalmente, se sentaron uno frente a otro ante la mesa de la cocina.


Pedro la observó pinchar un trozo de huevo y metérselo en la boca. Después, tomó una servilleta de papel y se limpió los labios, tan suaves y rosados que tuvo que apartar la vista. 


Aunque no le había hecho falta limpiarse, el gesto resultó perfectamente natural. Se sintió como un estúpido, hipnotizado por esa servilleta. 


Él había tardado bastante tiempo en madurar lo suficiente como para utilizar una.


—Han pasado diez años —dijo, intentando borrar de su mente la humillante imagen de sus primitivos modales cuando era un adolescente—. Mucho tiempo. La gente cambia. Tú por ejemplo.


—Y tú —dijo ella, mirándose la bata y las zapatillas—. ¿Quién habría pensado que alguna vez volvería a estar sentada en esta cocina, en bata y desayunando, después de tantos años?


—Y conmigo —añadió él, suponiendo que era lo que ella estaba pensando.


—Y contigo —repitió ella con una sonrisa, como si hubiera dado en el clavo.


—Cuéntame cosas sobre ti —pidió él. Se limpió la boca con la servilleta, esperando que ella se fijase—. Siento curiosidad por saber cómo empezaste en el negocio del catering.


—No hay mucho que contar. Universidad, licenciatura, comprender que me había equivocado de carrera, volver a la universidad. Nada muy interesante.


—¿Matrimonio?


—Casi, pero no —hizo una pausa y lo miró—. ¿Y tú?


—No. Nunca encontré a la mujer adecuada.


—O, como sospecho, encontraste demasiadas —dijo ella con una risita, mirándolo a los ojos.


—No —Pedro negó con la cabeza, esperando no haberlo hecho tan rápido como para parecer culpable—. Demasiado ocupado en la universidad. Salí con chicas, claro, pero no hubo nada serio —miró a Paula, pensando que quizá el problema era que había encontrado a la mujer adecuada muchos años antes—. Después de licenciarme me concentré en mi profesión. Dos años en la radio, ahora en televisión. El trabajo me quita mucho tiempo.


Ella asintió con la cabeza como si lo entendiera perfectamente.


—Mañana, tarde, noche —siguió él—. Dormir un rato y de vuelta al estudio. Turnos de noche, de mañana. Y con «mañana» me refiero, por ejemplo, a las tres de la madrugada, para estar listo para dar las noticias de las seis —calló de repente—. He preguntado por ti y aquí estoy, hablando de mí. Explícame eso del «casi».


—¿El qué? —Paula arrugó la frente y ladeó la cabeza, echándose la melena sobre el hombro.


—El «casi me casé» —se recostó en la silla, con la taza entre las manos, admirando su incitante aspecto en bata y zapatillas.


—Ah, ese «casi» —sonrió ella—. Lo conocí en mi primer trabajo. Ya sabes, el míster Ejecutivo. Elegante, urbano, importante. Al final comprendí que no era el hombre para mí.


—¿No te gustaba el «elegante»?


—El elegante me gusta. Lo que me molestaba era su tedio, y su afán por ascender —dijo ella.


—¿Cómo acabaste dedicándote al catering? —preguntó Pedro, decidiendo que le convenía cambiar de tema.


—No me gustaba el trabajo de márketing que tenía, así que analicé las posibilidades. Había hecho Empresariales y decidí que me gustaría ser mi propio jefe. Lo del catering fue una casualidad. Siempre me encantó cocinar y había asistido a clases de cocina por diversión. Las amplié con algunos cursos y: ¡catering! —explicó ella con ojos brillantes.


—Así que no empezaste con el negocio después de licenciarte.


—No, después de la empresa de márketing trabajé algunos meses para una empresa de catering, para adquirir experiencia. Conocí a una mujer en la universidad que quería emprender un negocio. Ella no tenía tiempo pero sí dinero. Yo no tenía dinero, pero sí tiempo. Así que aquí estoy.


—¿Por qué esos bocaditos de gorrión? ¿Qué me dices del chuletón para gourmets?


—Los entremeses tienen mucha demanda —Paula esbozó una sonrisa divertida—. La mayoría de las empresas los prefieren para sus fiestas y los ejecutivos que dan un cóctel quieren cosas que se puedan comer con los dedos. Además, suponen menos gastos de estructura —inspiró con fuerza—. A mí me gustaría ampliar el negocio... pero mi socia no quiere.


—¿Por qué? —preguntó Pedro.


—No quiere más trabajo. Cuando empezamos, hizo la inversión económica inicial, yo puse el trabajo; pero ahora somos socias igualitarias. Ella sigue prefiriendo el acuerdo original: pone el dinero y yo el trabajo —se encogió de hombros—. En fin, los canapés pueden prepararse parcialmente el día anterior. Y me da tiempo a hacer muchas cosas la misma tarde de la fiesta.


—¿La tarde? Eres demasiado bonita para pasar la tarde preparando aperitivos —Pedro esperó, con la esperanza de ver una sonrisa. Ella sonrió abiertamente, consiguiendo acelerarle el pulso.


—Gracias. Pero no creo que «bonita» sea la palabra adecuada —abrió los brazos y giró la parte superior del cuerpo de un lado a otro.


A pesar de la broma, a él le encantó lo que vio. 


El cabello oscuro enmarcaba una tez nívea, que el color rosado de sus mejillas y de sus labios realzaba aún más.


—Tienes razón, «bonita» no es la palabra —dijo él—. ¿Qué te parece «bella»?


—Estás demasiado cansado —se inclinó hacia él por encima de la mesa y frunció el ceño—. No estás centrado. Ni yo tampoco —se levantó, llevó su plato al fregadero y lo enjuagó—. Espero que podamos dejar estos cacharros para mañana.


Pedro se acercó a ella y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Parecía frágil y delicada a su lado. Sonrió, pensando que si no por su tamaño, sí podría tumbarlo por su espíritu.


—Los pondré en el lavavajillas. Vuelve a la cama —se arriesgó a acariciarle un hombro. Ella, sin quejarse, lo miró amigablemente.


—Te veré por la mañana —Paula echó una ojeada al reloj y rectificó—. Más tarde, por la mañana.



FINJAMOS: CAPITULO 7




Paula sintió una aguijoneo de incertidumbre. Su vida amorosa era inexistente. Por supuesto, miraba a los hombres y de vez en cuando tenía sueños, pero el nuevo Pedro estaba provocándola de una forma inesperada. Se había convertido en un alto y fornido ejemplar de belleza masculina. Y Paula Chaves nunca se había permitido, por interés científico, cerrar los ojos ante un espécimen que la intrigara.


Pero, los recuerdos se mezclaban con la atracción y la curiosidad: las despiadadas interrupciones, persecuciones y burlas. Se preguntó si debía fiarse, o si él estaría jugando con sus emociones. Aunque en la autopista había sido amable y cautivador, esa discrepancia con el pasado no la convencía. 


Lamentando su escepticismo innato, se preguntó dónde empezaba y dónde acababa el Pedro auténtico.


—Veo que Pedro está tejiendo su tela de araña sobre ti. No me lo puedo creer —dijo Marina, a su regreso, sirviendo dos tazas de café recién hecho.


—¿Qué quieres decir? Solo intenta ser amable, Marina. Lo mismo que yo. No puedo dejar que el pasado persista para siempre. Entonces era insoportable, pero ya no lo es.


Marina se dejó caer en el sillón y se recostó. Tomó un largo sorbo de café antes de hablar.


—Siempre creí que le gustabas a Pedro.


—¿Yo? —Paula parpadeó y soltó una risotada—. ¡Estás de broma!


—Eh, soy su hermana mayor. ¿Cómo iba él a admitir que miraba con lujuria a mi mejor amiga? Además, era un bruto —Marina alzó los hombros hasta las orejas y con voz grave dijo—: Salta al campo, con el número treinta y tres a la espalda. ¡Pedro Grandón, el camión! —se atragantó de risa—. Sus amigos lo pinchaban para que saliera con Patti Pompón, pero él estaba pendiente de cada palabra que yo decía sobre ti.


—Era un chaval —dijo Paula. Pero al recordar las fotos que había visto en la habitación, se estremeció—. No lo soportaba, ¿recuerdas? —inquieta, Paula se concentró en el café.


—¿Cómo podría olvidarlo? —sonrió Marina.


—¿Olvidar qué? —preguntó Pedro volviendo a entrar a la sala y sentándose en el sofá, junto a Paula—. ¿Dónde lo habíamos dejado?


—Hace unos diez años, creo —Paula se atragantó con el café y soltó una risa. Marina se unió a ella.


—¿Qué me he perdido? —inquirió él, mirando de una a otra.


—Vamos, Pedro —Marina movió la cabeza de lado a lado—. Te acuerdas de cómo te comportabas siempre que veías a Paula, ¿no?


Paula casi sintió lástima al ver la reacción confundida y avergonzada de Pedro.


—Vosotras dos debéis de tener una sobredosis de cafeína —dijo Pedro. Tragó el resto de su café, dejó la taza en la mesa y se puso en pie—. Lo siento chicas, tendréis que arreglároslas solas.


—¡Qué Dios nos proteja! —exclamó Marina, poniendo los ojos en blanco.


—Lo siento, Pau... —ignorando a su hermana, Pedro puso las manos sobre sus hombros y se acercó a su oído—. Me encantaría quedarme. Lo digo en serio —afirmó, mirándola a los ojos.


Paula no dijo nada. Pero estaba deseando saber más sobre el nuevo y mejorado Pedro.


Cuando él se marchó, se quedó mirando la puerta. Se imaginó a la tal Patricia esperándolo, deseosa de acariciar el espeso y ondulado cabello rubio oscuro de Pedro, y haciendo otras cosas en las que ella no quería pensar. Se odió por la oleada de celos que la invadió. Marina carraspeó y Paula apartó los ojos de la puerta.


—¿Son pareja? ¿Pedro y Patricia? —preguntó, deseando que Marina lo negara.





FINJAMOS: CAPITULO 6




Paula, de pie y sola en el salón, tenía el estómago lleno y la mente confusa. El estofado de pollo de Marina había estado riquísimo y la conversación había girado sobre antiguos amigos y anécdotas divertidas de sus tiempos del instituto. Mientras Pedro se cambiaba de ropa y Marina recogía la cocina, rechazando su ayuda, Paula se había quedado a solas con sus pensamientos.


Había observado a Pedro durante la cena, recordando la extraña sensación de familiaridad que había sentido bajo la lluvia, y la admiración que le habían causado sus musculosos brazos y piernas mientras cambiaba la rueda. Parecía ocurrente y encantador. Su héroe de la autopista.


Negó con la cabeza. Pedro... ¿su héroe? La asaltó un torbellino de emociones. Para tranquilizarse, paseó por la habitación mirando las fotos familiares y los libros antes de dejarse caer en el sofá. Sumida en sus pensamientos, se sobresaltó al ver a Pedro observándola desde el umbral.


—Bueno... ahora que hemos acabado con los saludos preliminares, hablemos de nosotros —dijo él, entrando y sentándose a su lado.


—¿Nosotros? —Paula lo miró sorprendida—. ¿Por qué no me hablas de ti? ¿Cómo es que sigues en Royal Oak? Imaginé que estarías jugando con los Packers o los Rams —dijo, imaginándose al Pedro de antaño en el campo, con la pelota de fútbol sujeta contra su abultado estómago. La pregunta pareció desconcertarlo y Paula se arrepintió de haberla hecho.


—Jugué al fútbol para el Estado de Michigan... pero ahora soy locutor.


—¿Locutor? —sus oídos captaron esa voz tan personal y profunda, y se lo imaginó como pinchadiscos en algún programa nocturno.


—Soy reportero. Doy las noticias en televisión. Canal 5. ¿Sorprendida?


—Un poco —mintió Paula, atónita. Desde que Pedro había entrado a la sala con el vaso de leche y las galletas, intentaba cambiar la imagen del grueso adolescente de un metro noventa por la del hombre considerado, guapo y delgado que la había ayudado en la autopista.


—Así que por eso sigues aquí en casa de tus padres —comentó Paula haciendo un movimiento con el brazo. Se corrigió inmediatamente—. Es decir, tu casa. Marina me dijo que la compraste.


—Le compré su parte a Marina —asintió Pedro—. Mamá nos la dejó cuando murió. Supongo que sigo aquí porque este mi hogar.


—Cuando Marina me llamó empecé a pensar en tus padres. Me acordé de que tu padre había muerto y ahora... —titubeó, recordando emocionada a esas dos personas tan bondadosas—. Siento mucho lo de tu madre, Pedro.


—Gracias —aceptó él.


En el silencio que siguió, Paula intentó centrar sus ideas para cambiar a un tema menos deprimente.


—Has venido a casa para el centenario —Pedro rompió el silencio—. Me alegro. Será divertido.


Las palabras «Has venido a casa» la hirieron como un dardo. Llevaba muchos años viviendo en Cincinnati, pero no lo consideraba su hogar. 


Su corazón se había quedado en Royal Oak.


—Echo de menos esto —alzó los ojos y el tiempo se paralizó. Pedro, el terror de su adolescencia, estaba revolucionando sus emociones. Supuso que se debía a un exceso de cansancio. Había recorrido cuatrocientos cincuenta kilómetros temiendo que la asaltaran en la autopista, y había conocido al Príncipe Azul... que era ese hombre que tenía ante sí.


—¿Por qué no vuelves? —preguntó él. Antes de que pudiera responder, Marina entró con una jarra de café. Puso una taza ante Paula y le dio otra a Pedro.


—¿Por qué no vuelves? —insistió Pedro tras dar un sorbo al café.


—Porque tengo un negocio en Cincinnati.


—Se dedica al catering —dijo Marina


—Buenos Principios —aclaró Paula.


—¿Buenos Principios? Un nombre fascinante —dijo Pedro—. Cuéntame a qué se debe.


Paula, temiendo que estuviera burlándose de ella, no se atrevió a mirarlo a los ojos. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en fiarse de él.


—Mi socia y yo pensamos que era un buen nombre, porque nuestra especialidad son los hors d'oeuvres.


El ladeo la cabeza con gesto interrogante. —Aperitivos, entremeses, canapés. Lo que se toma antes de la comida... o en una fiesta —explicó ella, sin saber si la entendía. El sonrió divertido y Paula supo que le tomaba el pelo—. Ya sabes a qué me refiero —añadió con frustración.


—¿Insinúas que la gente de verdad se come esas cosas diminutas?


Lo miró de reojo, preguntándose si debía contestar o ignorar su broma. Decidió ignorarlo y cambiar de tema.


—Explicarme la celebración del centenario.


—Han preparado un montón de acontecimientos —dijo Pedro—. El Canal 5 va a hacer un reportaje. Como soy de Royal Oak... —se aclaró la garganta— y nadie quería ocuparse, me ofrecí voluntario para hacer algunas entrevistas. Ya sabes, para impresionar al jefe.


—No me digas que tienes que esforzarte para impresionar a la gente —comentó Paula irónica, decidiendo que le tocaba a ella burlarse.


—No contestaré a eso —Pedro le dio un golpecito bajo la barbilla. Ella sintió que su piel ardía.


—No quería distraerte —dijo, consciente de que la distraída era ella—. Volvamos al centenario. ¿Qué hay además del reportaje en televisión?


—Veamos —sonrió él—. Hay... —miró a Marina como si necesitara ayuda, pero ella dio un sorbo al café y siguió en silencio— un desfile y una visita guiada a las nuevas instalaciones del instituto. Ah, y un partido de fútbol —se volvió hacia su hermana de nuevo—. ¿Qué más Marina?


—Una recepción —replicó ella.


—Parece divertido —dijo Paula.


—Y un baile para concluir la celebración —Pedro alzó la taza y bebió un sorbo con los ojos clavados en los de Paula.


—Baile —repitió ella. Sus sentimientos emprendieron el vuelo de nuevo, como pájaros asustados. Como había hecho en el pasado, Pedro la ponía nerviosa pero, en vez de frustración, notaba una extraña sensación de calidez en la boca del estómago, que hacía tiempo que no sentía.


—¿Te gusta bailar? —la voz profunda y suave de Pedro la acarició.


—Claro, pero hace años que no bailo. Seguramente se me habrá olvidado —replicó ella, pensando que también se le había olvidado llevar ropa adecuada para un baile.


—Me encantará darte un curso de...


Pedro —interrumpió Marina—. Creía que tenías una reunión esta noche.


—Preferiría estar aquí —le dijo a Paula, lanzando una mueca de disgusto a su hermana, que disimuló rápidamente con una sonrisa forzada.


Paula miró sus ojos brillantes y el corazón le dio un vuelco. Eran del azul brillante de una laguna del Caribe. Al ver la expresión divertida de Pedro, supuso que él probablemente sabía que era incapaz de dejar de mirarlo. Volvió a sentir desconfianza. Esa era una antigua maniobra suya.


—Hola —dijo Marina. Paula se volvió hacia su amiga y vio que los contemplaba con curiosidad—. ¿Os he interrumpido?


—En absoluto —negó Paula, pensando que era una suerte que lo hubiera hecho.


—Yo creo que sí —Pedro carraspeó. Se acercó a Paula y rodeó sus hombros con un brazo—. Consigues que salgan a la luz mis peores cualidades —murmuró—. Siempre lo hiciste. Me comportaba como un imbécil cuando éramos adolescentes y...


El sonido del teléfono interrumpió su confesión, e impidió a Paula decirle que no había cambiado ni un poco, aunque en el fondo sabía que sí lo había hecho.


—Contesta tú, Pedro —dijo Marina—. ¡Seguro que es para ti!


—Es tu turno, Marina —replicó Pedro con los ojos clavados en Paula y sin soltarla.


—¿Mi turno? —Marina lo miró intrigada. Sin esperar una respuesta, agarró la jarra de café y fue a la cocina.


—Hace mucho que no hablamos, Pau —Pedro se acercó más a ella—. Me encantaría saber más sobre ti... y sobre tu negocio. Suena...


Pedro —gritó Marina desde la cocina—, es para ti. Patricia.


—¿Patricia? —repitió Pedro incómodo—. Volveré enseguida —soltó a Paula y fue a la cocina.




FINJAMOS: CAPITULO 5




¡Eras tú! —dijeron Pedro y Paula al unísono. Él se paró tan bruscamente que derramó un poco de leche y una galleta rodó por la alfombra y se detuvo a los pies de Paula; él recorrió la esbelta pierna con la mirada, subiendo hasta el sensual cuerpo que ocultaba la enorme camiseta. 


Cuando llegó al rostro vio un asombro equivalente al que experimentaba él mismo.


Intentó recuperar la compostura y conjuró mentalmente la imagen de la esquelética amiga de su hermana: un poste de pelo liso y oscuro, ojos preciosos y enormes. Los ojos eran los mismos, enmarcados por pestañas largas y oscuras. Pero su figura había envejecido como el mejor borgoña. La camiseta ocultaba su cuerpo, pero Pedro recordaba bien las deliciosas curvas que habían sido aparentes bajo la blusa empapada. Cerró la boca y tragó saliva.


—¿Qué te ha ocurrido, Paula? Antes me pareció que me resultabas familiar, pero no podía creerme que fueras tú.


Decidió olvidar para siempre el apelativo de «palillo». Teniendo en cuenta su apellido francés y esos sensuales labios que tanto lo atraían, decidió que «francesita» aún podía servir.


—No te has olvidado de mí, ¿verdad? —preguntó, al ver que ella no contestaba.


—¿Cómo podría hacerlo? —Paula puso los ojos en blanco e hizo una mueca—. Es como preguntar si me olvidé de que existe la peste.


Reaccionando, Pedro se acercó a ella y recogió la galleta del suelo. Le puso un brazo sobre los hombros y le dio un apretón cariñoso. Ese mínimo contacto hizo que su corazón brincara como un yo-yo.


—No era tan terrible, ¿o sí?


—No preguntes —replicó ella con sarcasmo.


—Entonces éramos unos crios —se excusó Pedro. Sabía que había sido horroroso—. Ahora tengo veintiséis años, no dieciséis.


—Yo tengo veintiocho —comentó Paula—. Los cumplí el mes pasado.


—Feliz cumpleaños —dijo Pedro—. No parece que tengas más de veinticinco.


Paula agradeció el comentario con desgana.


—Ahora que eso está aclarado, démonos la mano y olvidemos el pasado. Piensa en el galante caballero que te cambió la rueda y no te robó el coche —Pedro apartó el brazo de su hombro y le ofreció la mano.


—De acuerdo, Pedro, pero no prometo nada —dijo ella aceptando el gesto—. Tendrás que demostrarlo.


—Disfrutaré haciéndolo, Pau —sonrió Pedro, reteniendo su mano. Ella reflexionó un instante y, sonrojándose, retiró la mano.


—Fuiste muy agradable esta tarde cuando era una desconocida, pero ahora vuelvo a ser la misma «francesita» de siempre. Lo creeré cuando lo vea. O, mejor dicho, cuando lo oiga.


—No la misma «francesita» —contradijo él. Había sido un auténtico bruto años antes y quería dar una nueva imagen—. Pareces una nueva. Estás fantástica. Me alegro mucho de verte.


—Gracias. Supongo que eso es un cumplido —dijo ella un segundo después, cambiando su mueca por una sonrisa amable.


—Lo digo de corazón —replicó él, sorprendido al comprender que lo decía totalmente en serio. 
Sintió una oleada de placer al pensar que disfrutaría de su compañía durante el resto de la tarde. Pero recordó que tenía una reunión de trabajo y pasar la tarde en el estudio no le apetecía nada habiendo una mujer encantadora en el salón de su casa—. Antes de decir más de lo que debo, voy a ver cómo va la cena —dijo Pedro dando un paso atrás y guiñándole un ojo—. Hablaremos después.


La frase, que solía utilizar con sus admiradoras femeninas en sus apariciones públicas, sonó hueca y vacía. Pedro estuvo seguro de que eso le había parecido a Paula, que lo miró como miraría a una lombriz que se encontrara en la acera.


Pedro inspiró con fuerza y salió de la habitación. 


Necesitaba pensar. Tenía que idear un plan si quería que Paula confiara en él, ahora que había reaparecido en su vida. Se detuvo en el umbral de la cocina, preguntándose qué podía importarle lo que pensara ella. Habían pasado diez años desde su último contacto. Esos diez años los habían cambiado a los dos. Por lo que Marina le había contado, Paula había hecho realidad su sueño. Era una exitosa mujer de negocios, mientras que él seguía luchando por alcanzar su meta en la televisión.


Esa realidad fue como una bofetada. Se preguntó a quién quería engañar. Su falta de confianza en sí mismo le destempló los nervios. 


Quizá, es vez de hacer un plan, se dejaría llevar por la corriente.