sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 28

 


–Suéltalo ya, Paula –Felipe estaba sentado en el sofá junto a Mauricio.


–Felipe, ya hablará si le apetece.


–Soy su más viejo y querido amigo. Tengo derecho a saber.


–Sólo lo que ella…


–No estoy pidiendo todos los detalles, sólo…


–Cuando esté dispuesta a contártelo.


–¿Por qué no te vas a fregar los platos? A solas conmigo se sincerará.


–A lo mejor prefiere hablar con alguien que tenga unas orejas de verdad, no sólo pintadas.


–¿Puedo decir algo? –aquella noche, las habituales chanzas no le hacían gracia a Paula.


–Claro –contestaron al unísono.


–Voy a acostarme temprano –Paula se puso en pie.


–Por supuesto, debes estar agotada después de las «calurosas» noches africanas –observó Felipe con más sarcasmo que simpatía.


–El vuelo fue muy largo –ella intentó dar por acabada la discusión.


–Apuesto a que viajasteis en clase preferente.


–En primera. Sobraba espacio –era mentira. La cercanía de Pedro había resultado asfixiante.


–Venga ya, Paula. Ese tipo te ha seguido por medio mundo. Algo habrá que contar.


–Lo digo en serio –insistió Paula–, aquello no significó nada.


–De modo que hubo un «aquello» –Felipe saltó de inmediato–. Define «aquello».


–¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?


–Porque me preocupas –Felipe apoyó las manos en los hombros de Paula–. Pareces agotada.


–Ya te he dicho que ha sido un vuelo muy largo.


–Es por algo más.


–Bueno, en cualquier caso ya ha terminado –Paula se dirigió hacia la puerta.


–Pero…


–Déjalo, Felipe –intervino Mauricio.


–Pensaba que regresarías más contenta –Felipe no estaba dispuesto a dejarlo.


–¿Qué quieres decir? –ella lo miró extrañada.


–Pensé… –él frunció el ceño–. Paula, es evidente que hay algo entre Pedro y tú.


–Algo. Sí. Volvimos a acostarnos juntos… ¿era eso lo que querías saber?


–¿Y ahora qué? –su amigo parecía confuso.


–Y ahora, nada –dijo ella–. Ha acabado.


–La última vez que estuvisteis juntos –Felipe la siguió hasta la puerta–desapareciste durante meses. Ahora has vuelto a pasar una semana con él…


–No sucederá nada, Felipe. Sólo hemos… terminado lo que dejamos inacabado.


–¿Las mujeres son capaces de eso?


–¿De qué?


–Bueno, siempre pensé que os resultaba más difícil desligar el sexo de las emociones.


–A cualquiera le resulta difícil separar las emociones del amor –intercedió Mauricio.


–¡Por favor! –Paula puso los ojos en blanco–. No fue amor. Sólo lujuria, placer, desahogo físico. Nada más.


Felipe y Mauricio la miraron en silencio con gesto escéptico.


–Buenas noches, chicos –Paula suspiró y se encaminó hacia el dormitorio, obsesionada con una única cosa: dormir, poner la mente en blanco.


Durante el día se mantenía ocupada con el trabajo. Miraba escaparates y se sumergía en los olores, sonidos e imágenes de la gran ciudad, llenando los sentidos con tanta información que la playa, la arena, el silencio y el sexo no tenían cabida en su mente.


Pero por la noche daba tumbos en la cama mientras se repetía que ya no sentía nada.


El viernes entró en la cocina y encontró a Felipe y a Mauricio abriendo una botella de vino.


–Vamos a cenar fuera. Invito yo.


–¿En serio? –la miraron encantados.


–Sí –Paula les mostró un par de zapatos que pensó que nunca se pondría–. Necesito salir, pero si me veis hablar con algún extraño alto, moreno y guapo, dadme una bofetada.


–Trato hecho –Felipe rió–. Necesitas presumir de bronceado.


Pedro se dio cuenta en cuanto apareció. Cierto que había tenido la mirada fija en la entrada, pero aun así, fue como si el cuerpo lo presintiera un segundo antes de que abriera la puerta. La adrenalina aullaba en sus venas y no hubo la menor duda de que ella también lo había visto. Enarcó las cejas y sus ojos emitieron un destello, aunque no tuvo tiempo de interpretarlo pues de inmediato desvió la mirada.


Sin embargo, se acercó hasta él con una sonrisa dibujada en el rostro.


–No esperaba encontrarte aquí. ¿No te dedicabas sólo a maratones y bicicletas?


–Y yo pensaba que estarías demasiado ocupada poniendo en marcha tu negocio como para salir por ahí –él la miró por encima del borde de la copa.


–Eso no me impide llevar una vida social. Vine bastante fresca de África.


Desde luego lo parecía, mientras que él no había dormido bien desde su regreso.


–Voy a pedir algo –Paula vio el vaso medio vacío de Pedro–. ¿Necesitas otra?


Él sacudió la cabeza mientras Paula se dirigía a la barra del bar y era sustituida por Felipe.


–Gracias por el mensaje –Pedro lo miró de reojo.


–No te equivoques, Pedro –Felipe no sonreía–. Paula es amiga mía.


–También es amiga mía –más o menos.


De todos modos había pensado acudir a ese local. Sabía que era el bar de copas preferido de Felipe y Mauricio y que si salían con ella, la llevarían allí.


–¿Cenas con nosotros? –preguntó Felipe–. Estamos esperando mesa en el tailandés.


–No creo que sea una buena idea –Pedro no pudo evitar mirar a Paula.


–Pensé que Paula y tú erais amigos. Estoy seguro de que a ella no le importará.


Eso era lo que le preocupaba: que sintiera tan poco por él como para que no le importara.


–De acuerdo –cedió sin poder resistirse a la tentación.


«Hada madrina Felipe». Paula miró furiosa a su amigo. Era mejor que mirar a Pedro, porque cada vez que lo hacía sentía retorcerse algo en su interior, una cierta incomodidad. Pedro tenía un aspecto lamentable. Parecía cansado y, al igual que ella, no estaba comiendo.


–¿No estás con tu padre esta noche? –ella no pudo resistirse a provocarlo un poco.


–No celebra ninguna despedida de soltero si es eso lo que preguntas.


–¿A qué hora es la boda?


Pedro se encogió de hombros y frunció el ceño. Los ojos reflejaban tristeza a pesar de compartir risas con Mauricio y con Felipe. Era evidente que todo el asunto de la boda lo estaba destrozando. Una ridícula necesidad de consolarlo la asaltó y quiso abrazarlo.


Y a medida que avanzó la velada, esa necesidad de consolarlo no hizo más que aumentar. Al fin se encaminaron bajo la llovizna a casa de Felipe y Mauricio. Los chicos insistieron en que Pedro subiera a tomar una última copa, Felipe abrió la botella de whisky y los tres hombres se sentaron en el salón. Paula intentó unirse al grupo y se preparó un chocolate caliente, pero al cabo de un rato sólo quería salir huyendo.


Se tumbó en la cama mientras oía las masculinas voces de fondo. A pesar de las risas que llegaban desde la planta inferior, no pudo evitar imaginárselo con el gesto de dolor en el rostro. Sólo había aparecido durante un instante, pero ella había percibido su intensidad.




SIN TU AMOR: CAPITULO 27

 


Unas horas más tarde, Pedro la guió hasta el avión. Paula nunca había viajado en primera clase y miraba sorprendida a su alrededor.


–Podríamos haber viajado en clase superior –Pedro la observó investigar con curiosidad los artículos de aseo.


–¿Existe otra clase?


–Podríamos tener nuestra propia suite –él la miró pensativo–, con una enorme cama, pero ya estaba reservada.


Menos mal. Paula ya se había resignado mentalmente a haber dormido con él por última vez. Y después de lo que le había hecho el masajista en Mnemba, no estaba dispuesta a que Pedro viera siquiera una pequeña parte de su cuerpo desnudo. Había sido un buen método de represión.


–¿No te gustaría unirte al Mile High Club conmigo?


–Hoy no –ella ni siquiera se molestó en mentir.


Pedro la miró con una incredulidad que rápidamente se transformó en determinación mientras daba un paso hacia ella y la atmósfera empezaba a resultar pesada.


–No, Pedro, ya no estamos en África.


–Estamos sobrevolando su espacio aéreo, ¿no?


–No –ya habían acabado y no tenía la menor intención de sucumbir de nuevo.


Su equipaje fue el primero en llegar a la cinta, ventajas de gastar una desmesurada cantidad de dinero en unos asientos convertibles en unas sorprendentemente cómodas camas. Sin embargo, Pedro no había pegado ojo en toda la noche. Paula se le adelantó y recogió ella misma su bolsa de viaje depositándola sobre un carrito. Se sentía muy malhumorado.


–Gracias por…


–He pedido un taxi –le interrumpió él–. Ya debería estar esperándonos.


–Esto… no hace falta.


–Por el amor de Dios, Paula, al menos déjame acompañarte sana y salva a tu casa –Pedro se subió al taxi después de ella–. ¿Te alojas en casa de Felipe? –preguntó secamente.


–Sí.


Un destello de c.elos prendió en su pecho. Menuda estupidez. No le sorprendió que Felipe no le hubiera mencionado que vivía con ella. La lealtad de ese hombre hacia Paula era mayor que la tenía hacia él. Sin embargo, lo irritó. Si se hubiera mostrado más sincero, habría encontrado a Paula antes de que se marchara a África. Demonios, ¿cuánto tiempo llevaba viviendo allí?


Además, la cosa empeoraba cuando se imaginaba a Paula sentada entre esos dos tipos en el sofá, tomando un café, o algún zumo, mientras les contaba sus penas. Por el amor de Dios, ¿estaría Felipe al corriente de lo del bebé? De su bebé…


El taxi paró frente a la casa de Felipe. No quedaba lejos de la casa de Pedro, aunque sí lo bastante como para irritarlo.


–Te ayudaré con el equipaje.


Ella alzó una ceja. El equipaje consistía en una bolsa de viaje. Era evidente que Pedro intentaba retrasar lo inevitable.


–Tengo llave, por si no hay nadie en casa –le explicó Paula mientras llamaba al timbre.


Por supuesto que la tendría. Sin embargo, sí estaban en casa, como evidenciaron las pisadas que se aproximaron a velocidad creciente.


–¡Paula!


Era Mauricio, la pareja de Felipe, un contable ultraconservador que le sacaba unos diez años al flamante genio del interiorismo que apareció en la puerta justo detrás de él.


–¡Cariño! –Felipe apartó a Mauricio de un empujón y abrazó a Paula–. Empezaba a pensar que te había tragado un cocodrilo.


–Más o menos –contestó Paula en tono cáustico.


Pedro… –los ojos de Felipe brillaron–. El cocodrilo, supongo –añadió mientras cerraba la puerta.


–¿Qué pasa con el taxi? –preguntó Paula sorprendida al ver que Pedro seguía allí.


–Puede esperar. El taxímetro sigue corriendo –no estaba dispuesto a marcharse aún.


–¿Te tomas algo, Pedro?


–Gracias –él los siguió hasta el salón. No había tenido la intención de quedarse a tomar algo. Una rápida despedida, nada más, pero la perversidad parecía imprescindible en esos momentos.


–¿Whisky? –Felipe le dedicó una escrutadora mirada antes de decidirse por algo fuerte.


–Gracias –pura malta. Si algo podía decirse de Felipe era que tenía un gusto exquisito.


–Llevaré la bolsa a mi habitación.


De modo que Paula emprendía la huida…


–Ya lo hará Mauricio –intervino Felipe con delicadeza–. Qué curioso que os encontrarais allí.


–Muy curioso –contestó Pedro con frialdad sin mirar a Felipe a la cara. Paula acabaría por descubrir que había sido su amigo el que le había dicho dónde estaba.


–No tenía ni idea de que os conocierais –Paula no había probado el vino.


Tenía aspecto de cansancio y, de repente, Pedro sintió los brazos muy vacíos.


Pedro es cliente mío –explicó Felipe.


–Un cliente muy importante –añadió Pedro secamente. Le había pagado unos enormes honorarios, pero había merecido la pena, principalmente por su relación con Paula.


Sintió que la ira lo invadía. Estaba furioso por tener que abandonarla, y aún más por estar enfadado por ello. Debería sentirse aliviado. Debería tenerlo superado. Había practicado más sexo en los últimos días que en todo un año. Y, pensándoselo bien, había sido el mejor sexo de su vida. Se puso en pie. Había llegado la hora de marcharse.


Felipe y Mauricio se mostraron inusualmente silenciosos, inusualmente atentos mientras Pedro aguardaba a que ella lo acompañara a la puerta.


Paula abrió la puerta delantera y esperó mirando al vacío. No quedaba ni rastro de intimidad. No se acercó a él, no le sonrió. Para ella todo había terminado y parecía desear verlo partir.


Así pues, Pedro no le dio un beso, reprimiéndose con más control del que hubiera necesitado para ganar un triatlón. Furioso, porque era eso lo que habían acordado: África y nada más.


Sin embargo, en el trayecto de regreso a su apartamento, el afilado filo de la soledad se hundió profundamente en su cuerpo. Al entrar, encendió el equipo de música en un intento de acallar el atronador silencio. Se sentía mal, como si sus pulmones se hubieran cambiado de sitio.


Debía ser el jet lag. El cansancio por el largo viaje. Tenía mucho trabajo y empezó a repasar sus correos electrónicos. Había algunos de su padre, con los detalles de la próxima boda del siglo. Demonios, si le tocaba llevar otro más de los divorcios de sus padres, iba a ponerse serio y cobrarles la tarifa completa. Apagó el ordenador y el equipo de música y puso la calefacción. Llevó el bolso de viaje al descansillo y sacó de él el juego de bao que impulsivamente había comprado el último día. Irritado, lo dejó en lo más alto de la librería y le dio la espalda.


Terminado. Había terminado.




SIN TU AMOR: CAPITULO 26

 


Dedicaron el día a nadar y a dormir. No hablaron de nada que no fueran temas banales. También jugaron al bao. Aun así, se buscaron con más frecuencia que nunca. La pasión era rápida e intensa, pero nunca parecía bastarles.


La diminuta isla era exquisita y ofrecía todas las comodidades posibles entre las que se incluía el teléfono, el fax y el correo electrónico. A última hora de la tarde, Paula vio a Pedro con la PDA. Inevitablemente, la vida real les invadía. No podrían evitar el futuro eternamente. Se dirigió a la choza dejándole el espacio que necesitaba, no queriendo inmiscuirse en su vida de Londres. La separación era inminente y lo mejor sería empezar ya a distanciarse. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pedro regresó a la choza, su expresión era demasiado sombría como para ignorarla.


–¿Malas noticias?


–Papá va a volver a casarse –Pedro arrojó el teléfono sobre la mesilla junto a la cama.


–No me digas. ¿Con quién? –preguntó Paula boquiabierta.


–Parece un juego. Mamá se casó por cuarta vez el año pasado –se tiró sobre la cama y presionó las palmas de las manos contra los ojos–. No me lo puedo creer. Además será el sábado. Este sábado –rugió–. ¿A qué demonios vienen tantas prisas?


–De tal palo tal astilla –rió ella.


–¿Cómo? –él alzó los ojos y esbozó una especie de sonrisa–. Desde luego, pero eso no…


–Desde luego –ella lo vio claramente intentar digerir la afirmación–. ¿Importa acaso, Pedro?


–Entiendo que tengan amantes –Pedro se tendió sobre la cama con los brazos extendidos–. Que tengan todos los que quieran, pero ¿a qué viene tanta boda?


–¿No te parece romántico?


–No. Me parece un acto de desesperación.


Pedro


–Tú tampoco eres aficionada a las bodas –se sentó de golpe–. Me parece de mal gusto.


–O sea que para ti no son más que adornos y damas de honor…


–Umm –gruñó él, antes de soltar una carcajada–. Depende. No hay dos iguales.


–¿Conoces a la actual novia?


–Apenas –él sacudió la cabeza–. No pensé que fueran en serio, aunque supongo que tenía que alcanzar a mi madre que le llevaba una boda de ventaja.


–Estás de guasa.


–No. Distribución de bienes, experiencias… siempre se aseguran de ir a medias en todo.


–Pero tú eras uno. ¿Cómo hicieron para repartirte entre los dos?


Pedro la miró y se encogió de hombros con resignación. En lugar de contestar, hizo una pregunta:

–¿Paula…?


Ella supo qué quería y se lo dio.


A la mañana siguiente se despertó tarde y lo encontró ya vestido y con aire distante.


–Será mejor que hagas la maleta, Paula. Nos vamos al mediodía.


Eso explicaba por qué apenas le había dejado descansar la noche anterior. Por qué la había despertado una y otra vez con sus deliciosas caricias. Había llegado la hora.


Mentalmente ya se había marchado. Pedro contemplaba el mar, pero a juzgar por el ceño fruncido era evidente que no veía su belleza. ¿Sería por su padre? Paula no preguntó. África llegaba a su fin y necesitaba desengancharse. Era el acuerdo al que habían llegado.


Minutos más tarde, de pie en la terraza, lo observó fascinada nadar con poderosas brazadas paralelas a la costa.


De inmediato se recriminó su propia estupidez. No iba a quedarse allí toda la mañana contemplándolo, de modo que regresó al interior decidida a encontrar algo para rellenar las pocas horas que aún les quedaban allí. Y encontró la distracción perfecta en el spa.


–¿Dónde estabas? –Pedro parecía malhumorado mientras caminaban hacia el barco.


–Fui a darme un masaje.


–Yo te lo habría dado.


–Sabes que ya hemos terminado con eso –Paula sacudió la cabeza y soltó una carcajada.


Subió al barco y saludó a Hamim con la mano antes de darle la espalda a la isla, decidida a mirar sólo hacia delante… en todo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 25

 


Pedro contempló dormir a Paula. Debería salir huyendo de allí a toda velocidad, pero no podía. Tenía una ligera idea de lo que debía haber sufrido, sin decir nada a nadie. ¿Acaso no había sido testigo del sufrimiento de su propia madre mientras el tan ansiado segundo hijo que esperaba no llegaba? ¿No había visto y sentido cómo se le partía el corazón?


A pesar de que el bebé no hubiera sido planeado, aunque ella jamás hubiera deseado tener hijos, comprendía cuánto y por qué debía haberle destrozado la pérdida.


Él mismo sentía un profundo dolor en su interior, como si le hubieran arrancado una parte del corazón, una sensación que no había experimentado nunca. Había perdido algo precioso. ¿Cómo hubiera sido ese bebé? ¿Habría tenido los brillantes ojos azules de su madre o los más pálidos de su padre? Sin duda habría sido alto y moreno…


Cerró los ojos y puso la mente en blanco. No podía continuar en esa dirección. Los niños nunca habían formado parte de sus planes, y jamás lo harían. Respiró hondo. Lo que había sucedido no era más que el destino, ¿no? Así debían ser las cosas. No obstante, en esos momentos deseaba poder hacer que todo desapareciera.


Se sentó en una silla frente a la cama y la observó moverse. Paula al fin abrió los ojos. Desde su posición vio cómo palidecía a medida que los recuerdos regresaban.


–Siento haber lloriqueado toda la noche –Paula se sentó en la cama y se cubrió con la sábana–. Ya se me ha pasado. En serio.


En cierto modo era así, al menos físicamente, y tenía planes para continuar con su vida. Por eso había enviado los papeles del divorcio, ¿no? Quería pasar página para poder continuar.


–No pasa nada. Me alegra haberme enterado al fin –murmuró él con voz ronca–. Lo siento.


Lo decía en serio. Pero seguía habiendo un problema que debían tratar: el final de su relación.


–Supongo que querrás regresar –ella se frotó la frente con una mano, tapándose los ojos.


–No, aún no estoy preparado para abandonar la isla –ni estaba preparado para abandonarla a ella. Él también quería finalizar la relación. Por eso había ido allí, ¿no? Al descubrir dónde se encontraba, no había sido capaz de firmar los papeles sin verla primero.


Y una vez la hubo encontrado, había comprendido por qué no había podido firmar sin más. Seguía viva. Y para ella también. Esa maldita electricidad, el infierno que ardía entre ellos. Tenían que concluir aquello. Meses antes se habían bajado demasiado pronto del autobús, pero en esa ocasión iban a quedarse hasta el final de trayecto.


Pedro arrojó un paquete de preservativos sobre la cama.


–Los he conseguido en recepción.


¿Acaso se podía ser más descarado? Sin embargo, no se le ocurría otra manera de abordarlo.


–No quiero sexo por compasión –ella lo miró y se sonrojó violentamente.


–No es eso lo que te estoy ofreciendo –no se trataba de sexo por compasión sino de una imposibilidad de controlar el deseo, y estaba desesperado por deshacerse de esa sensación.


–Entonces, ¿qué me estás ofreciendo?


–¿Qué es lo que quieres tú? –Pedro no pudo reprimir el tono áspero en su voz. Sabía lo que deseaba él. Quería hacerle sentirse bien. Quería sentirse bien. Porque en esos momentos se sentía miserable y el instinto le decía a gritos que sólo se sentiría mejor acercándose a ella.


Paula encogió las piernas y apoyó las rodillas contra el pecho. Los cabellos caían revueltos alrededor del rostro y los enrojecidos ojos bordeados de un halo morado estaban brillantes.


–Quiero lo que acordamos –empezó con rabia–. La aventura a la que nos tendríamos que haber limitado hace un año. Unos días de caprichos para consumir el deseo antes de irnos cada uno por nuestro lado.


Había cambiado. Era más fuerte, ya no era la blandengue de hacía un año. Tenía claro lo que deseaba. Dejó escapar un suspiro. ¿Acaso no era eso mismo lo que deseaba él?


Incapaz de permanecer sentado un segundo más, Pedro se puso en pie. Ya no podía reflexionar, no podía hacer otra cosa que ceder a sus instintos. Se arrodilló en la cama, sobre ella, apoyándole la espalda contra la almohada para que no le cupiera la menor duda de cuáles eran sus intenciones.


Paula alzó las manos con los dedos separados, hundiéndolos en los cabellos de Pedro y atrayéndolo hacia sí. Y lo besó con la misma agónica desesperación que sentía él.


Y durante un instante, pero sólo un instante, Pedro lamentó que ella no deseara nada más.


En eso consistía aquello, ¿no?, en una desgarradora atracción, en la necesidad de saciarse. A pesar de todas las cosas, seguía siendo lo principal. Nada más. Nada menos.


Paula tardó una eternidad en calmar su agitada respiración y cuando lo consiguió se movió, aún entre los fuertes brazos de Pedro, despertándolo, excitándolo. Decidida a hacerlo bien y hasta el final. El reloj avanzaba. África era lo único que tenían.


Sabía que tendría el valor para hacerlo. El año transcurrido le había enseñado que era lo bastante fuerte como para poder con cualquier cosa. Incluso con él.

 

Se alegró de que se hubiera enterado de lo sucedido. Jamás habría esperado recibir un trato tan sensible de su parte y le había sorprendido. Se sentía agradecida por el consuelo que le habían ofrecido los fuertes brazos mientras ella había llorado en ellos. Y no le había pasado desapercibido el dolor en los ojos de Pedro y que, en cierto modo, había contribuido a calmar su propio dolor. Ya no se encontraba sola con su tristeza por la pérdida del bebé. Él también la sentía y eso bastaba para hacerlo algo más soportable.



SIN TU AMOR: CAPITULO 24

 


–¿Paula? –él estaba a su lado sujetándola por la cintura–.¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?


Ella abrió la boca para decir «nada», pero Pedro estaba tan cerca y la miraba tan atentamente… Le sucedía a veces. Bastaba algo tan sencillo como una palabra o una imagen para que se desatara la avalancha de un dolor que la inundaba como si hubiera sucedido el día anterior.


–¿Paula? –él entornó los ojos–. ¿Qué sucede? –de repente respiró entrecortadamente–. ¡No! –sacudió la cabeza lentamente.


Ella lo vio deducirlo todo, incapaz de moverse.


–Cielo santo. Te dejé embarazada –se quedó boquiabierto–. Durante todo este tiempo has estado ocupada en tener a mi bebé… ¿Dónde demonios está? ¿Qué has hecho?


–¡Nada! –exclamó ella–. No he hecho nada. Te equivocas –dio un paso atrás hasta quedar apoyada contra la pared–. Estás muy equivocado.


–No, no lo estoy –él le bloqueó el paso–. Ni te atrevas a mentirme. ¿Te quedaste embarazada?


–Sí –Paula cerró los ojos.


–¿Y dónde…? –preguntó él horrorizado–. Maldita sea, cuéntame lo que pasó.


–Sufrí un aborto –ella se sentía mareada. El viejo dolor la desgarraba de nuevo. No había hablado de ello durante meses, pero estaba allí, en aquella habitación. La vieja agonía.


–Mi bebé –él apenas movió los labios.


–Sí.


–Muerto –miró al suelo.


Hubo un largo silencio y Paula se presionó la frente con una mano. Sabía qué preguntas seguirían a las primeras y la idea de tener que responderlas le resultaba insoportable.


–¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?


–No quería hacerlo –ella cerró los ojos durante unos segundos.


Oyó la respiración entrecortada de Pedro y se apresuró a continuar.


–Me sentía herida.


Él le había destrozado despiadadamente las ilusiones aquel día al confesarle los verdaderos motivos para casarse con ella. Un par de semanas después, al descubrir que estaba embarazada, seguía tan dolida que de ninguna manera se lo hubiera dicho. Sin embargo, otro par de semanas después, había empezado a hacerse a la idea.


–Sabía que tendría que hablar contigo. Pero…


–¿Pero, qué?


–Supongo que me estaba armando de valor.


Pero después había tenido que armarse de más valor del que jamás habría pensado necesitar en su vida.


–Por favor, cuéntame qué pasó.


Paula se quedó en silencio. No habría querido hablar de ello con nadie. Había sucedido y punto. No había nada que él pudiera hacer.


Por otro lado, sabía que no tenía escapatoria, no si estaba tan cerca de ella, analizando cada movimiento. Tendría que contarle lo más esencial.


–Estaba en Bath, adonde fui tras dejarte. Durante unas semanas todo fue bien y yo empezaba a recuperarme cuando… –se sintió incapaz de continuar.


–¿Te pusiste enferma? ¿Sufriste una caída?


–Nada de eso. Simplemente sucedió. El médico dijo que nunca sabría el motivo.


–Pero ibas a quedártelo.


–Sí.


–¿Y no pensabas decirme que tenía un hijo? –él la taladró con la mirada.


–Con el tiempo –murmuró ella. Cuando hubiera puesto su vida en orden.


–No debiste huir, Paula –rugió Pedro–. ¿De verdad crees que puedes librarte de todo evitándolo? Sobre todo tratándose de algo tan importante como esto –guardó silencio durante largo rato hasta que se recompuso–. Ni siquiera en estos momentos me lo estás contando todo, ¿verdad?


Paula no pudo sostenerle la mirada y se centró en el suelo, deseando poder desaparecer.


–La cicatriz. Cielo santo. Así conseguiste la cicatriz –Pedro le tomó el rostro con las manos ahuecadas y lo alzó con suma delicadeza–. ¿Verdad?


¿De qué servía guardarse los detalles? Lo sabía casi todo y estaba a punto de adivinar el resto.


–Sufría muchos dolores. Me desmayé. No sé qué ocurrió. Me despertaba y desvanecía constantemente. Recuerdo el trayecto en ambulancia. Recuerdo habérselo dicho –les había suplicado a los médicos que salvaran a su bebé–. Tuve un embarazo ectópico. Me llevaron directamente al quirófano –le habían tenido que extirpar la trompa de Falopio y el ovario había quedado dañado. Había permanecido en el hospital durante unos días, y luego, de vuelta al piso vacío, para recuperarse… para nada.


–Eso puede ser mortal.


–Mi bebé murió –Paula sentía el corazón encogido.


–Tú también podrías haber muerto.


En efecto y, durante un tiempo deseó haberlo hecho. Lo había perdido todo.


Hubo un largo silencio, pero él no la soltó. Sentía su respiración profunda, como si se estuviera esforzando por controlarla. Paula esperaba su explosión de un momento a otro. Sentía su ira irradiar del interior. Pero no fueron palabras duras las que surgieron.


–Debió ser horrible para ti –susurró con una simpatía que ella no había esperado–. Debiste sentirte tan sola –le acarició la mejilla con un dedo–. No se lo contaste a nadie, ¿verdad?


–No había nadie… –ella respiró agitadamente. Sintió el esfuerzo que realizaba Pedro para permanecer en silencio y pudo ver el dolor reflejado en sus ojos.


–Siento mucho que estuvieras sola –continuó él en voz baja–. Ojalá me lo hubieras contado, pero casi entiendo por qué no lo hiciste. Ojalá hubiera podido hacer algo.


–No había nada que hacer –la voz de Paula se quebró–. No tiene importancia.


–Sí la tiene –él la apartó de la pared y la abrazó con ternura–. Sí tiene importancia.


Por fin, aunque demasiado tarde, él la consoló.


–Importa mucho –murmuró Pedro con el rostro enterrado en sus cabellos.


Paula no sabía cuándo disminuiría el dolor. Había intentado aparcarlo en el fondo de su mente, intentado centrarse en volver a encauzar su vida y labrarse un futuro. Y había surtido efecto… hasta que lo había vuelto a ver. Al principio había sido puro deseo nada más, pero la chispa sexual había despertado todas sus emociones. Había abierto su corazón y el dolor había salido a borbotones. Pedro la abrazó con más fuerza.


Las lágrimas que resbalaban por su rostro eran ardientes, saladas y dolían, pero no podía parar. Tampoco conseguía respirar bien, pero era incapaz de detener los sollozos que la ahogaban. Lloró por todas las cosas que había deseado, por el amor, por una familia. Lloró porque no podía evitar hacerlo. Y él la abrazó, murmurando palabras de consuelo.


Y por primera vez compartió su dolor.