miércoles, 8 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 8




Al ver la desaprobación en el rostro de Pedro, Paula se movió incómoda. La tensión emanaba de su alta figura y la ponía un poco nerviosa. No sabía muy bien qué pasaba... pero una cosa estaba clara, no le gustaba nada cómo iba vestida. La expresión severa de su cara al mirarla de arriba abajo lo dejó claro. Probablemente estaba acostumbrado a mujeres que lo recibían con vestidos de noche o vaporosos saltos de cama. O como mínimo con una blusa y unos pantalones elegantes. No en un viejo chándal.


Incómoda, dejó el sobre de té a un lado y le pasó la taza.


—Quizá debería ir a cambiarme...


—Estás bien así —dijo casi con sequedad al aceptar la taza—. Además, solo voy a quedarme un minuto —bebió el líquido verde y ocultó una mueca detrás de la taza. De modo que con él creía que debía cambiarse, cuando lo conocía desde hacía tres años. Pero con Jay... «No es asunto tuyo, amigo», se recordó. Dejó la taza sobre el plato con cierta estridencia—. Adelante, échale un vistazo a las notas —pidió—. Tengo que irme.


Ella asintió y comenzó a abrir el papel que Pedro le había dado. Observó las pocas líneas allí escritas y alzó la cara con mirada curiosa.


—Aquí no hay mucho.


—Sí, lo sé —había tenido suerte de que se le ocurriera lo poco que había plasmado después de la reunión con Kane. Intentó ofrecerle una explicación razonable—. Pero supuse que querrías estar informada... Así que registré nuestras notas —no tenía sentido decirle que se las había inventado—. Luego llegué a la conclusión de que preferirías verlas hoy en vez de esperar hasta el lunes. Así que vine... —«atravesé una tormenta»—... para entregártelas. Por eso me he presentado en tu casa. El único motivo... un motivo de trabajo —recalcó—. Y para averiguar cómo te sientes, desde luego —añadió al recordar su comentario anterior.


Paula parpadeó. Nunca antes había oído a Pedro divagar de esa manera.


—¿Has bebido?


—¡Claro que no! —la miró con ojos centelleantes—. No he bebido nada aparte de este... té que me acabas de dar. ¿Por qué me preguntas algo así?


—Por nada —repuso. Volvió a mirar la hoja—. No estoy segura de lo que pone aquí. Tu caligrafía es un poco complicada de leer.


—Mira quién habla —musitó.


—¿Qué has dicho? —Paula alzó la cabeza. Pedro permaneció en silencio, ofreciéndole su expresión más escéptica—. Mi caligrafía es muy legible —se defendió.


—Sí, claro —convino con tono aburrido.


Paula lo miró fijamente. «¿Qué le pasa?», se preguntó. 


Nunca antes se había quejado de su caligrafía.


—¿Es todo lo que querías darme? —inquirió con rigidez.


—Sí. Será mejor que me vaya —ella recogió su abrigo de la silla y se lo entregó. Pedro se lo pasó sobre el brazo al añadir—: Ah, sí. No has olvidado la promesa que le hiciste a Kane de encargarte de decorar la fiesta de Navidad de la empresa, ¿verdad?


—No, no lo he olvidado.


—Él no ha dicho nada, pero estoy seguro de que espera que también este año ayudes como anfitriona.


—Será divertido.


Seguía quieto, sin hacer movimiento alguno para marcharse.


—Supongo que estarás muy ocupada, en especial con ese viaje de negocios que nos aguarda dentro de un par de semanas.


—Probablemente lo esté.


—Espero que ese viaje no interfiera con... tu vida social —la inmovilizó con sus ojos intensos.


—No lo hará —le aseguró, algo asombrada por el comentario y el tono sarcástico en la voz. ¿Desde cuándo a Pedro le importaba su vida social?


Pero al parecer le importaban más cosas que las que ella sospechaba.


—¿Cómo está Jay? —preguntó él de repente.


—Bien —respondió, desconcertada por el cambio de tema.


—No sé cómo tienes tiempo para visitar a nadie —gruñó—, cuando hemos estado tan ocupados en el trabajo.


La irritación de Paula se mitigó. Ya lo comprendía. Pedro debía estar comportándose de forma extraña por el agotamiento. Esa mañana había reconocido sentirse un poco estresado. Lo más probable era que hubiera trabajado demasiado... y sin ella para ayudarlo.


El pensamiento de que la necesitaba la derritió por dentro.


—Sí, hemos estado ocupados —convino—. Será mejor que vayas a casa a descansar.


Pedro contempló la ligera sonrisa que curvaba sus labios, la cálida luz que irradiaban sus ojos y apretó los dientes. 


«Perfecto. Muy Bien. Así que no quieres contármelo...» De hecho, lo estaba echando de su casa. Pues lo consideró fantástico, ya que él tampoco quería saberlo.


Giró hacia la puerta. No iba a involucrarse; no necesitaba esa complicación. No era asunto suyo y no le importaba.


Tenía la mano en el picaporte cuando su mente se percató de algo... algo que apenas había percibido por el rabilo del ojo. Giró la cabeza un momento.


Unos ojos vidriosos se encontraron con los suyos. Lo que había considerado una madeja de lana en realidad era un oso. Un oso de peluche de color marrón, escondido por el jersey que Paula había estado tejiendo.


Fue la gota que colmó el vaso. Aquello respaldaba las suposiciones de Kane.


Volvió a echar el abrigo sobre la silla y giró para encararla.


—Muy bien, Paula, será mejor que me lo cuentes todo. Sé lo que has estado intentado esconder






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 7




SÍ, SOY YO —notó que parecía sorprendida de verlo. Podía entenderlo. Él mismo lo estaba por haber terminado esa noche en su puerta.


Todo el día se había estado diciendo que no se presentaría allí... que no iba a hacerle ninguna pregunta. Porque incluso después de ver esos biberones en su lista, seguía sin creer que Paula fuera la mujer que buscaba Kane. Que adrede había quedado embarazada de esa manera.


Pero luego se dio cuenta de que quizá no había sido algo deliberado. ¿Y si algún hombre, como ese tal Jay, se había aprovechado de ella? ¿Y si había quedado embarazada accidentalmente?


Cuanto más pensaba en ello, más pruebas se acumulaban. 


Esa mañana había estado enferma... y había reconocido que se había sentido mal toda la semana. También se había mostrado muy ansiosa de no dejarlo entrar en su apartamento. Si prácticamente había corrido al dormitorio para cerrar la puerta. En su momento lo achacó a la vergüenza que le producía que él viera su ropa interior desperdigada, pero quizá lo que realmente buscaba era impedirle ver la ropa de otra persona. Como la camisa de un hombre. O los zapatos o pantalones. Parecía una clara posibilidad.


Pero lo que más lo desconcertaba era la sensación que había experimentado últimamente y que hasta ese día había atribuido a su imaginación. La sensación que Paula le ocultaba algo. Como si tuviera un secreto que estaba decidida a no compartir.


Se recordó que no era asunto suyo si Paula no quería hablarle de su vida personal. Podía ser más ingenua que las mujeres que él conocía, pero seguía siendo una adulta, capaz de tomar sus propias decisiones... aunque fueran estúpidas.


Como abrir la puerta sin averiguar quién era. Tampoco era asunto suyo, pero no pudo evitar preguntar:
—¿No crees que primero deberías comprobar quién hay fuera antes de abrir?


—Por lo general lo hago —se apartó un mechón de pelo de la cara—. Pero esperaba a alguien.


—Supongo que a Jay —soltó.


Ella asintió. El reconocimiento presto de Paula le provocó una profunda irritación. Volvió a repetirse que no era asunto suyo con quién se veía.


—¿Sucede algo? ¿Quieres pasar? —lo miró con expresión desconcertada, levemente preocupada—. ¿Has venido por algo en especial? —añadió.


—Pasaba para comprobar cómo te sentías.


El rostro de ella se iluminó con un placer tímido.


—Ahora ya estoy bien. Ya no me siento enferma.


—Es estupendo —se metió las manos en los bolsillos—. Me alegra oírlo —pero no se alegraba nada. Si tenía la gripe, todavía debería tenerla. Pero un mareo por la mañana... Sin querer completar el pensamiento, sacó una hoja doblada del bolsillo y la alargó—. También quería darte estas notas de la reunión. Pensé que te ayudarían a ponerte al día sobre lo que está sucediendo.


—Oh. Gracias —parte del placer que había sentido por su visita inesperada se evaporó, Claro que no había ido a verla solo a ella; Pedro era un hombre ocupado. Era lógico que también le llevara algo de trabajo. Aceptó el papel, y cuando él no hizo amago de marcharse, añadió con titubeo—: ¿Quieres pasar mientras lo leo?


—De acuerdo —aceptó, a pesar de todo lo que había estado diciéndose durante el trayecto hasta la casa de ella—. Solo un momento —entró en el diminuto recibidor.


—Dame tu abrigo.


Mientras se lo quitaba se volvió hacia el salón. No vio nada sospechoso. Agujas de tejer de un jersey que ella había dejado en un extremo del sofá... un jersey de hombre, a juzgar por el tamaño.


Paula dobló el abrigo sobre una silla cercana y juntó las manos delante del cuerpo.


—¿Te apetece un té?


¿Té? Pedro odiaba el té.


—De acuerdo —la siguió a la cocina. Se apoyó en la mesa y cruzó los brazos mientras inspeccionaba las encimeras en busca de un biberón. Ninguno a la vista—. ¿Has descansado? —preguntó.


—Toda la tarde —abrió un armario.


Él miró para ver si descubría algún biberón y por primera vez notó lo que Paula llevaba puesto. Enarcó las cejas sorprendido.


Nunca antes la había visto vestida con tanta informalidad. El chándal gris que lucía estaba gastado y descolorido, pero también parecía suave y agradable al tacto. Y apostaría cualquier cosa que no llevaba sujetador bajo la holgada parte superior... y la sospecha se confirmó cuando ella se estiró para bajar un bote de la estantería. El movimiento causó que el material fino se pegara a su pecho, revelando las cumbres pequeñas y compactas de los pezones.


—¿Pekoe o camomila?


—¿Eh? —alzó la vista para mirarla a la cara.


Ella ladeó la cabeza y movió el bote?


—¿Qué té prefieres?


«Ninguno».


—Cualquiera.


Sacó una bolsita, luego se volvió hacia la cocina para recoger la tetera. El pelo largo se movió con suavidad. 


Parecía húmedo, como si se hubiera duchado hacía poco, y al volver a pasar cerca de él, Pedro notó la fragancia viva y jabonosa del champú.


La observó mientras con gesto solemne introducía la bolsita en la taza con agua caliente que acababa de llenar. La piel pálida parecía translúcida, impecable... como la de un bebé. 


Y la falta de gafas le daba un aspecto más juvenil. 


Vulnerable.


Un músculo le vibró en la mandíbula. Se preguntó si permanecería vestida de esa manera cuando se presentara ese Jay. «¿Es que no sabe cómo está?»


La ropa de ese estilo provocaba ideas de todo tipo en un hombre. Hacía que pensara que le sería muy fácil desprenderse de las zapatillas mientras la llevaba a la cama. 


O en tenerla acurrucada en su regazo y quitarle los pantalones amplios. Diablos, estaban tan flojos que sin duda se caerían sin mucho esfuerzo. Un hombre podía sentirse tentado a deslizar las manos frías por debajo del algodón suave para acariciar la piel cálida del estómago liso. O más arriba aún, hasta alcanzar las leves curvas de los senos y excitar los pezones.


Apostaría cualquier cosa que ese tal Jay tenía pensamientos de ese tipo cada vez que la veía. Volvió a mirarla y apretó la mandíbula. «El muy canalla».





UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 6





A las seis de esa tarde, Paula se sentía mucho mejor. El jarabe espeso que se había obligado a tragar le había aliviado el estómago revuelto, y una larga siesta había obrado milagros en sus nervios.


Incluso al despertar se sintió lo bastante bien como para ordenar el apartamento. Una vez que terminó, estuvo largo rato bajo la ducha y luego se puso un chándal cómodo y unas zapatillas para estar en casa.


Sintiéndose limpia y a gusto, fue a la cocina a prepararse un té, que bebió mientras miraba por la ventana. Estaba anocheciendo y las luces de las casas próximas brillaban a través de los árboles y la oscuridad.


Se dijo que le gustaba estar sola. Estaba acostumbrada. Incluso de pequeña había sido introvertida... «mi pequeña soñadora», solía llamarla su madre. Siempre se había sentido más contenta con sus libros, sus propios pensamientos y sus sueños que con la gente.


Claro está que entonces no había estado por completo sola; había tenido a su madre. La mayoría de la gente tenía al menos algo de familia... padres, hermanos, incluso algunos tíos. O a su edad ya estaban casadas. Sharon Davies, de contabilidad, solo era un año mayor que ella y acababa de casarse con un atractivo viudo. Jennifer Holder también era de su edad y también se había casado hacía poco y ya tenía un hijo. Casi todas las demás mujeres del trabajo tenían novios o amantes. Ella no.


Pero se recordó que por el hecho de que una persona estuviera sola no significaba que se sintiera sola. Irguió los hombros y recogió la taza. Pensó en Pedro. Como ella, había perdido a sus padres, aunque él a edad mucho más temprana. Pedro tampoco estaba casado... y le gustaba su soltería. Aunque nadie podría considerarlo un introvertido. 


Disfrutaba con las mujeres... con muchas mujeres.


Bebió el té, templado y amargo, mientras se preguntaba con quién saldría esa noche. Nunca había conocido a las otras dos mujeres con las que se veía en la actualidad. Pero, a juzgar por Nancy, y por aquellas con las que había estado en el pasado, se hacía una buena idea de cómo debían ser.


Para empezar, lo más probable era que fueran mayores que él. Pedro prefería salir con mujeres que estuvieran próximas a sus treinta y dos años o incluso un poco mayores. Casi con toda seguridad serían ricas y sin ninguna duda hermosas, como Nancy. No bonitas o atractivas, sino deslumbrantes, con el aspecto de mujeres que disponían de tiempo y dinero ilimitados para potenciar su apariencia.


Se preguntó qué se sentiría al entrar en una habitación y que los hombres giraran la cabeza. Suspiró y abrió el grifo para enjuagar la taza. Ni siquiera podía imaginárselo. Los hombres jamás respondían de esa manera con ella. La mayoría de los que conocía, la trataba como a una camarada o una hermana pequeña. O incluso con una mezcla de ambas cosas, como hacía Pedro.


Pedro no era consciente de ella como mujer. No supo cómo había podido pensar siquiera por un segundo que le pedía que se acostaran juntos. Hizo una mueca al recordar el momento de bochorno y cerró el grifo. Se dijo que no tenía sentido preocuparse por ello. Estaba convencida de que nada más regresar a la oficina él ya había olvidado el incidente.


«¿Y qué si es así?», se preguntó mientras se secaba las manos. Además, no sabía por qué pensaba en él. Inquieta de repente, fue al salón. Apartó un oso de peluche que reposaba en el sofá, se sentó y recogió las agujas de tejer.


Se dio cuenta de que se había olvidado las gafas en la cocina. Pero podía ver lo suficiente para trabajar. Comenzó a tejer, decidida a superar la leve depresión que la asolaba desde hacía un tiempo. Decidió que necesitaba dejar de pensar tanto en Pedro y centrar la mente en otras cosas. En cosas que disfrutaba, como leer y tejer. Sonrió con ironía. 


Hacerle un jersey a su jefe no era el mejor modo de quitárselo de la cabeza.


Pedro no le gustaba recibir regalos, en especial nada que considerara demasiado personal. No obstante, Paula había decidido tejerle el jersey. El año pasado le había hecho una bufanda, y a él le había parecido bien. Además, disfrutaba tejiendo y no tenía idea de qué otra cosa podría regalarle para la Navidad.


Alzó la prenda para juzgar su avance, complacida al notar que solo le quedaban unos centímetros para acabar. 


Debería tenerlo listo con tiempo de sobra para las fiestas. 


Pedro no tenía que saber que lo había tejido, que había dedicado meses a su confección. Ni lo cara que había sido la lana merino de profundo tono chocolate. Haría que creyera que se lo había comprado y...


El timbre interrumpió sus pensamientos. De inmediato pensó que era Jay y dejó el punto a un lado. Su vecina había adquirido la costumbre de pasar por las noches a charlar un rato, y a Paula le gustaban esas visitas. Hacían que las largas noches de invierno transcurrieran más deprisa.


Abrió con una sonrisa de bienvenida en la cara, que se desvaneció lentamente y a punto estuvo de cerrar otra vez. 


En el rellano no iluminado había un hombre. Se lo veía de perfil, con los hombros doblados contra la ventisca mientras miraba algo que tenía a su espalda. Durante un momento no lo reconoció.


Pero entonces giró y la luz del salón se proyectó sobre los duros ángulos del rostro e iluminó los ojos íntensos.


A Paula el corazón le dio un vuelco y luego se le aceleró. Se preguntó qué hacía ahí. Parecía... de algún modo amenazador. Pero eso debía ser por la barba de la tarde, que le oscurecía las mejillas y el mentón, haciéndolo parecer un gángster salido de una vieja película en blanco y negro. 


Los copos de nieve brillaban sobre su pelo oscuro y en los hombros del abrigo negro.


Por una vez sus ojos oscuros parecían serios... casi enfadados. Desconocía cuál podía ser la causa. ¿Habría ido algo mal en el trabajo?


—¿Pedro? —dijo insegura.