lunes, 26 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 43




Se repuso y se fue al comedor. Apoyó ambas manos en la mesa y esperó a que se le aclarara la vista. Lo habría conseguido si Paula no hubiera ido por detrás y lo hubiera agarrado de la cintura.


—Al final, lo que cuentan son las elecciones que hacemos, Pedro.


Aquellas palabras dispararon algo dentro de él. 


Nada de lo que antes había dicho o hecho Paula había conseguido conmoverlo así. Había intentado que no le gustara, había intentado despreciarla, olvidar que la había conocido. Pero aquellas palabras le hicieron ver la bondad y la honradez de aquella mujer.


Sintió que el pecho se le hinchaba. Una parte de su cerebro, la parte estúpida y arrogante a la que los hombres suelen obedecer porque se creen que los hace invencibles, se rebeló contra él por mostrarse tan débil. Pero la otra parte le dio el valor para decir en voz alta lo que llevaba guardado en el corazón desde hacía meses.


—Te quiero, Paula. Te quiero demasiado para dejar que hagas eso. Por favor... no lo hagas. ¡No lo hagas!


—Es por Natalia. Mi hermana... tu hermana — contestó ella abrazándolo y poniéndolo de frente a ella—. ¿Cómo puedes pedirme que no lo haga?


—Porque si algo te sucediera —dijo él con la voz quebrada—, yo no podría seguir viviendo.


Paula lo miró y él vio el futuro en sus ojos. 


Hablaban de felicidad.


—Tú nunca has tenido miedo, Pedro—le dijo Paula —. No me falles ahora, que te necesito para superar todo esto.


Pedro no pudo hacer nada para reprimir el gemido que salió de su garganta ni las lágrimas que brotaban de sus ojos. La veía borrosa, pero sabía perfectamente cómo era su cara. Aquella sonrisa, aquellos ojos que se nublaban de pasión y aquella piel, que sonrosaba de placer cuando hacían el amor.


Si la perdía, sabía que aquellos recuerdos se irían borrando con los años hasta que solo le quedara su voz.


La abrazó y hundió la cara en su pelo. Había luchado contra ella en lugar de haberla amado y seguía luchando contra ella, precisamente, porque la quería más que a nadie en el mundo. Incluida Naty.


—Me has acusado de no aceptarte en la familia — dijo Pedro cuando consiguió recuperar el control—, y tienes razón. No quería verte como un miembro de mi familia porque se supone que los parientes no se enamoran y no hacen el amor.


—¿Ni siquiera cuando no hay vínculos de sangre entre ellos? —le preguntó levantándole la cara—. Vamos, Pedro, tú eres demasiado bueno como para esconderte detrás de esa excusa.


—¿Bueno? Pero si no he parado de herirte y de rechazarte y tú solo querías que te aceptara. Contraté a un desconocido para que hurgara en tu vida personal en lugar de pedirte sin tapujos que compartieras conmigo todo, no solo la cama.


—No he dicho que seas perfecto —le susurró acariciándole la cara con tanta ternura que Pedro volvió a sentir ganas de llorar—. Solo que...


En ese momento, sonó el teléfono y ambos se quedaron de piedra. Una hora antes, Pedro la hubiera apartado, le hubiera dado la espalda y hubiera descolgado para que quedara bien claro quién mandaba allí. Sin embargo, la abrazó firmemente mientras descolgaba el auricular y lo ponía entre los dos para que ella también oyera.


—¿Pedro? —era la voz de su padrastro.


— Sí, Hugo, estoy aquí —contestó tenso—. Estamos los dos, Paula y yo. ¿Ha habido cambios? ¿Tenemos que ir al hospital?


— ¡No... no! Es que... —se interrumpió. 


Pedro vio que Paula tenía los ojos llenos
de lágrimas.


—Malas noticias, ¿verdad? Vamos para allá — dijo abrazando a Paula.


—No, no —contestó Hugo—. Por fin, Natalia se está recuperando. Ha mejorado, está respondiendo al tratamiento. El médico nos acaba de decir que llevará tiempo, pero se ha mostrado muy optimista.


Pedro apoyó la frente en la de Paula y cerró los ojos.


—Gracias a Dios —suspiró.


—Exacto. Sé que es tarde y que debéis de estar agotados, así que no os entretengo más. Supuse que no os importaría que os despertara para daros buenas noticias. Dale un beso a Paula y descansad. Tu madre y yo ya hemos empezado a hacerlo.


Pedro colgó lentamente y se volvió hacia Paula.


—¿Lo has oído?


— Sí —contestó ella con la voz temblorosa y una lágrima resbalándole por la mejilla.


— ¿Eres capaz de irte a dormir ahora? —le preguntó quitándole la lágrima con el pulgar.


— De repente, se me ha quitado el sueño.


—A mí, también —dijo él acercándola hasta que sus bocas se rozaron—. ¿Quieres que hagamos otra cosa?


La emoción del momento había subido tanto que ambos sabían que solo había una manera de satisfacerla.


—Depende —sonrió ella.


— ¿De qué? —dijo él dándole un beso en cada párpado.


— De lo que tengas en mente —contestó acariciándolo como si sus manos fueran finos instrumentos de tortura.


Pedro sintió un tremendo deseo, la levantó en sus brazos y la llevó a su dormitorio.


—Antes has dicho que siempre que hablamos, terminamos mal, así que prefiero demostrártelo con actos.


Mucho más tarde, cuando Paula lo había dejado tan exhausto que Pedro se preguntó si sería capaz de volver a estar a la altura de las circunstancias de nuevo, ella tuvo el nervio de decir que tenía hambre.


—Pero bueno, las mujeres sois insaciables —se quejó él.


—Estaba pensando en los emparedados. Sería una pena que se echaran a perder.


Pedro abrió un ojo.


—¿Lo quieres con ketchup?


La suave sonrisa de Paula bañó su cuerpo y, por la respuesta de este, Pedro se dio cuenta de que el tigre todavía tenía fuerzas.


—Te quiero a ti, con o sin ketchup —contestó ella acariciándole el pecho.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 42




TE has pasado la entrada principal —dijo Paula. 


Llevaban todo el camino sin hablar.


Paula estaba sumergida en sus propios pensamientos y sabía que Pedro también, así que no vio la necesidad de sacar un tema de conversación.


— Ya lo sé —contestó él.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos?


—A mi apartamento. Yo uso la entrada de atrás. Se tarda menos.


Paula no quería ir a su apartamento. Se encontraba demasiado débil como para enfrentarse a los recuerdos que la aguardaban allí.


—No me parece una buena idea, Pedro.


— Si nos llaman del hospital en mitad de la noche, tardaremos menos si no tengo que ir a la casa grande a buscarte —contestó. Unos quinientos metros más abajo, entró por una verja más pequeña que daba paso a un estrecho camino con árboles a ambos lados, que terminaba en un claro frente a las cuadras—. Además, tenemos que hablar.


— Siempre que hablamos, terminamos mal —dijo ella apartándose el pelo de la cara—. No sé tú, Pedro, pero yo ya he tenido suficiente por hoy.


—Bien, yo hablaré y tú solo tendrás que escucharme — dijo saliendo del coche y yendo a su lado a abrirle la puerta—. Vamos, Paula. No podemos estar enfrentados en un momento así. Tenemos que hacer frente común.


Paula se encontraba demasiado cansada como ponerse a discutir y, además, no le apetecía quedarse sola. No quería tener pesadillas. Lo observó bajar el equipaje y lo siguió escaleras arriba hasta su casa.


El apartamento tenía otro aire. Ya no era verano. 


Había una estufa en la chimenea y el naranja del fuego se reflejaba en el techo blanco. Había movido los sofás y los había puesto de cara al fuego. Solo había una ventana abierta, solo una rendija. Fuera todo estaba negro, pero se oía el fluir del río y recordó los innumerables paseos que Natalia y ella habían dado por sus orillas con Katie. Allí donde mirara había recuerdos dolorosos.


Pedro dejó las maletas en el suelo y se dirigió al armario. Oyó un ruido de cristal y de líquido.


—Toma —le dijo acercándose al sofá donde ella se había dejado caer—. No te muevas y bébete esto.


—¿Qué es? —dijo mirando la copa de forma sospechosa.


— No es veneno. Yo suelo tomar whisky escocés, pero, cuando me enteré de que venías, compré jerez porque sé que es lo que tú tomas. Venga, Paula, no me hagas que te tape la nariz y te lo haga tragar. Los dos necesitamos algo que nos reconstituya un poco.


—Dudo mucho que el alcohol lo haga —le contestó—. Por si no lo sabes, el alcohol
deprime y yo ya me encuentro lo suficientemente baja de moral —suspiró—. ¿Qué pasa si donas un riñon, Pedro?


El no contestó. Desapareció por una puerta que había al fondo de la estancia y Paula oyó ruido de cacharros de cocina y, al rato, percibió olor a beicon frito.


Conocía al Pedro Alfonso abogado y amante, pero aquel despliegue de amo de casa la pilló por sorpresa. La curiosidad pudo al cansancio y se levantó a investigar.


Estaba cortando tomates, con las mangas de la camisa remangadas y un trapo en la cintura.


—¿No te había dicho que no te movieras? —le dijo sin apartar la mirada de la tabla.


—Quería ver la cocina —contestó apoyándose en la puerta; más bien, dejándose caer sobre ella mientras iba notando que su cuerpo se relajaba por el efecto del jerez—. No sé por qué, nunca me imaginé que tuvieras cocina.


—¿Te creías que tenía unos enanos que venían por la noche a dejarme la comida en la puerta? —sonrió él,


— Supongo que no pensé demasiado en ello. Cuando estábamos juntos... solíamos dedicarnos a explorar otros caminos —contestó ella dando otra trago al jerez—. No me has contestado, Pedro.


—¿A qué?


—A lo del transplante de riñon. Tú ya te has informado, así que cuéntamelo. ¿A qué se enfrenta el donante?


Pedro apartó los tomates, metió dos rebanadas de pan a tostar y abrió la nevera.


— Lo siento, no tengo patatas fritas, pero hago unos emparedados de beicon, tomate y lechuga estupendos. ¿Quieres mayonesa?


— ¡A mí, como si le pones mermelada de fresa! Deja de ignorar la pregunta, Pedro. No pases de mí de esta manera.


—Me niego a hablar de algo que no va a suceder. Naty se va a poner bien sin necesidad de un transplante.


— ¿Y si no es así y acaba necesitando un riñon, que vas a hacer entonces? ¿Me dirás que me vaya y que me calle, como siempre?


—No sabes parar, ¿verdad, Paula? —le espetó furioso cerrando la nevera de una patada—. ¿Por qué te empeñas en agotar los temas y a los que están involucrados? ¿Qué quieres?


—Que me trates como a un miembro de la familia en lugar de como a una paria que se mete en tus asuntos, estaría bien para empezar. Y que me contestaras de manera razonable cuando te hago preguntas razonables.


—Bien —contestó—. Te hacen análisis de sangre y radiografías para saber si estás sana y eres compatible con Naty —dijo poniendo dos rebanadas más de pan y retirando las que ya estaban tostadas—. Si pasas esas pruebas, te hacen más y te evalúan varias personas, incluido un trabajador social, para saber si realmente quieres donar el órgano.


—¿Y luego?


Pedro levantó los ojos y la miró con aquellos inolvidables ojos azules.


— Si todo da positivo, te abren y te quitan un riñon.


Lo dijo así de crudo adrede, esperando que la brutalidad de sus palabras hiciera que Paula lo reconsiderara. Tendría que haber sabido que no iba a ser así. Aquella mujer había pasado por cosas terribles aquel año y, una más, no la asustaba.


—Valdrá la pena si eso le salva la vida a Natalia —contestó.


—¿Y tu vida? —preguntó furioso sacando las otras tostadas y poniéndolas sobre la tabla de cortar—. ¿Qué hay de los riesgos que correrías y de las posibles limitaciones que sufriría tu salud a la larga?


—La vida está llena de riesgos, Pedro. Vivimos con ellos desde el momento en el que nacemos. La mayor parte de las veces, conseguimos esquivarlos, pero, cuando alguien a quien queremos nos necesita, no nos paramos a evaluar el riesgo. Hacemos lo que sea por ayudarlo y, si eso implica arriesgarse... — se encogió de hombros—... nos arriesgamos. Si Natalia necesita un riñon y yo puedo dárselo, se lo daré.


Pedro se tenía por un hombre capaz de aguantar mucho, pero, de repente, llegó a su límite. Llevaba una semana sin dormir, había visto envejecer a su madre y a Hugo ante sus ojos en cuestión de días, había visto empeorar a Naty y estaba dispuesto a mover cíelo y tierra para ayudarla, pero no había previsto aquello. 


No había contado con verse entre la espada y la pared, no había contado con que su corazón pudiera sufrir tanto.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 41




El horario de visitas había terminado cuando llegaron al hospital y los pasillos estaban completamente silenciosos. Sin embargo, en la zona de la unidad de cuidados intensivos, la gente paseaba arriba y abajo distraída, con la cara tensa de ansiedad.


AI entrar, se encontraron con una enfermera que se paró a hablar con Pedro.


—Me alegro de que haya vuelto, señor Alfonso. Me temo que su hermana ha empeorado. Los médicos están hablando con sus padres —los informó señalándoles una pequeña habitación—. Están ahí, si quieren pasar.


—¿No hay nadie con mí hermana?


—Ahora mismo, no. pero está monitorizada. 


Pedro miró a Paula.


— Yo iré con ella —dijo Paula—. Tú vete a ver qué están diciendo los médicos.


—Gracias. Tengo que estar allí.


«Y yo también, pero incluso en momentos como estos sigues sin considerarme parte de la familia. Parece que estoy de adorno», pensó con tristeza.


Sin embargo, no era el momento de hablar de ello. Lo que importaba era Natalia.


Estaba en una camita blanca, con tantos tubos y una cara tan pálida que Paula temió haber llegado demasiado tarde.


—No se asuste —le dijo la misma enfermera indicándole una silla junto a la cama—. Todos estos aparatos dan miedo, pero tienen un cometido y están funcionando, que es lo que importa.


Pedro se lo había advertido, pero Paula no estaba preparada para aquello. No parecía la misma persona. Ella la recordaba riéndose, bromeando, llena de vida, dispuesta a vivir su gran aventura de La India, sana y vital.


— Se va a poner bien, ¿verdad? —murmuró con la voz quebrada.


— Eso esperamos, pero no estaría de más rezar para que se produjera un milagro —le contestó la enfermera tocándole el hombro con delicadeza—.Hable con ella. Que sepa que está usted aquí y que la quiere.



****

—Eso es lo que hay. Esperemos que no tengamos que llegar a ese punto, pero es mejor estar preparados. Puede que el transplante sea la única opción — los informó el jefe de servicio.


Pedro miró a su madre y, luego, a Hugo. La desesperación y el dolor los hacían parecer más viejos, ya no eran aquellas personas mayores con el corazón joven, estaban destrozados. Si Naty moría, ellos no tardarían mucho en reunirse con ella. ¡No podía permitirlo!


— ¿Está usted completamente seguro de que no puedo ser yo el donante?


—Ya se lo he dicho, señor Alfonso. Las pruebas dicen que no, ya ha visto los resultados. Aunque hubieran sido hermanos por ambas partes, siempre hay posibilidades de que no se pueda ser donante. Es así... —dijo el médico encogiéndose de hombros, como si le hubiera tenido que contar lo mismo a muchas familias.


—¿Y nosotros? —preguntó Hugo—. ¿Su madre y yo...?


—Me temo que no puede ser. Tienen ustedes la edad en contra.


— Quiero que hablen con todos los hospitales de este continente —dijo Pedro luchando por contener la ira que lo invadía—. No, quiero que hablen con Europa, con Asia, con Australia, con Sudamérica. Yo pagaré un avión si hace falta a cualquier rincón del mundo para que el riñon llegue aquí si hace falta.


— Antes de llegar a eso, hay otra posibilidad — dijo Paula desde la puerta. Sus ojos se encontraron y Pedro se dio cuenta de que había estado llorando—. Quiero que me hagan las pruebas.


— ¡Dios mío! —gimió Cynthia—. ¡Paula, gracias!


— Querida hija mía, ya nos has dado tanto. Y ahora esto... —dijo Hugo luchando por permanecer en pie.


— ¡No! —exclamó Pedro —. ¡No, Paula, no!


—¿Por qué? También es mi hermana. Tú no dudaste en ofrecerte. ¿Por qué no iba yo a hacer lo mismo?


—Porque no —contestó él


—Me vas a tener que dar otros motivos porque «porque no» no me vale —dijo ella con las cejas enarcadas.


— Hay otras razones —contestó debatiéndose entre las dos opciones. No podía dejar que Naty muriera, pero la idea de Paula,... su Paula... aquel cuerpo maravilloso y perfecto siendo... —. No —repitió—. Tiene que haber otra solución.


— Me parece que deberían consultarlo con la almohada — los aconsejó el médico—. No es una decisión que se pueda tomar a la ligera y, de todas formas, esta noche no se puede hacer nada, así que sería mejor que se vayan a casa a dormir. No es bueno tomar decisiones cuando se está tan cansado y bajo tanta presión. Si sigue usted pensando lo mismo mañana, díganoslo y le haremos las pruebas —concluyó dirigiéndose a Paula.


—¿Y si soy compatible?


— Llegado el caso, y me gustaría recalcar que no estamos todavía en ese punto y espero que no lo estemos nunca, un urólogo con experiencia en transplantes se ocuparía de usted y de su hermana y se encargaría de realizar la operación.


— Llévate a Paula a casa —dijo Hugo cuando se fueron los médicos —. Tu madre y yo nos vamos a quedar con Natalia.


— Pero ya has oído lo que ha dicho el doctor — le dijo Pedro—. Todos necesitamos descansar.


— Sí, pero sabes tan bien como yo que ninguno de nosotros va a dormir. Hay butacas reclinables, mantas y almohadas en la sala de espera. Os llamaré si se produce algún cambio, pero nosotros debemos quedarnos aquí, con nuestra niña, y yo estaré mejor si sé que tú te ocupas de mi otra hija.


¡Por supuesto que iba a cuidar de ella! Aunque le llevara toda la noche, debía convencer a Paula para que, no se ofreciera como donante.


—Bien, vamos Paula. Te llevo a casa.