domingo, 19 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO FINAL




—¿Ya te has cansado de mi familia? —le preguntó Pedro a su esposa.


Estaban en el porche de la casa de sus padres en Long Island, contemplando el mar, la arena… Rodeados de hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tíos, tías, primos… 


Todos ellos miembros de la familia Alfonso… A veces era difícil averiguar los parentescos.


—Son tu familia también —añadió con una sonrisa—. Son mi regalo de boda.


Pau se rio y le rodeó con ambos brazos.


—Les quiero —le dijo, poniéndose de puntillas para llegar a su altura—. A todos —añadió.


Llevaba toda la semana en la Luna, desde el momento en que él le había puesto el anillo de compromiso. Era el anillo de su madre…


—Es un recuerdo de familia —le había dicho Malena Alfonso a su hijo, riendo y llorando al mismo tiempo, contenta de saber que por fin se iba a casar con una mujer a la que amaba de verdad—. Tu padre dice que estamos empezando de nuevo, que se está convirtiendo en un hombre nuevo. Me va a regalar otro anillo.


—No puedo aceptar el viejo —le había dicho Pedro.


—No. Yo te lo doy —le había dicho su madre—. Pero solo si Pau quiere.


Y Pau quería. Los padres de Pedro eran encantadores… La querían mucho, y ella a ellos… Malena le había tomado afecto enseguida, y Socrates se la había ganado fácilmente.


—Creo que se te dan muy bien las relaciones de familia.


—Estoy aprendiendo —le aseguró Pau.


Había sido una boda íntima. Solo habían asistido Maggie, los padres de Pedro, Mariana y Hernan. Dario estaba de servicio en alguna parte del mundo…


—Si supiéramos dónde, tendría que matarnos —le había dicho Pau a Pedro en un tono bromista después de colgarle a Mariana el día que la había llamado para invitarla a la boda.


Abrazó a su esposo.


—Me alegro mucho de que hayan venido.


—Y yo. A lo mejor Hernan se acuerda de nosotros.


—No se va a olvidar nunca. Mariana me dice que le habla mucho de nosotros. Dice que le encanta el peluche conejo —añadió, poniéndose seria—. Gracias por mandárselo.


Pedro sonrió.


—Todos los niños necesitan uno de esos —dijo él y le dio un beso en la nariz.


Y también necesitaban una familia… Una familia como la que él le iba a dar.


La fiesta de los Alfonso coincidía con el festín de la boda… Paula hablaba con todos los familiares de Pedro… Incluso acababa de conocer a uno nuevo…


—Daniel —le dijo George, presentándole a su hijo de cinco meses. Era otro de los hermanos de Pedro.


—¿Puedo tomarle en brazos? —le preguntó Pau.


George le puso al niño en los brazos y un resplandor sin medida iluminó el rostro de Pau.


—Serás el padrino, ¿no? —le preguntó George a su hermano. Parecía contento, un poco sorprendido al ver que Pedro estaba de acuerdo.


—Sí —dijo este, asintiendo.


—Así practicará un poco —dijo Pau, sonriéndole al bebé, Daniel.


George levantó una ceja.


—Sí, ¿verdad?


De repente Pedro se dio cuenta… Fue como si le hubieran dado un puñetazo.


—¿Pau? —la miró fijamente.


Ella estaba radiante. Su rostro resplandecía. Pero no era por George. Era por él.


—¿Un bebé? —le preguntó. De repente, sentía pánico, euforia…


—Sí —dijo ella, rodeándole con ambos brazos, inclinándose contra su pecho.


Pedro la atrajo hacia sí, le dio un beso en la cabeza… Trató de imaginarse a ese niño que estaba por nacer… No podía…


Pau estaba tarareando una canción que él conocía…


Sonrió.


Era un día maravilloso…






FUTURO: CAPITULO 24





La gala fue como un baile de cuento de hadas. Magníficas arañas rutilantes, apliques revestidos en oro, ventanas panorámicas que ofrecían las mejores vistas de la pista de golf situada junto a la casa del jefe de Adrian. Hombres con corbata negra e impecables camisas blancas, mujeres con largos trajes de noche que brillaban y resplandecían. Y, por una vez, Pau no parecía fuera de lugar. Bien podría haber sido un auténtico cuento de hadas, de no haber sido porque el verdadero y único amor de Pau estaba a cientos de kilómetros de allí… Por fuera sonreía sin parar, pero por dentro estaba hecha un mar de lágrimas. La vida no era una fantasía al fin y al cabo. Había hecho lo correcto, no obstante, rompiendo su compromiso. Ella lo sabía. Adrian lo sabía. Y aunque fuera a pasar la noche sola en su apartamento, no podía hacer otra cosa que intentar pasarlo bien en la medida de lo posible. Además, no había razón para no hacerlo.


Había bailado con varios de los invitados, hombres que normalmente veía en las revistas de economía y en las páginas de sociedad de los periódicos… Habían sido encantadores con ella.


Nunca había bailado con Pedro…


—¿Cansada? —le preguntó Adrian al ver que le cambiaba el gesto de la cara.


—Sí. Un poquito —Pau esbozó su mejor sonrisa y asintió con la cabeza.


—Podemos irnos si quieres.


—Cuando quieras.


Durante el viaje en coche de vuelta a la ciudad, ambos guardaron silencio. No había nada que decir. La velada había sido agradable, pero ya había terminado. A lo mejor incluso sería la última vez que lo vería. Eran más de la una cuando llegaron a la ciudad. El coche subió la empinada colina sobre la que vivía Pau en una casita adosada con un techo puntiagudo. Había dejado una luz encendida en su apartamento del tercer piso. Pero la luz del porche estaba apagada. La familia que vivía en ese piso ya se había ido a la cama.


—No voy a entrar —dijo Adrian al detenerse delante de la casa.


Ni siquiera apagó el motor.


—Buenas noche, Pau —dijo, quitando el bloqueo de las puertas. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Gracias por venir. Adiós.


Ella se le quedó mirando, sorprendida. Él siempre había sido muy caballeroso. Siempre la acompañaba hasta la puerta… 


Pero antes de que pudiera decir nada, la puerta del coche se abrió por su lado abruptamente.


—Buenas noches, Landry —dijo una voz seca y dura.


Pedro… Pau se volvió y se quedó mirándole. Su rostro estaba en sombras.


—Me pareció verte —dijo Adrian—. Buenas noches, Alfonso —añadió.


Pedro tomó la mano de Pau y la sacó del coche.


—Buena suerte.


—La voy a necesitar —le contestó Pedro a Adrian. Cerró la puerta del coche con la otra mano, sin soltar a Pau, como si temiera que se pudiera escapar en cualquier momento.


Ella se volvió hacia él bajo la luz de la farola. Parecía cansado, demacrado, fiero… Estaba sin afeitar, con ojeras…


 Ella se le quedó mirando, deseando que dijera algo.


—¿Qué estás…?


—Hace mucho frío. ¿Podemos entrar?


—Yo… Sí. Claro.


Llevaba una camiseta, unos vaqueros y una chaqueta fina, muy apropiada para el sur de California, pero no tanto para San Francisco en mitad de marzo. Pau subió los peldaños que llevaban al porche y entró en la casa. Él fue tras ella. La escalera era estrecha y empinada.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó por encima del hombro mientras subía.


—Cinco, seis horas.


Ella se dio la vuelta de golpe y le miró.


—¿Cinco o seis horas?


Él se encogió de hombros.


—No recordaba que ibas a estar en ese maldito baile. Pensaba que ya habías terminado con él.


—¿Porque tú me demostraste que no le quería?


Pau casi le oyó apretar los dientes. No estaba segura de quererle en su apartamento si iban a empezar a discutir de nuevo. De repente él le quitó la llave de las manos, abrió la puerta él mismo…


—Después de ti.


Pau tuvo ganas de darle una patada en la espinilla, pero se aguantó. Él cerró la puerta al entrar.


—¿Por qué no me dices por qué estás aquí?


Pedro no dijo nada. Caminó unos segundos por el salón y entonces se detuvo.


—Estás preciosa —le dijo, mirándola. Sonaba como una acusación.


—Gracias —ella se quedó quieta, sosteniéndole la mirada, esperando a que dijera algo más.


—No se trata de Landry.


—Me alegra oír eso —por lo menos esa vez podrían discutir sobre otra cosa.


—Sabía que no te casarías con él.


Pau guardó silencio.


—¿Te casas conmigo?


Ella pensó que la música debía de haber estado demasiado alta durante la gala. Claramente no había oído bien… Se quedó mirándole, segura de haber oído algo que no era.


—¿Que la casa qué? —dijo. Eso debía de ser lo que él había dicho.


—Maldita sea —parecía que le estaban arrancando las palabras—. He dicho… ¿Te casas conmigo?


Esa vez sí que le oyó bien, alto y claro. No había dudas. Pau miró a su alrededor, buscando un sitio donde sentarse. La silla más cercana estaba a un par de pasos… Llegó hasta ella a duras penas. ¿Le había pedido que se casara con él? 


Sí. Lo había hecho.


—¿Por qué? —le preguntó, tragando en seco.


Pedro se pasó una mano por la cara, respiró hondo y siguió adelante.


—Porque te quiero. Porque quiero vivir mi vida contigo.
Porque quiero despertarme a tu lado todas las mañanas e irme a la cama contigo cada noche. Porque quiero hablar contigo, escucharte, hacerte el amor, tener niños y nietos contigo… ¿Qué te parece, para empezar? —la miró, angustiado, todavía al otro lado de la habitación.


Por suerte Pau seguía sentada. De no haber sido así, las rodillas le hubieran temblado. Le creía, porque seguía lejos de ella. No había intentando acercarse, no había intentado influir en ella con sus innegables encantos masculinos. No había habido besos, ni caricias… Solo palabras… Las palabras adecuadas. Se rio nerviosamente.


—¿Para empezar? —repitió—. ¿Es que hay más? Me tienes en el bote desde que dijiste eso de «te quiero».


Él fue hacia ella rápidamente, se agachó junto a la silla, la abrazó.


—Oh, Dios, Pau, ¿estás segura?


Nunca había estado tan segura de nada en su vida. Él había sido demasiado sincero como para dudar en ese momento.


—Sí. Claro que sí.



Le hizo incorporarse y entonces él la estrechó entre sus brazos. Se sentó en la silla, la hizo sentarse sobre sus piernas. Ella le quitó la chaqueta y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. Él puso las manos sobre su brillante vestido color cielo estrellado y gimió.


—Ni siquiera sé cómo funciona esto.


—Es muy sencillo —dijo ella. Se puso en pie, buscó la cremallera escondida y la bajó. Sacudió un poco el cuerpo y el vestido cayó a sus pies, formando un charco de luz a su alrededor.


—Me gusta —dijo Pedro, atrayéndola hacia sí de nuevo.


Pero Pau tenía una idea mejor. Le agarró de la mano y le condujo al dormitorio. Allí él terminó de desvestirla, se quitó los pantalones y se tumbó con ella en la cama. Hicieron el amor rápido y frenéticamente. Estaban hambrientos, desesperados… Después, tumbada junto a él, Pau deslizó la palma de la mano por el contorno de su espalda. Él la observaba y Paula se preguntaba si alguna vez se cansaría de él.


Imposible.


Él deslizó una mano sobre su cabello, enredó los dedos en sus rizos caprichosos.


—Precioso —murmuró—. Mío —añadió.


—Tuya. Siempre lo he sido.


—Lo sé. Ahora lo entiendo. Un poco, por lo menos.


—¿Qué quieres decir? ¿Cómo?


Fuera lo que fuera lo que había entendido, le había hecho volver junto a ella…




FUTURO: CAPITULO 23






El matrimonio de sus padres no era su problema. Pedro se lo repitió una y otra vez esa noche, pero por más que quería creerlo, no podía. Llevaba toda la vida dando por sentado que sus padres eran inseparables. Tenía que hacer algo para que volvieran a estar juntos. Pero ellos tampoco se lo ponían fácil.


—Estoy teniendo la vida que quiero —le decía—. Me he pasado los últimos cuarenta años viviendo la de tu padre.


—¿No lo quieres?


—Claro que sí. ¡Viejo estúpido! Lo quiero, pero no quiero sus negocios. Y no me gusta que sea tan egoísta. Hace lo que le da la gana sin pensar en las consecuencias, sin pensar en cómo sus actos afectan a los demás. Le quiero, pero le voy a perder —parpadeó varias veces y se frotó los ojos.


—No vas a perderle. Vas a divorciarte de él.


—Pero no quiero quedarme de brazos cruzados, viendo cómo se destruye.


—¿Y es mejor dejarle? —Pedro no lo comprendía.


—Sí —dijo su madre con firmeza—. Lo es. Quedarme me está matando poco a poco.


Pasó un día completo. Y otro. A la noche siguiente, su padre todavía no había llamado para saber de su madre. Y su madre no mostraba signos de darse por vencida. Pero cuanto más la escuchaba, más entendía sus sentimientos. 


Por alguna extraña razón, lo que su madre le decía le hacía pensar en Pau. Las dos eran mujeres entrañables, daban amor sin esperar nada a cambio… Y eso le llevaba a pensar que él tenía mucho más en común con su padre de lo que quería creer. Ambos eran egoístas, hombres testarudos, ciegos…


—Voy a llamar a papá, mamá.


Eran poco más de las siete del jueves por la noche; más de las diez en Nueva York, si su padre estaba allí. Malena Alfonso levantó la vista hacia su hijo. Estaba pálida, desolada. 


No dijo ni una palabra.


—Si no quieres que lo haga, será mejor que me lo digas ahora —le dijo Pedro.


—No sé si servirá de algo —dijo ella con un hilo de voz, bajando la vista.


Pedro tampoco lo sabía. Se detuvo en el umbral y la observó durante unos momentos. Respiró hondo, fue hacia su taller para tener algo más de privacidad, y llamó a su padre.


—Alfonso —dijo su padre, contestando al momento. Su voz sonaba malhumorada, como siempre.


—Papá… Soy yo, Pedro.


Hubo un instante de vacilación.


—¿Sabes dónde está tu madre?


—Sí —respiró—. Está aquí conmigo.


—¿En California? —su padre sonaba a medio camino entre el enfado y el alivio—. Pero ¿qué está haciendo allí? ¿Te pasa algo?


—No. Pero a ella sí —Pedro se atrevió a hablarle así porque le conocía muy bien—. Le pasa algo contigo —se hizo un silencio—. Deja de ser tan egoísta.


—¿Egoísta? Trabajo sesenta horas a la semana. Más incluso. Lo hago por ella. ¡Por ti!


—Sí. Y por ti también —apuntó Pedro—. Eso es lo que aportas a la familia, ¿verdad? Así te sientes útil.


—Soy útil —dijo Socrates Alfonso con contundencia.


—Claro que lo eres. Pero no solo para los negocios. Mamá te quiere —le dijo Pedro con emoción—. Demasiado como para sentarse a ver cómo te destruyes. No está dispuesta a hacerlo, así que no la obligues.


—¿Se trata de mí entonces? —exclamó Socrates con prepotencia.


—Se trata de los dos, de vosotros y de la pareja que hacéis. Cuarenta años, papá. Eso es mucho tiempo. Me impresiona. No lo había pensando hasta ahora. Y aunque lo hubiera hecho, seguramente hubiera creído que era algo fácil, un paseo… —dijo, pensando que no solo estaba hablando para su padre. Estaba hablando para sí mismo también—. No lo tires por la borda, papá.


—No he sido yo el que se ha ido.


—No la dejes ir. No malgastes tus oportunidades de ser feliz. Daros otra oportunidad.


No sabía si aquellas palabras iban a servir para algo. Su padre no hacía promesas. Masculló algo y se quejó de que Lena nunca le entendía. Se quejó de sus hijos… Dijo que no valoraban lo mucho que él había trabajado por ellos. Pedro le dejó hablar. Escuchó. Podía oír el egoísmo en las palabras de su padre, y también el dolor que se negaba a reconocer como propio. No hacía más que intentar esconder sus sentimientos.


Él también había estado ahí, unos días antes. Una mujer maravillosa le había abandonado porque había sido demasiado egoísta… Una mujer a la que amaba.


Pedro se mesó el cabello. ¿Querría ella darle otra oportunidad? Era difícil saberlo…


Llamaron a la puerta poco después del mediodía. Era sábado. Pedro se había pasado la mañana intentando encontrar la manera de ir a San Francisco sin tener que dejar sola a su madre. Al final halló la solución preguntándose qué haría Pau en esa situación.


Llevársela consigo. Casi podía oírla diciendo las palabras…


La idea no le hacía mucha gracia. No quería tener que confesarle a su madre el por qué de un viaje tan repentino a San Francisco. Además, sabía que, si lo hacía, ella se empeñaría aún más en acompañarle. Querría conocer a Pau, ver a la mujer que había vuelto loco a su hijo pequeño.


Los golpes a la puerta se hicieron cada vez más fuertes. 


Molesto, Pedro la abrió de par en par.


Su padre entró directamente, mirando a un lado y a otro como si esperara ver a su mujer escondida detrás de una silla.


—¿Dónde está?


Pedro cerró la puerta y miró a su testarudo padre.


—Hola.


Su padre le saludó con un gesto serio y entonces se mesó el cabello.


—¿Dónde está tu madre?


—Fue a la panadería. Volverá en cualquier momento.


Apenas acababa de decir la frase cuando la puerta se abrió de nuevo.


—Se acabaron las rosquillas, así que… Oh —se ruborizó rápidamente al ver al hombre que estaba en mitad del salón.


Socrates también la miró fijamente. Ninguno de los dos habló. Y eso fue muy extraño. Pedro no podía recordar un momento como ese, en el que sus padres se hubieran quedado sin palabras. Siempre hablaban, demasiado… Pero en ese instante, simplemente se limitaron a mirarse.


—Muy bien —dijo Pedro. Le quitó la bolsa de la panadería a su madre de las manos y se la dio a su padre.


—Lleva esto a la cocina y prepárale una taza de té a mamá.


Su padre se le quedó mirando.


—El agua caliente está sobre el hornillo. Muy sencillo.


Pedro —dijo su madre, intentando apaciguar los ánimos.


—Que te haga una taza de té. Y después los dos os sentáis, coméis, y habláis un poco. Y os escucháis también. Y yo espero que eso sea suficiente para arreglar las cosas. Lo espero de verdad. Me tengo que ir.


Dio media vuelta, fue hacia su dormitorio, metió algo de ropa en una mochila, agarró su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Ni su padre ni su madre se habían movido.


—No puedo arreglar esto por vosotros. Eso lo tenéis que hacer vosotros mismos. Deseadme suerte.



—¿Suerte?


—¿Por qué, Pedro? ¿Adónde vas?


Pedro tragó en seco.


—A buscar a la mujer que amo.