jueves, 17 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 15

 


Paula no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Pedro advirtió un movimiento a través de la ventana.


Así que Paula estaba allí, en el jardín.


El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado tras de sí una espesa niebla.


Paula se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida en la niebla. El sonido de los pasos de Pedro la alertó, y se volvió sobresaltada.


Su mirada desconcertada hizo que Pedro se detuviera. Se miraron el uno al otro en tenso silencio. Paula tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Pedro soñaba últimamente despierto.


—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Paula por fin, mirándolo con recelo.


Pedro se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.


—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.


—Eso no es asunto suyo, doctor Alfonso.


Pedro. Me llamo Pedro.


Paula desvió la mirada.


Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Pedro. Lo estaba ignorando, y él no sabía cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía necesidad de hacerlo.


—¿Trabajas para Laura?


—Sí.


La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Laura, y tampoco terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.


—¿Cómo...?


—Como sirvienta.


Pedro se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué motivo habría terminado trabajando para Laura?


Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Paula Flowers.


—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.


Paula lo miró con el rostro encendido de indignación.


—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.


Pedro se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.


—Y yo no quiero que seas mi paciente.


La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y quizá también cierta indignación.


—¿Entonces qué es lo que quiere?


«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Paula debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.


Pedro se apoyó a su lado en el puente.


—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?


Paula dejó escapar un suspiro de exasperación.


—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.


—Dímelo.


Paula apretó los labios y desvió la mirada. Pedro continuó estudiándola, intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.


Al cabo de unos segundos, cuando Pedro estaba ya perdiendo la paciencia, Paula se volvió hacia él y lo miró a los ojos.


—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el comedor.


Pedro la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.


—¿Y por qué?


—¿Quiere decir que no lo sabe?


—La verdad es que no.


—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha quedado mirándome boquiabierto.


—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote boquiabierto?


—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.


—¿Y?


—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!


—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.


—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos chispeantes por el enfado.


—¿Entonces por qué te quejaste?


—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.


—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...


Pedro tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que lo asaltaba.


—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu médico?


—Por supuesto que no.


—¿Cuál es entonces?



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 14

 


Pedro continuaba sentado con la mirada fija en la dirección que Paula Flowers había tomado, apenas consciente de las respuestas que le estaba dando a su compañera de mesa.


Prácticamente había renunciado ya a volver a verla. Había estado atento durante toda una semana, esperando encontrársela o escuchar algún comentario sobre una recién llegada que encajara con su descripción. Pero nadie hablaba de ella, por lo menos delante de él.


Pronto había dejado de indagar. No quería que nadie reparara en su interés por ella, por lo menos hasta que supiera quién era y qué estaba haciendo allí. Quizá ni siquiera entonces continuara investigando. No era el tipo de mujer que pretendía encontrar. Era una mujer extraña, misteriosa, lo último que buscaba.


Así que había hecho todo lo que había estado en su mano para olvidarla.


Y no había funcionado.


Aquella noche, por primera vez desde su encuentro, había conseguido dejar de pensar en ella gracias a la distracción que le proporcionaba la cena de Laura. Pero entonces, en medio del relato de una estúpida anécdota, había alzado la mirada y la había encontrado frente a él.


La sorpresa lo había dejado sin habla. Estaba pálida, tenía un aspecto frágil, y estaba tan condenadamente hermosa que no había sido capaz de dejar de mirarla. ¿Pero qué estaría haciendo allí? Servir el café, evidentemente.


Y cuando había alzado su mirada increíblemente sensual hasta él, pensar se había convertido en un imposible. Su rostro conservaba el rubor que él recordaba de su primer encuentro, de la primera vez que la había tocado. Un poderoso deseo le exigía que volviera a tocarla, con más delicadeza aquella vez, de una forma que la haría temblar...


Pero era irritante que le bastara mirarla para que se desencadenara en su interior un deseo como aquél. Él era más fuerte que todo eso, era un hombre de principios, un hombre lógico, razonable, no un esclavo de los impulsos carnales. Podía ignorar el calor que se extendía por su cuerpo, ignorar aquellas estúpidas elucubraciones que lo llevaban a imaginar la expresión que tendría Paula en su cama.


Pero cuando se había marchado, sin dar la más ligera muestra de reconocimiento, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, todas sus intenciones de resistirse a aquellos sentimientos habían desaparecido. Así que pretendía ignorarlo, ¿verdad? Pretendía actuar como si no se hubieran visto jamás. Pues iba a enseñarle que no sería nada fácil.


Tuvo que apretar los dientes y recordarse que Paula tenía todo el derecho del mundo a fingir que no se conocían. Como paciente suya que era, tenía que tener garantizado el derecho a la confidencialidad de sus visitas.


Pero, a un nivel exclusivamente personal, no podía tolerar que lo ignorara. Quería provocarle una respuesta, por pequeña que ésta fuera. Una sonrisa, un ceño fruncido, quizá. Una expresión de reconocimiento. Paula se lo debía, por todas las noches de insomnio que le había causado.


Con una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso, había intercalado la queja de Paula sobre los callos de sus manos en la historia que estaba contando.


Paula había reaccionado de forma muy discreta. Estaba seguro de que nadie había advertido la tensión de sus labios. Por un momento, había llegado a temer que le vaciara la cafetera en el regazo.


Y aunque pudiera parecer extraño, una reacción de ese tipo lo habría aliviado. Se había preparado para agarrar cualquier objeto que la joven pudiera arrojarle, para agarrarla del brazo, sacarla de la habitación y castigarla con un largo y profundo beso...


Pero Paula había abandonado la habitación.


¿A dónde habría ido? ¿Se habría marchado? Y en cualquier caso, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Trabajaría para Laura? O quizá trabajara en el club de campo, como André.


¿Volvería a verla otra vez?


Pedro dejó su servilleta en la mesa y se levantó.


—Perdonadme. Tengo un asunto que atender —murmuró para Laura y los demás invitados que lo estaban observando.


Antes de que nadie pudiera preguntar nada más, se alejó en la misma dirección que Paula había desaparecido. En aquella ocasión, no iba a permitir que se marchara tan fácilmente.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 13

 


Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa, derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.


Laura Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón que realzaba el color castaño de su pelo. Monica, con un elaborado peinado y un top de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Alfonso.


Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal rojo, Paula se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.


Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.


—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor— uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a tono y tan salvaje como hermoso.


Paula se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico, evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.


Pedro iba adornando la historia con alguna que otra risa.


—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...


Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un expectante silencio, Paula continuó concentrándose en el café.


—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Laura.


Pero el médico no continuó su relato. Y Paula no pudo evitar el mirarlo a la cara.


Fue un grave error.


Su mirada se encontró directamente con la suya. Alfonso la estaba mirando con tal intensidad que la joven se sonrojó al verlo. Oh, la había reconocido. Eso era evidente. Rápidamente, desvió la mirada, justo a tiempo para darse cuenta de que tenía en la mano un azucarero, en vez de una taza de café. Avergonzada, lo dejó de nuevo en la mesa y tomó la taza que estaba a su lado.


El silencio del médico continuaba mientras los invitados esperaban el final de su historia. Por el rabillo del ojo, Paula veía que continuaba observándola. Los demás intercambiaban ya miradas de curiosidad. ¿Pero qué otra cosa iban a hacer? El médico la estaba mirando de una forma muy poco delicada.


—¿Qué estabas diciendo, Pedro? —volvió a preguntar Laura malhumorada. Evidentemente, no le hacía ninguna gracia tener que competir con su sirvienta para captar la atención de un hombre.


—Ah, sí —dijo el médico, en un tono que parecía indicar que ya no se acordaba de lo que estaba contando.


—¿La chica intentó ensillar al caballo y...? —repitió Laura.


—Y lo hizo muy bien —murmuró Pedro.


Pero todo el mundo pudo darse cuenta de que estaba pensando en otra cosa.


Aunque Paula no quiso arriesgarse a mirarlo de nuevo, mientras se dirigía hacia el final de la mesa pudo ver que la estaba observando. Y pronto iba a tener que servirle el café.


—Realmente, el problema llegó cuando montó el caballo —y para alivio de Paula, decidió continuar su relato—. Terminó montada de espaldas, y cuando le tendí la mano para que pudiera darse la vuelta, hizo algo completamente extraño. Apartó la mano y dijo que no soportaba mis callos.


Paula contuvo la respiración, parte del café que estaba sirviendo rebosó el borde de la taza, quemándole los dedos.


—¿Qué les parece, señoras? —aunque se dirigía a las mujeres con las que compartía la mesa, estaba mirando a Paula, con la cabeza ligeramente inclinada y un brillo peculiar en la mirada—. ¿Tan desagradables son los callos en las manos de un hombre?


Las mujeres contestaron todas al mismo tiempo, con un coro de risas que a la joven le resultó profundamente molesto. Aunque los demás no se dieran cuenta, ¡el médico se estaba riendo de ella!


Afortunadamente, en ese momento André terminó de servir la tarta. Sin darle ninguna explicación, Paula le pasó la cafetera y se alejó del salón. Jamás se había sentido tan humillada. O, por lo menos, no lo recordaba.