martes, 9 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 3





Solo podía hacer una cosa: encontrar a Dion y preguntar por la felina mujer de ojos verdes que lo acababa de dejar sin aliento.


Había sido increíble. De hecho, estaba tan descolocado y desconcertado por ello que casi no podía andar. Pero hizo un esfuerzo y, tras pasarse una mano por los labios para quitarse los restos de carmín, se puso en marcha y entró en el vestuario del equipo.


–¿Estás aquí, Dion?


Dion se dio la vuelta y caminó hacia él. Estaba con los jugadores, que en ese momento posaban para un fotógrafo.


–Hola, Pedro. Me alegra que hayas podido venir


Dion era el nuevo presidente de los Silver Knights, aunque su cargo era simbólico y no participaba en la dirección del club. Se había hecho rico en el mercado inmobiliario y había decidido invertir una pequeña fortuna en su deporte preferido, el rugby. Pedro estaba encantado con ello por muchos motivos.


–Yo también me alegro. ¿Qué tal va todo?


En lugar de responder a la pregunta, Dion se quedó mirando la chaqueta de Pedro y dijo, con perplejidad:
–¿Qué te ha pasado?


Pedro bajó la mirada y frunció el ceño al ver que las solapas de la chaqueta estaban impregnadas de algo aceitoso. 


Entonces, se acordó de que la mujer del pasillo se las había agarrado con fuerza y soltó una carcajada sin poder evitarlo. 


La muy bruja lo había hecho a propósito. Para darle una lección.


–No tengo ni idea… –contestó.


Dion arqueó una ceja y lo miró con escepticismo, pero Pedro hizo caso omiso y volvió a mirar al grupo de jugadores.


–¿Qué están haciendo?


–Están posando para el calendario anual.


Pedro sonrió.


–¿En serio?


En ese instante, se dio cuenta de que el cuerpo de los jugadores brillaba y preguntó al más cercano:
–¿Qué os habéis puesto?


–Aceite –contestó.


–Nos lo ha puesto ella… –comentó otro jugador, entre risas.


–Y ha sido increíble –intervino un tercero–. Aún siento el calor del manotazo que me ha dado… Es una sádica. Pero ha merecido la pena.


–¿De quién estáis hablando? –preguntó Pedro.


–De Paula.


Paula. Por fin sabía el nombre de la mujer a quien había besado en el pasillo. Y, si la memoria no le fallaba, era el nombre de la mujer de la que Dion le había hablado. La mujer que le podía ahorrar un buen problema. La que necesitaba para su nuevo proyecto.


Sin embargo, el proyecto era lo último que le importaba en ese momento. La irresistible y sensual Paula había despertado tanto su curiosidad que no se pudo resistir a la tentación de preguntar por lo que habían estado haciendo con ella.


–¿Y qué ha pasado?


–Nada grave. Le hemos pedido que nos pusiera aceite –respondió uno con sonrisa pícara–. Estábamos seguros de que nos mandaría al infierno, pero ha aceptado y nos lo ha puesto… a manotazo limpio.


Todos los jugadores rieron.


–¡Perfectos! ¡Así estáis perfectos! –exclamó el fotógrafo, cámara en mano–. Seguid hablando y riendo.


–Tendrías que haber visto la cara que tenía Paula.


–Supongo que se lo habrá pasado en grande –dijo Pedro.


–Es posible, pero con la expresión más seria que puedas imaginar. Esa mujer es fría como un témpano.


Pedro pensó que no podía estar más equivocado. Paula no tenía nada de fría. Pero se lo calló y, tras sacar los pocos objetos que llevaba en la chaqueta, se la quitó y la tiró al
cubo de la basura, consciente de que en ninguna tintorería le podrían quitar las manchas.


–¿Es la mujer que ha salido hace unos minutos del vestuario? Llevaba un vestido azul… Tiene pelo oscuro, ojos verdes y unas curvas que…


–Sí, esa es –lo interrumpió Teo, el capitán.


–Ah, así que ya os habéis conocido… –dijo Dion–. Te había hablado de ella. Es Paula Chaves. Se encarga de la organización, de las relaciones públicas y de un montón de cosas más.


Pedro asintió. Ya había llegado a la conclusión de que era la misma mujer, pero le extrañó que Dion no se hubiera molestado en comentar que tenía un cuerpo de escándalo.


–De todas formas, Paula está fuera de nuestro alcance –declaró Teo–. No le interesamos en absoluto.


–¿Por qué? ¿Es que está saliendo con alguien? –preguntó Pedro.


–Tengo entendido que no, pero no quiere saber nada de nosotros –respondió el capitán–. Es una mujer increíble… Y esconde tan bien sus emociones que nunca sabes lo que se oculta tras esos ojos.


–Unos ojos preciosos –comentó uno de sus compañeros.


–Tan preciosos como todo en ella –declaró otro jugador–. Pero no hay quien se le acerque. Es intocable.


El ego de Pedro se infló como un globo. Por lo visto, Paula Chaves era intocable para todo el mundo excepto para él.


–Sí, ya me he dado cuenta de que es una mujer impresionante.


–No me digas que te gusta… –dijo Dion.


De repente, los jugadores miraron a Pedro con cara de pocos amigos; aparentemente, no les agradaba la idea de que compitiera con ellos por el afecto de Paula. Pedro lo notó y decidió tranquilizarlos. Aunque solo fuera porque necesitaba que estuvieran de su parte y que lo ayudaran con su nuevo proyecto.


–No, no es que me guste. Me limitaba a constatar un hecho –afirmó.


A pesar de las palabras de Pedro, los jugadores no recobraron su anterior buen humor. Sin pretenderlo, había despertado el instinto protector de los miembros del equipo, que evidentemente respetaban y apreciaban a Paula.


Pedro tomó nota y se dijo que tendría que ser cauteloso, aunque no estaba dispuesto a renunciar a lo que sentía. 


Paula le gustaba demasiado. Y era obvio que él también le gustaba a ella.


–De todas formas, está fuera de tu alcance –comentó Teo–. Paula no sale nunca con hombres famosos.


Pedro guardó silencio, pero pensó que eso no era un problema. Para empezar, porque él no era famoso en el mismo sentido que los jugadores del equipo y, para continuar, porque Paula ni siquiera lo había reconocido.


–Yo no estaría tan seguro… –dijo Dion con una sonrisa–. Sospecho que Pedro tendría más suerte que los demás. ¿Apostamos algo?


–No, nada de apuestas –dijo Pedro–. Nunca apuesto en asuntos de mujeres. Da mala suerte.


Dion rio.


–Sí, puede que tengas razón. Pero basta de hablar de Paula… No quiero ni imaginar lo que diría si nos oyera.


Los jugadores rompieron a reír y el fotógrafo estuvo a punto de dar saltos de alegría, porque era una imagen perfecta para sus propósitos.


–Así que estáis posando para el calendario, ¿eh? –dijo Pedro, cambiando de conversación–. Seguro que os encanta posar.


–Si tú lo dices…


Uno de los jugadores gimió. Al parecer, estaban hartos de posar, pero el fotógrafo los llamó al orden y no tuvieron más remedio que seguir con la sesión.


Mientras los miraba, Pedro se puso a pensar en lo sucedido. 


Aún no sabía si había sido placentero o doloroso; pero, desde luego, había sido intenso. Y quería probar otra vez.


–¡Voy!


Pedro se puso en tensión al reconocer la voz que sonó al otro lado de la puerta. Era ella. Entró cargada con un montón de camisetas.


–Gracias, Paula –dijo Dion–. ¿Puedes hacer el favor de colgarlas en el armario? Será mejor que se duchen antes de ponérselas, o las dejarán perdidas de aceite.


Dion se giró entonces hacia Pedro y dijo:
Pedro, te presento a nuestra artista de las relaciones públicas, Paula Chaves. Paula, te presento a Pedro Alfonso.


Pedro la miró con intensidad, para ver si había reconocido su nombre; pero Paula se había puesto a colgar las camisetas y, cuando se dio la vuelta, su expresión era tan neutral como la de un jugador de póquer.


Se la quedó mirando durante unos segundos, pero ella no le devolvió la mirada. Se había pintado los labios otra vez, y su boca le pareció tan tentadora que se sintió terriblemente frustrado por no poder besarla.







AMANTE. CAPITULO 2




Paula conocía muy bien el complejo, así que corrió por el laberinto de pasillos, llegó a su despacho, alcanzó el bolso y, unos momentos después, todavía jadeante, se metió en el cuarto de baño.


Se detuvo ante el espejo y se miró, contenta de no haberse cruzado con nadie. Tenía el pelo alborotado, sus labios parecían más grandes que nunca y apenas le quedaba un poco de carmín. En cuanto a los ojos, tenía las pupilas tan dilatadas como si se hubiera tomado alguna droga potente. 


Y, a decir verdad, la había tomado. La droga del deseo, de las hormonas, de sus instintos más animales.


–¿Qué he hecho? –se dijo en voz alta.


Se frotó las manos bajo el agua, pero aún olían a aceite. 


Luego, sacó unos pañuelos, los mojó y se los llevó a los labios en un intento por reducir el calor, aunque no sirvió de mucho. Desesperada, se los pintó de nuevo. Sabía que el carmín no podía borrar lo sucedido, pero al menos le devolvería su aspecto de siempre; un aspecto elegante, de mujer competente y profesional.


Había sido increíblemente estúpida.


Había trabajado muy duro para ganarse el respeto de sus compañeros, para conseguir una reputación que acababa de destruir. ¿Y a cambio de qué? A cambio del beso más apasionante de toda su vida.


Pero un beso no valía tanto como un empleo.


Cerró los ojos, contó hasta diez y los volvió a abrir. A continuación, se cepilló el cabello, volvió al despacho y se dedicó a ordenar las camisetas para los jugadores, que la estaban esperando.


Mientras las ordenaba, se preguntó quién sería el hombre del pasillo y qué estaba haciendo allí. Al principio, había pensado que podía ser un fichaje nuevo, pero no era época de fichajes. ¿Quién podía ser? No tenía la menor idea. Solo sabía que tenía permiso para andar por zonas restringidas.


Sacudió la cabeza y se intentó convencer de que lo ocurrido era culpa de aquel hombre, que la había seducido sin más. A fin de cuentas, había empezado él. Se había acercado y la había besado. Ella era una víctima inocente.


Pero Paula no se pudo engañar. La había seducido porque se había dejado seducir. Porque lo deseaba con toda su alma.




AMANTE. CAPITULO 1





–¡Voy!


Paula se tapó los ojos con la mano y abrió la puerta del vestuario. Siempre avisaba antes de entrar, para que tuvieran tiempo de ponerse algo encima, pero la mayoría no se tomaba la molestia. Se habían acostumbrado a ella y su presencia les incomodaba tan poco como el papel pintado de la pared.


Sin embargo, aquel día estaba entrando y saliendo más de lo habitual, y ellos se estaban vistiendo y desvistiendo más veces que de costumbre; así que, antes de destaparse los ojos, echó una miradita entre los dedos.


Tras comprobar que todos llevaban una toalla alrededor de la cadera, bajó la mano y dejó en el suelo la pesada bolsa que llevaba.


–Os he traído el siguiente lote de calzoncillos. ¿Lo queréis ahora?


–No, todavía no –respondió Teo, el capitán del equipo de rugby–. Estamos a punto de rodar la escena de la ducha.


–Ah, de acuerdo.


Paula echó un vistazo a la sala, buscando un sitio donde dejar la bolsa. Y un segundo después, se quedó sin aliento.


Diecinueve hombres prácticamente desnudos la habían rodeado.


Desconcertada, respiró hondo e hizo un esfuerzo por mantener la vista en los ojos de sus compañeros. Al fin y al cabo, la tentación de mirar era muy grande. ¿Cómo no lo iba a ser? Estaba rodeada de atletas, de campeones con músculos y cuerpos perfectos, que habrían llamado la atención de cualquier mujer heterosexual de sangre caliente.


Y Paula tenía la sangre tan caliente como la que más.


Pero sabía controlar sus impulsos. Llevaba más de dos años en ese trabajo y se había acostumbrado a esas situaciones, de modo que se limitó a entrecerrar los ojos y a preguntar, con tono de hermana mayor:
–¿Se puede saber qué estáis haciendo?


Teo contestó con una sonrisa pícara.


–Necesitamos que nos ayudes.


Paula le plantó la bolsa en las manos, en un intento por conseguir que retrocediera y se llevara a los demás con él.


–Lo siento, pero tengo que ir a buscar las camisetas.


–Pues tendrán que esperar –intervino Jose, otro de los jugadores–. Tenemos que hablar contigo.


–¿De qué?


–El fotógrafo dice que tenemos que brillar.


Paula arqueó una ceja.


–¿Brillar? ¿A qué te refieres?


Jose alcanzó un botecito de aceite para la piel y se lo enseñó.


–Quiere que nos pongamos esto. Por todo el torso.


–¿Y dónde está el problema?


–En que tendremos que ponernos el aceite los unos a los otros –respondió Jose–. Pero después tenemos que rodar escenas con el balón… Y si estamos impregnados de
aceite, no lo podremos agarrar. Se nos escurrirá entre las manos.


–Pues lavaos las manos –dijo ella.


–No serviría de nada –declaró Teo.


El capitán de los Silver Knights se acercó y le pasó una mano por la cara, para demostrarle que seguía tan resbaladiza como antes de lavársela.


–Ayúdanos –le rogó Maxi, con ojos de perrito abandonado–. Se lo podríamos pedir al fotógrafo, pero…


Paula supo entonces lo que pasaba. Era otra de sus bromas. 


Los jugadores del equipo de rugby la trataban con respeto, y ni siquiera se molestaban en coquetear; pero, de vez en cuando, le tomaban el pelo con ese tipo de cosas. Incluso habían adquirido la costumbre de burlarse de los jugadores nuevos animándolos a que le pidieran una cita, a sabiendas de que ella los rechazaría.


Por suerte, Paula no quería salir con ninguno de ellos. Por muy impresionantes que fueran, estaba completamente centrada en su trabajo. Y, a decir verdad, ellos tampoco querían salir con ella. Solo lo hacían por divertirse; por arrancarle una risita tonta, un súbito rubor o una maldición en voz alta.


Pero esta vez habían ido demasiado lejos. ¿Querían que les frotara la espalda con el aceite? En ese caso, les iba a dar una lección.


–Comprendo… –Paula alcanzó el bote de aceite–. ¿Quién quiere ser el primero?


Todos la miraron con asombro.


–¿Lo vas a hacer? –preguntó uno.


–Por supuesto que sí –contestó.


Paula abrió el bote, se puso unas gotas de aceite y se frotó las manos.


–Está bien. Si el trabajo lo exige, no seré yo quien se oponga –siguió diciendo–. Aunque, ahora que lo pienso, os podría denunciar por acoso sexual…


Se quedaron tan boquiabiertos que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.


–Estaba bromeando, chicos. Al fin y al cabo, no soy yo quien va a posar casi desnuda para que la gente pegue mi foto en una pared. Si alguien tiene derecho a presentar una denuncia por acoso sexual, sois vosotros. Pero supongo que es el precio de la fama… –dijo con sorna.


Los jugadores se pusieron en fila y ella les puso aceite con la eficacia, la celeridad y el distanciamiento de una enfermera. 


Ya estaba terminando cuando el fotógrafo apareció en el vestuario en compañía de Dion, el nuevo presidente del club.


–¿Ya estáis preparados?


–Casi –contestó el último jugador de la fila.


Paula le dio un poco más de aceite y le plantó la mano en el pecho con tanta fuerza que el jugador retrocedió. No lo había podido evitar. Por muy fría que se mostrara, seguía siendo un ser humano.


–Bueno, ¿a qué estáis esperando? –les preguntó–. Voy a buscar las camisetas. Vuelvo enseguida.


Salió del vestuario, dio unos cuantos pasos y se apoyó en la pared para recuperar el aliento. Momentos después, oyó las carcajadas de los jugadores. Los muy canallas la habían puesto en una situación comprometida para reírse de ella, pero les había devuelto la pelota y, de paso, les había dado unos cuantos manotazos más que satisfactorios.


Rio al recordarlo y, justo entonces, vio que no estaba sola. 


Un desconocido se había acercado y se había detenido junto a ella. Era alto, de ojos azules, cara perfecta y labios inmensamente deseables. No lo había visto en toda su vida, pero su cuerpo reaccionó al instante con un calor intenso que la dejó desconcertada. ¿Por qué reaccionaba así? Ella era inmune a la tentación de aquellos atletas perfectos. O eso creía.


–¿Te has divertido mucho? –preguntó el hombre.


Su voz sonó ronca y brusca a la vez, cargada de desaprobación. Paula lo miró y pensó que la habría tomado por una admiradora. Le pareció una idea de lo más divertida; pero, en cualquier caso, no se dejó intimidar.


–Más de lo que imaginas –replicó.


Él entrecerró los ojos.


–¿Qué estás haciendo aquí? Tengo entendido que es una zona restringida.


–Eso depende de a quién conozcas.


–¿Y a quién conoces?


–A todos –respondió ella, lentamente–. De hecho, los conozco muy bien.


Los jugadores volvieron a reír en el vestuario, y el desconocido frunció el ceño.


–Parece que ellos también se han divertido –observó con ironía.


Paula entreabrió los labios para tomar aire. Se había quedado sin aliento, atrapada por la mirada de aquel hombre. Pero tenía que estar bromeando. ¿Creía de verdad que era una admiradora y que se acababa de dar un revolcón con un equipo entero de rugby? Fuera como fuera, le iba a dar una lección.


–No sabes cuánto –dijo.


Él se acercó un poco más y apoyó una mano en la pared, atrapándola.


–Pues cuéntamelo.


Sus ojos brillaron con tanta picardía que a Paula se le aceleró el pulso. Se sentía profundamente tentada por él, y extrañamente deseosa de escandalizarlo.


–Sabes lo que dicen de los hombres y las mujeres, ¿verdad? Que ellos se excitan con las imágenes y nosotras, con las palabras.


–¿Y no es cierto?


Ella sacudió la cabeza, sin apartar la vista de sus ojos.


–No, no lo es. Las imágenes nos excitan tanto como a los hombres –contestó con sensualidad–. Y estar en un vestuario lleno de hombres desnudos… Creo que se me han quemado todas las neuronas.


Él sonrió.


–¿Es que tenías neuronas?


Paula se mordió el labio y parpadeó, haciéndose la tonta.


–Solo dos o tres –dijo.


–Pero se te han quemado…


–Oh, sí, están completamente achicharradas.


–Por todos los jugadores de un equipo de rugby…


–En efecto –dijo, absolutamente hechizada por sus ojos–. Todos han pasado por mis manos. Uno a uno.


El desconocido se acercó aún más. Mientras lo miraba, ella sintió el deseo de acariciarlo con las mismas manos que acababa de mencionar, aunque seguían impregnadas de aceite.


–¿Lo dices en serio?


–Sí, en serio. Ha sido tan excitante…


Él sonrió con malicia.


–¿Sabes una cosa? No te creo.


–Pues no miento nunca.


Él apoyó la otra mano en la pared y la atrapó entre sus brazos. Paula sacó fuerzas de flaqueza en un intento por controlar el ritmo de su desbocada respiración. Era increíblemente atractivo. Y tan alto y de hombros tan anchos que llegó a la conclusión de que sería un fichaje nuevo o un jugador de otro club.


–¿Me estás intentando convencer de que has estado besando a todos los jugadores del equipo? –preguntó él con firmeza–. Discúlpame, pero, si fuera verdad, lo notaría en tu cara. Se te habría corrido el carmín. Y está perfecto.


–Puede que me haya vuelto a pintar los labios…


–Sí, podría ser. Pero no parece que los hayan besado hace poco. Ni tienes el menor rubor en la cara… ni ese brillo de placer en los ojos.


–Es que me recupero con mucha facilidad –declaró ella con rapidez–. Es necesario en estos casos, cuando se está con tantos hombres.


–¿Ah, sí? Pues si es cierto que has estado con todos esos hombres, no te importará besar a uno más, ¿verdad?


Ella se quedó helada.


–¿Cómo?


Él bajó la cabeza y la besó. Paula ni siquiera intentó impedírselo. Tras un segundo de perplejidad, se dejó llevar por el deseo y se entregó por completo, ansiosa por disfrutar de aquel hombre asombrosamente masculino que la apretaba contra la pared y asaltaba su boca sin contemplaciones.


Al cabo de unos momentos, él le puso las manos en la cara, rompió el contacto de sus labios y dijo, satisfecho:
–Ahora ya tienes ese brillo en los ojos.


Paula abrió la boca con intención de decir algo ofensivo; pero no llegó a pronunciar ninguna palabra. Él se inclinó de nuevo y la volvió a besar, arrancándole un gemido de placer.


Era terriblemente excitante. Increíblemente audaz.


Mientras ella jugueteaba con sus labios, él le acarició el cuello y bajó las manos lentamente. Sus caricias aumentaron la excitación de Paula, que se estremeció y lo besó con más pasión, casi incapaz de controlarse. Ya ni siquiera se acordaba de que tenía las manos llenas de aceite y de que le estaba manchando la ropa. Se aferró a él con fuerza, dominada por un imperioso sentimiento de necesidad.


Lo deseaba de un modo salvaje.


Cerró los dedos sobre su chaqueta y notó que los músculos de la vagina se le tensaban, deseosos de cerrarse sobre algo duro. Algo tan duro como la erección de aquel hombre, que podía sentir contra su cuerpo.


No habría podido romper el contacto aunque hubiera querido. Estaban unidos por una especie de fuerza violenta. 


Paula se dejó llevar por las sensaciones, asaltando su boca y permitiendo que él asaltara la suya. Ya no le importaba nada que no fueran sus caricias.


Entonces, él cerró las manos sobre sus caderas. Paula volvió a gemir y le abrió la chaqueta con desesperación, ansiosa por apretar sus tensos y necesitados senos contra el espectacular muro de su pecho. La chaqueta le cayó hacia atrás, por encima de los hombros, limitándole parcialmente el movimiento de los brazos. Pero él no le apartó las manos de las caderas a Paula, ni la dejó de besar.


El sonido de una puerta los interrumpió y, acto seguido, el sonido de unas voces.


Él la soltó de inmediato, aunque tuvo el detalle de quedarse pegado a Paula, para que nadie la pudiera ver desde la puerta que se acababa de abrir. Fue un gesto agradable y
sorprendentemente protector. Pero Paula no se quedó a darle las gracias. Era demasiado consciente de que su reputación acababa de saltar por los aires.


Su mente emitió una orden y su cuerpo la ejecutó.


Un segundo después, se fue corriendo.