viernes, 22 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 17





Paula, ¿qué te pasa? ¡Tranquilízate, me estás volviendo loco!


Después de haber pasado toda la tarde con ella en la suite, Pedro estaba tan pendiente de cada uno de sus movimientos que cualquier cosa le ponía nervioso.


Paula se había sentado al piano, había comenzado a tocar una pieza y al poco se había parado. Había comenzado otra, pero se había vuelto a parar de nuevo.


Antes de eso, habían cenado los dos casi en silencio, habían revisado su correo electrónico y ella se había probado unos vestidos en su dormitorio.


Ahora, aún sentada al piano, con una mano en el teclado, miró a Pedro por encima del hombro.


—Ahora tienes tu propia habitación. Puedes irte allí y cerrar la puerta si quieres.


Sí, tenía su propia habitación, pero a él no le parecía que estuviera haciendo su trabajo si se refugiaba en ella.


—No puedo recluirme como un ermitaño cuando tengo que estar pendiente de tu seguridad.


—No puedo ir a ninguna parte —dijo ella con frustración, levantándose de la banqueta del piano.


—¿Adónde quieres ir? —le preguntó él.


—No es que quiera ir a ningún sitio en concreto. Es que no tengo libertad para salir.


—Que yo sepa, no estás encerrada ni encadenada aquí dentro.


—Muy bien. Te lo diré de otra manera —dijo ella estallando de repente—. Me siento como aquel pájaro en su jaula, teniéndote a mi lado a todas las horas del día. No puedo hacer nada sin que tú lo sepas. Es como tener una cámara encima.


Pedro dejó a un lado su ordenador portátil, se levantó y se acercó a ella.


—Tal vez has vivido demasiado tiempo con una cámara encima y no sabes estar en amistoso silencio con una persona.


—¿Y tú te sientes tranquilo ahí sentado, en ese amistoso silencio que dices?


No, porque quería besarla locamente cada instante que estaba a su lado. Pero no podía decírselo.


—Me pone nervioso a veces —admitió él—. Pero aprendí a controlarme y a mantener la calma cuando estaba en el Servicio Secreto.


—Yo no quiero controlar mis nervios. Quiero simplemente ser... libre.


—¿Por qué no le preguntas a Elena Chaves si puedes quedarte en la mansión con ella? A lo mejor eso te ayudaría.


—No puedo hacerlo. Y menos ahora.


—¿Ahora?


—Toda la familia está revuelta. Están muy preocupados con sus secretos… de familia.


—¿Más que con los problemas de sus negocios? —preguntó Pedro, familiarizado con ellos por su trabajo en las tiendas de la joyería.


—Esto no tiene nada que ver con el negocio —dijo ella— Además, no sé si eso me serviría de alguna ayuda. Creo que parte de lo que me pasa es que no tengo un lugar que pueda decir que es mío. Es por lo que quiero comprarme una casa, poder ir al mercado y a comprar a las tiendas de la ciudad sin levantar un alboroto.


—¿Y sin paparazzi?


—Ése es mi sueño. Tal vez pueda encontrar un lugar con un gran muro de piedra en lugar de un foso.


—Eso me suena casi como otra jaula.


—Estoy pensando en dejarlo todo cuando termine esta campaña de Baltazar. Dejaría mi carrera de modelo. Hay un diseñador italiano interesado en abrir conmigo una línea de bolsos de mujer. No me sentiría tan agobiada por la gente.


Pedro no daba crédito a lo que oía. Paula no necesitaba alimentar su ego.


—¿Qué piensas? —le preguntó ella.


—Nada.


—Dime lo que estabas pensando.


—Estaba pensando que la mayoría de las personas que trabajan en actividades como la tuya lo hacen porque les gusta recibir los elogios de la gente. Les gusta la fama. ¿No echarías eso en falta?


—Me vi empujada a esto cuando aún no tenía criterio suficiente para tomar una decisión de ese tipo. Pero no me malinterpretes. Yo quería ser modelo. Mi madre se encargó de ello antes de que yo lo hiciera. Pero se toma mi vida como si fuera la suya... es algo de lo que nunca podré librarme.


De nuevo aquella palabra. Libre. Ella quería sentirse libre. Él tenía la responsabilidad de vigilarla, pero tal vez pudiera ayudarla.


La miró a los pies. Estaba descalza.


—Voy a hacer una llamada. Ponte unas sandalias.
Tal vez pueda ayudarte a sentirte libre por un rato —le dijo con una sonrisa, sacando su teléfono móvil.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 16





Pedro paseaba por la calle al lado de Paula, tratando de apremiarla para que fuera más deprisa, aún sabiendo que no era posible. Con sus grandes gafas oscuras, su camiseta de tirantes, sus pantalones cortos, su coleta y sus zapatillas deportivas, estaba casi irreconocible.


Sonreía feliz viendo los escaparates de las tiendas.


Pedro tenía que admitir que, sin maquillaje y con la ropa que llevaba, se sentía tan poderosamente atraído por ella como lo había estado el día anterior en el pase de modelos.


—Deja ya de preocuparte. Ya he hecho esto otras veces.


—Eso no significa que tengas que estar tentando constantemente al destino.


—Sinceramente, Pedro, si no dejas de preocuparte, te van a salir arrugas en la frente.


En un acto reflejo, él se pasó la mano por la frente y ella se echó a reír. A Pedro le gustaba su risa y se preguntó por qué no le importaba que ella se riera de él.


De pronto, se detuvo frente al escaparate de una tienda de regalos donde había unas figuritas de porcelana, diversos artículos de adorno y unas pequeñas cajas pintadas que parecían muy caras.


Sin embargo, Paula parecía interesada sólo en un objeto, una pequeña jaula de cristal en la que había un pajarito. Tenía una pequeña puerta dorada que se abría por un lateral.


—Es una cosa tan delicada…, y tan simbólica —comentó ella.


—¿Simbólica? ¿De qué?


—De la manera en que me siento a veces. Estoy rodeada de comodidades y de cosas bonitas, pero me siento atrapada en todo eso.


—La jaula tiene una puerta —señaló Pedro, con intención.


Ella dejó de contemplar la jaula, y clavó los ojos en él por unos instantes.


—Sí, la tiene —admitió ella—. Pero a veces me olvido de eso. A veces me da miedo abrir la puerta.


Pedro comenzó a sentir un ardiente calor por todo su cuerpo que nada tenía que ver con el espléndido sol que lucía esa mañana. Quería tener a Paula en sus brazos, estrecharla contra su cuerpo, hasta derretirlo con el suyo. Quería enseñarla a ser libre y a demostrarle la pasión que podían compartir juntos.


—¿Quieres entrar? —le preguntó a ella con cierta aspereza.


—No, ahora no. Quizá vuelva algún día, cuando tenga una casa fija donde pueda poner las cosas.


—Pero, ¿no querías comprarte unos zapatos?


—Sí, necesito unos zapatos. Salí tan precipitadamente de Londres que…


—¿De eso es de lo que trataba el e-mail?, ¿de tu ropa?


Un grupo de muchachos bajaba corriendo por la acera. Pedro le pasó a Paula el brazo por el hombro para protegerla y la arrimó al escaparate de la tienda.


Vieron entonces sus imágenes reflejadas en el cristal.


Eran dos personas muy diferentes, que veían la vida cada uno desde su propia experiencia. Comprendía que Paula no quisiese hablarle de su aventura. No podía presionarla, pero deseaba que ella confiara en él, no sólo por razones de seguridad, sino porque realmente quería saber lo que había sucedido entre ella y Kutras.


—Antes de que fueras famosa, ¿paseabas habitualmente por la calle?, ¿ibas a ver escaparates? 


—Incluso en el pueblo, iba siempre alguien conmigo. Cuando empecé a trabajar como modelo llevaba siempre conmigo una señora de compañía.


—¿Una señora de compañía?


—Sí, había sido mi niñera. Iba conmigo a las sesiones cuando mi madre no me podía acompañar.


—¿Y no te rebelabas?


—¿Contra qué? Mis padres me adoraban, vivía en una hermosa finca con caballos y canchas de tenis. ¿Qué más podía desear?


Paula Chaves no era como ninguna de las mujeres que había conocido antes, tal vez por eso le había cautivado nada más verla. Tal vez por eso era la primera vez, desde que su esposa había muerto, que sentía por una mujer algo más que deseo, algo más que la simple pasión de satisfacer una necesidad física.


—Vayamos a comprar esos zapatos —dijo él, soltándola del hombro.


Pedro le pareció verla más tensa y seria que antes. ¿Sería por haber retirado el brazo de su hombro? ¿Lo habría interpretado ella como un gesto de rechazo por su parte? 


Pero, en todo caso, ¿por qué podría molestarse tanto por eso? Ellos seguían siendo prácticamente unos desconocidos. Habían nacido en países distintos, separados por un océano, y se habían criado en ambientes muy diferentes.


Se veían muchas ofertas en los escaparates, pero Paula no parecía ahora tan interesada como antes. Tenían que acabar cuanto antes con aquella situación y él tenía que llevarla de vuelta a la suite, sana y salva. Sólo que para ella la suite no representaba la seguridad. Representaba aquella jaula de cristal.


La Casa del Calzado era una pequeña tienda situada entre una boutique de ropa y una tienda de artículos de cuero. 


Paula examinó el escaparate durante unos segundos. Su mirada pareció detenerse en un par de sandalias. Se dirigió con rapidez a la entrada, abrió la puerta y pasó dentro.


Pedro echó una ojeada rápida a su alrededor, y luego examinó cada detalle del lugar con más detenimiento. No había nadie en la tienda, sólo una dependienta junto al mostrador de la caja, que estaba hablando por teléfono.


—Enseguida estoy con ustedes —dijo.


Podía jurar que aquella mujer no había reconocido a Paula. 


Podían perderse sin problemas entre las estanterías y las filas de zapatos.


Paula parecía saber exactamente lo que estaba buscando. 


Se dirigió resuelta hacia un estante que tenía una muestra de un zapato de tacón de aguja de al menos ocho centímetros, con una aguda puntera y una correa muy sexy. 


Lo había en azul turquesa, en rojo y en blanco.


Paula sonrió complacida, tomó el de color turquesa y lo miró unos segundos.


—¡Éste! —exclamó, asintiendo con la cabeza.


Recorrió con la mirada la hilera de cajas y sacó una de la talla seis. Pedro no entendía nada de zapatos de mujer. Había allí un banco de madera para probarse el calzado. Paula puso en él el bolso y se sentó, dejando la caja en el suelo junto a ella. Quitó la tapa, y sacó uno de los zapatos. Se lo puso y luego se agachó para ajustarse la correa. Lo intentó una y otra vez, sin conseguirlo. Pedro la miraba deseando que aquel calvario acabase cuanto antes.


—Déjame ayudarte —dijo arrodillándose delante de ella.


Ella estuvo a punto de protestar, pero luego se alzó de hombros.


—Debería haberme abrochado la correa antes de ponérmelo.


—Pero entonces habría estado demasiado apretada —le dijo él con una sonrisa.


—O demasiado floja —añadió ella.


Él ya había notado antes que a ella no le gustaba nada que él dijera la última palabra.


Sostenía el pie de ella con la mano y no podía dejar de mirarla. Paula se había quitado las gafas de sol y le miraba a su vez extasiada como si fuera... un sucedáneo de su Príncipe Azul.


—Te queda perfecto —dijo él.


—Vamos a intentarlo con el otro —dijo ella luego, señalando a la caja que tenía a sus pies.


Después de elegir otros dos pares de zapatos más, se dirigieron al mostrador. Paula sacó su cartera y pagó en efectivo, cosa que sorprendió a Pedro.


—En la tarjeta de crédito figura el nombre —le dijo ella en voz baja al oído.


—Bien pensado.


Paula era hermosa, inteligente y no tan despreocupada como él creía.


La dependienta registró en caja el precio de los zapatos y los metió en bolsas. Mientras lo hacía, no dejaba de mirar una y otra vez a Paula.


—Su cara me es familiar, me recuerda a alguien.


Paula, lejos de ponerse nerviosa o dar un paso atrás, sonrió dulcemente.


—Mucha gente me lo dice.


Y tomando las bolsas se encaminó a la salida. Pedro la siguió con una sonrisa. Ella sabía muy bien cuándo tenía que marcharse de un sitio. Una vez fuera de la tienda, se dirigieron de vuelta a la joyería.


—Te llevaré las bolsas —dijo Pedro.


Cuando los dedos de él se encontraron con los de ella, se produjo un choque electrizante.


Paula dio instintivamente un paso atrás. Pedro, antes de que ella pudiera leer la expresión de deseo en sus ojos, señaló a una calle lateral.


—Vamos a dar un rodeo por allí. Nunca tomo el mismo camino dos veces.


—¿Sólo en tu vida profesional? ¿O también en tu vida privada? —le preguntó ella.


—Siempre he querido dejar atrás el pasado.


—Se puede intentar tomar un nuevo camino, pero eso no significa que el pasado no te acompañe siempre como una sombra.


Pedro pensó en sus actividades como agente del Servicio Secreto, en la muerte de Connie cuando él no estaba allí para protegerla, en las secuelas de todo aquello. Había creído dejar atrás todo eso, pero el haber conocido a Paula lo había desenterrado otra vez.


Un par de semanas más y ella estaría en Italia. Un par de semanas más y él regresaría a Nueva York.


Eso sería lo mejor para los dos.





ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 15




—Son preciosos —exclamó Paula mientras examinaba los diamantes ámbar aquel miércoles por la tarde.


Ella y Patricia Chaves estaban en una de salas privadas de las joyerías Chaves, contemplando fascinadas las gemas que estaban colocadas sobre un paño cuadrado de terciopelo negro.


Patricia, habitualmente tranquila y reservada, estaba muy entusiasmada. Tomó delicadamente una de las piedras preciosas con unas pinzas de joyero.


—Baltazar está comprando todas las existencias del mercado mundial. Si encuentra el diamante Santa Magdalena, los diamantes ámbar se pondrán aún más de moda y se revalorizarán. Es una gran idea, ¿no te parece?


Aunque Paula tenía toda la atención puesta en los diamantes y en Patricia, no por eso perdía de vista a Pedro, que estaba sentado en un rincón, leyendo una revista. Se habían mantenido distantes el uno del otro desde la noche del lunes. La habitación contigua a su suite había quedado finalmente libre y eso había contribuido a hacer las cosas más fáciles.


—¿Sabes ya cómo vas a montarlos? —le preguntó Paula a su prima, volviendo de nuevo al tema de los diamantes.


—Estoy pensando en el oro amarillo, unos en estilo moderno, y otros en diseño español clásico. Me gustaría encontrar algunos que fueran del mismo tamaño para hacer un collar espectacular. ¿Podrías crear un vestuario que fuera bien con esos diseños, moderno y español?


—Puedo crear un vestuario que vaya bien con cualquier cosa —dijo Paula riendo.


—Estaba pensando en engarzar algunos en oro chocolate.


—Eso iría fabuloso con un vestido de seda beis y unos zapatos marrones. Me he puesto en contacto con mi diseñadora en Houston. Voy a reunirme con ella dentro de poco, así que, si tienes alguna idea sobre ello, dímela cuanto antes.


Patricia hizo un movimiento negativo con la cabeza.


—Yo me encargaré de la joyería. El vestuario es cosa tuya.


Paula tomó uno de los diamantes de la bandeja de terciopelo y se lo puso en la palma de la mano.


—Éste debe ser al menos de cuatro quilates. Tiene una pureza y un color maravillosos. Si pudiera elegir…


Su voz se apagó al darse cuenta de que se estaba comportando de acuerdo con la opinión que Pedro tenía de ella, de que sólo le preocupaba la moda y las joyas. Pero no podía evitarlo. Amaba las joyas y el oro, los colores, las texturas y los tejidos. De no haber sido modelo, probablemente se habría dedicado al diseño, como Patricia.


—Tengo que hacerle algunas preguntas a Baltazar acerca de la cantidad de gemas que está comprando. Voy a ver si le veo —dijo Patricia—. ¿Los retiro ya o quieres seguir embobada con ellos un poco más?


—Sí, prefiero seguir unos minutos embobada, como tú dices.



Patricia sonrió a su prima con aire de complicidad y salió de la sala. En otro paño de terciopelo, había dispuesto un collar, una pulsera y unos pendientes ya montados con gemas de color ámbar. Patricia quería que Paula se pusiese esas joyas mientras estuviese eligiendo los estilos y los vestidos que mejor se adaptasen a ellas. Pensaba que sería la mejor manera de coordinar las actividades.


Paula alzó un poco la pulsera, para verla mejor.


Al oír a Pedro levantándose del asiento, adivinó que se iba a acercar a ella. Sintió su cuerpo ardiendo sólo con pensarlo.


—Entiendes mucho de joyas —dijo él.


Patricia y ella habían estado hablando por lo menos durante cuarenta y cinco minutos sobre el tema.


—Mi madre me llevaba de pequeña a Florencia o a Roma y me dejaba curiosear por la joyería. Mi padre se mostraba muy paciente conmigo y respondía a todas mis preguntas.


—Si no hubieras sido una modelo, ¿qué te habría gustado ser?


—Habría sido diseñadora de joyas como Patricia o geóloga como Pamela. Sé que puede parecer una frivolidad, pero me encanta el brillo y el color. Cuando era pequeña, recuerdo que me sentaba en la cómoda con mi madre. Ella sacaba entonces sus joyas de la caja fuerte y yo me probaba los collares. Ella me animaba a que le dijera los que me gustaban y los que no.


—A eso no se le puede llamar frivolidad, y menos siendo una niña. Apuesto a que tu madre recuerda todo aquello tan bien como tú.


Cuando Paula le miró, creyó ver aún el deseo en sus ojos. 


Eso le agradaba, la excitaba, y también le preocupaba.


—¿Así que vas a llevar vestidos diseñados especialmente para combinar con esas joyas?


—Patricia me va a dar unos cuantos bocetos con los que empezar a trabajar. Va a resultar muy divertido, más incluso que ir de compras.


Pedro se echó a reír. Era una risa abierta y franca.


Paula deslizó la funda de terciopelo que cubría la bandeja de diamantes y se puso el anillo en el dedo. El diamante ámbar de tres quilates estaba rodeado por piedras con forma de estrella de cuatro puntas, y engastado todo en oro macizo. 


Tomó la pulsera y se la puso en la muñeca tratando a tientas de abrocharse el cierre.


—Déjame a mí.


Cuando se dio la vuelta, vio que Pedro estaba justo delante de ella. Sus dedos eran los dedos de un hombre, un poco torpes, y algo callosos. Los sintió calientes en la muñeca, mientras él trataba de encajar el cierre de pinza. Finalmente lo consiguió y abrochó también la cadenita de seguridad. Ella dejó entonces que el brazalete se deslizara libremente por su brazo arriba y debajo.


—Te sienta de maravilla —observó él.


—¡Qué bonita es! Es un diseño clásico.


Resultaba difícil para ella mantener esa conversación cuando estaba temblando por dentro desde que Pedro la había tocado. Tratando de hacer algo para tranquilizarse, tomó el collar. La cadena era muy delicada. Se la escapó dos veces de los dedos.


—¿Puedo ayudarte? —dijo Pedro ofreciéndose de nuevo.


Para facilitarle las cosas, se apartó el pelo con la mano para dejar el cuello despejado. Pero al hacerlo sus dedos se enredaron con los de Pedro.


—Lo siento —dijo ella enseguida.


—Lo siento —murmuró él, casi a la vez.


Ella sintió sus manos grandes y cálidas por detrás del cuello. 


Le sentía muy cerca, tan cerca que sólo con echarse un poco hacia atrás se daría contra su pecho... se daría contra él. Cuando se habían besado, ella había sentido su excitación y ésta había alimentado la suya.


Bastaría con que ella se inclinase un poco hacia atrás…


Al fin sintió el sonido del broche al encajar en el cierre, pero notó que él no apartaba las manos de su cuello. Cuando lo hizo, se inclinó hacia ella.


—¡Qué hermoso se ve sobre tu cuello! —le dijo al oído.


Sintiéndole tan cerca, con su mejilla prácticamente pegada a la suya, apenas le salían las palabras.


—Gracias —susurró al fin, con un profundo suspiro.


No sabía muy bien por qué le estaba dando las gracias. ¿Por confirmarle que le seguía pareciendo deseable? ¿Por despertar en ella sentimientos que nunca había sentido antes? ¿Por protegerla contra los paparazzi?


Tocó con los dedos el collar que tenía en el cuello, aferrándose a él como si fuera una especie de cuerda salvadora. Cuando se volvió hacia él, vio en su mirada el deseo de besarla. Pero vio también su firme determinación de no dejarse llevar por sus impulsos.


—Sé que esto no estaba en nuestro itinerario, pero me gustaría dejar el coche y pasear un rato tranquilamente por la calle. Quiero comprarme un par de zapatos. ¿No podemos mezclarnos con la gente y pasar, aunque sólo sea por unos minutos, por personas normales?


Él la miró, enfundada en aquel sofisticado vestido de tubo rosa y con aquel maravilloso diamante.


—No creo que sea una buena idea. Alguien podría reconocerte.


—Si me cambio, seguro que no. Por eso siempre llevo conmigo mi bolsa de lona. La dejé en el coche. Puedo pasar por una persona corriente, te lo aseguro.


—Me cuesta creerlo —dijo él contemplándola con un suspiro—. Está bien, cámbiate, lo intentaremos.


Le gustaba que Pedro fuera comprensivo, que le dejara un poco de libertad. En verdad, le gustaban demasiadas cosas de él.


Estaban tan ensimismados el uno con el otro, que ninguno oyó llegar a Patricia hasta que estuvo en la puerta. Al entrar vio sorprendida la forma en que se miraban.


—¿Interrumpo algo?


—No —dijeron los dos a la vez al instante.


Patricia frunció ligeramente el ceño, pero luego sonrió cordialmente.



—Estás increíble con esos diamantes. ¿Piensas llevártelos?


—Creo que no. Me gustaría pasarme antes por una tienda de zapatos que hay aquí cerca. Voy a cambiarme un momento. Me pondré un conjunto veraniego, e iré como una turista más, así nadie me reconocerá. ¿Podemos dejarlos aquí y llevárnoslos luego cuando volvamos por el coche?


—Por supuesto.


Paula se quitó el anillo y la pulsera. Luego se echó las manos por detrás del cuello para quitarse el collar. 


Recordaba emocionada el instante anterior en que Pedro había estado junto a ella tratando de ayudarla a ponérselo. Intentó no exteriorizar sus sentimientos, pero se imaginó que Pedro también estaría pensando lo mismo.


—Iré a por tu bolsa —dijo él escuetamente, saliendo de la sala.


Patricia le dirigió una mirada inquisitiva, pero Paula no dejó traslucir sus pensamientos, ni sus dudas. Estaba demasiado confusa. Tenía que poner en orden sus sentimientos antes de poder confiar en nadie, aunque fuera su prima.


—Después de reunirme con Tara Grantley, te diré cómo encajan sus diseños con los tuyos. Probablemente haré allí también algunas compras. Ya te diré lo que encuentro.


Patricia, con una escueta sonrisa, expresó, mejor que con palabras, lo que pensaba de la reticencia de Paula a hablar de Pedro. Siendo como era una persona prudente y con mucho tacto, no quería hacer preguntas indiscretas.


—Creo que la colección va a resultar espectacular. Será muy beneficioso para la reputación de nuestras tiendas. Gracias por ayudarnos, Paula. Sé que Baltazar aprecia tu esfuerzo, igual que yo.


—Estoy encantada de poder ayudaros. Me hace sentirme como una más de la familia.


—Es que tú eres parte de la familia —le dijo Patricia dándole un abrazo—. Perdóname, pero tengo prisa, siento no poder quedarme a ver tu transformación de modelo en turista.