lunes, 12 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 37





Pedro estaba usando su dictáfono. Sus palabras destilaban la misma perspicacia de siempre.


—A la pregunta, ¿se ocupan los gobiernos del estado y de la nación de las empresas? Las evidencias preliminares invitan a responder que no. Al contrario, considerando los cincuenta estados, las agencias para el fomento de la pequeña empresa, son uno de los elementos más importantes del incremento del déficit. Pero, tina vez más, las evidencias pueden ser engañosas.


Apagó el dictáfono, se reclinó en la silla y, por un momento, sus pensamientos le devolvieron a Paula. No era sólo lujuria: Robbie había llegado a conocer a Deedee Divine, una bailarina con un gran corazón.


Pero no se acordaba bien de cómo era.


«Yo sí. Los mismos ojos, los mismos hoyitos, la misma gracia».


Se levantó. Había preguntas difíciles de contestar, como por qué una mujer de buen corazón acababa por hacer un doble juego y una estafa.


Ginger entró en aquellos momentos.


—Perdona, jefe, pero he supuesto que querrías responder a esto en seguida.


Examinó el fax y dijo:
—Sí. Busca papel.


Ginger se sentó a su lado con un bloc de notas, cuando Brian entró apresuradamente.


—Tengo algo bueno, jefe.


Pedro lo miró y sonrió, observando lo que él llamaba la expresión a lo J. Edgar Hoover de Brian.


—¿Has encontrado un culpable, no?


—Aquí en la ciudad, en la bahía.


—¿Ah sí?


—Sí. Saunders no estaba solo en esto.


Durante un segundo a Pedro se le paró el corazón. Ojalá no fuera Paula.


—¿Tienes pruebas?


—No, exactamente, pero lo siento en los huesos. Un cómplice —dijo asintiendo y mirando a Pedro—. A propósito, fue muy buena tu sugerencia de hablar con la mujer de Saunders.


—¿Te dio alguna pista?


—Ella no. No sabía nada. Una mañana se levantó y se dio cuenta de que él se había marchado con todo.


Ginger sacudió la cabeza.


—Vaya, vaya, vaya. ¿No es eso muy masculino? Salir huyendo y dejar a la mujer plantada.


—Y como te digo se llevó todo además —dijo Brian.


—Era un canalla.


—Qué mujer más tonta, es lo que yo diría, por dejar que un hombre que lleva casado contigo dos meses se lleve todo lo que tienes.


—Maldito canalla —insistió Ginger—. Así es como trabajan esos seductores, a toda velocidad.


Pedro la miró. A él le habían conquistado en pocos minutos. 


Se aclaró la garganta, no había tiempo para aquella discusión sexista. Tenía que saberlo todo.


—¿Un cómplice? —preguntó sin querer escuchar la respuesta para que sus sospechas no se vieran confirmadas.


Brian asintió.


—Tiene que haberlo. Nadie en su sano juicio daría un préstamo tan alto a una instalación como la de Saunders.


—Oh.


—Sí. Fui a echar un vistazo al taller de cerámica.


—¿Y?


—Era falso. Sólo una vieja carpintería que dejó el padre de la última esposa de Saunders que lo usaba como taller de cerámica en su tiempo libre hasta que Saunders lo arregló para convertirlo en un taller que no engañaría a ningún profesional. ¿Lo entiendes?


Sí, Pedro lo entendía, y se sentía muy mal. El banco no comprobaría un préstamo garantizado por el estado, sujeto al cuidadoso examen de una agencia de préstamos cuyo responsable...


—Estoy seguro de que habrá alguien en la agencia que haya pensado lo mismo que yo —prosiguió su ayudante—. Pero ya sabes, si el implicado está en un puesto más alto, es fácil enterrar todo el asunto. Así que creo que iré a meter las narices en la agencia y...


— ¡No, espera!


Al ver la mirada de sorpresa de Brian se dio cuenta de que había sido demasiado brusco.


—Tengo algún contacto allí, seguiré con tu trabajo. Tú continúa buscando a Saunders.


«Debo estar loco», pensó mientras Brian le saludaba como diciendo «está bien tú eres el jefe» y se marchaba. Debía estar loco, porque deseaba que Brian no hubiera encontrado nada. No importaba, obviamente había otros sobre la pista. 


Y ellos descubrirían...


Él no quería que fuera su equipo el que la encontrara.


Terminó con la carta que estaba dictando, incluso terminó de dictar un primer borrador de su artículo. Pero su mente estaba en otra parte. ¿Estaba enamorado de una mujer que era una criminal? No importaba, tenía que avisarla. No, preguntarle era mejor, podría estar equivocado.


Sucediera lo que sucediese era hora de decirlo todo.




BAILARINA: CAPITULO 36





Pedro no tuvo que buscar la ocasión para hablar con Robbie, fue él quien lo hizo, apareciendo en su apartamento a la mañana siguiente muy temprano.


—¿Cómo es que has madrugado tanto? —le dijo Pedro, que había tenido que interrumpir su afeitado para abrirle. Sólo llevaba una toalla alrededor de la cintura.


—Quería verte antes de que te fueras a trabajar.


—Pues aquí me tienes. ¿Qué pasa?


—Quería preguntarte tu opinión de Sue —dijo Robbie siguiendo a Pedro hasta el baño y apoyándose en el quicio de la puerta mientras veía cómo se afeitaba.


—Me parece muy simpática.


Y también le parecía muy joven, pero conociendo a Robbie, no le duraría mucho.


—¿Por qué, es algo serio?


—Más o menos. ¿Te acuerdas de Debbie? Te hablé de ella, también participaba en aquel congreso, hemos mantenido el contacto. Está pensando en pedir aquí el traslado y yo estoy con Sue...


—Muy fácil, muchacho. Tienes que aprender a tomártelo con calma. No te comprometas demasiado pronto —le dijo que tenía que decirles a las dos que eran sus mejores amigas y averiguar quién le gustaba más. Terminó de afeitarse, se echó loción y le dijo—: A propósito, ¿qué te parece Paula?


—Muy simpática, me gusta —dijo Robbie y frunció el ceño—. ¿Sabes? Me recuerda a alguien.


—¿Sí? —dijo Pedro, alerta.


—Sí. Recuerdas la bailarina de la que te hablé.


—¿Bailarina? —dijo Pedro tratando de parecer intrigado, cuando apenas podía pronunciar palabra.


—A lo mejor no te dije nada, pero me tenía completamente obnubilado, quería casarme con ella.


—Ya. ¿Y.. y esa... bailarina te recuerda a Paula? ¿Se parece a ella? —dijo Pedro quitándose la toalla y entrando en el dormitorio.


—No. No se parece en nada a ella. Deedee, así se llamaba, tenía el pelo negro y los ojos azules. ¿O eran grises? —dijo Robbie frotándose la nariz—. No me acuerdo. Pero era más, bueno, tenía más curvas. Y cómo movía la cadera y el pecho. Te volvía loco. No me cansaba de mirarla.


Pedro lo escuchaba con atención mientras se ponía los pantalones y pensaba que Robbie nunca se había enamorado, tan sólo había sentido lujuria por aquella mujer. 


Sí, podía recordar la sensación.


—No —dijo Robbie—. No, Paula no se parece a Deedee en su aspecto, pero sí en su forma de actuar. ¿Te has fijado en cómo cuidó de Sue cuando se mareó?


Pedro asintió, sus ojos no abandonaban el rostro de Robbie.


—Así me cuidó Deedee cuando iba por el bar. Aquella noche ella...


Pedro, que se estaba abrochando la camisa, se detuvo.


—¿Dormías con ella?


—Oh, no, sólo una noche. Me emborraché y dijo que no era seguro que condujera, así que me llevó a su casa.


Le habló del café caliente, de que durmió en el sofá, la nota que le dejó a la mañana siguiente y cómo continuó su amistad.


—No me hizo sentirme incómodo, ¿sabes? Igual que Paula impidió que Sue se sintiera incómoda o avergonzada. Deedee tenía aquel don. Incluso con los hombres que iban al bar... Algunos de ellos podían ser rudos, pero todos la respetaban, les gustaba a todos. Tenía una especie de... bueno, se puede decir que era una especie de gracia. Paula también la tiene, me gusta.




BAILARINA: CAPITULO 35





Pedro había observado con atención y no había visto en Robbie la menor señal de que la reconocía, pensaba Pedro al salir del puerto rumbo a San Simeon. Si fuera Deedee Divine, Robbie la habría reconocido. Por supuesto, la vida amorosa de Robbie no era demasiado estable. Cambiaba de afectos con facilidad, de una bailarina a una universitaria de la costa este llamada Debby y a Sue, que acababa de ingresar en la Universidad de Berkeley. No, las emociones de Robbie no eran muy fiables.


Pero su vista era perfecta, y un peinado diferente no podía transformar tanto a una mujer. Si Paula era Deedee Divine, Robbie lo sabría. Iba a casarse con ella, así que la reconocería si volviera a verla.


«No la conoce así que puede que yo esté equivocado. Son dos mujeres distintas».


«Pero a mí tampoco me sucede nada en la vista y juraría que...»


Decidió interrogar a Robbie a la primera oportunidad que se quedaran solos, «pero, maldita sea, recuerda que se supone que no conoces a Deedee Divine», se dijo. «No importa, ya se me ocurrirá algo para sacar el tema».


Pero por otro lado, pensaba, por qué no zanjar de una vez aquella charada preguntándole directamente a ella.


Pero ahí estaba el problema, se había enamorado tan profundamente que no habría soportado una respuesta dolorosa.


Mientras tanto, seguía observando a Paula tan detenidamente como observaba a Robbie, pero ella tampoco daba muestras de reconocerlo. Aunque estaba seguro de que si lo hubiera hecho tendría cuidado de no darlas.


Pero tampoco mostraba ninguna característica de la mujer ambiciosa y capaz de engañar a un hombre, pensaba mientras visitaban la antigua mansión de Hearst. Parecía más disgustada que impresionada ante tanta opulencia.


Fue Sue la que se quedó boquiabierta ante las casas de invitados amuebladas con fabulosas antigüedades traídas de castillos y casas nobles de todo el mundo, la piscina olímpica y las esculturas, los techos tallados y la enorme mesa del comedor y las innumerables cristalerías.


—¡Imaginad! Alguien que te quiera tanto como para regalarte todos estos tesoros —dijo Sue.


—Que te cargue con toda esta chatarra, querrás decir —dijo Paula.


Sue no la había oído.


—Es tan grandioso. ¿No te encantaría vivir aquí?


—No. Me parece más adecuado como museo —replicó Terri, al ver la mirada de Sue añadió—: Sí, supongo que no tengo el menor gusto.


Ciertamente, no el gusto de una mujer ambiciosa, pensó Pedro. No cuando le interesaban más los peces y las cometas que lo tesoros.


De regreso por la costa, estalló la tormenta. Hubo rayos y truenos y empezó a llover a cántaros. El yate se vio agitado por el viento y las olas, y los objetos iban de un lado a otro. 


Pedro y Robbie maniobraban y Paula trató de calmar a una histérica Sue, que se había mareado y vomitó.


Paula limpió la cubierta y encontró las pastillas antimareo. 


Cuando atracaron, estaba tranquila. Los dos hombres se empaparon para amarrar el yate y agradecieron el café y las tostadas que les hizo Paula. Esperaron jugando y contando chistes a que la tormenta amainara y volvieron a San Francisco.