miércoles, 23 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 35

 


Pedro le tomó la mano y la ayudó a levantarse. El silencio que poblaba la casa parecía zumbar en los oídos de la joven mientras Pedro la conducía a su dormitorio. Una vez allí, Pedro se detuvo al lado de su enorme cama y se volvió hacia Paula.


—No necesitas esto —susurró. Y Paula no le contradijo mientras le desataba el cinturón de la bata y la deslizaba sobre sus hombros—. Y yo tampoco necesito la camisa —se la quitó rápidamente y la dejó caer al lado de la bata—. Y tampoco los vaqueros —empezó a desabrochárselos, pero de pronto se detuvo para mirarla a los ojos—. ¿O sí?


—Yo... supongo que no.


Se los quitó rápidamente y se colocó frente a ella, llevando encima únicamente unos minúsculos calzoncillos que a duras penas ocultaban su erección.


—¿Estás seguro de que esto no será injusto para ti? —consiguió susurrar Paula—. Quiero decir... bueno, cuando nos detengamos.


Pedro se acercó todavía más a ella.


—Si te refieres a mí... reacción, se ha convertido en un problema crónico desde que te conocí. No pienses mucho en ello.


Paula se sentó al borde de la cama, con las rodillas temblorosas y el corazón latiéndole de forma errática. Apenas era capaz de pensar en «ello»». De hecho, se descubría a sí misma deseando tocarlo, deseando acariciarlo...


—Estás asustada —susurró Pedro.


—No. Sólo un poco nerviosa, quizá.


Pedro se sentó a su lado en la cama.


—¿Nerviosa por lo que podamos averiguar? —quiso saber—. ¿O por lo que vamos a hacer?


—Por las dos cosas —sintió que sus pezones se oscurecían bajo la seda del camisón, reaccionando al ardor de la mirada de Pedro.


—No tienes por qué ponerte nerviosa, Paula —oírlo pronunciar su nombre la conmovió como la más íntima de las caricias—. Lo único que quiero es que nos sintamos cómodos el uno con el otro.


Cómodos. No era esa la mejor palabra para definir su estado de ánimo, se dijo Paula, y por lo que ella podía advertir, tampoco el de Pedro.


—Si queremos seguir la progresión natural que suele darse entre un hombre y una mujer cuando se gustan —continuó diciendo con voz ronca—, lo primero que tenemos que hacer es mirarnos a los ojos. Le hizo volver el rostro hacia ella y se quedaron mirándose fijamente, en un profundo silencio—. Es algo muy agradable, ¿no crees?


—Sí, si lo creo —contestó Paula con una sonrisa.


—Y ahora podríamos hablar, como hemos hecho bastante a menudo.


—Sí, podríamos hablar.


—Y después nos tocaríamos —le informó suavemente—, de una forma muy natural. Como... ésta... —le tomó la mano y entrelazó los dedos entre los suyos—. O ésta... —deslizó el brazo por sus hombros y la acurrucó contra él—. Esto no te molesta, ¿verdad?


Paula negó con la cabeza, completamente embriagada ya por su fuerza, su aroma y su devastadora proximidad.


—Después, cuando nos sintiéramos un poco más aventureros, te besaría la mano si me lo permitieras. ¿Crees que me lo permitirías?


Claro que sí, le permitiría prácticamente cualquier cosa.


Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó con extrema delicadeza.


—Tienes una piel tan suave —rozó sus nudillos con los labios, desencadenando una agradable sensación que se extendió por todo su brazo—. Estaba deseando sentir tu sabor, Paula.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 34

 



Pedro deslizó las manos por sus muslos, las posó en sus caderas y le hizo inclinarse hacia adelante, de manera que sus rodillas quedaran atrapadas entre las suyas.


—Estoy diciendo —susurró al lado de su boca—, que deberíamos hacer algo mucho más personal. Ven a la cama conmigo, Paula. Déjame abrazarte, acariciarte. Y, en algún momento, si las cosas siguen su progresión natural, ya no tendrás ningún reparo en nada de lo que podamos hacer, ni en que mire determinadas zonas de tu cuerpo.


Paula deseaba terriblemente lo que Pedro le estaba sugiriendo, Pero no le había resultado nada fácil detenerlo la vez anterior, cuando se estaban besando, y no quería tener que hacerlo otra vez.


—¿La natural progresión de las cosas no nos llevaría a hacer el amor?


—No tiene por qué.


—Hasta que no me entere de si estoy casada o no, no puedo hacerlo.


Paula sintió que Pedro tensaba los músculos de las piernas, pero ni en su mirada ni en su voz se advertía ningún cambio.


—¿Qué te hace pensar que estás casada? No hay nada que lo indique.


—No hay nada que indique absolutamente nada sobre mi pasado.


—¿Pero tienes la sensación de estar casada?


—No. Hasta me resulta extraño pensar en el matrimonio. O en hacer el amor. Lo que estábamos haciendo antes en la alfombra... el modo en el que me estabas besando y tocando, y lo que me hacías sentir... —se interrumpió, intentando encontrar las palabras adecuadas—. No creo que jamás haya sentido nada parecido.


El pecho de Pedro se expandió bajo la camisa, como si hubiera estado conteniendo la respiración y hubiera respirado aliviado al oír aquella respuesta.


—¿De qué tienes miedo, Paula? —le preguntó.


—Tengo miedo de enamorarme de ti.


Un velo misterioso oscureció la mirada de Pedro.


—Yo estoy corriendo el mismo riesgo que tú —confesó—. Y si crees que podemos salvarnos al no hacer el amor —susurró—, entonces también yo estoy de acuerdo en que no lo hagamos.


Los músculos de la garganta de Paula se contrajeron mientras se obligaba a asentir.


—En ese caso, me limitaré a hacer una exploración —le explicó Pedro.


—¿Exploración?


—Nos tomaremos el tiempo que haga falta, para que los dos nos sintamos cómodos. Y durante el proceso, averiguaremos todo lo que podamos sobre ti.


Paula sintió que se duplicaba el ritmo de los latidos de su corazón.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 33

 


Paula pasó una hora entera duchándose, enjabonándose y secándose el pelo sin ninguna prisa. Cuando terminó, todavía no había decidido lo que quería que le deparara la noche.


Pedro se había ofrecido a hacerle un rápido examen para decirle si había o no dado a luz alguna vez. De modo que pronto podría saber si era madre, si había algún niño lamentando su ausencia en algún lugar. Aquella posibilidad le destrozaba el corazón.


Si el resultado fuera afirmativo, iría inmediatamente a las autoridades a informar de su amnesia. No podía abandonar a su hijo por culpa de sus temores.


Le había dicho a Pedro que se lo pensaría. Pero una hora después de no haber estado pensando en otra cosa, todavía vacilaba. Deseaba desesperadamente la información que aquel examen podía proporcionarle, pero le costaba aceptar que Pedro le hiciera aquel tipo de examen.


Se puso la bata, una bonita bata de seda que Ana le había regalado cuando estaba en el hospital y se dirigió al cuarto de estar con el corazón en la garganta.


Pedro estaba sentado en un sillón de cuero con los viejos vaqueros que se había puesto anteriormente y una camisa blanca sin abrochar. Su rostro parecía esculpido en bronce a la luz de la chimenea. Tenía un aspecto fuerte, atractivo e intensamente viril, con el codo apoyado en el brazo del sillón y la cabeza descansando sobre el puño.


Definitivamente, no había nada en él que hiciera recordar su condición de médico.


Las llamas siseaban mientras proyectaban sus sombras danzantes en las paredes. El olor de la madera de roble se mezclaba con el del vino que habían dejado sobre la repisa de la chimenea. El manto de la noche se extendía por el exterior de la casa, arropándolos en aquel íntimo refugio.


Pedro alzó la cabeza hacia ella antes de que la joven hubiera dicho una sola palabra y dejó vagar sus ojos por su rostro, su pelo y la bata. Hizo volver su mirada hasta sus ojos y señaló con un gesto un sillón que estaba al lado del suyo y que había aparecido milagrosamente mientras Paula estaba en la ducha.


Mientras se sentaba, la joven no pudo menos que fijarse en lo cerca que estaba aquel sillón del de Pedro... Cerca y situado de tal forma que lo menos que presagiaba era una conversación confidencial.


—¿Y bien? —preguntó Pedro.


Paula sabía lo que le estaba preguntando, pero todavía no había tomado una decisión. Y con la sensualidad que proyectaba Pedro, le resultaba muy difícil pensar en ningún tipo de análisis clínico.


—Me encantaría saber cuanto antes toda la información que estés en condiciones de darme —comenzó a decir nerviosa—, pero no creo que pueda aceptar... tu amable oferta.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro sin disimular su desconcierto.


Un delicado rubor tiñó las mejillas de Paula. Estando tan cerca de Pedro le resultaba mucho más difícil expresar su reticencia con palabras.


—Sería demasiado embarazoso —musitó—. Sé que eres médico, y estoy segura de que muy bueno —balbuceó, mirando a todas partes, menos a él—. Y probablemente has examinado a millones de mujeres...


—Tanto como millones...


—Las que sean. Pero siento que nuestra relación es demasiado personal. Y un examen médico sería... demasiado profesional.


—Un examen de ese tipo no implica nada más que una mirada, Paula.


—¿Una mirada? —tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo—. ¿Una mirada a qué?


—A diferentes partes del cuerpo. En primer lugar buscaremos las señales más obvias, como una posible cicatriz de una cesárea.


—No tengo nada de eso, ya lo he mirado.


—Después examinaría el perineo.


Paula no estaba segura de lo que quería decir exactamente, pero, por supuesto, tenía una vaga idea de la zona por la que se encontraba.


—El lugar por el que los bebés vienen al mundo —le explicó Pedro delicadamente.


La vergüenza de Paula iba en aumento, pero aun así preguntó en un susurro:—¿Y sabrías así si he tenido alguno?


—De forma prácticamente infalible. 


Paula lo miró angustiada.


—No. No puedo. Sé que no lo comprenderás, pero...


—Claro que lo comprendo. Te sientes incómoda porque estaríamos pasando por encima de la progresión natural entre un hombre y una mujer. Porque eso es lo que somos, un hombre y una mujer, no un médico y una paciente. ¿Y sabes una cosa? —se inclinó hacia ella, como si fuera a decirle un secreto—. Así es como quiero que sea.


La intensidad de su mirada la hechizaba de tal manera que no fue capaz de responder.


—Cuando te miro —continuó diciendo Pedro—, no soy capaz de ver un ejemplar de la especie humana. Te veo a ti, a la mujer que deseo. No hay nada profesional en ello. Es algo totalmente personal. Muy, muy personal —susurró contra su boca—. Cuando te miro, Paula, o te toco, me excito. Y no fingiré que es de otra manera.


Paula dejó caer los párpados ante la ola de sensualidad que la empapaba. Le resultaba imposible pensar en medio de aquella urdimbre de susurros y caricias.


—¿Entonces estás de acuerdo conmigo en que no deberíamos hacer el examen?