jueves, 30 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO FINAL




Pedro subió por las escaleras de su piso, cargado con una bolsa. Se sentía más derrotado que en toda su vida. Había estropeado las cosas con Paula; sabía que no le gustaba que la presionaran, pero no se había podido contener.


—No sé qué voy a hacer contigo.


Abrió la puerta, miró hacia la cocina y se llevó una sorpresa enorme al ver una pecera.


—Vaya, supongo que tú debes de ser Fred. ¿Quién te ha dado la llave de mi piso? Abrir la puerta sin tener manos ha debido de resultar difícil… eres un tipo listo, Fred.


—La llave me la diste tú, ¿recuerdas? Para que pudiera entrar por la mañana, cuando quedábamos para desayunar.


Pedro se giró y vio que Paula avanzaba hacia él por el pasillo con una sonrisa extraña, completamente nueva; con una sonrisa de timidez.


—Hola…


—Veo que ya os habéis presentado.


Pedro carraspeó.


—Sí, estábamos en ello. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Has salido a pasear con tu pez y has decidido venir a verme?


Pedro dejó la bolsa que llevaba en la encimera.


—¿Qué hay dentro de esa bolsa? Me ha parecido que se movía…


Él se cruzó de brazos.


—Yo he preguntado primero.


Paula arqueó una ceja.


—¿Crees que saldría a pasear con mi pez y con estos tacones?


—No sé si con esos tacones, pero dime que no tienes la costumbre de salir a pasear con un pez —dijo en tono de broma.


Ella sonrió.


—¿Qué hay en la bolsa?


Pedro alzó la bolsa, la sostuvo en la palma de la mano y se la acercó.


—Ésta es Wilma Dos.


Paula sonrió con malicia.


Pedro, no puedes llamar a un pez como si fuera un barco.


—Lo he comprado yo, así que lo llamaré como quiera.


—Y tu Wilma…


—Mi Wilma Dos, recuerda —puntualizó.


—De acuerdo, como quieras. ¿Tu Wilma va a ser la nueva amiga de mi Fred?


—Bueno, mi Wilma Dos podría vivir eternamente en esta bolsa de plástico; a fin de cuentas es un pez muy independiente y perfectamente capaz de vivir solo —respondió—. Pero eso no es del todo necesario. Puede seguir siendo independiente si comparte su espacio con otro pez.


Paula lo miró con ojos brillantes; sin embargo, las manos le temblaban y Pedro tuvo miedo de haber cometido otra vez el error de presionarla.


—Muy bien, Pedro, te diré por qué he venido. Pero debes prometer que no me interrumpirás hasta que termine. He estado pensando estas palabras desde que salí de Dingle, y si no las pronuncio en seguida, podría olvidarlas.


—Te lo prometo.


Paula respiró a fondo, apoyó las manos en la encimera, se encaramó en ella y se sentó, cruzando las piernas a la altura de los talones. Después, posó las manos en el regazo y Pedro se las miró. Todavía temblaban un poco.


—Mírame, Pedro.


Pedro obedeció.


—Estoy completa e increíblemente enamorada de ti.


—Yo…


—No, no, déjame hablar.


Él tragó saliva y asintió. Le había prometido que no la interrumpiría. Y por otra parte, ahora sabía que era suya, sólo suya.


—Siempre he sido una mujer independiente. Y me gusta mi vida, por muy caótica que sea… tengo grandes amigos, mi familia me quiere y hasta disfruto con mi trabajo. Pago mis facturas, voy de compras y de vez en cuando salgo los fines de semana y me voy a algún sitio como Galway. Nunca pensé que necesitara algo más. Hasta que te conocí.


—Pero yo no pretendo robarte esas cosas. Pensé que ya lo sabías.


Ella frunció el ceño y suspiró.


—Lo sé, Pedro. Pero amarte es algo tan intenso y me consume tanto que perdí la perspectiva. No sabía que el amor pudiera ser así —le confesó—. Cuando me miras a los ojos, me pierdo. Y cuando hacemos el amor, no sé dónde terminas tú y dónde empiezo yo.


Él sonrió con dulzura.


—Me sentía como si estuviera renunciando a una parte de mí ser. Me parecía que todo era demasiado bello, demasiado perfecto, y me aterraba… porque pensé que si era tan bello y perfecto, su pérdida acabaría conmigo. Supongo que no estaba preparada, o tal vez, que todo ha sucedido demasiado deprisa. Por eso huía y establecía esas normas. Pero ya no quiero huir. No quiero volver a perderte.


—¿Eso es todo? ¿Ya has terminado?


—Casi.


Paula se humedeció los labios y añadió:
—Ahora voy a hablar de ti.


Pedro la miró con desconfianza.


—¿De mí?


—Bueno, supongo que siempre he sabido que sería yo quien pronunciara ciertas palabras por primera vez; y es lógico, porque si hubieras sido tú, me habría sentido acorralada, habría discutido contigo y me habría marchado.


Pedro frunció el ceño.


—No me mires así, Pedro. Al final habría regresado contigo. Pero si lo hubieras dicho antes, si me lo hubieras confesado antes de que yo asumiera lo que sentía… no sé, me habría sentido…


—¿Obligada?


—Sí, supongo que sí —respondió, sonriendo—. Aunque no es una definición del todo exacta. Estaba convencida de que no me enamoraría de ti.


—Por eso inventaste esas normas estúpidas.


—Sí, pero tú insistías en romperlas. Así que es culpa tuya…


—¿Y por qué crees que las rompía?


—Ah, eso es lo más gracioso del asunto. No lo entendía, no me daba cuenta… he sido tan estúpida que casi no lo puedo creer.


Pedro sonrió y ella se sintió profundamente feliz.


—Pero cuando vi eso, lo entendí.


Paula giró la cabeza y Pedro siguió su mirada.


—¿Le has robado el regalo de cumpleaños a tu madre?


—Lo he tomado prestado, que es distinto. 


Ella extendió un brazo y alcanzó la fotografía enmarcada.


—Bueno, ¿puedes explicarme esto, Pedro?


—No, explícamelo tú.


Paula sonrió, apretó la fotografía contra su pecho y adoptó una voz seria y profesional, como si estuviera haciendo un análisis de arte.


—El elemento central de esta imagen es una joven con un vestido verde, que evidentemente soy yo, con el mismo vestido que llevo en este momento… como sin duda habrás notado.


—Por supuesto que lo he notado. Siempre me fijo en ti.


—Te fijas en mí cuando me pongo minifaldas.


—Bueno, entonces también…


—Calla. Deja que siga.


Pedro alzó la vista hacia el techo y Paula soltó una carcajada.


—Pues bien, la chica está perfectamente enfocada, pero todo lo que la rodea está desenfocado, en tonos de gris. ¿Qué nos dice eso?


Pedro sacudió la cabeza.


—Ésta me la vas a pagar, Chaves. Lo sabes, ¿verdad?


—¿Qué nos dice eso, Pedro?


—Dímelo tú. Yo me limité a hacer el montaje.


—Y muy bien, por cierto; porque si la chica de la fotografía soy yo y todo está borroso menos yo, eso quiere decir que el fotógrafo, tú, me considera… ¿cómo podría expresarlo? ¿El centro de su universo?


Pedro le quitó la fotografía y la dejó sobre la encimera, bocabajo.


—Bueno, ya está bien… ¿Sabes cuándo me enamoré de ti? Cuando te estaba esperando aquel día en el hotel y te vi en el puente de la calle O'Connell. Pero no quise admitir lo que sentía.


—Continúa.


—No todo es culpa mía. Tener una aventura contigo no era suficiente para mí. Decidí romper tus normas una a una porque supuse que era mejor que confesártelo abiertamente. Pensé que te darías cuenta de que lo nuestro no era algo superficial.


Paula suspiró y le dio un beso en la boca.


—Sigue.


—¿Quieres que te lo cuente de golpe?


—Sí.


—Muy bien. Intenté demostrarte que lo nuestro tenía futuro por el procedimiento de ser encantador con tus amigas y…


—Ah, sí, fue repugnante. Pero mis mosqueteras siempre han tenido debilidad por los hombres guapos —lo interrumpió.


—¿Quieres que te lo cuente? ¿O no?


—Está bien, te dejaré hablar. Y prometo que te recompensaré al final.


—En ese caso, me daré prisa… Como iba diciendo, quería demostrarte mi amor. Lo intentaba cuando nos acostábamos, pero siempre te marchabas; así que decidí convencerte para que te quedaras a pasar las noches en mi casa. De haber podido, te habría ofrecido que viviéramos juntos.


—Menos mal que no lo hiciste. Me habrías asustado.


—Sí, lo sé. Así que decidí marcharme a navegar todo un fin de semana para que me echaras de menos.


—¿Para qué te echara de menos? ¡Dijiste que no podías evitarlo! ¡Que lo habías organizado varias semanas antes!


—Te mentí. Fue un truco, pero el tiro me salió por la culata porque te extrañé tanto que decidí presionarte un poco más. Te necesito, Paula. Te necesito entera, con tu caos y todo. Mi vida sólo es perfecta cuando estoy contigo.


Ella sonrió por su elección de palabras.


—Y yo prefiero perderme contigo que sin ti.


Pedro sonrió y la recompensó con otro beso.


—No estás pérdida, Chaves. Y no tienes por qué sentirte perdida… todo lo que me des, te lo devolveré multiplicado. Te lo prometo.


—Te amo, Pedro. Pero dime una cosa, ¿ya has terminado de contarme tu historia?


—Bueno, podría decir que sí y cobrar mi recompensa…


—No serviría de nada, porque ahora sé que hay algo más. Pero date prisa.


—Me las arreglé para ir a tu apartamento con intención de seguir presionándote, pero tampoco salió bien.


—Eso ya lo sé. Me provocaste una verdadera crisis.


—Pero entonces no lo sabía. Y luego llegó el asunto de nuestras familias… yo pensaba que tu preocupación se debía a eso y no me di cuenta de que el problema era otro —afirmó—. Sin embargo, quiero que sepas una cosa: no permitiré que nada ni nadie se interponga entre nosotros. Ni siquiera nuestros padres.


—Lo sé, Pedro; pero vete preparando, porque su relación puede ser explosiva.


—Pues los encerraremos en una habitación para que se peleen a gusto. ¿Por dónde iba? Ah, sí… estaba a punto de hablar de la fiesta en la mansión de los Alfonso. Encajas muy bien en ella, por cierto.


—Me gustó mucho —le confesó.


—Y serías una Alfonso maravillosa.


—¿Me estás pidiendo que me case contigo, Pedro?


—Sabías que te lo iba a pedir desde el día que te conté lo de la placa de la empresa.


—Sí, pero me pareció demasiado bonito para ser cierto.


Pedro la abrazó y apoyó la frente contra su cabeza.


—Si me hubieras dicho eso entonces, nos habríamos ahorrado muchos disgustos…


—Pero también nos habríamos perdido lo de la cabaña.


—¿Cuando te pusiste a llorar y te fuiste? Habría preferido perdérmelo. Cuando vi tus lágrimas, se me partió el corazón.


—¿Y por qué crees que lloraba? Lo nuestro era tan intenso que no sabía qué hacer. Necesitaba un poco de tiempo y de espacio para pensar, para asumirlo… siempre he sido así. Cuando algo me afecta demasiado, necesito estar sola. Supongo que es un defecto, pero te empeñaste en presionarme y empeoraste la situación. Y luego me dejaste…


—Yo no te dejaría nunca, Chaves. Puede que discuta contigo y que de vez en cuando desee estrangularte, pero jamás te dejaría. Si no hubieras venido a verme, te habría odiado durante una temporada y luego me habría rendido y te habría buscado otra vez. Lo sabes de sobra.


La cara de Paula se iluminó.


—Sí, lo sé.


—Te amo, Chaves, te amaré hasta el día en que me muera. Pero eso es todo, no tengo más secretos. Y estoy dispuesto a recibir mi recompensa.


Paula le puso un dedo en los labios y dijo:
—Bueno, aún queda un secreto más.


Pedro arqueó una ceja.


—Pero éste es un secreto de verdad. No lo conoce nadie, ni mis mosqueteras.


—Empiezas a asustarme…


Ella sonrió.


—Cuando te dejé en Galway, estuve llorando durante una semana. No se lo dije a ninguna de mis amigas porque se habrían empeñado en saber por qué. Y en aquel momento, no lo sabía.


—¿Y ahora lo sabes?


—Sí, ahora lo sé —contestó—. Creo que cuando te miré a los ojos por primera vez, supe que algún día me enamoraría de ti. No sé cómo lo supe, pero lo supe. Te miré y me di cuenta de que aquello no era una relación de una sola noche, sino el principio de algo importante.


Paula se detuvo un momento antes de continuar.


—Lo sé, lo sé, suena estúpido… pero después me sentí tan vacía que rompí a llorar y no dejé de llorar hasta que me quedé dormida. Fue como si hubiera perdido a un ser querido. ¿Cómo se lo iba a contar a nadie?


Pedro frunció el ceño.


—Estás temblando…


—Sí, es patético, ¿verdad? Siempre me pongo a temblar cuando pienso en ese día.


Pedro la abrazó y la meció suavemente para tranquilizarla.


—Entonces, hagamos que te sientas mejor.


—Me parece perfecto.


Paula cerró las piernas alrededor de su cintura y él la llevó en esa posición, sin soltarla, hacia el dormitorio.


—¿Sabes que cuando me case contigo y me convierta en una Alfonso ya no podrás llamarme Chaves?


—Siempre serás mi Chaves—murmuró contra su cuello—. Incluso cuando seas una Alfonso.


Paula echó la cabeza hacia atrás, lo miró a los ojos y sonrió.


—En su momento me asustó bastante; pero ahora que te has convertido en mi Alfonso particular, me gusta. De hecho, es perfecto —confesó—. Pero prométeme una cosa.


—Pídeme lo que quieras. Te amo.


—Yo también te amo, Pedro.


—¿Y qué quieres que te prometa?


—Que nos fugaremos.






SUS TERMINOS: CAPITULO 20






Desgraciadamente, ninguno de los dos había imaginado que se iban a tropezar con su padre.


—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Te ha hecho algo, Paula? 


Paula se cruzó de brazos.


—No.


—Pues parece que sí.


—Señor Chaves, yo…


—Cállate. Estoy hablando con mi hija. ¿Qué ha pasado?


—No me ha hecho nada. En serio, papá. Es que necesitaba un poco de espacio, nada más. Cuando estoy con él no puedo pensar… pero no ha hecho nada malo, créeme.


Su padre la miró con condescendencia, como si ya supiera lo que le sucedía. Y aquello la molestó todavía más.


—¿Por qué no me podéis dejar en paz? ¿Por qué os empeñáis en hablarlo todo? ¡No todo el mundo quiere que analicen hasta el más pequeño de sus sentimientos para compararlos después con las malditas fuerzas cósmicas!


Paula se alejó y Pedro intentó acercarse, pero el padre de Paula se lo impidió.


—Déjala. Si la presionas en ese estado, será peor. Siempre ha sido igual. Es una mujer muy independiente; necesita tomar sus decisiones a solas.


En ese momento sonó el teléfono de Pedro.


—Contesta, no te preocupes.


—No, no será nada importante…


—Vamos, Alfonso. Después de lo que ha pasado, sospecho que tendremos tiempo de sobra para charlar.


—Eso espero.


—Venga, contesta de una vez. Seguramente se trata de alguna crisis nacional o de una huelga de trabajadores de tu empresa.


—No, los arquitectos no tenemos esos problemas.


—Ya



****


—¿Ya se te ha pasado el berrinche?


Paula hizo caso omiso del tono alegre de su madre.


—¿Sabes dónde está Pedro?


—Metiendo sus cosas en el coche. Nos ha pedido disculpas por tener que marcharse —explicó—. Me ha hecho un regalo de cumpleaños precioso… ¿lo has visto?


—¿Se marcha?


—Sí, parece que ha surgido algún tipo de problema en su hotel. Le he dicho que mañana te llevaríamos a Dublín, para que…


Su madre no terminó la frase. Paula salió corriendo de la habitación y no se detuvo hasta llegar al coche de Pedro.


—¿Pensabas marcharte sin despedirte?


—No sabía dónde estabas, así que me despedí de tus padres.


—Veo que has encontrado una excusa para marcharte…


—No, no es ninguna excusa. Gabe me acaba de llamar. Se ha producido un fuego en uno de los pisos superiores del Pavenham.


—¿Un fuego? ¿Es importante? Si los daños son graves…


—Gabe dice que no ha sido para tanto. Por lo visto, alguien se dejó encendido un calefactor y prendió un par de cosas. Pero quiero comprobarlo personalmente.


—Es decir, que has encontrado una excusa.


Pedro apretó los labios y la miró de soslayo.


—No quiero discutir contigo. Te estoy concediendo el espacio que querías. Tal vez sea lo que necesites.


—Sí, claro —ironizó ella—. Lo que pasa es que ahora conoces a mi familia y te has dado cuenta de que nuestros mundos no encajan.


Pedro ya había abierto la portezuela del vehículo, pero la cerró de golpe.


—Está bien. Vamos a tener esa discusión.


Paula retrocedió al ver su cara de ira.


—Esto no tiene nada que ver con nuestras familias, así que deja de utilizarlas tú como excusa. No sé cuál es tu problema, Paula, pero está en tu cabeza… y a mí me encantaría ayudarte, pero no me lo permites.


Pedro notó que ella dudaba y extendió un brazo con intención de acariciarla. Por desgracia, sólo consiguió que retrocediera un poco más y que alzara la voz.


—¡Basta ya, Pedro! ¡Me has estado presionando desde el principio! ¿Por qué no puedes dejar las cosas como están?


—¿A ti qué te parece?


Paula decidió devolverle la pelota.


—¿Crees que te lo preguntaría si lo supiera? Todo esto es como un juego para ti, ¿no es cierto? Puede que yo sea lo que deseas, Pedro, pero no soy lo que necesitas. No podría encajar en tu mundo perfecto. ¿Es que todavía no te has dado cuenta?


Pedro rió con incredulidad.


—¿Mi mundo perfecto? ¿Crees que mi vida es perfecta? ¿De dónde te has sacado esa idea?


—¡Por supuesto que es perfecta! ¡Eres un Alfonso! Hasta a tu propia hermana le costó seguir tus pasos. A ti todo te resulta tan fácil que…


—¿Fácil? ¿Crees que todo me resulta fácil? ¿De verdad piensas que no me esfuerzo en cada cosa que hago, que no me he esforzado contigo? Porque te diré una cosa, Paula… nunca había dedicado tanta atención a una mujer. Nunca.


—Pero sólo porque soy una especie de desafío para ti. Tú no quieres el caos que yo llevaría a tu vida. Y lo llevaría, créeme. Mi vida siempre ha sido un desastre. Y me gusta tal como es.


—¿Ahora crees saber lo que necesito? Muy bien, Chaves, adelante; atrévete y dime lo que necesito.


—¡No necesitas esto!


—Lo que no necesito es una discusión absurda. Pero cada vez que intento hablar contigo, te niegas a contestar.


—E insistes en presionarme.


Pedro tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por contenerse. 


Miró a su alrededor, contempló los árboles de los alrededores, esperó un poco más e intentó hablar con calma.


—Es verdad, te he presionado; pero no me has dejado otra opción. He tenido que pelear en cada centímetro del terreno desde que nos volvimos a encontrar e hicimos el amor.


—Descuida, ya no tendrás que pelear por nada. Esto es el final.


Pedro tomó aliento.


—No, no es el final —afirmó—. Pero no volveré a presionarte. Te voy a dar todo el tiempo y el espacio que necesites. Y cuando te tranquilices un poco, tal vez quieras hablar conmigo y decirme lo que te pasa.


—No es un problema de espacio… —dijo ella, con voz temblorosa.


—Ah, ahora lo entiendo. No sabes lo que quieres, ¿verdad? Pensándolo bien, puede que el problema sea yo; puede que necesites a un hombre más fuerte… porque por mucho que intente refrenarme, me importas tanto que siempre querré saber lo que te sucede y siempre interpretarás que te presiono.


Pedro, ¿no podríamos recuperar lo que teníamos? ¿No podríamos volver a los días cuando jugábamos, reíamos y hacíamos el amor?


Pedro se acercó a ella.


—Cuando descubras lo que quieres, búscame —respondió—. Y si no lo descubres, al menos sabré a qué atenerme.


Él la abrazó, la besó con todas sus fuerzas y la soltó inmediatamente.


—Eso es por si no vienes a buscarme.


Paula se quedó plantada en el sitio. Él se dio la vuelta, entró en el coche, cerró la portezuela y se marchó sin mirar atrás. 


Segundos después, empezó a llover de nuevo; pero ella siguió allí, mojándose, hasta que oyó una voz a su lado.


—Te he traído una tila.


Era su madre.


—No creo que esta vez me haga efecto, mamá…


—Estás enamorada de él, ¿no es cierto?


—Sí —confesó, sollozando—. Perdida y locamente enamorada.


—¿Y él?


—Creo que también me ama, pero le cuesta tanto comunicarse conmigo como a mí hablar de mis emociones —respondió.


En ese momento, Paula comprendió que había cometido un error terrible. Esa era la debilidad de Pedro, la más común del mundo. Cuando se enamoraba, tenía tanto miedo de que le hicieran daño que se cerraba sobre sí mismo. Y si estaba tan enamorado de ella como ella de él, su dolor tampoco sería más pequeño.


No, Pedro no era perfecto; sólo era un ser humano.


Su madre la tomó del brazo y dijo:
—Por cierto, ¿has visto el regalo de cumpleaños que me ha traído?