miércoles, 24 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: EPILOGO

 


-FELIZ?


Pau levantó la mano para tocar el rostro de Pedro. La alianza que él le había colocado en el dedo hacía menos de veinticuatro horas relucía bajo la luz del sol. Los brillantes ojos de Paula y la emoción que le iluminaba el rostro respondieron a Pedro sin necesidad de palabras. Sin embargo, ella lo hizo de todos modos.


–Más feliz de lo que nunca creí posible.


–¿Más de lo que soñaste ser a los dieciséis años?


Pau se echó a reír.


–A los dieciséis, no me atreví a soñar que algún día me casaría contigo, Pedro.


Dentro de pocas horas, se montarían en el avión privado de Pedro para dirigirse a una isla tropical en la que iban a pasar su luna de miel, pero, en aquellos momentos, los dos estaban realizando una visita muy especial. Estaban recorriendo los pasos que, muchos años atrás, el padre y la madre de Paula habían dado, acompañados de un joven Pedro.


Desde la Alhambra, se habían dirigido al Generalife, el famoso palacio de verano con su fotografiado jardín. La luz del sol bailaba en los chorros de agua de las fuentes y, cuando Pedro se detuvo junto a uno de ellos, Pau lo miró expectante, con los ojos llenos de amor.


–Fue aquí donde vi cómo tu padre tomaba la mano de tu madre –le dijo suavemente, haciendo el mismo gesto con la mano de Paula–. Nuestro amor será más profundo y más fuerte al conocer su historia –prometió–. Nuestra felicidad es lo que los dos hubieran querido para nosotros.


–Sí –afirmó Paula.


Entonces, muy suavemente, abrió la palma que tenía cerrada y permitió que los pétalos de una de las rosas blancas de su ramo de novia cayeran al agua, donde flotaron suavemente.


–Liberamos el pasado y damos la bienvenida al futuro –le dijo a Pedro.


–A nuestro futuro –respondió él tomándola entre sus brazos–. El único futuro que yo podría desear.





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 49

 

Horrorizada por lo que había revelado, lo miró fijamente. Él estaba tan inmóvil como una estatua y la observaba atentamente.


–¿Qué has dicho? –preguntó él.


Estaba enfadado con ella. No era de extrañar.


–¿Qué has dicho? –repitió.


Presa del pánico, Pau dio un paso atrás


–No he dicho nada –mintió.


–Claro que lo has dicho –afirmó él acercándose a ella–. Has dicho que me amabas.


Pau ya había tenido más que suficiente. Su autocontrol estaba a punto de estallar y estaba segura de que ya se le había roto el corazón. ¿Qué importaba ya el orgullo cuando había perdido tanto?


Levantó la cabeza y le dijo a Pedro:

–Está bien, sí. Te amo. Los hijos que quiero tener, los hijos que quiero que conozcan este país, son los tuyos, Pedro. No me culpes si no quieres sabes nada de esto, si no lo quieres oír. Tú me has obligado a que te lo dijera.


–¿Que no quiero oír? ¿Que no quiero oír las palabras que llevo queriendo escuchar desde que tú tenías dieciséis años?


–¿Cómo? No lo dices en serio...


–Jamás he estado tan seguro de nada en toda mi vida –le aseguró Pedro–. La verdad es que me enamoré de ti cuando tenías dieciséis años, pero, por supuesto, eras demasiado joven para el amor de un hombre. Habría sido poco honorable por mi parte haberte transmitido mis sentimientos en ese momento. Me dije que esperaría hasta que tú fueras mayor, hasta que fueras lo suficientemente madura como para cortejarte adecuadamente como mujer.


Pedro...


–Es cierto. Por eso cometí ese error al juzgarte. Estaba celoso. Celoso de que otro hombre se hubiera quedado contigo. Hice una cosa terrible, Pau. No te merezco.


–Claro que me mereces –replicó ella–. Si hubiera sabido lo que sentías de verdad por mí, sospecho que habría hecho todo lo que hubiera estado en mi mano para persuadirte de que cambiaras de opinión.


–Era eso lo que me temía –admitió Pedro–. Habría estado mal para ambos, pero en especial para ti.


Cuando Pau comenzó a protestar, Pedro se lo impidió.


–Eras demasiado joven. Habría estado mal, pero al oír a ese muchacho presumir del modo en el que lo hacía me volví loco. Me dije que la chica a la que amaba no existía, que yo la había creado en mi imaginación. Me dije que debería alegrarme de que no fueras la muchacha inocente que yo había creído porque, si lo hubieras sido, mi autocontrol podría haberme traicionado y, por amor a ti, podría haber roto la confianza que tu madre tenía en mí.


–¿Dejaste de amarme?


–Traté de decirme a mí mismo que así era, pero la realidad fue que te deseaba cada vez más. Sólo mi orgullo me mantenía lejos de ti, en especial cuando tu madre murió. Tú turbabas mis sueños y hacías que fuera imposible poner a ninguna otra mujer en tu lugar. Me resigné a vivir sin amor y, entonces, tú volviste a entrar en mi vida. En ese momento, supe que todo lo que mi orgullo me había dicho sobre la imposibilidad de amarte era una mentira. Yo te amaba pasara lo que pasara. De eso me di cuenta la primera vez que nos acostamos, antes de que me diera cuenta de que te había juzgado mal. Quería decirte lo mucho que te amaba, pero sentí que estaría mal cargarte con mi amor. Quería que tuvieras libertad para tomar tus decisiones sin cargas del pasado.


–Tú eres mi elección, Pedro. Eres mi amor y siempre lo serás.


–¿Estás segura de que soy lo que deseas?


–Sí –respondió ella muy emocionada.


–Soy tu primer amante.


–El único que deseo –replicó ella con fiereza–. El único que siempre he querido y que siempre querré.


–Espero que lo digas en serio porque no soy lo suficientemente generoso como para darte una segunda oportunidad de alejarte de mí –dijo. Cuando vio el modo en el que ella lo estaba mirando, su voz se llenó de pasión–. No me mires así...


–¿Por qué no? –le preguntó ella con fingida inocencia.


–Porque si lo haces, yo tendré que hacer esto...


La besó apasionadamente, tanto que Pau sintió que el deseo que él estaba despertando en ella la derretía por completo por dentro.


–Los dos nos esforzamos tanto por no amarnos, pero, evidentemente, era una lucha que estábamos destinados a perder –susurró ella cuando él dejó de besarla.


–Se trata de una lucha en la que, habiendo perdido, sé que he ganado algo mucho más valioso. A ti, cariño mío –respondió Pedro antes de volver a besarla.


¡Qué alegría sentía al saber que podía responderle de todo corazón y con todo su amor, sabiendo que él ya le había dado el suyo! Pedro siguió besándola mientras la llevaba a la cama.


–Te amo –le dijo Pedro mientras la colocaba sobre el colchón–. Te amo y siempre te amaré. Aquí empieza nuestro amor, Paula. Nuestro amor y nuestro futuro juntos. ¿Es eso lo que quieres?


Paula lo abrazó y le susurró:

–Tú eres lo que quiero, Pedro. Siempre lo serás.




–Quiero casarme contigo –le dijo él–. Muy pronto. Tan pronto como podamos.

–Sí –afirmó Fliss–. En cuanto podamos, pero, en estos momentos, quiero que me hagas el amor, Vidal.

–¿Quieres decir así? –le preguntó él suavemente mientras comenzaba a desnudarla.

–Sí –suspiró ella, feliz–. Exactamente así.

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 48

 


Por fin veía a Pedro como él era realmente y no a través de sus erróneas creencias. Por fin veía lo noble que era, lo honorable que era y lo vacía y diferente que hubiera sido su vida sin él.


–Quiero que te quedes la casa de mi padre –le dijo a Pedro–. No quiero dinero alguno. Es justo que yo la devuelva. Ahora, me marcho a mi casa, Pedro. En cuanto pueda.


–Paula...


Pedro dio un paso hacia ella, lo que provocó que Pau diera uno hacia atrás. Si él la tocaba, se desmoronaría. Lo sabía perfectamente.


–Ya no puedo seguir aquí.


–Te has llevado un shock. No es bueno tomar decisiones precipitadas.


Pedro extendió la mano. No tardaría en tocarla. Paula no podía permitir que eso ocurriera. No se atrevía.


Dio un nuevo paso atrás. Se había olvidado de que la silla estaba allí y se habría caído si Pedro no la hubiera sujetado. Oyó los latidos de su corazón, olió el cálido aroma de su piel. Sólo le estaba sujetando los brazos, pero todo su cuerpo respondía ante el hecho de estar tan cerca de él.


Trató de soltarse de él, pero contuvo el aliento cuando, en vez de soltarla, Pedro la agarró con más fuerza. Ella lo miró con los ojos abiertos como platos al ver que él bajaba la cabeza. El aliento de Pedro le abrasó los labios. Un calor muy sensual se adueñó de su cuerpo.


–No –protestó Pau, pero su protesta se perdió bajo la pasión de su beso.


Deseaba tanto a Pedro. Lo amaba tanto... Sin embargo, Pedro no la amaba a ella.


–¡No! –exclamó, apartándolo–. No me toques. No puedo soportarlo. Tengo que marcharme, Pedro. Te amo demasiado para quedarme...





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 47

 


Pedro ansiaba tomarla entre sus brazos para consolarla, pero no lo hizo. Se había jurado a sí mismo que debía permitirle que tuviera libertad, que no debía imponer sobre ella la carga de su amor. Resultaba duro verla tan angustiada y no poder ofrecerle el consuelo que tanto deseaba darle.


En vez de eso, se limitó a decir:

–Deja que te explique.


Pau asintió y se sentó en la silla más cercana. Se sentía confusa, pero aún había algo sobre la imagen de Pedro con la toalla rodeándole las caderas como única prenda que excitaba sus sentidos como si fuera una herida sangrante, recordándole todo lo que nunca podría tener.


–Después de la muerte de mi padre, el control de la familia y de las finanzas recayó sobre mi abuela. Yo era menor de edad y mi abuela pasó a ocuparse de todo lo que me hubiera correspondido a mí con la ayuda del abogado de la familia. El modo en el que mi abuela trató a tu padre, combinado con el hecho de que se negara a ayudar económicamente a tu madre o a reconocerte a ti, tuvo como resultado que tu padre tuviera una depresión. Tu padre era un hombre amable y cariñoso, pero desgraciadamente su salud mental resultó dañada por la determinación de mi abuela de asegurarse de que se casara bien. Tenía mucho talento para la historia y, de joven, dijo que quería abrirse camino en ese campo. Mi abuela se negó. Le dijo que no era aceptable que un hombre de su posición llevara a cabo un empleo remunerado. Como ya te he dicho, tu padre era un hombre bueno y amable, pero mi abuela era una mujer muy testaruda que era capaz de pasar por encima de cualquiera para hacer lo que pensaba correcto. Desde el momento en el que se dio cuenta de que quería seguir su propio camino en la vida, estuvo dispuesta a impedirlo. Jamás permitió que tu padre olvidara que estaba tratando de hacer lo que su verdadera madre hubiera querido para él, y ese hecho lo dejó muy confuso y con un gran sentimiento de culpabilidad. Por eso dejó a tu madre tan fácilmente. Creo que eso también fue la razón de que tuviera esa depresión cuando se enteró de que tu madre estaba embarazada. Quería estar con vosotras dos, pero no podía oponerse a mi abuela. Jamás se recuperó del todo.


Pau notó la tristeza y el arrepentimiento que marcaban la voz de Pedro y no le quedó más remedio que reconocer que él debía de haber querido mucho a su padre.


–Nunca he dejado de sentirme culpable por el hecho de que fuera mi comentario lo que provocó que mi abuela comenzara a interrogar a Felipe y a tu madre sobre su relación. Jamás me perdonaré.


Pau sintió una profunda pena hacia él porque sabía que era sincero en lo que acababa de admitir.


–Eras sólo un niño –le recordó–. Mi madre me dijo que siempre creyó que tu abuela llevaba algún tiempo sospechando algo.


–Sí. A mí me dijo lo mismo cuando la visité por primera vez, después de la muerte de mi abuela. Su amabilidad fue un bálsamo para el sentimiento de culpabilidad que yo tenía.


–¿Cuando la visitaste por primera vez? ¿Cuándo fue eso?


Se dio cuenta de que Pedro había dicho más de lo que había tenido intención.


–Después de la muerte de mi abuela, fui a visitar a tu madre –contestó, aunque de mala gana, la pregunta de Pau—. Como cabeza de mi familia, era mi deber hacerlo para... para... asegurarme de que las dos...


–¿Fuiste a Inglaterra a ver a mi madre?


–Sí. Pensé que a ella le gustaría tener noticias de tu padre. La manera en la que se separaron no fue muy... amable y, además, había que pensar en ti. Quería que tu madre supiera que las dos seríais bienvenidas en España si decidía traerte aquí. Pensé que ella podría querer que tu padre te conociera y que tú lo conocieras a él.


Pedro estaba tratando de elegir muy cuidadosamente sus palabras. Paula había sufrido ya mucho. No quería que sufriera aún más.


Sin embargo, Pau se había imaginado lo que Pedro estaba tratando de ocultarle.


–Mi madre no quería volver a España, ¿verdad? ¿Acaso no quería que yo conociera a mi padre?


Pedro inmediatamente defendió a la madre de Pau.


–Estaba pensando en ti. Tuve que decirle que Felipe había tenido una depresión y a ella le preocupaba el efecto que eso pudiera tener en ti.


–Hay más, ¿verdad? Quiero saberlo todo, Pedro –insistió Pau.


Durante un instante, pensó que Pedro se iba a negar. Él se dio la vuelta para mirar hacia la ventana.


–Tengo derecho a saberlo –insistió ella.


Pedro suspiró.


–Muy bien, pero recuerda, Paula, que lo único que tu madre quería hacer era protegerte.


–Nada de lo que puedas contarme cambiará lo que siento sobre mi madre –le aseguró Pau. Tampoco nada de lo que ocurriera podría cambiar lo que ella sentía hacia Pedro. Él se había equivocado a la hora de juzgarla, pero parecía que ella había hecho lo mismo con él. Sin embargo, el amor que le tenía permanecería como lo había sido todos esos años atrás.


Pedro se volvió para mirarla. Pau contuvo el aliento. ¿Podría él leer en sus ojos el amor que le profesaba? Bajó rápidamente los párpados para ocultar su expresión.


–Tu madre me dijo que ella no quería que hubiera contacto alguno entre tu padre y tú. Me pidió que le prometiera que así sería. Al principio, tenía miedo de que te pudiera hacer daño. Eras muy joven y tenías una visión muy idealizada de tu padre que tu madre sabía que él no podría igualar. Más tarde, tuvo miedo de que tú pudieras, por amor filial, sacrificar tu propia libertad para estar con tu padre. Yo le prometí lo que ella me había pedido, por lo que cuando llegó tu carta...


–Se la ocultaste a mi padre. Sí, ahora lo entiendo todo, Pedro. Sin embargo, ¿por qué no te limitaste a destruirla? ¿Por qué tuviste que llevarla a Inglaterra para... para hacerme daño?


–Pensé que lo mejor sería hablar de la situación con tu madre en persona. No tenía intención alguna de hacerte daño. Simplemente quería asegurarme de que no volvías a escribir a tu padre.


–¿Y fuiste a Inglaterra sólo para decirle eso?


Pedro guardó silencio. Evidentemente, no quería responder a aquella pregunta. Inmediatamente, Pau comprendió que había más.


–No fuiste sólo para eso, ¿verdad? ¿Qué más había?


Pedro guardó silencio durante unos instantes antes de retomar la palabra.


–Como te he dicho anteriormente, como cabeza de familia, creí que era mi deber. Tu madre había pasado unos años muy difíciles, soportando la pérdida del hombre al que amaba y la dura situación económica que tenía que soportar antes de que...


–Antes de que heredara todo ese dinero –dijo Pau lentamente–. Dinero de una tía abuela que mi madre nunca había mencionado y a la que yo jamás conocí. Dinero que mi madre a menudo decía que agradecía por todo lo que podía hacer por mí. Dinero para comprarnos una hermosa casa en el campo que ella decía que era especialmente para mí. Dinero que significaba que mi madre no tenía que trabajar para que ella pudiera estar siempre conmigo. Dinero para enviarme a buenos colegios y para luego pagarme los estudios en la universidad. Sin embargo, no había tía rica, ¿verdad? –le desafío a Pedro–. No había testamento ni herencia. Eras tú. Tú pagaste todo...


–Paula...


–Es cierto, ¿verdad? –preguntó ella. Se había quedado completamente pálida–. Es cierto. Tú fuiste quien compró la casa, quien pago mi educación...


–Tu madre y tú teníais todo el derecho a que yo os cuidara. Sólo estaba arreglando el mal que mi abuela os hizo. Tu madre se negó a aceptar nada al principio, pero yo le dije que eso sólo se añadiría a la culpabilidad que arrastraba la familia por no haberte dado antes algo que era tuyo de todos modos.


–He estado tan equivocada con respecto a ti... Te he juzgado tan mal...


Pau se sentía tan agitada que se puso de pie y comenzó andar por la sala mientras se retorcía las manos de desesperación.


–No, Pau. Simplemente has malinterpretado los hechos. Eso es todo. Soy yo el culpable de haberte juzgado mal.


–Por favor, no intentes ser amable conmigo –le suplicó Paula–. Eso sólo empeora las cosas.