sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 5

 


Moro miró a su dueño y movió la cola.


—Lo sé, muchacho —dijo Pedro Alfonso—. Tienes hambre. Pero tendrás que tener un poco más de paciencia. Estoy a punto de terminar.


Moro gimió y se alejó un poco del hombre.


Pedro ignoró al perro labrador negro y siguió golpeando el tronco con el hacha. A pesar del frío de la mañana, iba desnudo hasta la cintura y estaba sudado y sucio. Y solo. Pero no le importaba. Lo prefería así.


Hizo una pausa, se apoyó contra el hacha y miró a su alrededor. Le gustaba estar al aire libre. La vida de la ciudad no era para él, y no porque hubiera elegido retirarse del mundo. Simplemente, odiaba los ruidos de las grandes ciudades. Prefería estar en aquella cabaña aislada; aquél era su paraíso particular.


Sabía que la gente de la ciudad lo tenía por raro, pero no le importaba. Sólo quería que lo dejaran en paz para alimentar su desesperación y la rabia que sentía contra sí mismo.


Sólo había pasado un año desde aquel incendio que mató a su amigo y lo dejó a él herido con una cojera permanente y cicatrices en el alma de las que no podía curarse. Sabía que había envejecido y odiaba mirarse al espejo por las mañanas. Aunque sólo tenía treinta y cinco años, parecía y se sentía como si tuviera diez años más.


Pero, a decir verdad, nunca había sido joven y despreocupado. Criado en una casa rodeado de violencia, se había distanciado pronto de los demás. Había sido el único modo de poder sobrevivir. No sabía dónde estaba su madre y no le importaba. Peor aún, ni siquiera sabía quién era su padre.


Pedro creyó que al empezar a trabajar como guardabosques había encontrado su lugar en la vida. Entonces ocurrió la tragedia; un árbol se prendió fuego y lo demás sucedió muy deprisa. Aunque corrió hacia su amigo y compañero para intentar salvarlo, no fue lo bastante rápido. El árbol cayó sobre los dos. Pedro había salido de aquello con sólo una pierna destrozada. Su amigo murió.


Después de pasar varios meses en el hospital, la mujer con la que había planeado casarse decidió que no quería vivir con un lisiado que quizá no se recuperara nunca y no pudiera darle todo lo que esperaba. Rabioso y desilusionado, Pedro hizo las maletas y se dirigió a la cabaña que tenía en las Ozark.


Moro movió la cola. El hombre, sonriente, apartó sus pensamientos del doloroso pasado y dejó caer el hacha sobre el tronco.


—Una vez más y te daré de comer.


El sudor le caía por la frente al inclinarse para coger otro trozo de madera. No se había enderezado aún cuando oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.


Se enderezó, lanzó una maldición y miró a su alrededor. No deseaba compañía, a pesar del hecho de que el intruso era una adorable niña de pelo castaño que sujetaba la mano de una mujer pelirroja de piel cremosa y enormes ojos azules.


Se inclinó sobre su hacha y esperó.



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