miércoles, 18 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 12




A pesar de que estaba convencida de que no iba a volver a ver a Pedro en un tiempo, Paula se pasó toda la mañana nerviosa.


No la ayudó que Emilia se pusiera histérica cada vez que oía un coche o que los obreros hubieran elegido aquel día para acuchillar el salón.


A media mañana, la cabeza le estallaba.


Cuando ya creía que las cosas no podían ir peor, apareció Pablo Mallory con un enorme ramo de flores.


Paula estaba bajando las escaleras y se sorprendió de verlo de nuevo en su casa después de lo que le había dicho el día anterior.


-¿Qué demonios haces aquí? -le espetó-. Fuera ahora mismo. 


Pablo no se movió.


-Buenos días, Paula. ¿Qué tal está tu madre?


-No finjas que te interesas por ella -exclamó Paula con dureza-. Quiero que te vayas -añadió agarrándolo del brazo y llevándolo hacia la puerta por miedo a que su madre los oyera.


Nada. Pablo se había clavado en el suelo y no parecía tener intención de moverse. Para colmo, le estaba mirando el escote.


-Voy a pedir ayuda -dijo pensando en los obreros.


-Oh, Pauli -rio Pablo haciéndola estremecer-. ¿Qué te estoy haciendo? ¿Atacarte con flores?


Pablo apretó los puños.


-No tienes derecho a venir a mi casa. No eres bien recibido.


-No he venido a verte a ti -contestó Pablo-, sino a lady Elena. ¿Dónde está?


-No es asunto tuyo -contestó Paula-. ¿Te importa irte?


-No hasta que no le haya dado esto a tu madre -contestó Pablo mirando las flores-. ¿No te parece bien que le haga un regalo?


-Ya se las daré yo -contestó Paula tomándolas de sus brazos-. ¿Te importa irte ahora? 


Pablo no se movió.


-No estás siendo muy educada, Pauli -apuntó mirándola de forma insolente-. Además, me parece que, si no recuerdo mal, has engordado. Ten cuidado.


Paula sintió deseos de gritar. ¿Qué tenía que hacer para que se fuera? ¿No tenía vergüenza?


En ese momento, Paula oyó a Emilia bajar corriendo las escaleras.


-¿Es papá? -preguntó la niña, que había oído las ruedas de un coche-. Ah, es usted -añadió al ver a Pablo.


-Sí, soy yo -sonrió él-. Hola, Emilia.


-Hola -contestó la niña-. Creí que era papá -repitió dirigiéndose a su madre.


-¿Tu padre está aquí? -preguntó Pablo enarcando una ceja sorprendido-. Esto huele a reconciliación.


-No huele a nada -contestó Paula con frialdad-. Pedro está a punto de llegar, así que creo que será mejor que te vayas.


-De eso nada -contestó Pablo-. Si Alfonso estuviera por aquí, me habría enterado. 


Emilia frunció el ceño.


-¿Ha venido a ver a mi padre? -preguntó inocentemente.


-No, a ver a tu abuela -contestó Pablo aprovechando la oportunidad-. ¿Está levantada?


-Pablo... -le advirtió Paula.


-No, hoy se va a quedar en la cama -contestó Emilia-. ¿Quiere subir a verla?


-¡Emilia!


-Me parece una buena idea -dijo Pablo-. ¿Me acompañas?


Emilia miró a su madre sin saber qué hacer.


-¿Tú también vienes, mamá? -dijo fijándose en las flores-. Qué bonitas -añadió-. ¿Las ha traído usted?


-Sí -contestó Pablo sonriendo-. Seguro que tu madre quiere ponerlas en agua cuanto antes.


-¿Mamá?


Paula negó con la cabeza y se alejó furiosa mientras su hija, confundida, conducía al visitante hasta su abuela.



***


Cuando Pedro llegó a Mattingley, vio un coche que no conocía aparcado ante la casa y supuso que sería el médico, que habría ido a ver a lady Elena.


Lo cierto era que a él le parecía que la anciana habría estado mejor en Londres, pero entendía que quisiera estar allí.


La verdad era que aquel lugar era precioso. Por eso, precisamente, se estaba planteando vivir allí e ir al despacho a la ciudad solo cuando fuera estrictamente necesario. Al fin y al cabo, podía hacer casi todo el trabajo desde casa con su ordenador portátil.


La puerta principal estaba abierta y vio que había obreros por todas partes. La casa estaba cada vez mejor. De hecho, cada vez parecía más un hogar...


Acababa de entrar cuando apareció Paula. Se quedaron mirando a los ojos y Pedro se preguntó si, como él, estaba recordando su encuentro de aquella mañana.


Se dio cuenta de que, con solo verla, se había vuelto a excitar. ¿Habría alguna manera de sacarla de casa y llevarla a algún lugar donde pudieran estar solos?


-¿Has olvidado algo? -le espetó Paula-. Si has venido a devolverme el dinero...


-No, no -la tranquilizó Pedro y dio unos pasos hacia ella.


Al hacerlo, Paula dio dos pasos atrás.


-Tenemos que hablar -suspiró Pedro.


-No -dijo Paula-. Creo que no tenemos nada que decirnos. ¿Quieres el divorcio? Bien. Dile a tu abogado que se ponga en contacto con el mío. No veo por qué tendríamos que volver a vernos en persona.


Pedro la miró sorprendido.


-No lo entiendes...


-Claro que sí -lo interrumpió Paula-. Lo de esta mañana ha sido para demostrarme que tú has ganado y yo he perdido.


-No...


-Lo que tú digas. En cualquier caso, no debió ocurrir jamás y no habría ocurrido si no hubiera confiado en ti como un tonta. Creí que te había quedado claro que no quería tu dinero, pero no esperaba que te lo cobraras en carne. Has tenido tu premio, pero te lo he dado gratis. Solo espero que no lo pagues ni con Emilia ni con mi madre.


Pedro la miró con incredulidad.


-¿De verdad crees eso? ¿Crees que me he querido vengar de ti?


-¿No ha sido así, acaso?


-Claro que no, maldita sea.


-¿Pero admites que no debería haber sucedido jamás?


-¿Por qué no?


-¿Por qué no? Lo sabes perfectamente. ¿Te importan tan poco los sentimientos de la señorita Marcia como los míos?


-Marcia no tiene nada que ver en esto -contestó Pedro molesto.


-¿ Ah, no? Creí que te ibas a casar con ella.


«Pues no es así», pensó Pedro, pero no le dio tiempo a decirlo porque en ese momento oyó que la puerta de la habitación de lady Elena se cerraba y alguien comenzaba a bajar las escaleras.


Supuso que era el médico y lo maldijo por su inoportunidad. 


Por los gritos de la madre de Paula pensó que a la anciana le había hecho la misma gracia verlo que a él. Para colmo, Emilia bajaba las escaleras llorando.


-Mamá, mamá -gritó.


Al verlo, abrió los ojos como platos y, para su sorpresa, se abrazó a él.


-Eh, eh, pequeña, ¿qué pasa? ¿Qué ha dicho el doctor? -le preguntó consolándola con un cariño que le salía de lo más profundo de sí mismo.


-¿El doctor? ¿Qué doctor? -contestó Emilia.


-Supongo que te referirás a mí -dijo una voz masculina.


Pedro levantó la mirada y vio al hombre que había creído que jamás volvería a ver.


-Hola, Alfonso, hace mucho tiempo que no nos veíamos-dijo Pablo Mallory.


-Hola, Mallory, veo que sigues haciendo llorar a las mujeres -contestó Pedro irritado.


-Yo no diría tanto -dijo Pablo muy tranquilo mirando a Paula y de nuevo a Pedro -.Parece que a tu mujer no le hace gracia vernos a ninguno de los dos.


Pedro pensó que se equivocaba por completo, pero no dijo nada. Él había creído que su encuentro con Paula había sido mucho más que físico, pero empezaba a tener sus dudas.


Era la segunda vez que Pablo estaba en aquella casa en los últimos días. Lo que Paula le había dicho tomaba otro cariz ante aquella revelación.


-Me parece que deberíais iros. Los dos-dijo ella.


-¡Pau! -protestó Pedro.


-¿No os dais cuenta de que hay una mujer enferma en esta casa? No sé qué le habrás dicho, pero obviamente la has enfurecido,Vete-dijo dirigiéndose a Pablo.


-Oh, Pauli... -dijo él llamándola así porque sabía que a Pedro siempre le había molestado-. No lo dices en serio.


-Claro que lo digo en serio -insistió Paula-. Ya te dije ayer que no eres bien recibido en esta casa -añadió señalándole la puerta-. ¿Voy a tener que llamar a un obrero para que te eche?


-Sabes que jamás lo harías -se burló Pablo-. Tu madre jamás te perdonaría que la avergonzaras de esa manera.


-Ya lo hago yo -dijo Pedro sin pensárselo dos veces-. Será un placer.


-El único placer que vas a sacar de esta relación, ¿eh, Alfonso? -se mofó girándose hacia Paula-. En cuanto a lo que le he contado a tu madre, será mejor que se lo preguntes a ella, pero no creo que te lo vaya a decir. Nunca te lo ha dicho.


-¿Qué quieres decir?


Paula estaba confundida y Pedro dio un paso al frente.


-Paula, ¿no te das cuenta de lo que está haciendo? Está intentando separarte de tu madre, como hizo con nosotros. Antes, no lo podía creer, pero ahora...


-Aquello fue mucho más divertido -lo desafió Pablo-. ¿Te he contado alguna vez lo bien que se lo pasó Paula? Estaba como loca por meterse en la cama conmigo.


-¡Eso no es cierto!


Una voz mucho más aristocrática que la de Pablo impidió que Pedro le diera un puñetazo. Se giró y vio a lady Elena agarrada con fuerza a la barandilla de la escalera.


-No le toques, Pedro -imploró-. No le des razón para hacer más daño a esta familia del que ya ha hecho.


-¿Mamá? -dijo Paula corriendo escaleras arriba para sujetar a su madre-. Mamá, no deberías haberte levantado.


-Las gallinas vuelven al gallinero, ¿eh, lady Elena?


Pedro ya no pudo más y lo agarró de la pechera de la camisa.


-Ya hemos oído bastante -le dijo atemorizándolo-. Vete ahora mismo.


-Espera -dijo la madre de Paula-. Escucha lo que te tengo que decir, Pedro. Pablo nunca sedujo a tu mujer. Todo fue idea mía.


-¿Qué?


-¿Qué has dicho, mamá? 


Habría sido difícil decir quién se había quedado más anonadado.


-Ahora sí que me voy -dijo Pablo soltándose de Pedro y poniéndose bien la camisa.


-Al oír el coche de Pedro, le dije a Pablo que se metiera en la cama de Paula -recordó lady Elena.


-¿Cómo? -dijo la aludida mirando a su madre como si fuera una desconocida.


Pedro no daba crédito a lo que estaba oyendo.


¿Lady Elena había hecho algo así? ¿Sin el consentimiento de Paula?


-Así fue -insistió la anciana-. Admito que no quería que Paula se casara contigo. Nunca me pareciste lo suficientemente bueno para ella y ella ni miraba a Pablo, que llevaba años enamorado de ella.


-¡Mamá!


Lady Elena sacudió la cabeza.


-Ahora comprendo que lo que hice no estuvo bien, pero entonces me pareció una buena idea.


-Oh, mamá -dijo Paula con la voz rota.


-No finjas que no sabías lo que estaba pasando -intervino Pablo-. Estabas encantada.


-No... -sollozó Paula.


Aquella vez fue demasiado. Pedro soltó el puño, que fue a estrellarse directamente en la nariz de Mallory haciéndola sangrar.


Emilia se puso a llorar.


Hasta aquel momento, Pedro se había olvidado de que la niña estaba delante. La tomó en brazos y la consoló.


-No pasa nada, cariño -la tranquilizó mientras Pablo intentaba controlar la hemorragia con un pañuelo.


Pero Paula no había terminado.


-Me... emborrachaste -recordó-. ¡Dios mío, me emborrachaste! Querías que Pablo me sedujera. Lo tenías todo planeado.


-Sí, así es -admitió su madre-. ¿Podrás perdonarme?


-No te paraste a pensar siquiera que podría estar embarazada -sollozó Paula-. No tuviste en cuenta mis sentimientos. Solo te importaba la casa.


-Ya no -dijo lady Elena desesperada-. Por favor, créeme.


Paula se apartó de su madre y corrió escaleras abajo mientras Pedro se daba cuenta de lo que sus últimas palabras significaban. Emilia era hija suya. Llevaba años negando su paternidad y la niña había crecido sin padre.


-Pau -dijo alargando el brazo para detenerla.


-No me toques -gritó Paula pasando a su lado-. No me toquéis ninguno. Sois todos iguales.


-¡Pau! -repitió Pedro desesperado-. No lo sabía. No sabía qué pensar.


-No me creíste -dijo Paula mirándolo con frialdad-. ¿Te crees que esto cambia las cosas? ¿Crees que te voy a perdonar ahora que sabes que nunca hice nada? Crece, Pedro. No necesito tu absolución. No necesito nada de ti.


Y sin una palabra más, salió por la puerta y Pedro se dio cuenta, al oír el motor, que se había dejado las llaves puestas en el Porsche.





SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 11





Paula se fue de la posada mientras Pedro se duchaba. Había conseguido que creyera que estaba dormida, pero en cuanto había notado que se levantada había huido.


No había sido difícil fingir que estaba agotada porque realmente lo estaba. Nada le habría gustado más que hacerse un ovillo a su lado, pero no podía ser.


Aunque había sido la experiencia sexual más maravillosa de su vida, sabía que para Pedro no había sido más que la sustituta de Marcia Duncan.


Aquello le dolía y mucho.


Al bajar, se encontró con Tom Cooper, el dueño del pub, que la saludó como si tal cosa a pesar de que Paula sospechaba que estaba especulando ya lo que habría pasado en la habitación de su inesperado huésped.


«Como si no estuviera claro», pensó.


Se montó en el coche, metió marcha atrás y salió de allí a toda velocidad. Una vez en carretera, miró la hora. Solo las ocho de la mañana y se sentía como si hubiera estado trabajando todo el día.


Rezó para que Emilia y su madre siguieran dormidas porque no tenía ganas de dar explicaciones a nadie.


Para su alivio, solo la señora Edwards estaban despierta. La mujer estaba metiendo un bizcocho en el horno y la miró extrañada.


-¡Cuánto has madrugado! -le dijo-. ¿Has ido a la tienda? Los sábados, no abre hasta las nueve. «Salvada por la tienda», pensó Paula.


-Debería haberlo recordado -contestó-. ¿Emilia está despierta?


-No la he visto -contestó el ama de llaves.


Se preguntó cómo se iba a tomar su hija que, después de lo que había pasado, Pedro se fuera corriendo a Londres.


Decidió darse una ducha antes de enfrentarse a su hija, pero no le dio tiempo. Cuando estaba desnudándose para entrar en el baño, apareció en su habitación.


-Mamá, ¿tú crees que papá vendrá a vernos antes de irse a Londres? -le preguntó con voz trémula todavía ataviada con su pijama de Winnie the Pooh.


-No lo sé... -suspiró Paula sospechando que la contestación acertada era «no»-. ¿Dijo algo de venir?


-No -contestó Emilia-, pero no creo que se hubiera quedado a dormir en el pueblo si no quisiera vernos, ¿no?


-Puede -contestó Paula preguntándose cuáles eran las intenciones de Pedro al volver aquel fin de semana.


-Claro -sonrió Emilia aliviada.


-¿Por qué no te vas a vestir mientras yo me ducho?


-Muy bien -contestó Emilia mirando extrañada las mejillas sonrojadas de su madre.


Paula se duchó y se cambió de ropa. Para cuando salió de su habitación, su madre se había levantado y estaba dando voces.


-¿Por qué no me has dicho que Pedro estuvo aquí anoche? -le preguntó cuando Paula le llevó la bandeja del desayuno-. Me habría gustado verlo.


Paula se dio cuenta de que Emilia había vuelto a contarle todo a su abuela.


-No se quedó mucho tiempo -contestó.


-¿Te parece una buena excusa? ¿Y qué quería? -preguntó lady Elena tomándose el zumo de naranja.


-Creo que vino para asegurarse de que... todo va bien -contestó todo lo sinceramente que pudo-. ¿Quieres algo más?


-No -contestó su madre-. ¿Me puedes explicar por qué te has maquillado tanto? ¿No será para impresionar a tu marido?


¡Cómo si le hiciera falta! 


Paula tragó saliva y se miró en el espejo con expresión inocente.


-Uy, pues es verdad, me he pasado un poco, ¿no?


-Un poco -contestó su madre secamente-. ¿Fue idea tuya que tu marido se fuera a pasar la noche al Black Bull? No quiero ni imaginarme lo que habrá pensado Tom Cooper de ello.


«Pues verás cuando te enteres de que he ido a verlo esta mañana», pensó Paula.


-No, no fue idea mía -contestó-. Fue suya. ¿Para qué quieres verlo?


-Eso es asunto mío -contestó la anciana-. Si vuelve por aquí, dile que suba a verme.


-¿Quiere decir eso que no te vas a levantar? -preguntó Paula preocupada.


-No -contestó lady Elena impaciente.


-¿Te encuentras bien?


-Todo lo bien que alguien en mi situación puede estar -suspiró su madre-. Deja de preocuparte, Paula. No me voy a morir todavía.


SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 10




Paula se dijo que debería haber estado preparada para algo así, pero al ver a Pedro de nuevo notó que le flaqueaban las fuerzas.


-¿Ah, sí? -dijo abriendo el maletero del Range Rover y comenzando a descargar la compra-. No recuerdo haberlo invitado.


-Así es -dijo Pedro enfadado-, pero parece ser que por aquí la gente se presenta sin esperar a que se la invite.


-¿Cómo dices? -dijo Paula cuando lo tuvo cerca.


-Olvídalo -contestó Pedro agarrando unas cuantas bolsas y yendo hacia la casa.


-¿Cuánto tiempo lleva aquí? -le preguntó Paula a su hija cuando Pedro hubo desaparecido en el interior.


-No mucho -contestó Emilia-. ¿No te alegras de verlo?


A Paula no le dio tiempo de contestar porque Pedro había vuelto a salir.


-Volveré mañana -dijo abrochándose la cazadora-, cuando estés de mejor humor.


-¡Espera! -dijo Paula sin saber por qué-. ¿Has... cenado?


-Yo le iba a preparar algo -intervino Emilia-. De hecho, ya le había preparado la mesa y le había dicho que se podía tomar la quiche, pero él me ha dicho que no sabía si a ti te iba a hacer gracia.


«Muy bien dicho», pensó Paula.


¿Por qué no las habría dejado en paz desde un principio? 


Una cosa era prestarles el coche y otra estar tan presente, de repente, en sus vidas.


Claro que, si no hubiera sido por él, ¿cómo habría llevado su madre instalarse en Mattingley?


-Seguro que hay algo un poco más apetitoso que quiche fría -dijo entrando en la casa.


Pedro la siguió y Paula supuso que era por la insistencia de Emilia. Al llegar a la cocina, se quedó perpleja de ver que su hija ya lo tenía todo dispuesto.


-No ha sido idea mía -le aseguró Pedro.


-Te creo -contestó Paula-. Hay carne si prefieres -intentó sonreír.


Pedro entendió su esfuerzo por hacer las paces y asintió.


-La quiche está bien -contestó no queriendo hacer de menos a la niña-. ¿No prefieres que cene en el pub? Voy a dormir allí y...


-¿Has reservado habitación?


-Todavía, no -admitió Pedro.


-¿Por qué no se queda papá a dormir aquí? -intervino Emilia.


Paula dio un respingo.


-Porque, a lo mejor, a él no le apetece -contestó mirando a Pedro-. A lo mejor, ha venido con su... amiga, la señorita Duncan.


-Marcia no está -dijo Pedro-. Emilia, lo que tu madre está intentando decir es que prefiere que no me quede.


-Yo no he dicho eso -contestó Paula indignada-, pero me pica la curiosidad. ¿Por qué has elegido pasar otro fin de semana aquí en lugar de... haciendo lo que hagas los fines de semana?


Iba a decir «en la cama de tu novia», pero se había mordido la lengua a tiempo por el bien de Emilia.


-Marcia está en Jamaica -contestó Pedro leyendo entre líneas.


-Qué bien -murmuró Paula.


-¿Dónde está Jamaica? -preguntó Emilia acabando con la tensión existente entre los adultos.


-En las Indias Occidentales -contestó Pedro quitándose la cazadora-. ¿Sabes dónde está eso?


-No tiene tanta experiencia como tú -intervino Paula secamente.


-Claro que lo sé -contestó la niña presintiendo que sus padres se iban a poner a discutir de nuevo e intentando evitarlo-. Las Indias Occidentales están en el Caribe.


-Muy bien -dio Pedro.


-¿Has estado allí alguna vez? -preguntó Emilia.


-Sí, y tu madre también.


-¿Ah, sí, mamá?


Paula detestó a Pedro por sacar el tema. Habían pasado su luna de miel en Jamaica. Había sido un viaje que les había costado una fortuna, habían invertido en él hasta el último centavo que tenían entonces, pero había sido maravilloso.


-Una vez -admitió-. Supongo que tu padre habrá estado muchas más y en lugares mejores que el Pine Key.


-Te acuerdas -dijo Pedro


Paula se sonrojó.


-Será porque no tengo miles de viajes en la cabeza para confundirme -contestó de forma arisca-. Desde el nacimiento de Emilia, en esta casa no hubo dinero para viajar.


Entonces fue Pedro quien se sonrojó.


-No sé por qué -dijo con dureza-. Cuando nos separamos, me dio la impresión de que te quedabas en una buena posición -añadió a pesar de que la niña estaba delante.


Paula reprimió las ganas de llorar. Aquello no era cierto. Era verdad que le había comprado la casa de Londres y que le pasaba una mensualidad generosa, pero el colegio de Emilia y la enfermedad de su madre se lo comían todo y de eso Pedro no sabía nada.


Metió la comida en el frigorífico y oyó que Pedro se levantaba de la silla en la que se había sentado poco antes. 


Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir.


Pedro se iba. A pesar de que Emilia estaba llorando, su padre había decidido irse.


-Me voy -anunció.


-Muy bien -asintió Paula.


«Es mejor así», se dijo.


¿Por qué no volvía a Londres? Cada vez que aparecía en sus vidas no llevaba más que dolor y desilusión.


Le pareció que se sacaba algo del bolsillo y lo dejaba sobre la mesa, pero Emilia estaba llorando a pleno pulmón y Paula solo podía pensar en cómo iba a hacer para consolar a su hija.


Emilia salió corriendo tras él y Paula se fijó en que lo que había sobre la mesa era un fajo de billetes.


Indignada, Paula se los guardó con la intención de devolvérselos en cuanto volviera a verlo.



***


Pedro estaba mirando por la ventana de su habitación en el Black Bull cuando amaneció. La calle estaba desierta. Ni siquiera el lechero estaba haciendo la ronda.


No era que le importara demasiado la actividad de aquel pueblo del que quería irse cuanto antes, la verdad. No estaría allí de no ser por Emilia. En un arranque de locura, le había prometido a la niña no regresar a Londres la noche anterior, pero tan pronto como pudiera pagar la habitación, se iría.


Estaba muy claro que Paula no lo quería allí. Debía de tener nuevos amigos o... viejos. Pedro sintió una punzada de celos ante aquella posibilidad.


Entonces, ¿por qué no se decidía a decirle de una vez por todas que quería el divorcio? Eso era lo que él quería y lo que Marcia esperaba.


El problema era que lo que había ocurrido recientemente hacía que viera a Marcia de otra manera. Aunque seguía decidido a recuperar su libertad, no estaba tan seguro de. querer casarse con una mujer que había mostrado tan poca comprensión hacia una niña inocente.


Porque Emilia era inocente, completamente inocente, y Pedro no quería que sufriera.


«Pero va a ser imposible», pensó.


Desde luego, Paula lo había hecho muy bien. Lo conocía y sabía que no le costaría conseguir que se encariñara con la niña. Emilia estaba convencida de que era su padre y, por mucho que él lo negara, lo iba a seguir creyendo.


A no ser que, como le había aconsejado Santiago, se hiciera las pruebas de ADN. Era muy fácil. Solo se necesitaba una muestra de saliva. Emilia se daría cuenta de que era él quien decía la verdad y no su madre.


Pedro se estremeció. Estaba en calzoncillos y hacía fresco, así que decidió irse a duchar. Cuando se disponía a alejarse de la ventana, vio a lo lejos un Range Rover que se acercaba por la calle principal a bastante velocidad.


Se paró ante la posada bruscamente y de él bajó Paula.


Pedro se apresuró a ponerse una camisa, pero no le dio tiempo. Llamaron a la puerta y decidió abrir tal y como estaba.


-Oh -dijo Paula sonrojándose-. Estás despierto.


-¿No querías que lo estuviera? -contestó Pedro viendo que llevaba en la mano el dinero que le había dejado la noche anterior sobre la mesa.


Paula suspiró y le dio los billetes.


-Da igual -contestó-. Toma.


Pedro no hizo amago de aceptar el dinero.


-Por favor -insistió Paula.


-Es para ti -le dijo.


-Ya lo sé, pero nunca he sido una avariciosa y no pienso empezar a serlo ahora. Sé que estás ayudando a mi madre, pero no quiero nada más. La mensualidad que le pasas a Emilia es suficiente.


-La mensualidad es para ti, no para Emilia -contestó Pedro enfadado-. Y lo sabes.


-Lo que tú digas -dijo Paula-. En todo caso, no quiero esto.


Pedro apretó las mandíbulas.


-Pasa para que hablemos -dijo Pedro sintiendo frío de nuevo.


-No -dijo Paula -. No hay nada de lo que hablar. Simplemente, toma el dinero.


Pedro se fijó en que parecía tan cansada como él. 


¿Tampoco habría dormido? Desde luego, llevaba la misma ropa que el día anterior.


¿Habría sido por su culpa?


Pedro alargó la mano haciéndole creer que iba a aceptar el dinero, pero lo que hizo fue agarrarla de la muñeca y meterla en su habitación.


La había tomado por sorpresa y el brusco movimiento la hizo perder el equilibrio, así que Pedro tuvo que agarrarla para que no se cayeran los dos al suelo.


¡Qué error! ¡Qué gran error! Pedro miró aquellos maravillosos ojos azules y sintió que se excitaba. Sin poder evitarlo, la apretó contra sí.


-Por favor, no... -dijo Paula.


Pero Pedro ni la oyó. Los instintos más primitivos se habían apoderado de él. Se moría por sentir su lengua, así que le acarició el cuello y le separó los labios con el pulgar.


Paula intentó resistirse, pero Pedro no entendía de sentido común en aquellos momentos. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros y se lo acarició con fruición.


-Lo deseas tanto como yo -le dijo con voz ronca-. Por eso has venido. Porque sabías lo que iba a pasar.


-Estás loco...


-¿De verdad? -dijo apretándola más para que sintiera su erección-. ¿No será que he dado en el blanco?


-Solo he venido a devolverte el dinero -insistió Paula poniéndole las manos sobre el pecho.


Su intención había sido apartarlo, pero inexplicablemente se le cayeron los billetes al suelo.


-Olvídate del dinero -susurró Pedro mordisqueándole el cuello.


Paula le apretó los pezones y Pedro perdió el control por completo.


La deseaba tanto, que estaba mareado. Le separó las piernas y buscó su lengua. Paula lo besó con pasión haciéndolo suspirar de placer.


Paula sintió que el corazón le latía aceleradamente. Cuando Pedro le levantó el jersey, descubrió que estaba sudando tanto como él y que, con las prisas, se había olvidado de ponerse sujetador.


Pedro le acarició los pechos mientras pensaba que aquello era solo sexo. Seguro que Paula, dada su experiencia, lo entendía. Solo quería acostarse con ella.


Sin embargo, le quitó el jersey y la acarició con ternura. 


Jugueteó con sus pezones y disfrutó al verla arquearse de-placer.


Cuando la volvió a besar, la respuesta de Paula fue tan ardiente como había querido. Se había entregado por completo y había perdido la vergüenza.


Pedro se dio cuenta de que no iba a aguantar mucho más. 


Quería estar dentro de ella, sentir su humedad. Quería conducirla al orgasmo, alcanzarlo juntos...


Sin dejar de besarla, la condujo a la cama encantado de que Paula no opusiera ningún tipo de resistencia.


La sentó y se dedicó a formar una estela de saliva sobre sus pechos. Cuando llegó a los pezones, la oyó gemir, lo que fue un potente afrodisiaco. Le desabrochó los pantalones y deslizó la mano bajo la cinturilla de las braguitas.


Estaba húmeda. De hecho, las braguitas estaban empapadas. Pedro la acarició hasta que encontró el punto que más le gustaba y, entonces, sintió que la necesidad de Paula era igual a la suya.


Se apartó y le quitó los pantalones y la ropa interior. Se apresuró a liberarse de los calzoncillos y se tumbó sobre ella.


Paula abrió las piernas y le acarició la erección. Pedro jadeó de placer.


-No puedo más -confesó introduciéndose en su cuerpo y llenándola como llevaba deseando hacer desde que la había vuelto a ver.


Fue casi como hacer el amor con una virgen. Hasta el punto de que, cuando se metió por completo en su cuerpo, Paula gritó de dolor.


-¿Te he hecho daño? -preguntó Pedro preocupado.


-No, no -le aseguró Paula tragando saliva.


Satisfecho, Pedro comenzó a moverse de nuevo.


El placer era tan intenso que, a pesar de querer que durara mucho, Pedro no pudo evitar alcanzar el orgasmo demasiado pronto.


Se dio cuenta entonces de que desde el principio había querido colmarla con su semilla. Si era un pecado, estaba dispuesto a aceptar el castigo como un hombre, pero tendría aquello como recuerdo.


Cuando iba a alcanzar el climax, notó que el interior de Paula se tensaba. Notó sus uñas en los hombros y sus piernas en la cintura.


«Vamos a ir juntos hasta el final», pensó.


Estremeciéndose de placer, levantó la cara de sus pechos y pensó que no podía arrepentirse de lo sucedido.


«Es mía», se dijo triunfal.


Era la única mujer a la que había amado de verdad.


Paula tenía los ojos cerrados y Pedro rezó para que los abriera. Quería decirle lo que le había pasado, que se acababa de dar cuenta de que la quería, pero Paula parecía dormida y no quería despertarla.


«¿Y Emilia?», se preguntó observando a Paula.


¿Podía ser él su padre? ¿De verdad lo quería saber? ¿No sería más fácil aceptar que era hija de Paula y que ya solo por eso la quería?