viernes, 28 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 3




—Tenemos que hacer una reunión.


Nico se quejó y Pedro oyó el murmullo adormilado de Georgina.


—¿Tienes idea de qué hora es? —le preguntó Nico desde la cama.


—¿Las cinco y media?


—¿Y te parece normal llamar a estas horas? ¿Un domingo por la mañana?


—He conocido a nuestra okupa.


—¿Y?


—Está embarazada.


Se hizo un silencio. Después se oyó el ruido del movimiento de sábanas y de unos pasos.


—Tenemos que hacer una reunión.


Pedro se rió.


—Eso era lo que yo decía. ¿Dónde y cuándo?


—En tu casa. Ya que estás levantado, puedes prepararnos el desayuno. Dame media hora. Y te dejaré que llames a Hernan. Si tiene algo de sentido común, te mandará al infierno.


No fue así. Pedro se dio una ducha y metió unos bollos congelados en el horno mientras preparaba el café. Después, presionó el botón para abrir las rejas.


—Más vale que sea algo importante —murmuró Hernan al entrar. Llevaba el cabello alborotado e iba sin afeitar.


Nico entró justo detrás.


—Es importante. Hola, Nico. Siento todo esto. ¿Queréis café?


—Por supuesto. ¿Huele a cruasanes?


—Sí. Sentaos. Iré a por ellos.


Sirvió tres tazas de café y las llevó a la mesa que había en el salón.


—Bueno, y la famosa okupa embarazada… ¿Va a suponernos un problema? — preguntó Hernan.


—Puede ser —agarró un bollo y lo miró—. Al parecer, el padre de la criatura es el otro hijo de Bernardo Dawes.


Nico se atragantó con el cruasán y dejó la taza de café sobre la mesa.


—¿Qué?


—He dicho…


—Ya he oído lo que has dicho. Ni siquiera sabía que existiera otro hijo. ¿Qué complicaciones nos traerá?


—¿Y cómo vamos a echarla si está embarazada? —intervino Hernan.


—No creo que podamos hacerlo. Y no existe otro hijo, ya no. Está muerto. Pero ella no puede quedarse allí, así que tengo un plan.


—¿Cuál? —preguntó Nico.


—Tenemos que sacarla del hotel. Llevarla a un lugar adecuado. Un lugar donde no se le vaya a caer el techo cuando llueva.


Hernan entornó los ojos.


—¿Se ha caído el techo?


—Sobre el colchón. Por eso la conocí. La vi cuando sacaba un colchón del contenedor del hotel para sustituir el suyo.


—¿Y se lo impediste y te contó todo eso? —dijo Nico, frotándose la nuca.


—No exactamente.


—¿Entonces?


Él les contó lo del cambio de colchones y esperó a que terminaran de reírse y de meterse con él para preguntarles qué habrían hecho ellos.


Cuando se encogieron de hombros, pensativos, él asintió.


—En cualquier caso, la llevé al paseo marítimo y la invité a cenar. Me contó un montón de cosas sobre ella, y sobre su situación. Si el hijo que falleció es el padre de la criatura, y ella asegura que así es, entonces creo que la criatura podría tener derecho a parte de la herencia.


—¿Lo sabes?


—No. Sólo lo creo. Al parecer, no está claro que sólo por el hecho de estar en el vientre de su madre, y puesto que no ha nacido todavía, tenga derecho a heredar. Y sin ver el testamento no se puede saber si heredaría, pero hay un pequeño problema, parece que el testamento ha desaparecido. Tenemos que conseguirle ayuda legal.


—¿Tenemos?


—Sí, tenemos —dijo él—. No podemos meter la pata. Ya puedo imaginar los titulares:
Una mujer embarazada muere a causa del derrumbe de un techo. Los propietarios del hotel niegan la responsabilidad.


—Me sorprende que no hayas sacado a los abogados de la cama para pedirles que se reunieran con nosotros a las cinco y media de la mañana —dijo Nico, con cierto tono de rencor.


Pedro se pasó la mano por el cabello.


—Tenemos que asesorarnos sobre esto, chicos. Es importante. Y tenemos que sacarla de allí.


—Estoy de acuerdo —dijo Hernan, frunciendo el ceño—. Tenemos que asesorarnos antes de sacarla de allí, no vaya a ser que nos hagan responsables de su bienestar y que tengamos que pagar por librar una batalla que no es nuestra. De hecho, nada de esto es asunto nuestro. Deberíamos sacarla de allí y permitir que los servicios sociales se ocupen de ella.


Pedro frunció el ceño y miró a Hernan.


—Como que serías capaz de hacer algo así. Hernan, está embarazada de siete meses más o menos.


—Exacto. Y hay profesionales que se encargan de solucionar situaciones como ésa. Además, ese bebé no tiene nada que ver con nosotros.


—Eso no te detuvo antes.


Hernan desvió la mirada un instante.


—Eso fue diferente.


—¿Sí? Y yo sólo estoy hablando de conseguirle asesoramiento legal, no de casarnos con ella…


—Ya basta, chicos —los interrumpió Nico—. Pedro tiene razón. Tenemos que conseguir asesoramiento legal y tenemos que sacarla de allí antes de que le ocurra algo. Su presencia en el edificio es irrelevante, puesto que lo hemos comprado nosotros.


—Ya, pero como no tiene contrato de arrendamiento no podemos echarla legalmente —le recordó Pedro—. Y si se le cayera el techo antes del lunes, y se hace daño, no sé en qué situación estaremos.


—Tengo una idea.


—¿Por qué será que no me das ninguna confianza? —dijo Hernan.


—No lo sé —contestó Pedro riéndose.


—¿Vas a contárnosla? —sugirió Nico.


Él negó con la cabeza.


—No hasta que lo haya pensado bien y lo haya hablado con ella.


Hernan frunció el ceño.


—¿No crees que primero deberías hablarlo con nosotros? Para eso somos tus socios y los copropietarios del hotel.


—No —dijo él—. Creo que no. Si tengo que contaros algo, ya lo haré.


—Más te vale. He invertido una parte importante de mi capital en este negocio —le recordó Hernan.


—Tienes hasta el lunes a las nueve de la mañana, después llamaré a los abogados —dijo Nico poniéndose en pie—. Ahora me voy a casa. Con un poco de suerte los niños seguirán dormidos y podré meterme otra vez en la cama con mi mujer.


Se marchó de allí dejando a Hernan mirando a Pedro en silencio.


—¿Qué?


—Debería ser yo quien te preguntara eso —dijo Hernan.


—No te molestes. Sólo es una idea. Es probable que no llegue a ningún sitio.


Hernan se puso en pie y suspiró.


—Te daré un consejo —le dijo—. No te involucres demasiado, Pedro. Es muy fácil.


—Mira quién habla.


—Por eso. Creo que soy la persona indicada para hablar… Y veo que estás a punto de caer en la misma trampa.


—Difícilmente.


Hernan colocó la mano sobre el hombro de Pedro.


—Ten cuidado, ¿eh? —murmuró él, y lo dejó solo para que ultimara los detalles de su plan.








CENICIENTA: CAPITULO 2




—¿Mejor? —preguntó él cuando parecía que ella ya había terminado de comer.


—Oh, sí —dijo ella con una sonrisa—. Creo que voy a explotar, pero sí, ha sido fantástico. Gracias… Y gracias también por haber cargado con el colchón.


Él se rió.


—¿Cuál de ellos? —preguntó él—. ¿El que robaste, o el que donaste?


Ella se rió, y sus ojos brillaron como el mar.


—Los dos —dijo ella, y miró pensativa hacia el mar.


—Un centavo por tu pensamiento —dijo él, al cabo de un instante.


Ella suspiró.


—Me preguntaba si ha merecido la pena cambiar los colchones. Quiero decir, no será para mucho tiempo. No puedo quedarme ahí, todo el mundo lo sabe, pero si no… Bueno, no conseguiré nada para mi hija, y tiene derecho a estar allí, y yo lucharé por ella.


—¿Ella? —preguntó él, ignorando el resto. Ya tendría tiempo de pensar en lo demás, cuando hablara con Nico y Hernan, pero de momento…


—El bebé. Es una niña. Me lo dijeron al hacerme la ecografía. Quería saberlo. Sólo estamos ella y yo, y quería empezar a conocerla. Ése me pareció un buen comienzo. Ahora podemos tener conversaciones más importantes.


Pedro sonrió.


—¿Ya has pensado en un nombre para ella?


—Desde luego no será Yoxburgh —dijo entre risas.


—¿Perdón?


—Yo me llamo Paula Iona —le explicó con una sonrisa—. Al parecer, es el nombre del lugar donde me concibieron. Podría haber sido mucho peor. Conociendo a mi madre, he tenido suerte de no llamarme Glastonbury o Marrakesh.


Él se rió.


—He de reconocer que Iona es mucho más bonito, y que siempre he sentido debilidad por las islas de Escocia —estiró la mano y dijo—: Me llamo Pedro —omitió el apellido porque no quería estropear aquel momento. Pronto se enteraría de quién era en realidad y lo odiaría—. Así que tu hija… ¿Dónde va a nacer? —preguntó él retirando la mano.


—No lo sé. Depende.


—¿De qué?


—De si gano lo que estoy peleando —suspiró—. Es una larga historia.


—Tengo tiempo —dijo él, y se apoyó en el respaldo del banco sin dejar de mirarla.


—Es un lío —advirtió ella.


—No lo dudo. Suele serlo —convino él, y esperó a que ella continuara.


Ella permaneció en silencio un instante y alzó la barbilla.


—Conocí a Jaime en un viaje. Llevo recorriendo el mundo desde que soy pequeña, mi madre es antropóloga y un poquito hippy, y yo me he pasado la vida de un lugar a oro. No estoy segura de que supiera quién era mi padre, aparte de que su nombre era Rick, pero es irrelevante porque él nunca ha formado parte de nuestras vidas.


—Estudié en diferentes colegios, y a veces, cuando no había uno cerca, me enseñaba mi madre. Al final, conseguí nota suficiente para entrar en la universidad.


—¿Y qué estudiaste?


—Derecho. Quería ser abogada de Derechos Humanos, pero no terminé la licenciatura. Mi madre pilló una enfermedad tropical cuando yo estaba en el segundo año de carrera. Estuvo a punto de morir, así que fui a cuidarla y nunca regresé a la universidad. Se recuperó sorprendentemente, pero para entonces, yo ya había perdido muchas clases y tenía que repetir el curso. Así que decidí irme a viajar por mi cuenta, con la intención de regresar a la universidad en el siguiente curso académico, pero no lo hice. Me fui a Tailandia, conocí a Jaime y comenzamos a viajar juntos. Recorrimos el mundo, y le enseñé algunos de los sitios donde yo había estado. Al cabo de un año, regresamos a Yoxburgh para ver a su padre —se calló un instante y frunció la frente—. Su padre, Bernardo, no estaba bien. Quería que Jaime se quedara para que lo ayudara a llevar el hotel, pero él no quería. Deseaba marcharse y que yo me fuera con él. Yo me negué, así que él se marchó y yo me quedé con Bernardo, ayudándolo con el hotel y estudiando a la vez. Como hablo varios idiomas, gracias a la forma en la que me crié, trabajaba como traductora e intérprete para sacar algo de dinero. Bernanrdo no podía pagarme, así que necesitaba el trabajo. Después, en noviembre, Jaime regresó tras haber estado fuera casi un año. Yo pensé que se quedaría, pero me equivoqué. Y ni siquiera se quedó hasta la Navidad. Se llevó dinero de su padre y regresó a Tailandia. Al cabo de quince días, enfermó de encefalitis japonesa y murió. Nunca se enteró de que estaba embarazada.


«Cielos», pensó Pedro. Aquello era mucho más complicado de lo que esperaban.


Ella permaneció en silencio un momento, sin dejar de acariciarse el vientre. Él no podía apartar la mirada de su mano.


Al final, ella continuó:
—Bernardo estaba destrozado. Sufría del corazón y la noticia de la muerte de Jaime fue devastadora. Le dio un ataque, y le dijeron que vendiera el hotel y llevara una vida tranquila, así que puso el hotel a la venta. Consiguió que le hicieran una buena oferta, teniendo en cuenta lo deteriorado que estaba el lugar, y me dijo que se ocuparía de que mi criatura estuviera bien. Encontramos una casa en la que podríamos vivir los tres, y él había pensado darle la otra mitad del dinero a Ian, su otro hijo. Y entonces, un mes antes de que nos mudáramos, se murió. Ian, que nunca había ido a verlo hasta que no estuvo en el lecho de muerte, me dijo que su padre le había pedido que cuidara de mí. Me dio quinientas libras y una semana para que me marchara.


—¿Y el testamento? —preguntó él, tratando de contener la rabia.


—Bernardo dijo que iba a cambiarlo —dijo ella, y esbozó una triste sonrisa—. Como muchas otras cosas que se suponía que iba a hacer, pero tras su fallecimiento, no se encontró el testamento en ningún sitio. Él me había dicho que en el testamento original se lo había dejado todo a Jaime y a Ian, y que después de la muerte de Jaime, había decidido cambiarlo, pero nunca debió hacerlo, por eso, al no encontrar el testamento, según la ley, la parte de la herencia que le correspondía a Jaime le corresponde a su hermano.


—¿Y el bebé no tiene derecho a la parte de Jaime? —preguntó Pedro.


Ella se encogió de hombros.


—No necesariamente. Depende de lo que se estipule en el testamento, pero como no lo encontramos todo se ajusta a lo que marque la ley. Pensé que Ian le daría al bebé parte de la herencia, como gesto de buena voluntad y teniendo en cuenta cuál había sido el deseo de su padre, pero al parecer, no tiene buena voluntad en lo que a mí se refiere. Por eso, mi única esperanza es demostrar que el bebé es hijo de Jaime y confiar en que aparezca el testamento y haya una cláusula al respecto.


—¿Y crees que puede aparecer el testamento?


—Lo dudo. Ian ha revisado el lugar de arriba abajo y no lo ha encontrado.
Además, ya han vaciado el hotel para que entren los de la reforma. Y Bernardo era tan desorganizado que podría estar en cualquier sitio. Es posible que lo hayan tirado por error, pero yo no puedo ir a mirar. No tengo acceso a la estancia principal, sólo a la zona donde estoy. Además, no lo tengo permitido.


—¿Permitido?


—Es la normativa de los vigilantes de seguridad. No somos buenos amigos.


—Entonces, ¿qué pasa ahora?


—Yo vivo en el hotel, creando problemas a todo el mundo y confiando en que Ian ceda y me ayude por el bien del bebé. No pueden hacer la prueba de ADN hasta que nazca mi hija y, para entonces, yo ya habré tenido que salir del hotel. No quiero marcharme, pero no puedo tenerla allí. E Ian se niega a cambiar de opinión sin un testamento que lo obligue a darme dinero. No puedo culparlo… Él no me conoce. Nunca me había visto antes del entierro y no he vuelto a verlo desde que terminó de revolverlo todo para buscar el testamento. Sin embargo, he recibido muchas cartas amenazantes.


Pedro apretó los dientes para ocultar su pensamiento. La situación de Paula era mucho más complicada de lo que esperaba. Necesitaba hablar con Nico y con Hernan, pero era demasiado tarde, Paula estaba cansada y tenía que acompañarla a casa.


¿A casa?


Estuvo a punto de soltar una carcajada al recordar en qué condiciones estaba viviendo ella, con sus pocas pertenencias esparcidas por la alfombra, con el techo derrumbándose en la otra habitación, con el moho que se extendía por todo el edificio. No podía ser sano vivir en ese ambiente.


No había electricidad, aunque todavía no le había cortado el agua. Al parecer, eso era una obligación legal, ya que todavía estaban tratando de negociar su desalojo.


Pero no tenía ni idea de lo que harían a partir de ese momento, considerando toda la información nueva que había obtenido.


—Estás cansada. Deja que te acompañe de regreso —dijo él.


Ella guardó las sobras en uno de los contenedores y cerró la tapa.


—Para mañana —le dijo—. A menos que las quieras tú.


Él levantó las manos.


—Para ti —dijo él, y prometió en voz baja que solucionaría su situación. A primera hora de la mañana llamaría a los demás y se ocuparía de que ella no volviera a pasar una noche más en el colchón reciclado y comiendo las sobras.


Ella no quería permitírselo, pero él insistió en entrar a comprobar que nadie había entrado en el edificio. Después, se marchó y esperó a que ella cerrara la puerta con llave. Se dirigió a su coche, en el aparcamiento. El vigilante de seguridad salió de la caseta y lo llamó mientras él abría la puerta del coche.


—¿Ya se va?


—Sí. ¿Todo bien?


—Bien. Alguien ha tirado un colchón en el contenedor, pero los eché —dijo él—  Sólo eran unos crios.


Pedro consiguió mantener la compostura con dificultad.


—Ocurre a menudo —le dijo, y se despidió de él levantando la mano. Se metió en el coche y se dirigió a casa.


Vivía solo, en un chalé de cinco dormitorios y zona de invitados, con vistas al mar.


Nada más entrar y encender las luces, se sintió culpable. 


Culpable y avergonzado. No por la opulencia, porque el lugar era sencillo y no estaba abarrotado de cosas. Además, el cristal, la piedra y la madera se habían combinado con armonía.


Pero estaba vacío.


Y tanto espacio para una sola persona era aberrante. Eso, y el hecho de que Paula estuviera librando una batalla que no debía librar y viviendo en un hotel en ruinas.


Hablaría con Nico y con Hernan a primera hora de la mañana para ver cómo podían solucionarlo, porque ella no podía quedarse allí, ni siquiera suponiendo que no estuviera prevista la demolición del hotel para dos semanas más tarde.


Tenían que asegurarse de que ella estuviera bien, y de encontrarle un lugar seguro para vivir. Se ocuparía de ello a primera hora de la mañana. Por lo menos, no parecía que aquella noche fuera a llover.


Se metió en la cama y contempló el reflejo de la luna sobre el mar. Se preguntaba si ella estaría más cómoda con el nuevo colchón, y si se sentiría segura con la puerta cerrada con llave, en aquella habitación lúgubre, rodeada de sus pocas pertenencias y con las sobras de la comida china en un contenedor.


Cuando horas más tarde despertó con el sonido de la lluvia, permaneció escuchándolo y preguntándose si el techo de la habitación de Paula sería resistente o si podía derrumbarse mientras ella dormía.


Dos horas después, al ver que no se quedaba dormido otra vez, bajó a la cocina y se preparó un café. Se lo tomó despacio, mientras el sol aparecía por el horizonte, entre las nubes, reflejándose sobre un mar en calma, y preguntándose qué podría hacer para ayudarla.