sábado, 26 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 14






—Nunca he visto a dos personas más enamoradas que los padres de esos chicos —dijo—. Pero ella tardó casi diez años en quedarse embarazada de Hector...


Aquello llevó a varios minutos de historias sobre la infancia de los tres chicos, hasta que Luralene se echó hacia delante.


—Lo que nadie entiende es por qué ninguno de ellos se ha casado —dijo.


—Lo de Hector es fácil —repuso Ruby—. El pobre sigue sufriendo —contó a Paula lo de la muerte de su novia.


—Y lo que de verdad lo destrozó —intervino Ines— fue que él era policía y no pudiera hacer nada para encontrar al asesino. Creo que utiliza ese motel a modo de terapia, pero no es sano pasar tanto tiempo solo.


—Y Mario no parece que pueda decidirse por ninguna mujer —dijo Luralene—. Claro que... —miró a Ines—, supongo que hay una razón para eso.


La comadrona resopló.


—Oh, vamos. Mario no ha visto a Dani ni dos veces desde que ella se fue a la universidad. Lo suyo fue un amor de crios. Pero todavía es joven. Ya echará raíces cuando esté preparado.


Después de varios minutos de comentarios sobre Mario y Daniela, la hija de Ines, la conversación giró al fin al único tema que interesaba a Paula.


—En cuanto al buen doctor... —musitó Ines.


Luralene la interrumpió.


—Lo que me recuerda que todavía no me ha enviado la factura por mi última visita.


—Y ahora que lo pienso, a nosotros tampoco de cuando Jordy se torció la muñeca —intervino Ruby—. He estado tan atareada que lo había olvidado. ¿Creéis que se han perdido en el correo?


—Mmm...


Las tres miraron a Paula.


—Bueno, no lo sé seguro, pero la mesa de su despacho está llena de papeles. Puede que todavía no las haya enviado.


—Puede ser —dijo Ines, jugando con una de sus trenzas—. Antes tenía a una mujer que se encargaba de eso, pero se casó y se fue del pueblo y no se ha molestado en sustituirla.


—Ése sí que es introvertido —declaró Luralene—. Por lo menos Hector tiene una excusa, pero Pedro lleva tanto tiempo solo que ya se ha convertido en costumbre.


—Yo creo que se le ha metido en la cabeza que ninguna mujer soportaría sus horarios.


—Bueno —repuso Ruby—, tampoco es una idea tan descabellada. Recuerda que el doctor Patterson se divorció dos veces.


—¡Oh, por favor, Ruby! —dijo Ines—. Sabes que yo lo apreciaba mucho, pero no sabía elegir mujeres. Además, Pedro no siempre pensó así. Cierto que en el instituto no tenía que quitarse a las chicas de encima como sus hermanos, pero salió con Susana Potts durante años.


—Potts — Paula arrugó la frente—. ¿El apellido de la mujer del atún incomible? Las otras tres soltaron una carcajada.


—Susana es hija de Arliss —dijo Ines—. Una chica muy simpática, pero en mi opinión un poco corta. Tenía que saber dónde se metía antes de prometerse. Y creo que todo fue bien mientras Pedro compartió la consulta con el doctor Patterson, pero cuando éste murió, tres meses antes de la boda, Pedro tuvo de pronto mucho trabajo y, aunque a él no pareció importarle, a Susana sí. ¿Y os acordáis del brote de gripe que hubo esa primavera?


Ruby y Luralene asintieron con la cabeza.


Pedro estuvo dos semanas sin parar —siguió Ines—. Y según su madre, Susana tuvo la impresión de que siempre ocuparía el segundo lugar en su vida —se encogió de hombros—. Y canceló la boda.


—¿Ella sigue aquí? —preguntó Paula.


—No, no. Se fue a Oklahoma City poco después y se casó con otro. No creo que haya vuelto a ver a sus padres más de dos o tres veces desde entonces.


—¿Y el doctor no sale con nadie?


—Cuando se marchó Susana, salió varias veces con chicas, pero nada serio. Y luego dejó de hacerlo.


Sonó el teléfono en la parte de atrás del café y Jordy le gritó a Ruby que era para ella. Luralene miró su reloj y se levantó de un salto.


—Olvidaba que tengo una cliente a las tres. Encantada de conocerte, Paula.


Salió del café y Paula miró a sus hijos, que estaban tumbados boca abajo en dos taburetes y daban vueltas como locos. Ines le tocó la muñeca.


—Hay algo más —comentó—. No lo he dicho delante de las otras porque Pedro no sabe que lo sé —achicó los ojos—. ¿Prometes no decírselo a nadie?


—Lo prometo.


Ines se acercó más a ella.


—Sé que hay un par de doctores que quieren formar una especie de centro médico para la zona, para poder sustituirse unos a otros a veces y quizá compartir dos enfermeras entre los tres. Se lo han propuesto a Pedro muchas veces en el último año, pero él no quiere.


Paula frunció el ceño.


—¿Por qué?


La comadrona se encogió de hombros.


—No lo sé.


—Pero si alguien necesita ayuda, es él.


Ines enarcó las cejas. Paula se ruborizó.


—Me refiero a su consulta —aclaró, aunque sabía que Ines pensaba que Pedro también necesitaba ayuda a un nivel más personal.


Por suerte para ella, los niños empezaron a ponerse pesados, lo que le dio una excusa para marcharse antes de que la conversación se complicara más.


Además, los sentimientos del doctor Pedro no eran de su incumbencia, pero era una realidad que necesitaba a alguien que la ayudara con sus papeles y se encargara de que comiera caliente de vez en cuando. Y ella tenía que pagar su factura médica y dar un techo a sus hijos hasta que pudiera trabajar por su cuenta.


La solución era bastante evidente, ¿no?


Cuando Pedro volvió a la casa, eran casi las siete. Después de dejar a Sherman en el hospital, recuperándose ya, lo habían llamado del instituto para que echara un vistazo a tres jugadores de rugby que se habían entusiasmado demasiado en un partido. Los chicos estaban magullados pero bien y, con un poco de suerte, nadie lo necesitaría hasta la mañana siguiente y podría dormir una noche seguida.


En cuanto entró en la casa, lo embargó un olor a pollo frito y panecillos calientes y oyó las risas de Paula y los niños. 


Cerró los ojos, dejó las botas al lado del felpudo y se acercó a la cocina en calcetines. En aquel momento no le parecía tan malo que hubieran invadido su soledad.


Dos cabezas pequeñas, una morena y una rubia, se inclinaban sobre la mesa de la cocina, coloreando algo. Ana miraba el mundo tumbada boca arriba en una silla columpio que había llevado una de las mujeres del pueblo. Y Paula preparaba la cena.


Karen lo vio y sonrió al instante.


—Mira lo que he dibujado —le mostró el mapa de Oklahoma que coloreaba.


—Muy bien, preciosa —Pedro tomó el mapa y fingió estudiarlo—. Me gustaría poder dibujar así.


Miró a Noah, inmerso en su tarea.


—¿Qué haces tú?


—Nada —el niño se movió para tapar su papel —. No puedes verlo.


Pedro miró a Paula con aire interrogante. La joven se acercó a Noah y le acarició el pelo.


—Vamos, enséñale al doctor lo bien que dibujas.


El niño tensó los hombros y negó con la cabeza. Paula miró a Pedro con sombras en los ojos. Sonrió con tristeza.


—Llega justo a tiempo —dijo—. Los niños han comido ya, pero su cena estará lista en diez minutos. Y después podremos comentar mi idea.


—¿Idea? —repitió él.


La sonrisa de ella no era muy estable.


—Sí. Y ésta es mucho más razonable que la primera.


Pedro había comido cinco trozos de pollo, acompañado de puré de patatas, brócoli hervido y panecillos. Luego Paula se retiró a acostar a los niños y, cuando volvió a la cocina, suspiró.


—Disculpe que Noah se haya comportado así antes, pero creo que es porque Javier lo criticaba mucho este último año y...


—Maddie —dijo Pedro—. No importa. El niño ha sufrido mucho. Y yo no me ofendo fácilmente.


Ella sonrió un momento y se frotó las manos con nerviosismo.


—La cena estaba muy buena —dijo él—. ¿Dónde has aprendido a cocinar así?


—Me enseñó mi madre adoptiva, Graciela Idlewild —repuso la joven, con expresión sombría.


—¿Y de dónde has sacado la comida? —preguntó Pedro—. Y no me digas que te has gastado tu dinero en eso.


—Estaba todo rebajado —dijo ella—, y además, lo he considerado una inversión.



—¿Una inversión? —preguntó él.


Paula se ruborizó.


—Hoy he entrado en su consulta y he visto los montones de papeles que hay en su mesa y... Antes de casarme, trabajaba los veranos en una compañía de construcción y me encargaba de archivar papeles. Y he pensado que puedo ayudarlo con los suyos.


Pedro frunció el ceño.


—Esto es una consulta, no una empresa de construcción.


La joven lo miró a los ojos.


—Archivar es archivar, ¿no? Y yo aprendo deprisa. Sólo tiene que decirme una vez lo que hay que hacer y lo entiendo. O decirme adonde llamar por lo de los seguros y que ellos me ayuden a rellenar las solicitudes. Pero por lo que he visto, yo diría que me necesita.


Pedro nunca había visto una mirada que pareciera al mismo tiempo tan inocente y tan... no inocente.


Ni que tuviera tanto potencial para impulsarlo a hacer tonterías. Para querer hacer tonterías. Bajó la cabeza.


—Sé lo que está pensando —dijo ella.


—¿En serio?


—Sí. Lo preocupa que pasemos mucho tiempo juntos y yo empiece a hacerme ilusiones.


—No, no es eso.


Paula soltó una risita y tomó a Ana en brazos.


—Bueno, a mí en su lugar me pondría nervioso la idea de tener a una viuda joven con tres hijos viviendo en mi casa. Pero le aseguro que, después de lo que he pasado, el matrimonio es lo que menos me apetece en el mundo, así que puede quedarse tranquilo. Para mí esto es sólo una solución temporal.


Sus ojos se encontraron un momento, y Pedro fue el primero en apartar la vista para poder pensar.


—Sólo quiero un sitio donde vivir una temporada y un modo de pagarle lo que le debo hasta que pueda ahorrar para alquilar una casa. No busco nada más. Y sé que usted tampoco.


—¿Y cómo sabes lo que yo busco? —preguntó él.


La niña se había dormido. Paula se puso en pie.


—Una mujer percibe esas cosas —dijo con gentileza. Empezó a acunar a la niña—. Bien, ¿acepta el trato?


Pedro suspiró. La suya era una situación imposible que lo llenaba de aprensión. Y no, no era perder su intimidad lo que temía, sino...


Se echó atrás en la silla y cruzó los brazos.


—¿Te apetece empezar a ordenar los papeles de la consulta ahora o prefieres esperar a mañana?


Paula dio un respingo, soltó un grito y se inclinó a darle un beso en la mejilla. Y a Pedro le ardió la piel en el punto que habían tocado los labios de ella.








NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 13





-SANTO Cielo! —fue lo único que dijo ella cuando pararon delante del cobertizo de Nicolas.


Pedro entendía bien su desmayo. Aparte del utilitario negro sin ruedas que hacía al menos dos décadas que no andaba, en el patio había también medio gallinero, montones de chatarra de proyectos inacabados que el viejo había ido abandonando con los años y una caseta de madera con el retrete, que daba la impresión de que se derrumbaría si su ocupante estornudaba muy alto. Y nada de todo eso se veía muy bien debido a la maleza.


—He pensado que debías verlo por ti misma —dijo Pedro.


Paula se estremeció.


—Parece una de las casas de los tres cerditos... después de que la tirara el lobo. Y supongo que por dentro no será mejor.


—Me temo que no.


La joven suspiró.


—No podría traer a mis niños aquí, ¿verdad? —no esperó contestación—. Vámonos. No volveré a molestarlos con esto ni al tío Nicolas ni a usted.


—Lo siento, Paula...


—No, no importa —sonrió con tristeza—. Me alegro de que me lo haya enseñado. Pero no entiendo cómo un ser humano puede querer vivir así.


Pedro dio la vuelta al coche y se dirigió a Haven. No sabía de dónde había surgido el impulso de llevarla a ver la casa de Nicolas, simplemente había creído que era lo mínimo que podía hacer.


Porque aquella mujer había visto claramente su alma y lo había comprendido como nadie. Y eso le daba mucho miedo.


Diez minutos más tarde, Paula miraba el paisaje con el ceño fruncido y pensaba qué podía hacer ahora.


—Estás muy callada —dijo Pedro.


—Estoy pensando. ¿Cómo descubrieron que Nicolas se había roto la cadera?


—Por suerte estaba en el pueblo. Se cayó de la acera delante del café. Si llega a ser en su casa, imposible decir cuándo lo hubiéramos descubierto.


Paula se estremeció.


—¿No va nadie a verlo?


—Antes iba gente... hasta que Nicolas empezó a disparar su escopeta para espantarlos.


Ella movió la cabeza.


—No comprendo por qué alguien pueda querer estar tan solo.


—Algunas personas son así —repuso él.


La joven miró el paisaje con un suspiro.


—Sabes que los niños y tú podéis quedaros en mi casa todo el tiempo que necesitéis —dijo Pedro.


—Gracias —contestó ella—, pero no quiero su caridad.


Pedro apretó los labios. Sonó su teléfono móvil.


—De acuerdo, Marybeth —dijo, al tiempo que metía el coche en el camino de entrada a su casa—. Voy para allí, pero voy a enviar también una ambulancia. Intenta darle una aspirina, puede ayudar hasta que lleguemos.


—¿Ocurre algo?


Pedro se lanzó al suelo y corrió a abrirle la puerta antes de que pudiera hacerlo ella.


—Es Sherman Mosley —dijo—. El abogado del pueblo. Su secretaria cree que tiene un ataque al corazón.


—¿Y qué hace usted aquí todavía?


Cinco segundos después, él ya no estaba allí.


Una hora más tarde, Paula ya no sentía los pechos a punto de explotar, pero, por desgracia, no podía decir lo mismo de su cabeza. Mucha gente parecía depender del doctor Pedro


Cosa que no tendría nada de malo si él tuviera a alguien que le ayudara a llevar la carga de vez en cuando, pero hasta donde ella podía ver, no era así. Ni siquiera sus hermanos. Y era una pena que tuviera familia allí mismo y no estuvieran unidos.


Pero no era asunto suyo.


Tenía a Ana en brazos y disponía de media hora antes de tener que ir a buscar a los otros dos cuando se le ocurrió que todavía no había visto la consulta y decidió asomarse.


La sala de espera, pintada de color marfil, olía a vapor caliente y a madera antigua. A lo largo de las paredes había sillas y bancos, además de una estantería con libros y juguetes y un montón de revistas viejas. Al lado había una sala para examinar a los pacientes, con muchos armarios de puerta de cristal y una camilla y más allá había otro cuarto con archivadores. Después estaba el despacho del médico, una habitación amplia en distintos tonos marrones. Delante de una ventana que daba al jardín estaba el escritorio más grande que ella había visto nunca.


Paula se acercó a él, frotando la espalda de Ana. En la mesa vio su propia ficha, pero también otras con fecha de dos meses atrás. Había además un montón de papeles que parecían formularios de seguros apilados en una esquina.


Estaba claro que el doctor Pedro andaba muy retrasado con sus papeles. Paula frunció el ceño y revisó el montón más cercano. Aquel hombre necesitaba ayuda. Pero no era asunto suyo.


El reloj del vestíbulo dio la hora y le recordó que tenía que ir a buscar a sus hijos. Colocó a Ana en el cochecito que le había llevado Faith, la hija de Didi Meyerhauser, y salió de la casa.


—¡Mamá, por favor! — Noah la miró con ojos muy abiertos—. ¿Podemos comer aquí?


Si Paula hubiera sabido que su paseo por el pueblo los llevaría por delante del único establecimiento que daba comidas, seguramente habría elegido otra ruta.


—Lo siento, cariño, pero no he traído dinero —miró al niño y suspiró—. Hay mucha comida en casa. No necesitamos comprar nada más.


—Mamá, yo tengo dinero.


Paula miró a Karen, quien le mostraba un billete de dólar.


—¿De dónde has sacado eso?


—Me lo dio Ines ayer. También le dio a Noah.


—¿En serio?


El niño buscó en los bolsillos de su abrigo hasta que encontró el billete de dólar. Sonrió.


—Lo había olvidado. ¿Podemos comer aquí, mamá?


Paula no sabía si enfadarse con Ines o no, aunque suponía que la comadrona simplemente actuaba como una abuela, pero sabía que con dos dólares no irían muy lejos, aunque los precios de la carta colocada en uno rincón del escaparate eran muy razonables y en la pizarra ponía que ese día servirían sopa de guisantes y ella no comía sopa de guisantes desde...


—¿Mamá?


La joven suspiró.


—Dos dólares, ¿eh? Bien, supongo que podemos tomar patatas fritas y un refresco, pero tendréis que compartir, ¿vale? Luego comeremos más en casa.


Los niños gritaron de alegría y corrieron al café, donde Noah sostuvo la puerta abierta para que pasara el cochecito.


Paula notó que muchos de los clientes, la mayoría de los cuales eran hombres, se volvían a mirarlos. Pero fue sólo un segundo. Detrás del mostrador había una mujer gruesa y morena, vestida con una sudadera negra y pendientes colgantes. Charlaba y reía con un joven larguirucho que llevaba un sombrero de cowboy. Entre las mesas había dos camareras más con uniforme color rosa y deportivas, una joven y rubia, la otra de mediana edad y morena.


La mujer del mostrador los vio, dijo algo al joven y se acercó a Paula con una sonrisa. Le estrechó la mano con calor, dijo que se llamaba Ruby Kennedy y que dirigía aquel establecimiento junto con su marido Jordy.


—Tú debes de ser la chica que está en casa del doctor.


—Sí, señora —la mujer sonreía ya a los niños y les preguntaba su nombre—. ¿Y quién es este angelito? —se inclinó sobre el cochecito.


—Ana.


Ruby sonrió.


—Un nombre muy bonito. ¿Tenéis hambre?


—¡Oh! —Paula le tocó el brazo y bajó la voz para que nadie más la oyera—. Lo siento, pero sólo llevamos dos dólares encima. Les he dicho que pueden compartir unas patatas fritas y un refresco...


—No te preocupes por eso —dijo la mujer—. Sentaos por ahí —señaló un rincón vacío al lado de la ventana— y veremos lo que podemos hacer.


—Pero yo no puedo...


—Aquí tenemos una tradición, querida. Todos los recién llegados al pueblo tienen la primera comida gratis. Vamos, sentaos antes de que los niños se caigan de hambre. ¿Os gustan las hamburguesas? —preguntó a los niños.


Y, al parecer, aquello acabó con la discusión.


Cuando terminaron, era tan tarde que estaban prácticamente solos, ya que las camareras se habían retirado hasta las cinco, cuando empezaría el turno de la cena.


Jordán, el cocinero y marido de Ruby, salió a saludarlos y los niños miraron sorprendidos a aquel hombre grande y calvo que llevaba un aro de oro en una oreja. Pero su sonrisa era tan abierta como la de su esposa y su voz amable no tardó en tranquilizarlos. Cuando se retiró, Ruby se sentó con ellos.


—Tengo que ocuparme de Ana —dijo Paula. La sacó del cochecito y la instaló en el hueco de su brazo.


—¿Piensa quedarse por aquí? —preguntó Ruby.


—No sé si tengo mucha elección. ¿Qué ocurre, Noah? —preguntó al niño, que le tiraba de la manga.


—¿Puedo ir a ver los caramelos? —Noah señaló un punto cerca de la caja.


—Sí, pero llévate a tu hermana.


Ines Gardner entró en ese momento entre un revuelo de faldas. Saludó a Ruby y a Paula y se sirvió una taza de café de la jarra de cristal que había detrás del mostrador.


—Se está nublando —dijo, acercándose a la mesa.


Se había recogido las dos trenzas alrededor de las orejas, lo que hacía que su rostro pareciera más redondo que nunca. Paula se movió para hacerle sitio y en ese momento entró otra mujer, con el pelo naranja y lo que parecía una bata de peluquera de color púrpura.


Ella también se sirvió café detrás del mostrador, se acercó a la mesa y dio la vuelta a una silla para sentarse.


—Casi me congelo por el camino —dijo. Sonrió a Paula y le tendió una mano llena de anillos—. Soy Luralene Hasting, la dueña de la peluquería de más abajo. Y no te lo tomes a mal, ¿pero se puede saber quién te ha arreglado el pelo?


Paula se ruborizó.


—¡Por Dios, Luralene! —exclamó Ruby—. El último teñido te ha alterado el cerebro.


—Para tu información, yo no me tiño. Esto son unas mechas —miró a Paula—. Y lo siento, querida. No pretendía insultarte.


—No, no importa —repuso Paula—. Hace meses que no me lo corto.


Ines le aseguró que su pelo estaba muy bien y luego empezaron a hablar de los muchachos Alfonso, como ellas los llamaban, y Paula procuró prestar atención. Como Ana empezaba a hacer ruiditos con la boca, se desabrochó la blusa y la acercó al pezón. Ines se sirvió otra taza de café.