martes, 20 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 3




Hacia las diez y media de la noche, Pedro subió andando los catorce tramos de escalera que llevaban hasta su piso. 


Había salido a correr unos cuantos kilómetros antes de la cena y volvía sudoroso, pensando tan solo en tomar una ducha. Al detenerse ante la puerta de su casa, escuchó risas y música que venían de la vivienda contigua. Era evidente que la fiesta había comenzado.


«Espero que la cosa no vaya a más», se dijo, molesto.


Desde que conocía a Winston, hacía ya bastantes años, nunca supo que diera ni siquiera una cena. Aunque Alberto y él no se llevaban mal, y alguna vez, incluso, se dejaba caer por su casa para echar una partida de ajedrez, siempre lo había considerado un hombre más bien solitario y algo huraño; estaba claro que convivir con una jovencita iba a repercutir en sus costumbres más queridas. Pedro, se encogió de hombros, al fin y al cabo, lo que hiciera su vecino no era asunto suyo.


Ya en el cuarto de baño, se quitó la camiseta empapada y los pantalones cortos y los arrojó al suelo de cualquier manera. Luego se metió bajo el chorro caliente y sintió cómo sus músculos se relajaban. Le gustaba hacer ejercicio de manera habitual y, como no tenía tiempo para ir al gimnasio, procuraba correr al menos media hora todas las noches. Al salir de la ducha, se secó bien, enrolló una toalla alrededor de sus caderas y se dirigió a la cocina. Preparó un sándwich de varios pisos, lo colocó junto a un vaso de agua y una copa de vino en una bandeja y lo llevó todo al salón. 


Encendió el televisor para ver las noticias mientras cenaba, sin embargo, aunque subió varias veces el volumen, tuvo que rendirse y apagarlo. Después trató de leer un rato, pero escuchar a Bruce Springsteen gritando en su oreja que había nacido en los Estados Unidos no contribuyó a su concentración, precisamente, así que decidió ir a acostarse.


El abrumador nivel de decibelios que lo recibió al entrar en su dormitorio no tenía nada que envidiar al de cualquier discoteca de moda. Si su vecina no bajaba el volumen, no iba a poder pegar el ojo. Maldijo en silencio; tendría que vestirse e ir a decirle que bajara la música. Irritado, se puso unos vaqueros y una camisa y, sin molestarse en remeterla por dentro del pantalón, se dirigió al piso de al lado. Tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que una muchacha bajita y con el pelo rojizo le abriera la puerta.


—¡Hola, soy Fiona! —La pelirroja lo miró de arriba a abajo con evidente apreciación y su sonrisa se hizo más amplia—. Pasa, pasa, la fiesta acaba de empezar.


—Soy Pedro Alfonso, el vecino de Paula, quería hablar con ella, por favor.


—Ven, vamos a buscarla —propuso la chica colgándose de su brazo, desenfadada.


La casa estaba atestada de gente y todos parecían estar ya bastante achispados. En uno de los sofás, que al menos la señorita Chaves había tenido la previsión de tapar con unas sábanas viejas, una pareja se besaba con tanta pasión que en breve se verían obligados a ir a buscar la cama más próxima. El humo del tabaco y de la marihuana flotaba en el ambiente como un aromático hongo nuclear y, en un rincón, Pedro descubrió a tres tipos haciendo malabares con unos huevos de piedra a los que su vecino tenía mucho aprecio. Una vez más, se preguntó qué opinaría Alberto del asunto, pero cuando la tal Fiona le condujo hasta Paula, se dio cuenta de que Winston no estaba allí.


Su vecina llevaba un sencillo vestido de algodón que enfatizaba su esbelta figura y sus bonitas piernas. Unos grandes aretes de oro colgaban de sus orejas dándole un ligero aire de zíngara y su pelo, brillante como el latón pulido,
enmarcaba el rostro sonrojado, mientras discutía acaloradamente con un melenudo que parecía ejercer de pinchadiscos. A Pedro no le quedó más remedio que reconocer que estaba muy guapa.


—¡Te he dicho veinte veces que bajes la música de una vez, Jake! —gritó Paula con los brazos en jarras y el ceño fruncido.


—Pero, preciosa, ya la he bajado. —La vibración del agua de un jarrón de cristal colocado sobre una mesa cercana parecía desmentirlo.


—Señorita Chaves —Pedro alzó la voz, tratando de hacerse oír por encima del estruendo de la música, pero ella no lo oyó y siguió discutiendo con el gigante del pelo largo.


Entretanto, un joven alto y muy moreno, de unos treinta y cinco años —Alfonso supuso que debía resultar bastante atractivo para las mujeres o al menos el tipo parecía creerlo así—, se acercó a Paula por detrás, apartó su melena a un lado y la besó en el cuello con manifiesta lujuria. Al verlo, Pedro apretó las mandíbulas y se vio obligado a contener el impulso de apartarlo de la chica con violencia y derribarlo de un golpe; le parecía el colmo de la desfachatez que la joven se dejara besar por otro hombre en la misma casa de su viejo amante. Sin embargo, Pau se revolvió con la velocidad de un tornado y se apartó de esos labios ávidos, al tiempo que apoyaba las palmas de sus manos sobre el pecho masculino y lo empujaba lejos de ella.


—¡Nicolas, no vuelvas a besarme! Te recuerdo que ya no salimos juntos —exclamó, furiosa.


—Pero Pau, es que sigo loco por ti.


—Haberlo pensado antes de intentar liarte con mi mejor amiga cuando todavía estabas conmigo —lo interrumpió Paula sin piedad, aunque a Pedro no le pareció que el tema la entristeciera mucho. Claro que, ahora, ella tenía un nuevo novio mucho más rico, lo cual quizá calmaba un poco su orgullo herido.


—¡Pau! —gritó la pelirroja que llevaba colgando del brazo, que a punto estuvo de dejarlo sordo—. ¡Te traigo a tu guapísimo vecino!


Esta vez, Paula la oyó y se volvió hacia ellos.


—¡Señor Alfonso! —exclamó con expresión avergonzada, mientras se mordía el labio inferior—. Siento muchísimo este jaleo—. Hizo un gesto abrumado con una mano que abarcó todo lo que la rodeaba y Pedro tuvo la sensación de que se sentía superada por los acontecimientos.


—Me temo que algunos vecinos se han quejado y como, en estos momentos, yo soy el presidente de la comunidad, me veo obligado a comunicarle que la fiesta debe terminar o, si no, me veré obligado a llamar a la policía. —Improvisó Pedro en respuesta a la muda petición de auxilio de esos grandes ojos color castaño. Al escuchar sus palabras, Paula le lanzó una sonrisa radiante como si fueran las mejores noticias que hubiera recibido en su vida.


—Ya habéis oído, chicos. La fiesta se acabó por hoy.


El melenudo empezó a protestar. Era evidente que su tasa de alcohol debía de ser de, al menos, un par de kilos por litro de sangre, así que Pedro decidió echar mano de toda su diplomacia. Lo último que le apetecía era que un individuo de semejante envergadura se pusiera violento.


—Tú eres Jake, ¿no?


El tipo trató de fijar en él sus pupilas vidriosas.


—¿Cómo lo sabes? -preguntó con voz pastosa.


—Tío, he oído hablar mucho de ti. Es impresionante cómo pinchas, no había oído nunca nada igual. David Guetta no te llega a la suela del zapato. —Pedro no permanecía ocioso mientras hablaba. Con desenvoltura, apagó la música y empezó a desenchufar los cables y comentó con fingida admiración:
—Este pedazo de equipo es tuyo, ¿no? Es una auténtica pasada.


—Joder, tronco, tú sí que entiendes —respondió el hombretón, halagado, sin dejar de tambalearse de atrás hacia adelante en un equilibrio inestable. Con disimulo, Pedro le guiñó un ojo a Paula que lo observaba, divertida, con esa deliciosa sonrisa suya prendida en los labios.


—¡Atención a todos, se acabó la fiesta! —La voz profunda de Pedro vibró por encima de las conversaciones y, aunque se oyeron algunas protestas, finalmente todos, incluida la pareja medio desnuda del sofá, abandonaron la vivienda.


—¡Gracias a Dios! —exclamó Paula en cuanto salió el último invitado, apoyándose contra la puerta y cerrando un momento los ojos. Enseguida los abrió de nuevo y añadió—: Y gracias sobre todo a usted, señor Alfonso. No podía haber llegado en un momento más oportuno.


—Y... ¿puede saberse qué opina Winston de todo esto?


—Oh, tío Al estará fuera mucho tiempo y espero que no se entere —declaró ella con una despreocupación que hizo que a Pedro le rechinaran los dientes —. Mañana lo recogeré todo y ojalá que no haya nada roto. Menos mal que retiré los objetos más valiosos antes de que llegaran mis amigos. ¡Uy, casi me olvido! Voy a sacar a Milo de la habitación, lo he dejado encerrado y debe estar a punto de echar la puerta abajo.


Su vecino la acompañó y tuvo que soportar que el perrazo, feliz al verse al fin libre de su encierro, se abalanzara alegre sobre él y apoyara sus enormes patas delanteras sobre su pecho.


—No me parece bien que se dedique a organizar fiestas en ausencia del dueño del piso —comentó Pedro en tono severo, mientras se sacudía a Milo de encima.


—Un poco de diversión no hace mal a nadie ¿no cree? —preguntó Pau con una mirada maliciosa—. Aunque debo reconocer que la cosa se ha desmadrado un poco. Verá, se ha corrido la voz y al final todo el mundo ha llegado con algún conocido que a su vez conocía a alguien, que a su vez...


—Ya me hago una idea —la interrumpió Pedro, irritado por su frivolidad—. Espero que cuando vuelva Alberto recupere sus posesiones intactas —dijo resaltando las palabras, mientras la miraba de forma significativa. Paula le devolvió la mirada, extrañada.


—Me imagino que no hay nada que una buena limpieza no pueda remediar —comentó Pau encogiéndose de hombros.
Incapaz de soportar su expresión inocente ni un minuto más, Pedro respondió con sarcasmo:
—¿Cree usted que a Alberto no le importará compartir lo que le pertenece con esos amigotes suyos? Es curioso, soy incapaz de entender estas relaciones tan liberales, debo estar más chapado a la antigua de lo que creía.


—No entiendo a qué se refiere —respondió ella, perpleja.


—Es usted una gran actriz, señorita Chaves, esa mirada ingenua bien podría valerle un óscar. Pero no se preocupe, no es asunto mío el tipo de acuerdos a los que mi vecino llega con sus queridas.


A pesar de su enojo, según salían estas palabras de su boca Pedro se arrepintió de haberlas pronunciado. En realidad, no tenía derecho a mostrarse grosero con la muchacha; nadie le había invitado a convertirse en el campeón de su cornudo vecino. Sin embargo, la reacción de Paula le sorprendió y le enervó aún más. No solo no parecía en absoluto ofendida, sino que empezó a reírse con unas carcajadas tan intensas que se vio obligada a sentarse en el sofá, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Su extraño comportamiento consiguió sacar a Pedro de sus casillas. Muy enfadado, se inclinó sobre ella, la agarró de los brazos con fuerza y la obligó a ponerse en pie.


—¿Puede saberse qué es lo que le parece tan divertido?


Paula trató de contener su hilaridad, pero la expresión disgustada en ese semblante adusto era demasiado para ella. Luchando por dominarse, se enjugó los ojos con el dorso de las manos y le contestó:
—Lo siento, señor Alfonso, pero resulta tan gracioso...


—¿Usted cree? —Pedro, enfurecido, le dio una ligera sacudida.


—¡Ay, suélteme, me está haciendo daño! —se quejó ella, calmándose por fin. Estupefacto ante semejante pérdida de control, Pedro la soltó en el acto.


—Perdóneme, señorita Chaves, su relación con Alberto no es de mi incumbencia. —Avergonzado, el hombre se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos.


Pau se frotó los brazos doloridos, en un intento de que la sangre volviera a circular con normalidad. Debería estar enfadada, pero la situación se le antojaba tremendamente cómica; estaba claro que había ofendido el delicado sentido de la propiedad de su vecino. Al ver su rostro ceñudo, con las fuertes mandíbulas apretadas, se apiadó de él y le lanzó una de sus encantadoras sonrisas.


—No se preocupe, no es nada. Simplemente, me ha hecho gracia que usted pensara que soy la amante de tío Al. —Ahora fue el turno de Pedro de mirarla asombrado.


—¿No es su amante? Entonces, ¿qué hace viviendo aquí?


—No sé por qué tengo que darle explicaciones —respondió Paula haciendo un mohín.


—En efecto, no es asunto mío —asintió el hombre con rigidez.


Pau se lo quedó mirando con burla, mientras las chispas doradas de sus ojos resplandecían, traviesas.


—Por favor, no se enfade señor Alfonso, pero es que resulta tan divertido cuando se enoja y me mira con tanta desaprobación, que la tentación de provocarlo resulta irresistible.


—Me alegro de que se lo pase tan bien a mi costa, señorita Chaves —contestó Pedro muy tieso. No estaba acostumbrado a que las mujeres se rieran de él, más bien todo lo contrario, hasta la fecha se habían dedicado a perseguirlo sin tregua. Definitivamente, la señorita Chaves no le gustaba un pelo.


Pero en un instante todo cambió, Paula alzó su rostro contrito hacia él y Pedro notó que sus ojos ya no eran burlones, sino amables y afectuosos. En realidad, toda ella parecía iluminada por un fulgor interior que la convertía en la
persona más vital que Pedro hubiera conocido jamás. De pronto, algo se revolvió en su interior y lo achacó a que Paula Chaves le resultaba una mujer terriblemente irritante.


—Llámeme Pau, por favor, tanta formalidad me abruma. ¿Puedo llamarlo Pepe?


Pedro asintió, sorprendiéndose a sí mismo. Nunca había consentido, ni siquiera a sus mejores amigos, que lo llamaran por la abreviatura de su nombre, ¿por qué entonces hacía una excepción con esta muchacha descarada? 


Mentalmente, se encogió de hombros y volvió a prestar atención a lo que la chica le decía.


—Verás, Pedro, no te importa que te tutee, ¿verdad? —continuó su explicación sin esperar su respuesta—. Tío Al es realmente mi tío. Un día anunció que estaba harto del clima inglés y decidió pasar una temporada en Italia para disfrutar del arte y la historia que se respira en cualquier rincón de ese país y, por supuesto, del sol y de la comida italiana. Me deja vivir en su piso a condición de que cuide de él y de Milo.


—Pues ya veo como los cuidas... —respondió Pedro, sarcástico.


—Eso es un golpe bajo —contestó Pau sin enfadarse lo más mínimo—, pero reconozco que tienes razón; si no hubiera sido por ti, la cosa podría haberse puesto un poco fea. Te prometo que no daré más fiestas.


—Lo que hagas o dejes de hacer no es de mi incumbencia —declaró Alfonso, cortante; de repente, se sentía completamente estúpido.


—Lo sé. —Al hombre le sorprendió que Paula soportara sus desaires sin inmutarse y que, además, le respondiera con insolencia; estaba acostumbrado a que la mayoría de la gente lo tratase con un respeto rayano en el temor—. Bueno, es tarde. Será mejor que te vayas a tu casa. Todavía tengo que recoger todo esto.


De nuevo, le desconcertó que lo despidiera con semejante indiferencia; solía ser él el que se marchaba sin atender a los ruegos de las mujeres para que se quedase un rato más. Su buena educación le impulsó a ofrecerse para ayudarla, a pesar de que era lo último que le apetecía.


—Eres un encanto, Pedro —contestó Paula al tiempo que apretaba su brazo, cariñosa, causándole un ligero sobresalto—, pero no, gracias.


Siguiendo un impulso del que se arrepintió al instante, Pedro le propuso:
—Mañana saldré a navegar a eso de las doce, si quieres puedes venir. Me llevaré la comida y pasaré el día en el barco, pero no pretendo volver muy tarde.


Por qué la había invitado era algo a lo que, aunque estuvo dándole vueltas más tarde, no encontró respuesta. Paula Chaves le perturbaba de una manera extraña. Era una mujer imprevisible; la encontraba tremendamente descarada y no estaba seguro de que le gustase la forma que tenía de mirarle con esos ojos burlones, así que lo más lógico hubiera sido evitar todo contacto con ella y, sin embargo, ahí estaba él invitándola a pasar el día a su lado. Ajena por completo a sus pensamientos, Pau lo miró agradablemente sorprendida.


—¿Me llevarás? —preguntó con un entusiasmo desbordante—. Es curioso...


—¿Qué es lo que te resulta curioso? —preguntó él, cuando pareció que ella no continuaría con lo que estaba diciendo.


Paula clavó su expresiva mirada en las pupilas masculinas y respondió con franqueza:
—Tengo la impresión de que no te gusto en absoluto. —Pero antes de que Pedro pudiera negarlo cortésmente, la joven volvió a soltar una de sus inesperadas carcajadas—. No te molestes en negarlo, además, no importa. Estaré encantada de salir a navegar contigo y no te preocupes por la comida, yo me encargaré.


—No es necesario... —Paula lo interrumpió, al tiempo que lo empujaba con suavidad hacia la puerta.


—Relájate un poquito, Pepe, te noto tenso. Mañana a las doce llamaré al timbre de tu puerta con una enorme bolsa llena de cosas ricas; a cambio, te dejo que te ocupes tú de las bebidas. Buenas noches. —Y sin permitirle replicar, abrió la puerta y la volvió a cerrar casi en sus narices.


Pedro se quedó parado sobre el felpudo apretando los puños con fuerza.


«Esta muchacha impertinente, va a recibir una lección», se prometió.



MAS QUE VECINOS: CAPITULO 2





Al día siguiente era sábado y Pedro, que se había despertado bastante tarde, decidió —cosa extraña en él— no ir a la oficina. Se dijo que se lo tomaría con calma, así que recogió el periódico que el conserje le había dejado sobre el felpudo de la puerta de entrada y se dirigió con él en la mano a la luminosa cocina, donde se preparó un abundante desayuno. Por fortuna la señora Jones, su ama de llaves, se ocupaba de que hubiera siempre alimentos frescos en la nevera y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, Pedro se dio el lujo de desayunar tranquilamente hojeando el periódico y disfrutar de una larga ducha, sin tener que salir corriendo a ninguna reunión.


«Bajaré el ritmo», se prometió a sí mismo, aunque sabía bien que no lo haría.


Pedro encendió su portátil y estuvo trabajando durante unas cuantas horas. Más tarde, salió a la calle y, aprovechando que el sol lucía con fuerza, se sentó en la terraza de uno de los pintorescos restaurantes que poblaban la zona, cerca de una estufa de gas. Mientras contemplaba el relajante balanceo de los barcos en el pequeño puerto deportivo, decidió que al día siguiente saldría a dar una vuelta en su velero; hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del placer de navegar. Dudó si llamar a su amigo Harry para que lo acompañara pero, finalmente, decidió que prefería estar solo. Pasaba tanto tiempo rodeado de gente, que pensó que un poco de soledad resultaría muy agradable, para variar.


—¡Hola, señor Alfonso! —Pedro reconoció sin problemas la voz femenina que sonó a su derecha y se levantó en el acto, mirando a la mujer que se acercaba con curiosidad.


—¡Buenos días, señorita Chaves! ¡Hola Milo! —saludó, mientras se inclinaba para acariciar al enorme dogo blanco con manchas negras que tiraba con fuerza de la correa sin parar de mover el rabo, excitado.


Pedro había imaginado que la joven sería bonita, pero no hasta ese punto. Su melena ondulada caía a su espalda en una gama de colores que iba del castaño al dorado; los ojos marrones, enmarcados por largas y espesas pestañas, eran inmensos y ligeramente rasgados, y unas motas de oro parecían chispear dentro de ellos. Paula Chaves era alta y vestía de manera muy informal con unos desgastados vaqueros que se ajustaban a la perfección a sus esbeltas caderas, una camiseta de tirantes blanca y un viejo jersey azul claro, de cuello de barco, bastante deformado.


—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Pedro—. Yo apenas pude verla en la oscuridad.


La chica le lanzó una alegre sonrisa que mostró unos dientes pequeños y muy blancos. Una de sus paletas se montaba ligeramente sobre la otra y eso, aunque le restaba perfección a su gesto, le añadía todavía más encanto.


—Confieso que no estaba segura del todo. Anoche en la terraza me pareció que tenía el pelo claro y, cuando lo he visto aquí sentado, he decidido arriesgarme. Además, me da la sensación de que Milo, aquí presente, también lo conoce a usted muy bien —declaró, divertida, acariciando al animal detrás de las orejas.


En efecto, Paula había pensado que Pedro Alfonso sería rubio, pero su pelo, que llevaba muy corto, resplandecía con el brillo de la plata a pesar de que no debía tener más de cuarenta años. Sus ojos también eran de un gélido tono gris acero y resaltaban en el rostro moreno, impenetrables. 


Llevaba una elegante americana sobre su camisa azul y unos bien planchados pantalones beige, y el conjunto ponía de relieve su espléndida figura. Aunque reconocía que el señor Alfonso era muy atractivo, Pau no estaba segura de que aquel hombre le agradara. Parecía un elegante aristócrata recién salido de una revista de sociedad, todo afabilidad y buena educación, pero había algo en él que resultaba frío y extremadamente distante.


—¿Le apetece sentarse y tomar algo conmigo? ¿Una cerveza, una coca-cola? —preguntó Pedro con cortesía, aunque no estaba seguro de querer pasar la mañana con la amante veinteañera de su vecino.


—Oh, no, muchas gracias. —Paula sacudió la cabeza en una negativa, de forma que Pedro pudo aspirar el agradable aroma de su pelo recién lavado—. Tengo que ir a comprar un montón de cosas. Esta noche he invitado a unos cuantos amigos a casa, espero no molestarlo. Si lo desea puede pasarse a tomar una copa, será algo muy informal...


—Gracias por la invitación, señorita Chaves, pero lo más seguro es que me acueste temprano. Mañana quiero salir a navegar.


—¿Tiene barco? —preguntó Pau, curiosa.


—Es ese de ahí. —Indicó Pedro señalando con el dedo un pequeño velero que se balanceaba con suavidad, mecido por las ligeras olas que levantaba la brisa en el río.


—¡Siempre he deseado navegar por el Támesis! —afirmó Paula con entusiasmo.


Molesto ante su nada disimulada indirecta, Pedro se vio obligado a invitarla a regañadientes:
—Si lo desea puede venir conmigo...


La joven se quedó mirando los rasgos severos de su vecino y no pudo evitar lanzar una nueva y contagiosa carcajada, que consiguió irritar aún más al hombre que se encontraba frente a ella.


—Me imagino cómo ha sonado lo que acabo de decir —comentó Paula sin dejar de sonreír de esa manera cálida y afectuosa que a Pedro le ponía a la defensiva—. Si me hubiera oído mi madre habría dicho que no tengo ningún tacto. Pero no se preocupe, señor Alfonso, no me aprovecharé de su buena educación. —Le lanzó una mirada burlona y, diciéndole adiós con la mano, siguió su camino.


Alfonso volvió a sentarse y permaneció con la vista clavada en la grácil figura que se alejaba con rapidez, llevando al inmenso dogo de la correa. Debía reconocer que la señorita Chaves le desconcertaba; le parecía increíble que una joven como ella fuera la amante de un hombre que podría ser su padre. Pedro esbozó una mueca cínica y se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Hasta la persona más inocente sabía que el dinero era un poderoso afrodisíaco, se dijo, y había cientos de miles de Paula Chaves en el mundo. 


Sin embargo, no sabía por qué, pero le disgustaba pensar en la señorita Chaves como la amante de un hombre mayor.


«Tonterías». Irritado, Pedro trató de cortar en seco la corriente de sus pensamientos. «Reconozco que es una mujer bonita y agradable, pero hay algo en ella que me resulta exasperante».


Con un movimiento algo brusco, Pedro cogió el ejemplar de The Times que había dejado sobre la mesa y lo abrió por la sección de economía, decidido a no pensar más en su misteriosa vecina.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 1




La noche de finales de octubre era fresca pero agradable. A esas alturas del otoño, el cielo londinense, cuajado de brillantes estrellas, resultaba poco corriente. Recostado sobre una tumbona en la oscuridad, Pedro intentaba desconectar su mente de su último negocio sin conseguirlo. 


Estaba agotado, pero reconocía que había valido la pena; tras casi un mes sin parar de viajar de costa a costa de los Estados Unidos, había conseguido cerrar la operación de forma muy satisfactoria para su empresa. El hombre suspiró; era consciente de que esa noche le costaría conciliar el sueño, la adrenalina aún fluía por sus venas a toda velocidad.


De pronto, escuchó cómo se abría la puerta corredera de cristal del piso de al lado y vio salir a una mujer apenas envuelta por una toalla de baño. La sugerente figura, ajena por completo a su presencia, se apoyó sobre la baranda de acero y cristal y permaneció inmóvil, mientras contemplaba la vista espectacular de los rascacielos de Canary Wharf y los muelles a sus pies.


A pesar de la oscuridad, Pedro admiró las largas piernas, esbeltas y bien torneadas, que asomaban bajo la toalla blanca que apenas le llegaba a medio muslo; era evidente que acababa de salir de una ducha caliente y, a pesar de la ligera brisa que subía desde el río, la posibilidad de coger un resfriado no parecía preocuparle lo más mínimo. La chica —tampoco podía estar seguro de su edad, pero algo le decía que era joven— llevaba el cabello recogido en un improvisado moño del que escapaban varios mechones de pelo, pero a la escasa luz de la terraza él no pudo distinguir su color.


Pedro le picó la curiosidad. Le sorprendía que su vecino Alberto Winston, que ya debía de haber cumplido los sesenta y cinco años, se hubiera echado una joven amante. 


En realidad no era un hecho extraordinario, simplemente, nunca le había parecido ese tipo de hombre. Aunque estaba de espaldas, había algo en la figura femenina, tan quieta y relajada, que lo atraía con fuerza y, de pronto, sintió un intenso deseo de ver su rostro.


—Es una noche preciosa, ¿no es cierto?


La chica se volvió hacia él, visiblemente sobresaltada, y un grito ahogado escapó de su garganta.


—¿Quién es usted? ¿Qué hace ahí escondido?


A pesar de la desazón que detectó en su tono, la voz femenina, dulce y picante como un buen coñac, hizo que a Pedro se le erizaran los pelos de la nuca. Seguía sin poder distinguir bien sus rasgos, pero percibió que era bonita y que sus ojos eran muy grandes, aunque tampoco fue capaz de adivinar su color esta vez.


—No me escondo —respondió con tranquilidad—. Soy su vecino y me limitaba a disfrutar de esta noche tan agradable.


La joven trató de atravesar las tinieblas con sus pupilas, pero lo único que distinguía entre las sombras era el tono de los cabellos masculinos y una silueta poderosa.


—No sabía que tenía un vecino. Llevo viviendo aquí casi un mes y nunca he visto ninguna luz en su piso —comentó ella al fin.


—Acabo de regresar de Estados Unidos por motivos de trabajo —explicó Pedro.


—¿Viaja mucho? —preguntó, curiosa, sin que el hecho de estar medio desnuda pareciera importarle demasiado.


—Bastante, sí. —Pero Pedro no se dejó distraer y volvió al tema que le interesaba—. Así que ha venido a vivir con Alberto...


—¿Alberto? —Por un segundo, la joven pareció confundida. —¡Ah, claro, Alberto! Verá, yo siempre lo he llamado tío Al.


Su interlocutora esbozó una sonrisa divertida y a Pedro le chocó la desvergonzada actitud de que hacía gala al revelarle a un extraño, con semejante desparpajo, los apelativos cariñosos que utilizaba con su añoso amante. Él mismo estaba sorprendido de lo escandalizado que se sentía. ¡Por Dios, ya era mayorcito y sabía de sobra cómo funcionaba el mundo! Sin embargo, estaba claro que la joven no sufría ningún tipo de incomodidad ante la situación. A pesar de todo, la chica no le había dado en ningún momento la impresión de ser una persona vulgar; más bien al contrario, su entonación era correcta y refinada. Además, tenía la sensación de que era una mujer preciosa y, no sabía por qué, eso le hacía sentirse aún más molesto.


—Sí —continuó diciendo ella sin percatarse de su incomodidad—. Me he trasladado a vivir a este piso, aunque no sé por cuanto tiempo. Todo depende de tío Al.


«Si ella está cómoda con la situación, yo no voy a ser menos», se dijo Pedro, decidido a mantener la calma.


—Como va a ser mi nueva vecina, será mejor que nos presentemos. Soy Pedro Alfonso —declaró y le tendió una mano por encima de la ligera barandilla de cristal que separaba ambas terrazas.


—Paula Chaves. —Paula quiso estrechar su mano, pero el movimiento provocó que se le aflojara la toalla y si no hubiera sido por los rápidos reflejos de su vecino, que agarró la tela en el último momento, el paño habría caído al suelo.


—¡Caramba, gracias! —exclamó la chica, al tiempo que soltaba una alegre una carcajada—. Si no llega a ser por usted, señor Alfonso, habría dado todo un espectáculo.


El hombre volvió a colocar el pico de la toalla en su sitio sin poder evitar que el dorso de su mano rozara uno de los firmes pechos femeninos y una fuerte descarga de deseo lo atravesó de improviso. A Pedro le sorprendió notar su grado de excitación; no recordaba una respuesta tan rápida ante los encantos de una mujer, sobretodo teniendo en cuenta lo cansado que estaba y que apenas había entrevisto su rostro. 


Sin embargo, ella seguía tan fresca como si, en vez de un hombre hecho y derecho, hubiera sido su abuela centenaria la que acabara de tocarla. Pedro procuró tranquilizarse y dio un paso atrás, estaba claro que la tensión de los últimos días le había afectado más de lo que pensaba.


—Paula... es un nombre curioso —comentó tratando de disimular su ardor.


—Soy medio española. Mi madre vino a trabajar a Inglaterra cuando tenía veinte años y aquí conoció a mi padre y se casó con él. —Paula se frotó los brazos con las manos—. Vaya, empiezo a tener frío, será mejor que vuelva adentro. 
Me alegro de conocerlo señor Alfonso, imagino que nos veremos de vez en cuando por aquí. Buenas noches.


—Buenas noches —respondió él, sin quitarle la vista de encima mientras la joven entraba en su piso y cerraba la puerta de cristal.


«Creo que va siendo hora de que yo también vuelva adentro», se dijo.


A pesar de la fatiga y del desfase horario, a Pedro no le costó mucho dormirse, aunque sus sueños se vieron invadidos por una tentadora y misteriosa presencia femenina cuyo rostro permanecía oculto entre las sombras.