domingo, 25 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 40

 


La medicina llegó quince minutos después y poco más tarde llegó también la cuna a su dormitorio. Paula le dio el antibiótico a Mia y la acostó, satisfecha de comprobar que la temperatura le había vuelto prácticamente a la normalidad.


Una vez acostada y arropada la pequeña, volvió a la sala de estar, donde esperaba Pedro, de pie junto a la ventana, con la mirada perdida en el exterior. Su primer instinto fue ir junto a él, pasarle los brazos alrededor de la cintura y apoyar la cabeza en su espalda. Se imaginó estar así con él un rato, después él se volvería y la besaría como la había besado la otra noche.


Pero a pesar de desearlo con todo su corazón, no podía hacerlo.


–Creo que ya está mejor –le dijo, y Pedro se volvió hacia ella.


–Me alegro.


En ese momento empezó a sonar el teléfono que había sobre el escritorio y Paula fue a responder. Era Gabriel. Afortunadamente no podía verla, porque de hacerlo, seguramente habría adivinado que se sentía culpable por lo que acababa de pensar.


–Me ha llamado Jorge y me ha dicho que Mia está enferma –dijo con evidente preocupación.


Le contó todo lo sucedido, omitiendo lo de la cena con Pedro.


–¿Qué necesitas que haga? ¿Quieres que vuelva a casa? Puedo tomar un vuelo por la mañana.


Podía decirle que sí y acabar así con aquella locura de Pedro. Pero en lugar de hacerlo, se oyó decir:

–Para cuando llegaras aquí, seguramente ya estaría bien. Ya ha empezado a bajarle la fiebre.


–¿Estás segura?


–Sí. Catalina te necesita más que yo. Además, Pedro me está ayudando mucho –añadió, mirándolo.


Él la observaba con una expresión indescifrable.


–Llámame si necesitas cualquier cosa, a cualquier hora del día o de la noche –le pidió Gabriel.


–Lo haré, te lo prometo.


–Te dejo para que puedas atenderla. Te llamaré mañana.


–Muy bien.


–Buenas noches, Paula. Te quiero.


–Y yo a ti –dijo, y no mintió. Lo quería como amigo, ¿entonces por qué se sentía tan incómoda al decirlo delante de Pedro?


En realidad sabía perfectamente por qué.


Colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–Era tu padre –explicó como si fuese necesario.


–¿Se ha ofrecido a volver a casa?


Ella asintió.


–¿Y le has dicho que no?


Volvió a asentir.


Pedro comenzó a acercarse a ella.


–¿Por qué? ¿No es eso lo que querías?


–Sí, pero –la verdad era que tenía miedo. Miedo de que volviera y nada más mirarla a la cara se diera cuenta de lo que sentía por Pedro. Gabriel confiaba en ella y la amaba, y ella lo había traicionado. Y seguía traicionándolo cada vez que pensaba algo que no debía sobre su hijo. Pero no podía dejar de hacerlo. O quizá no quería–. A lo mejor necesitamos un poco de tiempo para solucionar esto antes de que vuelva.


–¿Solucionar el qué?


–Esto. Lo nuestro.


–Pensé que íbamos a hacer como si no hubiese pasado nada.


Ya no estaba tan segura de poder hacerlo, al menos, no en ese momento.


–Lo sé, pero creo que… necesito tiempo para pensar.


Dio un paso más hacia ella, mirándola fijamente a los ojos. Sintió que se le aceleraba el pulso y el corazón se le subía a la garganta.


–No me mires así, por favor.


–¿Cómo?


–Como si quisieras besarme otra vez.


–Pero es que es lo que quiero.


–Sabes que no es buena idea.


–Sí, puede que tengas razón.


–No deberías hacerlo.


–Entonces dime que no lo haga.


–¿Has oído una palabra de lo que te he contado todos estos días?


–Todas y cada una de ellas.


–Entonces sabrás que no deberías darme tanta responsabilidad, dada mi tendencia a cometer errores.


En sus labios apareció una sonrisa.


–En estos momentos, casi cuento con que lo hagas.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 39

 


Aparte de un ligero resfriado que había tenido en primavera, Mia nunca había estado enferma. Paula subió corriendo la escalera con el corazón encogido, imaginándose lo peor, y con Pedro siguiéndola de cerca.


Karina había dejado a Mia en pañales y la mecía suavemente, acariciándole la espaldita. La pequeña tenía las mejillas rojas y los ojos casi cerrados. Paula se acercó a ella, alarmada. ¿Cómo era posible que se hubiese puesto tan enferma en solo dos horas?


–Mi pequeña –le dijo, poniéndole la mano en la frente–. ¿Le has dado algo?


–No, señora –respondió la niñera–. La he llamado en cuanto se ha despertado.


–En el baño hay un frasco de paracetamol, ¿podrías traérmelo, por favor? –le pidió Paula al tiempo que agarraba a su hija.


–¿Puedo hacer algo? –le preguntó Pedro desde la puerta, con actitud preocupada.


–Asegúrate de que el médico viene lo más pronto posible –apretaba a Mia contra su pecho y le temblaban las manos de miedo.


En cuanto Karina volvió con la medicina, le dio la dosis correcta, que la niña se tomó sin protestar.


–No sé qué puede ser. Nunca se pone mala.


–Seguro que no es nada grave. Seguramente solo sea un virus.


–Puede que debiera darle un baño de agua fresca para bajarle la fiebre.


–¿Por qué no esperas a ver qué dice el médico?


Miró el reloj que había colgado en la pared de enfrente.


–¿Cuándo crees que tardará?


–Poco. Está de servicio las veinticuatro horas. ¿Por qué no te sientas? Los niños notan cuando sus padres están nerviosos.


Tenía razón, tenía que controlarse. Por el modo en que estaba derrumbada en sus brazos, daba la impresión de que Mia no tenía fuerza para llorar. Se sentó en la mecedora con la pequeña y se movió suavemente.


–Siento haber interrumpido la cena. Puedes volver a terminar si quieres.


–No voy a irme a ninguna parte –anunció él, cruzándose de brazos.


Estaba acostumbrada a arreglárselas sola en todo lo que se refería a Mia, pero lo cierto era que resultaba reconfortante tener compañía. A veces se cansaba de estar sola.


El doctor Stark llegó pocos minutos después. Era un hombre mayor de expresión amable que le hizo un sinfín de preguntas a Paula y le pidió que le mostrara todos los informes médicos que tenía de Mia.


–Están en mi dormitorio –le dijo, poniéndose en pie para ir a buscarlos.


Pedro tendió los brazos para que le diera a la niña.


–Yo la agarraré mientras vas a por ellos.


Fue corriendo hasta su habitación, agarró la cartilla de vacunación y los demás informes médicos de Mia y volvió a toda prisa. Pedro estaba en la mecedora con Mia tumbada sobre su pecho y Karina observaba la escena desde la puerta con gesto de preocupación.


–Voy a necesitar que tumben a la pequeña –anunció el médico mientras estudiaba los informes.


Pedro dejó a la niña en el cambiador con el cariño y la suavidad con que lo habría hecho un padre y esperó impaciente mientras el médico la examinaba minuciosamente.


–No es nada grave –aseguró por fin el doctor después de varios minutos de angustia–. Tal y como me imaginaba, solo es una infección de oídos.


Paula sintió tal alivio que podría haberse echado a llorar. Agarró a su pequeña y la abrazó con fuerza.


–Puede que sea un virus, pero remitirá con un tratamiento de antibióticos y el paracetamol que ya le ha dado le bajará la fiebre.


De hecho, daba la impresión de que ya había empezado a causar efecto porque la niña ya no tenía las mejillas tan sonrojadas y parecía algo más despierta.


–¿Es posible que fuera por eso por lo que estuvo tan incómoda durante el vuelo?


–Es difícil saberlo, pero hay niños a los que les afecta el cambio de presión y es posible que le dolieran los oídos.


Se le rompía el corazón de pensar que Mia hubiese estado sufriendo durante el vuelo sin ella saberlo.


–Haré que le traigan los antibióticos ahora mismo. Llámeme si no está mejor por la mañana. Yo volveré por aquí en un par de días.


Después de que el médico se hubiese marchado, Karina le preguntó si quería que la acostara, pero Paula negó con la cabeza.


–Voy a llevármela a mi habitación. Gracias por avisarme tan rápido.


La niñera asintió y se dispuso a marcharse, pero antes de hacerlo, se volvió a decirle:

–Es una niña muy fuerte, enseguida se pondrá bien –y luego le sonrió.


Cuando se quedaron a solas, Paula se volvió hacia Pedro.


–Gracias.


–¿Por qué? –preguntó él, que se había quitado la chaqueta y estaba apoyado en la pared.


–Por hacer venir al médico tan rápido. Por estar aquí conmigo. Supongo que no tendrás una cuna que se pueda llevar a mi dormitorio. Se mueve tanto durante la noche, que me da miedo que duerma en la cama conmigo.


Pedro sacó el teléfono de inmediato.


–Seguro que hay alguna.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 38

 


«No tienes motivo para estar nerviosa», se dijo Paula por enésima vez desde que había salido de su habitación para dirigirse a la terraza.


Habían pasado todo el día juntos y, aunque había habido algunos momentos ligeramente incómodos, Pedro se había comportado como un completo caballero y no tenía la menor duda de que haría lo mismo esa noche. Seguramente solo la había invitado a cenar con él porque se sentía obligado a atenderla.


Estaba segura de que con el tiempo dejaría de fantasear con que la tomara en sus brazos, la besara, le arrancara la ropa y le hiciera el amor apasionadamente.


Salió a la terraza exactamente a las siete y cincuenta y nueve. La mesa estaba servida para dos, adornada con velas y flores y con una botella de champán enfriándose en hielo junto a una de las sillas. El sol del atardecer teñía de rojo y naranja el cielo. Era el escenario perfecto para una cena romántica.


–Veo que lo has encontrado.


Se dio la vuelta al oír su voz y se encontró con Pedro apoyado en el umbral de la puerta con las manos metidas en los bolsillos y actitud relajada. Llevaba una camisa blanca y una chaqueta del mismo color café que sus ojos.


–Estás muy guapo –dijo ella sin pensar, y automáticamente deseó poder retirarlo.


–Parece que te sorprende –respondió él enarcando una ceja.


–¡No! Claro que no, es que… –se fijó en que Pedro sonreía con picardía y se dio cuenta de que estaba bromeando. Bajó la mirada hacia el vestido sin mangas de color coral que se había puesto. Había querido ponerse guapa sin parecer demasiado sexy y aquel atuendo sencillo era lo mejor que había encontrado–. No sabía si era una cena formal.


Pedro la miró de arriba abajo abiertamente, sin la menor vergüenza.


–Estás preciosa.


Él la miró con evidente deseo, pero lo peor de todo era que le gustaba lo que sentía cuando él la miraba de ese modo, por mucho que supiera que estaba mal.


Le ofreció una silla y, al ayudarla a sentarse, le rozó los hombros con los dedos, lo que le hizo sentir un escalofrío.


–¿Champán? –le ofreció Pedro.


Lo que menos necesitaba en esos momentos era que algo la embriagara aún más. Pero la botella ya estaba abierta.


–Solo una copa –se oyó decir, consciente de que tendría que estar muy pendiente para que esa copa no se convirtiera en dos o en tres.


Pedro se sentó frente a ella, levantó su copa, la miró a los ojos y dijo:

–Por mi padre.


Su mirada parecía estar lanzándole algún tipo de mensaje, pero no supo descifrarlo. ¿Pretendía con ese brindis dejar claros los límites de su relación, o querría decir otra cosa? En lugar de seguir analizándolo, Paula levantó su copa también.


–Por Gabriel –dijo, esperando que no hablaran nada más de él.


La llegada de uno de los mayordomos sirvió de distracción. El joven incluso le sonrió cuando ella le dio las gracias por servirle. Karina había empezado a mostrarse más amable y su doncella también le había sonreído esa mañana. Al menos era un pequeño avance.


La comida estaba deliciosa, pero no le sorprendió porque todo lo que había comido en el palacio desde su llegada había sido exquisito.


–¿Has hablado con mi padre esta tarde? –le preguntó Pedro cuando estuvieron de nuevo a solas–. ¿Te dijo que mi tía sigue en cuidados intensivos?


–Me contó que había pasado muy mala noche y que es posible que tengan que operarla. No parece que vaya a volver pronto.


–Sí, a mí me dijo que sigue bastante grave –le contó él y luego la miró a los ojos antes de añadir–. Me preguntó si te estaba atendiendo. Y si te trataba con respeto.


El corazón se le detuvo por un instante.


–¿No creerás que…?


–¿Que sospecha algo? –terminó Pedro sin rodeos, y luego meneó la cabeza–. No, creo que le sigue preocupando que no sea amable contigo.


Pues estaba siendo muy amable. Demasiado incluso.


–Me dijo que parecía que no quisieras hablar de mí.


Lo cierto era que no había sabido qué decirle a Gabriel. Le preocupaba que sospechara algo, así que había llegado a la conclusión de que era mejor no decir nada.


–No pretendía parecer esquiva y mucho menos darle la impresión de que no me estabas tratando bien.


–Es que no quiero que piense que estoy descuidando mis deberes –le explicó Pedro.


–Claro. No te preocupes, le diré que estás siendo muy buen anfitrión.


Después de eso siguieron comiendo en silencio durante unos minutos, hasta que sonó el teléfono de Paula. Era Karina. Quizá Mia estuviese teniendo problemas para dormir después de lo inquieta que había estado todo el día.


–Mia se ha despertado con fiebre, señora.


No era la primera vez que tenía unos grados de más por culpa de los dientes. Eso explicaría su mal humor.


–¿Le has puesto el termómetro?


–Sí, señora. Tiene cuarenta con cinco.


Paula notó cómo se le helaba la sangre en las venas. Eso no podía ser por los dientes.


–Ahora mismo voy.


Pedro debió de ver el miedo en su mirada porque frunció el ceño y le preguntó:

–¿Qué ocurre?


–Es Mia –le dijo, ya de pie–. Tiene mucha fiebre.


Pedro se levantó inmediatamente, sacó el teléfono y marcó un número.


–Jorge, avisa al doctor Stark y dile que necesitamos que venga lo más rápido posible.