jueves, 27 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 43

 


Mientras cenaban estuvieron hablando acerca de la gente que ella había conocido en la oficina. Cuando Paula le escuchó contarle anécdotas del trabajo, se dio cuenta de que Pedro podía ser un buen amigo. A cada momento se le revelaba una nueva faceta de su personalidad; tenía que admitirlo, le gustaba lo que estaba viendo. Y más que eso.


Cuando el camarero les sirvió los cafés, se apoderó de ellos como una especie de relax. Disfrutaban de su mutua compañía como cualquier otra pareja.


—Mateo llamó anoche —dijo Paula, más para interrumpir sus propios pensamientos que para entablar una conversación.


—¿Cómo lo lleva?


—Quiere venir a visitarnos y está un poco nervioso. Supongo que yo también lo estoy.


—No lo estés. Podemos pensar en hacerle un recorrido turístico; yo tengo una casa de campo al otro lado de la ciudad. Podemos hacer lo que él quiera.


—Te agradezco de verdad la oferta, Pedro; pero realmente no tienes por qué entretenerlo.


—Ya sé que no tengo que hacerlo, pero lo quiero hacer. No seas aguafiestas. ¡Ese chico lleva encerrado en ese mausoleo tres meses! Dale un descanso. Le enseñaremos la ciudad —le dijo él, dándole una palmada en el brazo—. Anda, di que sí.


Era imposible resistírsele cuando se ponía así de encantador y el rostro de Paula reflejó la profundidad de sus sentimientos hacia él.


—Sí —susurró.


Pedro se le cortó la respiración cuando vio los cambios que había experimentado su mirada. Estaba llegando a ella, lo podía notar. Le resultaba difícil controlar sus emociones, pero era más importante que lo hiciera, ahora más que nunca. La quería; no sólo físicamente, aunque Dios sabía que lo que le pasaba en su interior no iba a poder aguantarlo mucho tiempo. También quería su corazón, su alma, sus pensamientos. ¿Cómo le había pasado eso a él? Se preguntó.


Se llevó la mano de Paula a la boca y la besó.


—¿Bailamos?


Cuando estaban absolutamente absortos bailando, de repente, sonó una voz cerca de ellos.


—Perdón ¿el señor Alfonso?


Pedro se detuvo y vio al camarero.


—Sí.


—Una llamada telefónica, señor. Puede atenderla en la entrada.


—¿Quién sabe que estoy aquí? —le preguntó a Paula.


—Brian. Fue él el que me recomendó el restaurante.


—Me pregunto qué pasará.


—Sólo hay una forma de averiguarlo —le dijo Paula señalándole la entrada.


—Volveré pronto.


Paula volvió a la mesa y le dio un trago a su vino.


—Hola.


Ella levantó la mirada y reconoció inmediatamente a Dario Carmichael.


—¡Señor Carmichael! ¡Qué agradable sorpresa! Por favor, siéntese con nosotros.


—No creo que deba hacerlo, Paula. ¿Le importa si la llamo así? —le dijo él continuando cuando ella asintió—. No creo que su esposo apruebe esta intrusión. Me gustaría hablar con usted. ¿Cree que podríamos quedar para comer alguna vez?


—Señor Carmichael…


—Dario.


—Dario… Me doy cuenta de que se refiere a que comamos sin que lo sepa mi marido. Y tengo que decirle que eso está fuera de lugar.


—Si le cuenta esto a cualquiera de los Alfonso, no la dejarán que me vea. Créame, durante años he tratado de reunirme con ellos… y ha sido una batalla perdida.


—En primer lugar —le dijo Paula—, si yo sintiera la necesidad de verlo, lo haría, con o sin el permiso de los Alfonso, pero, francamente, Darío, no veo qué me puede decir que me interese.


—Tengo una proposición para la familia Alfonso que les puede ayudar, no sólo a ellos, sino también a usted. Hay muchas cosas que usted no sabe acerca de ellos. Necesitan dinero ahora mismo. Yo lo tengo y estoy deseando invertir en su compañía. Eso resolvería un montón de problemas y varios malentendidos que vienen de hace tiempo.


—¿Qué es lo que pasa?


—Coma conmigo —le dijo él sonriendo—, y yo le contaré toda la historia.


Era un hombre persuasivo y su oferta de hacerle saber más cosas acerca de los Alfonso era atrayente, Paula se sintió tentada.


—No lo sé; realmente no veo lo que puedo hacer.


—Usted tiene un asiento en el consejo de administración. Deme una hora yo se lo contaré.


—¿Por qué no se sienta y hablamos de ello con Pedro? Aquí viene.


Pedro volvió a la mesa.


—¿Cuál es tu idea de una broma, Carmichael? —le dijo Pedro con los puños cerrados; evidentemente, estaba muy enfadado.


—Necesitaba estar un minuto a solas con tu encantadora esposa, sin que estuvieras protegiéndola como mamá osa a su cachorro.


—¿Qué quieres? —le preguntó imperiosamente Pedro.


—Lo mismo que he querido durante los últimos cinco años.


—No le interesa a nadie, Dario; y mucho menos a mi esposa.


Los dos hombres se quedaron mirándose seriamente.


—Ya he saludado antes, y ahora me toca despedirme —dijo Darío volviéndose a Paula—. Señora Alfonso, siempre es un placer verla. Ya la llamaré.


Dario se marchó luego, sonriendo sardónicamente.


—¿Qué quería?


—¿Por qué te enfadas tanto con él? Es un hombre realmente encantador.


—Tan encantador como una víbora en el nido de un pájaro. ¿Qué quería de ti?


A Paula empezó a fastidiarle su evidente hostilidad. ¿Qué era lo que pasaba entre los dos? Estaba confundida e insegura, así que trató de jugar a lo seguro.


—Nada. Pasaba por aquí y me saludó.


—Bueno, pues no habrá ninguna llamada. A tu «encantador» Dario le gusta jugar. Recuérdalo.


A Paula no le gustaba esa actitud arrogante, en especial cuando la usaba con ella. ¡No había hecho nada malo!


—¡Sí, señor, me aseguraré de ello! —le dijo levantándose y tomando el bolso—. Creo que la velada ha terminado ya.


Salió entonces del restaurante dejando a Pedro pagando la cuenta.




EL TRATO: CAPÍTULO 42

 


El restaurante era pequeño, oscuro e íntimo. Una música suave surgía de los altavoces. Paula se sentía contenta, tanto por el vino como por la compañía.


—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó Pedro—. Tengo que disculparme por no haber podido ir a verte, pero los primeros días en la oficina después de un viaje suelen ser agotadores.


—Me ha ido bien, Brian me cuidó muy bien. Debo de admitir que nunca llegué a sospechar lo absorbentes que eran vuestros negocios. Nos hemos pasado horas solamente con el manual. Creo que nunca lograré aprendérmelo.


—Y no tienes que hacerlo. Lo que necesitas es saber lo que es necesario y llevarlo a los libros. El personal conoce muy bien su trabajo y ya se ocupan ellos de toda la parte técnica. A ti te necesitamos para supervisarlo todo, mantenerlo en orden y asegurarte de que todo el mundo está contento.


—Brian se ha pasado el día oyendo problemas personales. Me sorprende que la gente pueda confiar así en su empresario.


—Es un negocio familiar, Paula. Algunas de esas personas han estado con nosotros casi treinta años. Tratamos de hacerles sentirse una parte de la familia, tanto como es posible.


—Has tenido mucha suerte por haber crecido con todo eso.


—Ya lo sé. Es algo así como un sistema de apoyo.


Ella apoyó entonces los codos sobre la mesa.


—Háblame de ello.


Pedro la miró a la cara. Le encantaría abrirse, hablarle de su vida, sus esperanzas, sus sueños. Se preguntó si realmente querría oírlo.


—Nos criamos bajo unas reglas específicas. Mis padres nos enseñaron a depender unos de otros y nos quedó muy claro que los lazos familiares son los únicos que no se deben de romper nunca.


Paula vio cómo se le nublaba la mirada.


—Parece que lo crees en serio.


—Y lo hago. Es algo que me ha resultado evidente una y otra vez. La demás gente viene y va. Tu familia es la única constante en tu vida. Por lo menos en la mía.


—¿Y tu primera mujer?


Pedro se rió en voz alta.


—¿Marcia? No, «constante» no es la palabra más acertada para ella. A no ser que te refieras a quejarse constantemente. Nunca tuvo suficiente.


—Pareces amargado.


—¿Sí? No era mi intención. Ella me enseñó algo muy importante, lo suficientemente temprano como para que me hiciera un buen efecto. Casarme con ella fue un acto impulsivo. Y me salió el tiro por la culata. Tuve que pagar por ello, tanto económica como emocionalmente. Pero eso pasó hace ya más de doce años, Paula. Y casi nunca pienso en esa etapa de mi vida.


—¿Y desde entonces no ha habido nadie más? —le preguntó ella, sorprendiéndose por lo interesada que estaba en su respuesta.


—¿Quieres decir de una forma romántica?


—Sí, ya sabes. Novias.


Pedro agitó la cabeza.


—He tenido muchas amigas. Algunas más íntimas que las otras, pero, para contestar a tu pregunta, no, no he tenido más relaciones serias.


«Hasta que llegaste tú», le hubiera gustado añadir.


—Oh.


Él sonrió.


—¿Oh? ¿Sólo oh? ¿Sin comentarios?


—Supongo que encuentro curioso que un hombre como tú no haya tenido una mujer en su vida durante todos esos años.


—Yo no he dicho que no las haya habido. Lo que he dicho es que ninguna de esas relaciones fueron serias. Hay una diferencia, Paula.


—Ya veo. Tu relación con tu familia es lo suficientemente satisfactoria emocionalmente. No necesitas ninguna otra ¿no es así?


Ese comentario le sorprendió. Nunca lo había pensado de esa manera, pero quizás ella tenía razón. ¿Es que su familia le satisfacía todas las necesidades, salvo las sexuales? No estaba seguro de que le gustara esa imagen de sí mismo.


—Yo no he dicho eso. Nadie es tan autosuficiente. Ni siquiera yo.


—El tener una familia es una cosa y el compartir tu vida con una persona es otra completamente distinta —le dijo él acariciándole el rostro.


«Comparte la tuya conmigo», se dijo para sí mismo.


Ella leyó más en su mirada que en sus palabras. Quería creer lo que le estaban diciendo esos ojos, pero temía equivocarse, sufrir. Que la apartaran de nuevo después de todos esos años podría ser devastador para sus emociones.


La confianza era algo muy difícil de alcanzar, en cierto sentido, mucho más difícil que el amor.


—¿Crees que te gustará estar con nosotros? —le preguntó Pedro apartándose.


Paula suspiró.


—Me encanta el trabajo. Me resulta algo muy distinto y, definitivamente, es un reto, pero en realidad no lo sé, Pedro. Sólo llevo un día y, para decirte la verdad, me parece que me supera un poco. He hecho un pacto con la universidad de que volveré por lo menos el próximo semestre, y no puedo quedar mal con ellos…


—¿Y?


—Y ninguno de los dos sabemos cuánto tiempo me quedaré aquí.


Él la miró. Su instinto le decía que ella no estaba lista todavía para que ese matrimonio se transformara en algo real. Le resultaba más fácil pretender que no estaba pasando nada. No podía empujarla; no era su sentido. Había otras formas de hacerlo más sutilmente, hasta que se vieran, quizás, tan juntos que a ella ya ni se le ocurriría marcharse.


—No te apresures con tu decisión —le dijo él—. Date un poco de tiempo y mira a ver cómo te va.



EL TRATO: CAPÍTULO 41

 


Paula no había estado más ocupada en su vida. El día pasó a toda velocidad. Brian y ella se vieron tan ocupados repasando el manual de trabajo de la oficina que no tuvieron tiempo ni de comer. Ya estaba oscuro cuando terminaron; eran más de las seis de la tarde y Brian se había marchado a alguna parte, dejándola sola en el despacho. Cerró el libro y apagó la lámpara de la mesa. Estaba agotada, pero exultante al mismo tiempo. Trabajar en un despacho era muy diferente que trabajar con los estudiantes. Había como un aire de urgencia en todo lo que sucedía allí.


La gente entraba y salía corriendo de la oficina de Brian con semejante diversidad de problemas que hacían que la cabeza le diera vueltas. No estaba muy segura de que pudiera adaptarse a hacer eso todos los días, pero una parte de ella quería intentarlo.


Después de refrescarse en el cuarto de baño privado de Brian, Paula se puso a buscar a Pedro. Lo encontró en su despacho, completamente abstraído estudiando el contenido de una gruesa carpeta. No la oyó acercarse y ella tardó un rato en hacer ruido para observarlo sin que se diera cuenta. El simple hecho de verlo hacía que la sangre le circulara más rápido. Se preguntó si alguna vez podría inmunizarse contra él.


A pesar de todo el trabajo que había tenido, había encontrado tiempo para pensar en lo que Pedro le había dicho la noche anterior. Tal vez tenía razón, tal vez ella estaba saboteando su relación. Quería explorar todas las posibilidades con él, sin que se entrometieran ni la oficina ni la familia.


Pedro sintió a alguien en la puerta y levantó la mirada. Saber que Paula había estado todo el día tan cerca le había hecho pensar en ella con una inusitada frecuencia. Por tonto que pareciera, le resultaba agradable el saber que estaba a sólo unos pasos de distancia.


Paula sonrió y el rostro de Pedro se relajó. Le agradaba saber que su presencia le afectaba a él por lo menos tanto como a ella la suya. Sabía que la decisión de darle una oportunidad a ese amor que estaba creciendo entre ellos era algo arriesgado. Sus emociones eran muy frágiles. Pero la alternativa: estar sin él, era demasiado desagradable como para tenerla en cuenta.


—¿Puedo invitarte a cenar, muchacho? —le dijo ella bromeando.


Pedro se arrellanó en su sillón y Paula se apoyó en la pared, coqueteando deliberadamente con él. Pedro estaba enamorado y demasiado aliviado como para negarse a seguir bromeando.


—Ven aquí y lo discutiremos.


Paula se movió lentamente. Su propia necesidad de él la empujaba. Cuando estuvo delante, él le tomó una mano y la sentó en su regazo.


—Ha sido a la vez un cielo y un infierno el saber durante todo el día que estabas tan cerca —le dijo él.


—Ya lo sé.


—¿Ah, sí? Me sorprendes.


—No —susurró ella.


—¿No qué?


—No te sorprendas.


Ella bajó la cabeza y apretó los labios contra los de él, mientras un espasmo de placer le recorría todo el cuerpo. Su sabor y olor combinados le hacían dar vueltas la cabeza.


Pedro la abrazó y sus lenguas se encontraron, haciendo que los dos perdieran el control.


—Oh, querida, te deseo tanto.


Él sentía cómo su cuerpo se iba abandonando al deseo. Algo primitivo le estaba diciendo que lo que tenía que hacer era ponerla sobre la mesa y tomarla allí mismo, mientras siguiera tan suave, cálida y deseosa.


El ruido de fondo de una aspiradora llegó a la zona racional de su cerebro y le hizo darse cuenta de dónde estaban. Paula estaba de nuevo de pie antes de que se diera cuenta de que Pedro había dejado de besarla. Una espesa nube de deseo le oscurecía la visión.


—La gente de la limpieza —le dijo él.


—Oh… —murmuró Paula.


La sangre todavía le latía con fuerza en las venas. ¿Qué le pasaba? Cada vez que ese hombre la tocaba, la miraba, la besaba, era como si se derrumbase.


—Vámonos a casa —sugirió Pedro.


Si se iban a casa, no tardarían ni cinco minutos en meterse en la cama y ella quería estar un rato con él. Hablando.


—No. Todavía no. Deja que te invite a cenar.


—Con una condición.


—¿Cuál?


—Luego quiero el postre.