domingo, 26 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 34




SE CONVIRTIÓ en un hábito quedarse dormida mientras Pedro cuidaba de Emilia. Durante las siguientes semanas, mientras Paula intentaba que la bebé adquiriera algún tipo de horario, casi lo único con lo que podía contar era que cuando llegaba al límite, ya fuera físico o emocional, Pedro estaría allí, dispuesto a echar una mano o a hacerse cargo de todo mientras ella se echaba una siesta o se duchaba o comía algo. Sólo estaba sola a última hora de la noche. 


Y aun así, sabía que si lo necesitaba sólo tenía que levantar el teléfono y llamar.


La semana después del nacimiento de Emilia, los padres de Paula fueron a visitar a su nieta. Se alojaron en un hostal en Gabriel’s Crossing y se quejaron de todo durante su estancia allí, que por fortuna fue breve. Tres días de sus egocéntricas quejas fueron más que suficientes para Paula.


Lo único bueno de su visita fue que parecían encantados de verdad con Emilia. No es que se les cayera la baba; Camila y Dario no eran de ese tipo. Pero sí parecían interesados y Paula lo apreció. Por supuesto, sus padres aprovecharon la oportunidad para volver a recriminarla por haber abandonado a Lucas, pero por lo visto habían aceptado que no iba a cambiar de opinión.


Con Pedro fueron cordiales, pero no demasiado amigables. Igual que Lucas, juzgaron a Pedro por lo que veían: un miembro de la clase trabajadora con manos diestras. Se habrían sentido impresionados si hubieran sabido de su éxitos profesionales. No vio razón para sacarlos de su error.


En cuanto a Lucas, no había visto al bebé. Paula lo había llamado desde el hospital para anunciarle el nacimiento de Emilia. No había tenido ganas de hablar con él, pero había pensado que, como padre del bebé, tenía derecho a saberlo. Había hecho las preguntas pertinentes, cuánto pesaba y si estaba bien. 


Aparte de eso no había parecido demasiado interesado. Y no había mencionado la prueba de ADN. Ella había colgado sintiendo tristeza por Emilia pero aliviada porque Lucas no fuera a formar parte de su vida. Aunque Lucas no quisiera a su hija, Paula conocía a alguien que sí la quería.


Pedro adoraba a Emilia, y según el invierno dio paso a la primavera, se demostró que el sentimiento era mutuo. Cuando se asomaba a la cuna, la bebé sonreía y agitaba las manitas con excitación. Igual que Paula, sabía que siempre podía contar con él.


En muchos sentidos, Paula, Pedro y Emilia eran como una familia. Cuando salían juntos solían confundirlos con una familia, pero no lo eran. 


Igual que Paula y Pedro eran como una pareja en muchos sentidos: compartiendo cenas y jugando con la niña antes de que Emi se acostara. Pero no eran una pareja.


Eran individuos con preocupaciones y objetivos distintos, tal y como quedó claro cuando Pedro volvió a trabajar en Manhattan a finales de abril. Tenía un compromiso con su hermano Y una obligación con su empresa. 


Paula lo entendía. Igual que entendía que no se había comprometido con ella y no tenía ninguna obligación.


Ella asumía que tenían un futuro juntos. A veces estaba segura de que Pedro deseaba el matrimonio. «Cuando llegue el momento y la mujer adecuada», había dicho. Sin duda, el momento distaba de ser perfecto. Pero la sentencia final de divorcio se acercaba y el tema no había vuelto a mencionarse. Los ahorros de Paula se agotaban y sus gastos ascendían; tenía que ponerse a buscar trabajo en serio.


Se lo mencionó a Pedro una mañana que él pasó por la casa al amanecer. Había empezado a ir allí a desayunar antes de iniciar el largo viaje a Manhattan. A veces, si había tráfico o él tenía que quedarse en la ciudad hasta tarde, sólo lo veía por la mañana.


Echaba de menos sus cenas y las largas conversaciones. Lo echaba de menos, sobre todo desde que había empezado a dedicar buena parte del fin de semana a trabajar en la casa. La restauración estaba a punto de finalizar, y ya no trabajaba solo. Había contratado a un equipo de tres hombres para que lijaran y pintaran las paredes exteriores y el garaje, que mejoró con una puerta eléctrica, y un paisajista ya había elegido los arbustos y las perenne que adornarían las bancadas de flores.


Ella ya se imaginaba el cartel de «Se vende» en la puerta y se preguntaba qué ocurriría entonces.


—He decidido empezar a buscar trabajo —le dijo, mientras él le daba el biberón a Emilia.


—¿Tan pronto? —Pedro alzó la cabeza.


—Emilia tiene casi cuatro meses. He podido dedicarle más tiempo que la mayoría de las madres —aun así se le encogía el corazón al pensarlo. No le gustaba la idea de dejar a su hija al cuidado de otra persona.


—¿Dónde estás pensando en buscar? —apartó el biberón y se puso a la bebé en el hombro para que eructara. Paula observó cómo sus grandes y callosas manos daban palmaditas en la espalda de su hija.


—Tengo algunas ideas —nombró las agencias. Ya había actualizado su currículum y su portafolio de proyectos. Ambos estaban listos para ser enviados.


—Manhattan, bien —asintió él.


—Claro que Lily sigue insistiendo en San Diego —tragó saliva. Su amiga había vuelto a repetírselo en su última conversación.


—¿Considerarías esa opción? —su mano se detuvo.


—No lo sé —contestó ella con honestidad—. Lily se ha ofrecido a cuidar de Emilia mientras esté trabajando.


Ésa era la gran ventaja. Emilia estaría en manos de alguien a quien Paula conocía y en quien confiaba. Lo malo estaba sentado justo enfrente de ella. ¿Cómo iba abandonar al hombre al que amaba?


—No tomes ninguna decisión aún.


—Tendré que hacerlo en algún momento.


—Lo sé. Pero aún no —besó la cabeza de la niña con ternura—. Prométeme que esperarás.


Ella lo prometió, pero después se dio cuenta de que Pedro no le había dicho a qué tenía que esperar.



MILAGRO : CAPITULO 33



Era casi medianoche cuando Paula por fin dilató lo suficiente para poder empezar a empujar. 


Pedro se había ido a la sala de espera. Ella se lo había pedido, pero descubrió que anhelaba su presencia en los últimos momentos antes del parto. Comprendió que no se trataba de que confiara en él. Lo amaba.


«Amo a Pedro».


Había elegido mal momento para tener esa revelación. Estaba a minutos de convertirse en madre y a meses de volver a ser soltera. Pero no dudaba de su sentimiento. Lo había amado desde que compró el ridículo osito, o quizá incluso antes. Había tenido incontables gestos de amabilidad a lo largo de los meses, pequeñas cosas que habían ido sumándose hasta llenar su corazón. Dio el último empujón.


—Es una niña —dijo el médico, alzando a la llorosa criatura para que Paula la viera.


Una niña. Tal y como había dicho Pedro. A través de las lágrimas vio unos bracitos agitándose y una carita arrugada que le robó el corazón. Se rió y luego sollozó con histerismo.


—Mi Emilia —susurró. Allí estaba su hija. Por fin, el milagro que había estado esperando. Se preguntó si habría otro más en la sala de espera.


Un rato después trasladaron a Paula a una habitación privada con el bebé.


—¿Puede ir a buscar a Pedro Alfonso y decirle que tenía razón? —le pidió a la enfermera—. Dijo desde el principio que era una niña.


—Claro —asintió la enfermera—. Se lo diré.  Aunque puede decírselo usted. ¿Quiere que le diga que entre? Sé de buena tienta que lleva paseando por la sala de espera como un tigre enjaulado desde que la dejó. Está volviendo locas a las enfermeras del control.


Paula quería ver a Pedro más que nada en el mundo, pero se llevó la mano al pelo apelmazado e hizo una mueca de horror.


—¿Qué aspecto tengo?


—De acabar de dar a luz a una niña preciosa y sana. Está encantadora —la enfermera sonrió—. Todas las nuevas madres lo están.


Paula supuso que eso probablemente significaba que estaba horrible, pero su excitación venció a la vanidad.


—Sí. Me gustaría que le dijese que entrara.


Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza por la puerta antes de entrar. Tenía el rostro cansado y oscurecido pro la barba de un día. 


Arrugas de preocupación surcaban su frente y tenía los ojos inyectados en sangre. A ella le dio un vuelco el corazón al verlo. Sí que lo amaba.


—Hola, mami.


—Esa soy yo —sonrió ella.


—La enfermera dice que quieres presentarme a alguien.


—Y así es —extendió una mano hacia él para que se acercara—. Ésta es Emilia.


—Emilia, ¿eh? —Pedro, sonriente, fue hacia la cama—. Ya te dije que era una niña.


—Sí que lo hiciste.


Su expresión se suavizó al mirar la diminuta carita. El bebé estaba envuelto en una mantita de rayas de colores pastel y llevaba un gorrito rosa. Estaba profundamente dormida, pero la enfermera le había asegurado a Paula que eso no duraría mucho.


—Dios, Paula, es preciosa —dijo con voz queda y reverente—. Pero sabía que lo sería. Es igualita que tú.


—Tiene los ojos azules, y también tiene pelo —Paula le quietó el gorrito para revelar una mata de pelo fino y oscuro, completamente de punta.


—Bonito peinado —rió él—. Tiene tu barbilla —la tocó con la yema del dedo índice y Emilia, a pesar de que estaba dormida, alzó una esquina de la boca, como si supera quién era—. ¿Has visto eso? Creo que ha sonreído.


—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó Paula, encantada con que él estuviera tan emocionado.


—¿Bromeas? —sonrió mostrando sus hoyuelos—. No se me ocurre nada que desee hacer más en este momento.


Alzó a la niña, sujetando su cuello y su cabeza con cuidado. Paula había visto cómo manejaba maquinaria eléctrica y martillos. Parecía igual de cómodo ocupándose de una recién nacida. Se la colocó en el hueco del brazo y se sentó al borde de la cama.


—¿Cuánto pesa? Parece ligera como una pluma.


—Tres kilos, cuatrocientos gramos.


—Eso está muy bien —dijo él sin apartar la mirada del rostro de Emilia. Levantó la manta y sujetó un par de diminutos pies rosados en la palma de la mano—. Veo que tiene todos los deditos.


—Sí.


—Has hecho un buen trabajo.


Paula asintió con un suspiro. Toda la incertidumbre emocional de los últimos meses y el dolor físico de las últimas horas quedaron olvidados.


—¿Cómo te encuentras? —Pedro se inclinó hacia ella y la besó en la frente—. Ha sido un día largo y una noche más larga aún.


—Agotada y dolorida —admitió ella—. Debería estar durmiendo. Es la primera regla de la maternidad. Aprovechar para dormir cuando se pueda. Pero me da miedo cerrar los ojos y despertarme en mi cama y que el nacimiento de Emilia haya sido un sueño.


—Es real, Paula, y está aquí.


—¿Y tú?


—¿Qué quieres decir?


—¿Tú también eres real? —preguntó ella con voz queda.


—Ajá —él sonrió, casi como si entendiera la extraña pregunta—. Y tampoco voy a irme a ningún sitio. Así que cierra los ojos y duerme.


Con Pedro sentado a su lado, con su hija recién nacida en brazos, Paula cerró los ojos y se rindió a un sueño tranquilo y pacífico.



MILAGRO : CAPITULO 32





Ya en el hospital comprendió que tal vez no. 


Paula siguió con contracciones y a última hora de la tarde estaba agotada. Y Pedro también. 


Había estado con ella en la sala de dilatación, frotándole la espalda y dándole trocitos de hielo para chupar. Al poco de empezar el proceso había aprendido, de la manera difícil, a no darle la mano cuando llegara una contracción. Paula nunca le había parecido una mujer fuerte, pero cuando sus dedos aferraron los suyos como una tenaza, le había costado no gemir y caer al suelo de rodillas.


—¿Eso ha sido para compartir un poco de dolor? —había bromeado cuando ella lo soltó.


—¿Qué? —Paula lo había mirado confusa.


—Nada —había sacudido la mano con discreción, esperando que volviera a circular la sangre.


El doctor entró poco antes de las siete para comprobar sus progresos. Pedro se entretuvo ahuecando las almohadas durante el examen, sintiéndose un poco incómodo.


—Todavía tardará un rato. ¿Por qué no das un paseo por el pasillo? —sugirió el doctor—. Volveré dentro de una hora; con suerte habrá progresos para entonces.


Así que pasearon por el pasillo, con la esperanza de que eso acelerara el parto. Pero cuando el médico volvió, poco antes de las nueve, Paula sólo había dilatado medio centímetro más. Iba a ser una larga noche. Los signos vitales del bebé estaban siendo monitorizados y el médico no parecía preocupado. Pero Pedro sí lo estaba. Hizo un aparte con una de las enfermeras.


—¿Cuánto tiempo va a durar esto? Paula ya ha aguantado mucho. No sé si podrá soportar mucho más —tampoco sabía cuánto podría aguantar él. Era un infierno verla retorcerse de dolor y no poder hacer nada para ayudarla.


La mujer sonrió y le dio una palmadita en la mano.


—Podría ser una hora, dos o incluso tres. Es difícil saberlo. Los bebés siguen su propio ritmo. Pero no se preocupe. Su esposa lo está haciendo bien. Muy bien. Y su hijo o hija estará aquí antes de que se dé cuenta.


Las palabras causaron tal anhelo a Pedro que no se molestó en corregirla. Él deseaba lo que la enfermera creía que ya tenía. Quería a Paula como esposa. Quería que su hijo fuera el suyo.


Se prometió que así sería, antes o después.


Serían una familia.


No estaba medio enamorado de ella. Estaba enamorado del todo, sin haber tenido siquiera una cita formal con ella. Sin haber hecho más que darle la mano, acariciarle la espalda y besar sus labios. Era muy distinto de cómo había sido con Helena, pero aun así se tomaría su tiempo.


Paula necesitaba acostumbrarse a su maternidad y seguía estando el tema de su marido. Ella había sido herida y maltratada emocionalmente por Lucas y por sus padres. Ya había avanzado mucho, pero él quería que todas sus heridas cicatrizaran, igual que lo habían hecho las de él en gran medida gracias a Paula.


Entretanto, él tenía que hacer planes para su futuro.