jueves, 9 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 9





El sol estaba empezando a ponerse, tiñendo el cielo de tonalidades rosadas y naranjas. 


Rápidamente, el aire se tomó frío, anunciando así el otoño que no tardaría en llegar. Una ligera bruma surgió de la laguna. Entonces, Pedro agarró la mano de Paula. Al sentir el tacto de su piel, ella se echó a temblar de un modo que no tenía nada que ver con la fresca noche.


Él se detuvo sobre un puente que había entre la piazzeta y el canal.


—¿Tienes frío?


Ella asintió. ¿Cómo podía decirle la verdad? ¿Cómo podía decirle que había sido el tacto de su piel lo que le había provocado aquel escalofrío?


—Toma entonces —le dijo.


A sus espaldas, Paula vio las hermosas cúpulas bizantinas de la basílica de San Marcos. La puesta de sol le acariciaba el hermoso rostro y se lo teñía de un ligero color rojizo.


La envolvió con la gabardina que había llevado hasta entonces colgado del brazo. Pedro era tan guapo… Mientras se abrochaba el cinturón, no pudo evitar mirarlo, casi con la boca abierta.


Entonces, un grupo de hombres pasó a su lado. 


Paula oyó un ligero silbido. Se miró y se sonrojó. La gabardina le tapaba justamente el vestido, por lo que daba la impresión de que no llevaba nada debajo.


—Tal vez deberíamos tomar un taxi.


—El restaurante está muy cerca. Al otro lado de la plaza. Vamos —le dijo.


Resultaba increíblemente romántico ver cómo el sol se ponía sobre el Gran Canal, aunque seguían incomodándole las miradas de los hombres que la perseguían desde todas partes. Pedro era consciente de ello. La sujetaba con fuerza, mirando con desafío a los demás hombres.


Era como un león dispuesto a luchar, a matar, para proteger a su hembra.


Paula se sintió una vez más muy vulnerable, como una gacela a la que un león estaba a punto de devorar. ¿Qué importaba de qué león se tratara? Miró a Pedro.


Había algo en él que la asustaba de un modo que no podía comprender. Se decía una y otra vez que era porque no lo recordaba. Si lo hiciera, no le tendría miedo… ¿O sí?


A sus espaldas, vio que una figura los seguía a una discreta distancia.


—Nos está siguiendo alguien —dijo, algo nerviosa.


—Es Kefalas —replicó Pedro tras comprobar de quién se trataba—. Sólo se acercará a nosotros si es necesario…


—Pero…


—Lo necesitamos. Aunque sólo sea para protegerte de todos tus admiradores italianos.


—Te aseguro que no me gusta su atención. No quiero que me miren.


Sabía que Pedro no la creía por completo. En ese momento, decidió que tendría que cambiar su guardarropa.


Entraron por fin en un pequeño hotel, cuyo restaurante daba al Gran Canal.


Estaba a rebosar, pero les acompañaron inmediatamente a la mejor mesa. Allí, compartieron una deliciosa cena de risotto de marisco y tagliolini con scampi. La cena en sí resultó una experiencia muy sensual. Mientras terminaba el risotto, sintió que él la estaba observando. Sin poder evitarlo, se echó de nuevo a temblar. Entonces, incapaz de soportar la intensidad de su mirada, apartó los ojos. A través de la laguna, vio una hermosa iglesia cuyas blancas cúpulas estaban bellamente iluminadas.


—Es Santa María della Salute —dijo él—. La última vez te gustó mucho.


—¿La última vez?


—¿No te acuerdas de este restaurante?


—No.


—Estuvimos aquí en nuestra primera cita.


El camarero les llevó el postre, un delicioso tiramisú, pero Paula no pudo probarlo. Respiró profundamente y lo miró a los ojos.


Entonces, él le cubrió la mano con la suya por encima de la mesa.


—Me alegro mucho de haberte encontrado —murmuró, haciéndola temblar—. Me alegro de que estés aquí ahora.


Pedro se mostraba tan amable con ella… Paula no lo entendía. Se cubrió el rostro con una mano.


—Debes de odiarme —dijo en voz baja.


Pedro se puso tenso de repente.


—¿Por qué dices eso?


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


—¡Por qué no me acuerdo de ti! Eres mi amante, el padre de mi hijo y te estás portando muy bien conmigo. Estás esforzándote mucho por ayudarme a recordar, pero no sirve de nada porque mi cerebro se niega a funcionar.


Las lágrimas comenzaron a caérsele por las mejillas. Consciente de que estaba llamando la atención de todos los presentes, en aquella ocasión también de las mujeres, se levantó de la silla y salió corriendo al exterior.


Pedro la alcanzó unos minutos después. Llevaba la gabardina de Paula en las manos.


—Tranquila —susurró. Entonces, volvió a besarla en la sien—. No pasa nada…


—Claro que pasa —replicó ella—. ¿Cómo puedo estar contigo y no acordarme de nada?


—Tienes que calmarte. Esto no puede ser bueno para el bebé… Creo que te estoy presionando demasiado.


—Eso no es cierto. Te has mostrado cariñoso y maravilloso conmigo —dijo ella mientras se secaba las lágrimas—. Es todo culpa mía. Sólo mía. El doctor Bartlett dijo que no había daño físico alguno que me impida recordar. Entonces, ¿a qué se debe esto? ¿Qué es lo que me ocurre?


—No lo sé.


—Tal vez debería regresar a Londres. Ver a ese especialista…


—No. No necesitas médicos. Sólo necesitas tiempo. Tiempo y cuidados. Y a mí. Yo recuerdo lo suficiente por los dos. Cásate conmigo, Paula. Hazme feliz.


Al escuchar esas palabras, Paula sintió como si todo su cuerpo ardiera consumido por un abrasador fuego. Era muy tarde y la noche era mágica. Los turistas caminaban por la calle envueltos en bruma, provocando el efecto de que estaban completamente solos…


Pedro iba a besarla… Paula quería que él la besara. Ansiaba que lo hiciera.


Él lentamente bajó la cabeza. Paula sintió que todo su cuerpo vibraba de anhelo, de deseo…


Sin embargo, cuando cerró los ojos y esperó sentir el beso sobre los labios, se encontró de repente a más de un metro de distancia de él.


—¿Qué es lo que pasa, Paula? —le preguntó él en voz baja—. ¿Por qué te has alejado de mí?


—No lo sé, quería besarte, pero, por alguna razón… tengo miedo.


—Y tienes motivos para tenerlo —replicó él, sonriendo.


—¿Qué es lo que quieres decir?


—El fuego que hay entre nosotros podría consumirnos —dijo. Lentamente, le besó todos los nudillos de las manos—. Cuando yo empezara a besarte, no podría parar… Vamos. Es tarde. Vamos a la cama.


¿A la cama?



UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 8





Paula levantó el rostro hacia el brillante sol que entraba por las ventanas del barco y se reclinó contra el poderoso cuerpo de Pedro.


Entonces, él le sonrió. Aquel gesto le producía toda clase de extrañas sensaciones y le aceleraba los latidos del corazón. Sus días de oscuridad y soledad en el lluvioso Londres parecían no ser más que un distante sueño. 


Estaba en Italia con Pedro. Embarazada de él. 


Se colocó la mano sobre el vientre.


El barco se detuvo en el muelle de un palazzo del siglo XV y ella levantó el rostro para observar la increíble belleza gótica de la fachada.


—¿Es aquí adónde íbamos?


—Sí. Es nuestro hotel.


Paula tragó saliva mientras descendía del taxi. No dejaba de imaginarse lo que sería compartir la cama con aquel hombre. Sólo por pensarlo, se tropezó en el muelle.


—Ten cuidado —dijo Pedro mientras la agarraba del brazo.


Permanecieron en el muelle hasta que Kefalas pagó al taxista y comenzó a ocuparse del equipaje. Durante ese tiempo, Eve no pudo dejar de admirar a Pedro.


Era tan alto, tan fuerte, tan guapo… Cuando él la estrechó de nuevo entre sus brazos, se preguntó si iba a volver a besarla. El pensamiento la asustó de tal manera, que se
apartó de él con un gesto nervioso.


—Tendremos habitaciones separadas, ¿verdad? —susurró ella. Pedro soltó una sonora carcajada y sacudió la cabeza—. Pero…


—No tengo intención alguna de perderte de vista —le dijo mientras le apartaba un mechón de cabello del rostro y le daba un beso en la sien—. Ni de dejar de abrazarte…


Entonces, le agarró la mano y la llevó al interior del palaciego hotel.


En su interior, Paula comenzó a darse cuenta de que las cabezas de todos los hombres se volvían para mirarla. ¿Por qué lo hacían? A su paso, no dejaban de murmurar entre ellos e incluso uno, que formaba parte de un grupo de jóvenes italianos, hizo ademán de acercarse a ella. Uno de sus amigos se lo impidió y le indicó discretamente la presencia de Pedro.


Paula se sintió muy vulnerable y se sonrojó. 


Respiró aliviada cuando por fin Pedro la condujo al ascensor. De repente, comprendió por qué la estaban mirando.


Era su vestido. El minúsculo vestido rojo que había sacado del armario de su casa de Buckinghamshire. Le había parecido lo más sencillo comparado con el resto de su guardarropa. Había esperado que terminaría por acostumbrarse a la que era su ropa, pero se había equivocado. Efectivamente, el ceñido y escotado vestido y los zapatos de tacón de aguja eran como un imán para las miradas de los hombres.


Decidió que no sólo resultaba llamativa, sino que más bien parecía una prostituta a la que se le pagaba por sus servicios.


Cuando por fin llegaron a la suite del ático y la puerta se cerró, Paula lanzó un enorme suspiro de alivio. Gracias a Dios, por fin estaba a solas con Pedro.


Entonces, se dio cuenta…


Estaba a solas con Pedro.


Miró a su alrededor con cierto nerviosismo. La suite era muy lujosa.


El techo abovedado estaba cubierto de frescos. Una araña de cristal colgaba del techo. La chimenea de mármol… las hermosas vistas del canal desde la terraza…


Todo era maravilloso, pero sólo había una cama.


—¿Salimos a cenar? —ronroneó Pedro a sus espaldas. Paula se sonrojó y se dio la vuelta para mirarlo, esperando que él no fuera capaz de leer el pensamiento.


—¿Cenar? ¿Fuera? En realidad no me apetece salir esta noche —dijo, pensando en las miradas lascivas de los hombres que tendría que soportar.


—Perfecto —dijo él con sensualidad—. Nos quedamos.


Dio un paso hacia ella. Paula reaccionó dándose la vuelta y dirigiéndose a la ventana para contemplar la laguna. Se veían hoteles, barcos, góndolas y hermosos edificios por todas partes. Entonces, sintió que él le tocaba suavemente el hombro.


—¿Es éste el mismo hotel en el que nos alojamos antes? —le preguntó—. ¿Cuando nos conocimos?


—Yo me alojé aquí solo. Te negaste a subir a mi suite.


—¿Sí? —preguntó ella dándose la vuelta.


—Traté de hacerte cambiar de opinión… Pero tú te resististe —susurró, acariciándole suavemente la mejilla.


—¿Sí? ¿Cómo?


Pedro sonrió. Deslizó los dedos desde la mejilla suavemente hacia los labios. La tocó allí tan suavemente, que Paula tuvo que acercarse un poco más a él para incrementar la sensación. 


Entonces, él le acarició una vez más el labio inferior y se inclinó para susurrarle al oído:
—Me hiciste perseguirte, mucho más de lo que he perseguido nunca a ninguna mujer. Ninguna mujer ha sido, ni será nunca, comparable a ti.


Cuando se apartó de ella. Paula sintió que los latidos del corazón y la respiración se le habían acelerado. Pedro la miró como si supiera la confusión que había creado en ella.


—Bueno, ¿quieres que salgamos? ¿O prefieres que nos quedemos? —preguntó él, mirando la cama.


—He cambiado de opinión —dijo ella—. ¡Salgamos! —exclamó, tratando de ocultar su nerviosismo.


—Entonces, veo que, después de todo, tienes hambre.


Paula vio cómo sacaba la gabardina de ella del armario y se la daba.


Entonces, volvió a agarrarla por la cintura para conducirla a la salida.


La piel de ella volvió a vibrar.


Paula estuvo a punto de suspirar de alivio al ver que se marchaban de la fastuosa suite, con su enorme cama. Lo que Paula no sabía era que iba a ser el típico caso de escapar de un peligro exponiéndose a otro mayor.



UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 7




El sol se reflejaba en las aguas del canal. 


Tomaron un motoscafo, un taxi acuático privado, desde el aeropuerto Marco Polo. Aquel día de septiembre era cálido y soleado. Cruzaron la laguna y pasaron por delante de la piazza San Marcos y el puente de los Suspiros mientras iban de camino a su hotel.


Venecia. Pedro Jamás habría esperado regresar allí. Sin embargo, decidió que debía adaptarse al juego. Haría lo que fuera, sería todo lo romántico que tuviera que ser para conseguir que Paula se casara con él antes de que recuperara la memoria.


La observó mientras cruzaban las aguas del canal. Los ojos le brillaban con sorpresa. 


Observaba la ciudad con un profundo asombro, del mismo modo en el que todos los hombres que la veían la miraban a ella.


El conductor del taxi no podía evitar mirarla constantemente por el retrovisor.


Kefalas, el guardaespaldas de Pedro, estaba sentado detrás de ellos y, de vez en cuando, miraba a Paula algo más de lo que era estrictamente necesario.


Paula se había cambiado de ropa y se había duchado durante el vuelo que los condujo allí en su avión privado. El cabello oscuro le caía por encima de los hombros desnudos, rozando unos pezones que Pedro se podía imaginar fácilmente bajo el vestido de punto de color rojo. El escote del vestido mostraba claramente la parte superior de los pechos.


Además, la prenda apenas le cubría los muslos. 


Se había pintado los labios de un rojo oscuro que iba a juego con el del vestido. Tenía las piernas esbeltas y perfectas, que terminaban el afilado tacón de aguja de las sandalias que llevaba puestas.


Pedro no podía culpar a nadie por mirarla, aunque le habría gustado matarlos por hacerlo. Resultaba extraño que antes no hubiera sentido celos de que otros hombres miraran a Paula. 


Había dado por sentado que el resto de los hombres siempre quería lo que él. Pedro, poseía. ¿Por qué había cambiado eso? ¿Por qué Paula llevaba a su hijo en las entrañas?
¿Por qué tenía intención de hacerla su esposa?


Por supuesto, Paula sería su esposa tan sólo en apariencia. Para proteger a su hijo, no porque sintiera algo por ella. Sólo sentía odio hacia ella y, tenía que admitir, que deseo.


Miró al conductor con tanta dureza, que el joven se sonrojó y apartó la mirada.


Entonces, estrechó a Paula contra su cuerpo. Ella sonrió.


—Esto es muy bonito. Gracias por traerme aquí, aunque estoy segura de que te ha resultado muy inconveniente…


—Nada me resulta inconveniente si te da placer a ti —dijo él.


Entonces, le tomó la mano y se la llevó a los labios.


—Eres muy bueno conmigo —susurró Paula.


Estaba visiblemente afectada por el modo como él la había besado.


El hecho de que ella se mostrara como una jovencita inocente turbó a Pedro aún más. La femme fátale que él había conocido parecía haber desaparecido con sus recuerdos. Ataviada de aquella manera parecía aún la misma arrogante, cruel y fascinante criatura que había sido hacía unos meses, pero había cambiado completamente. Una vez más, se mostraba de nuevo como una virgen.


Ya no lo era. Pedro recordó el modo en el que habían concebido a aquel bebé y sintió que todo el cuerpo le ardía de deseo. Le miró el hermoso rostro y vio que las pupilas de ella se dilataban. 


Él recordó sin poder evitarlo todas aquellas semanas en Atenas cuando habían estado desnudos el uno junto al otro, cuando había creído que, bajo aquella hermosa y superficial apariencia, existía algo que merecería la pena poseer.


Había seguido siendo de la misma opinión hasta el día en el que la vio desayunando con su rival, dándole fríamente pruebas que le ayudarían a destruir su empresa.


«Recuerda ese momento. Recuerda cómo te traicionó y por qué». Le agarró con fuerza los hombros y recordó los días y las noches que pasaron juntos en junio.


Acostarse con ella se había convertido en una adicción para él. Se había entregado a ella como jamás lo había hecho hasta entonces y como, sin duda, jamás volvería a hacerlo.


Se había considerado un hombre cruel. Fuerte. 


Sin embargo, Paula lo había superado de tal modo que no se había dado cuenta de lo que ella le estaba preparando. Por eso, la odiaba con todo su corazón. A pesar de todo, seguía deseándola. La deseaba con una pasión que lo consumía de tal modo que podría terminar destruyéndolo. Decidió que no cedería a la tentación. Aunque las semanas que había pasado con ella habían supuesto la experiencia más erótica de su vida, jamás volvería a poseerla. Si la besaba, podría estar encendiendo una llama que no podría controlar.


Observó a Paula. Ella parecía estar completamente asombrada por la relación que
había entre ambos.


No lo comprendía. Al contrario de la Paula que había conocido, la que ocultaba tan bien sus sentimientos, la que tenía frente a él no escondía lo que sentía. Sus sentimientos se reflejaban claramente en su rostro angelical.


«Bien», se dijo. Era el arma perfecta para poder utilizarla contra ella. La convencería para que se casara con él. La cortejaría. La tomaría como esposa aquel mismo día. Haría todo lo que fuera necesario para que así fuera.


Excepto una cosa.


No volvería a llevársela a la cama. Nunca.