miércoles, 1 de agosto de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 17




El lunes era el día libre del programa y, como hasta ese momento todo marchaba perfectamente, Paula envió a todo el equipo a descansar. Tenía intención de hablar con Georgina y recorrer Austin en busca de futuras historias para los guiones.


Sabía que debía comentarle a Pedro los planes que tenía para ese día, pero no sabía cómo comportarse con él. Después del beso a la luz de la luna de la noche anterior, se reincorporaron a la fiesta para cenar, y luego hicieron un refrito con todas las escenas grabadas del Castillo Camelot mientras volvían al motel. Como despedida, Pedro se había limitado a acompañarla hasta la puerta de la habitación y a desearle buenas noches.


Paula medio había esperado que Pedro la llamara después, por lo que se sintió decepcionada cuando no lo hizo. De todas formas, era demasiado tarde. ¿Y ahora qué? ¿Interpretaría Pedro aquel beso como el preludio de una relación sentimental, o simplemente como un agradable episodio a la luz de la luna? El hecho de que fueran compañeros de trabajo lo complicaba todo.


Paula permaneció delante del espejo del cuarto de baño ensayando varios intentos de dirigirse a Pedro, sin quedar convencida con ninguno. La ayudaría saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos. ¿Qué opinión le merecía a ella el beso que le había dado Pedro? Había sido fabulosamente mágico. ¿Quién habría pensado que sería capaz de besar así?


Todo en aquel beso había sido perfecto: tal y como habría debido de besarla el hombre al que amara. Pero ella no amaba a Pedro y él no la amaba a ella. No era posible. Simplemente eran dos personas que habían coincidido cuando seguían distintos rumbos en sus vidas.


Volvió a ensayar la manera en que lo saludaría, y fracasó miserablemente. «¡Deja de obsesionarte!», se ordenó, aspirando profundamente varias veces seguidas. Estaba exagerando las cosas.


—De acuerdo —musitó mientras atravesaba la habitación—. Me dedicaré a revisar la petición de matrimonio de Wichita Falls y le daré un toque a Pedro cuando salga. Si él se ofrece a explorar Austin conmigo, pues estupendo. Y si dice que tiene trabajo que hacer, pues estupendo también.


Paula marcó el número de teléfono de la mujer de la tercera petición de matrimonio.


—¿Rita? —sonrió—. Soy Paula Chaves, de Hartson Flowers.


—Oh, gracias por llamar. Lo siento tanto...


La sonrisa de Paula se esfumó mientras escuchaba a la única mujer que se había ofrecido a declararse a su novio. El día anterior Rita le había dejado un mensaje en la oficina, y nadie se lo había transmitido.


—¡El sábado fue mi cumpleaños y mi novio se me declaró! —le explicó Rita.


Después de escuchar la historia completa, Paula la felicitó efusivamente y colgó el teléfono. Ahora sí que tenía algo que tratar realmente con Pedro. Le habría gustado que fuera otra cosa, pero...


Después de recoger los archivos con los nombres de los otros candidatos, salió de la habitación, trotó por el pasillo y llamó a la puerta de Pedro.


—Adelante.


Pedro estaba hablando por teléfono. Al verla, le indicó con la mano que esperara; luego siguió escuchando y garabateando unas notas hasta que colgó.


—¿Te has enterado de lo de Wichita Falls?


—Sí —asintió Paula—. La he llamado esta mañana.


—Supongo que esto acaba con nuestro día libre, aunque de todas formas pretendía dedicarlo a trabajar —esbozando una mueca, dejó caer el bolígrafo sobre el escritorio.


Para Paula, aquellas palabras pronunciadas con tono seco indicaban que el beso de la noche anterior había significado muy poco para él. Se sintió terriblemente decepcionada. ¿Pero era su orgullo lo que le dolía, o se resentía de algo más profundo? Fuera lo que fuera, no quería que Pedro sospechase nada.


—Sí, yo había planeado recorrer Austin buscando ideas, ya que es uno de nuestros mercados más potentes. Bueno, son cosas que pasan —se dijo que su tono sonaba muy profesional. Estaba muy orgullosa de sí misma. Abrió su portafolios—. Aquí están los tres candidatos...




¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 16





El sol del ocaso hacía brillar las torretas del restaurante Castillo Camelot. A lo lejos, el lago Travis relucía bajo un cielo azul limpio de nubes. 


Pedro y su equipo esperaban en el puente levadizo, de espaldas a toda aquella belleza.


¿Cómo podía alguien permanecer indiferente ante una vista semejante?, se preguntaba Paula. ¿Acaso no había ni una sola pizca de romanticismo en el alma de Pedro? Le había dicho que su padre era músico; por fuerza tenía que haber habido algo de romanticismo en su infancia. Después de su discusión del día anterior, pensaba que había llegado a comprender mejor a Pedro. No estaba de acuerdo con sus ideas acerca de la vida, pero al menos comprendía por qué los dos habían discutido tanto en el pasado.


Paula se sentía intrigada, desconcertada y desafiada: todo a la vez. Pedro necesitaba romanticismo en su vida. Y ella podría hacer algo acerca de ello. Pero primero tenían que rodar las secuencias del Castillo Camelot. A pesar de sus sospechas, Paula tenía que admitir que Whitey había planeado una petición de matrimonio absolutamente épica. Tomó su radiotransmisor y apretó el botón de comunicación.


— ¿Pedro?


—¿Sí?


Desde su puesto dentro de la caravana, ella podía observarlo mientras hablaba.


—Ahora nos vamos a la gasolinera.


—De acuerdo.


Le hizo una seña con la mano. La luz del ocaso bañaba su figura, arrancando reflejos cobrizos a su cabello castaño oscuro. Paula suspiró. A pesar de sus distintos puntos de vista sobre la vida, cada día le resultaba más y más atractivo. 


Iba a tener que esforzarse por resistir aquel impulso, dado que los dos nunca iban a formar una pareja... Se estremeció simplemente de pensarlo. ¿Vivir una vida sin romanticismo? 


Jamás.


A unos dos kilómetros del restaurante, en la autopista, había una gasolinera donde el coche en el que iría Ambar, conducido por una de sus compañeras, se detendría por algún falso pretexto. Paula no estaba nada contenta con aquel plan, pero ¿cómo se suponía que Whitey iba a presentarse galopando en el colegio mayor, para luego fugarse con Ambar a lomos de un caballo?


Julian aparcó la caravana en la parte trasera de la gasolinera, donde un nervioso Whitey y dos amigos suyos esperaban junto a un remolque de transporte de caballos. Un hombre procedió entonces a sacar del camión un impresionante corcel blanco; era su propietario. Paula se quedó sin aliento.


—Fíjate en las cintas que lleva trenzadas en la crines y en el rabo —le comentó a Julian, admirada.


Julian se limitó a murmurar algo ininteligible, y Paula se preguntó si todos los hombres serían tan poco románticos. ¿Dónde encontraría ella a su alma gemela?


—Vamos a sacar imágenes de esto —se acercó a Whitey, que se estaba esforzando por ponerse el resto de la armadura.


—¡Esto pesa muchísimo!


—Dame tiempo para prepararme y podrás decir esto mismo delante de la cámara. Sujeta bien el yelmo en los brazos.


Paula se dedicó a apartar los cables del suelo mientras esperaba a que Julian preparara la cámara. Sólo estaban los dos, dado que el técnico de sonido se encontraba con Pedro. La petición de matrimonio tendría lugar en el interior del Castillo Camelot. Cuando Julian le hizo una seña, Paula levantó el micro.


—Mientras una desprevenida Ambar... —«eso espero», añadió para sí—... se dirige hacia aquí, Whitey y su caballo blanco se disponen a raptarla para fugarse con ella a Camelot —se volvió hacia Whitey—. Llevas días practicando, ¿no? —pensó que probablemente serían horas, pero ¿a quién le importaba?—. ¿Estás listo?


—Creo que sí.


Paula pensó que aquella respuesta tenía la misma emoción que un pescado seco.


—¿Qué es lo que se siente estando dentro de una armadura así?


—Bueno, es bastante pesada.


—Este caballo, Spun Sugar, ha sido enjaezado a la manera medieval, ¿verdad?


Una vez terminada la entrevista, todo lo que tuvieron que hacer fue esperar.


—Julian, ¿existe alguna manera de que los surtidores de gasolina no salgan en el cuadro? —le preguntó Paula.


—No si no queremos enfocar de frente al sol.


Ambos miraron con los ojos entrecerrados hacia el oeste, donde se estaba poniendo el sol.


—Ojalá Georgina estuviera aquí —murmuró Paula, aunque no sabía la opinión que le merecería a su amiga el trabajo que habían hecho Pedro y ella.


La noche anterior habían revisado concienzudamente todas su opciones. Aunque Paula no había podido encontrar una alternativa para el obligado escenario de la gasolinera, la lluvia de ideas que había hecho con Pedro no había sido tan dificultosa como había esperado.


 Y tampoco habían discutido, así que la experiencia había sido satisfactoria.


Ambar estaba tardando demasiado. Spun Sugar relinchaba inquieto, piafando. Paula miró su reloj.


—Whitey, ¿Ambar suele retrasarse tanto?
Whitey, ya vestido de pies a cabeza con la armadura, se había apoyado en el compresor de aire de la gasolinera.


—Sí. Nunca le gusta ser de las primeras en llegar a una fiesta.


Paula no pudo menos que deprimirse. En aquel instante, oyó la llamada del radiotransmisor de la caravana. Entró corriendo y descolgó el auricular.


—¿Paula?


—Sí, Pedro. ¿Qué sucede?


—Ambar acaba de llegar.


—¿Qué? —exclamó aterrada.


—Ha llegado sola, en su coche.


—¿Y nadie nos lo ha dicho? —la mente de Paula empezó a trabajar a toda velocidad. Había previsto que algo terminaría por salir mal. Lo había sentido.


—Dime lo que quieres que haga y lo haré.


La voz de Pedro sonaba tranquila y segura; emanaba confianza. Exactamente todo lo contrario de lo que Paula estaba sintiendo en aquel momento.


—Procura entretenerla hasta que yo llegue —respondió, y a continuación le hizo un gesto a Julio, que se acercó corriendo.


—Cuenta con ello.


Paula se dijo que no debía preocuparse. Pedro tenía mucha experiencia; ya se le ocurriría algo.


—Julian, recógelo todo. Whitey, monta en el caballo y vete al restaurante. Ambar ya está allí.


Musitando palabras muy poco propias de un enamorado, Whitey montó con esfuerzo en el impaciente corcel.


—No te olvides de la lanza —le gritó Paula antes de subir a la caravana.


Después de lo que les pareció una eternidad, Whitey partió al galope. Paula esperaba que pudiera ver algo con aquel yelmo. Al cabo de otra eternidad, Julian arrancó la caravana. Paula se había sentado en el suelo de la parte trasera, sujetando el equipamiento de la cámara y rezando para que no se rompiera nada a la velocidad que iban.


No había manera de que pudieran grabar la llegada de Whitey al restaurante. Todo dependía de Pedro; tendría que instruir convenientemente a su cámara y captar tanto la entrada de Whitey como la reacción de Ambar. Y tendría que alertar a todos los camareros y camareras vestidos a la usanza medieval para que formaran una fila a lo largo del puente levadizo, componiendo la escena deseada.


Paula cerró los ojos. El éxito de todos sus esfuerzos dependía ahora de Pedro.


—Quince segundos —le gritó Julian.


Paula se dispuso a saltar de la caravana. Julian viró bruscamente para entrar en el aparcamiento. Paula abrió la puerta antes de que se detuvieran por completo.


—¡Graba lo que puedas! —le gritó.


Whitey llegaba galopando en aquel momento. 


Nada más salir de la caravana, Paula descubrió que, de manera increíble, Pedro se las había arreglado para formar a las damiselas y caballeros en una fila a lo largo del puente levadizo.


—¡Graba eso! —volvió a ordenarle a Julian, que ya se había echado la cámara al hombro.


Desde donde se encontraban, en el aparcamiento del restaurante, el puente levadizo y la grupa del caballo eran todo lo que podían ver. Paula le había pedido a Julian que hiciera alguna toma desde allí, pero no pensaba que fueran a tener mucho éxito; el cámara negó con la cabeza, indicando que poco podía hacer.


Paula empezó a correr. Whitey se inclinó entonces para levantar a Ambar y montarla en su caballo. La joven llevaba un vestido color azul pálido con un borde plateado, que conjuntaba sospechosamente bien con los jaeces de la montura; a pesar de ello, ofrecía una apariencia tan hermosa que Paula no pudo menos que perdonarla. La multitud del puente levadizo prorrumpió en aclamaciones mientras la pareja galopaba hacia el castillo.


—¡Síguelos dentro! —gritó Paula mientras seguía corriendo—. Espero que Whitney recuerde que tiene que esperarnos antes de que la lleve a la sala de banquetes.


Pedro y su cámara ya iban muy por delante de ellos, y Paula no tuvo oportunidad de preguntarle si todo había salido bien.


Jadeando de cansancio, entró en el vestíbulo a tiempo de ver cómo Pedro grababa una fantástica toma de Whitey bajando a Ambar del caballo. 


Por señas, le indicó que Julian y ella se dirigirían a la sala de banquetes. Descender a aquella gran sala fue como remontarse a otra época. 


Cortinajes en colores plata, azul, y blanco, estandartes y gallardetes decoraban la habitación, caldeada por una enorme chimenea. 


Los invitados de honor, los padres de la pareja, ocupaban los altos asientos de la tarima. Paula estaba tan impresionada que casi se olvidó de atender a Julian.


—Voy a intentar captar sus rostros —le dijo Pedro, enfocando a los padres de los novios.


Un murmullo recorrió entonces la habitación; habían sido descubiertos. Paula sonrió, saludó a todo el mundo y se llevó un dedo a los labios, pidiéndoles discreción. Resonaron los clarines, y Whitey, del brazo de Ambar, entró en la sala. La llevó directamente hacia donde se encontraban sus padres.


—Señor, señora... —les hizo sendas reverencias—. Yo, Sir Gabriel Alfred Whitfield II, solicito su permiso para desposar a su hija, la hermosa Lady Ambar.


Ambar sonrió. «Al menos procura fingir sorpresa», gruñía para sí Paula. Por el rabillo del ojo vio a Pedro y a su ayudante preparando la cámara. Tan pronto como Pedro le indicara que estaban grabando, Paula le ordenaría a Julian que ajustara la toma y se concentrara a la pareja. En ese momento, el padre de Ambar declaró:
—Sir Gabriel Alfred Whitfield II, yo le otorgo ese permiso.


Whitey se quitó sus guanteletes, le tomó una mano a Ambar y, en medio de un horrible estrépito de chirridos y ruidos metálicos, clavó una rodilla en tierra.


—Ambar, mi amada dama, ¿quieres ser mi esposa?


El temblor que resultaba perceptible en su voz le dio a Paula alguna esperanza.


—Oh, Whitey, no puedo creer que hayas organizado todo esto... —rió entre dientes Ambar, mirando a su alrededor. A continuación se puso a saludar con la mano a sus compañeras según las iba reconociendo.


«Aquí se impone un corte», pensó Paula.


—¿Ambar? Perdona, pero esta armadura me está destrozando la rodilla —musitó Whitey


—Oh —rió de nuevo—. Claro, Sir Whitey, me casaré contigo.


Todo el mundo estalló en aclamaciones excepto Paula. Whitey se levantó trabajosamente y saludó a la concurrencia. Uno de sus compañeros de la universidad, vestido como un paje de corte, dio un paso hacia adelante sosteniendo un cojín sobre el que reposaba un anillo. Incluso desde donde se encontraba, Paula podía ver que más parecía un pedrusco que una piedra preciosa. Pensó entonces en los pequeños brillantes del modesto anillo de Lily Patterson, y en la expresión de adoración que vio en el rostro de Raúl cuando se lo ofreció. Por contraste, Whitey parecía engreídamente satisfecho.


—¡Oh, Whitey, oh, Whitey! —exclamó Ambar, extendiendo la mano y agitando los dedos.


El anillo estaba sujeto al cojín, con lo que a Whitey le costó bastante trabajo desengancharlo.


—¡Rápido! —lo urgió.


Paula miró a su alrededor y se encontró con la mirada de Pedro, que se inclinó para decirle algo a su cámara antes de reunirse con ella.


—¿Qué te ha parecido eso? —le preguntó él señalándole a Ambar, que no hacía más que contemplar el anillo; en cuestión de segundos, se había visto rodeada por sus curiosas compañeras.


—Sencillamente mezquino —Paula se apoyó contra el muro de piedra—. Ni una sola vez ha mirado a Whitey. No le ha abrazado, no le ha dado un beso, ni nada... Estamos ante una mujer que ya estaba comprometida y a la espera de su anillo...


—No todo el mundo reacciona de la misma forma.


Por toda respuesta, Paula se subió la manga de la chaqueta y le enseñó el antebrazo desnudo.


—¿Ves? No se me ha puesto la carne de gallina. Y tampoco se me han saltado las lágrimas.


—Sí —Pedro aspiró profundamente—. Me temo que todo ha sido un fiasco. Tenías razón.


—No te preocupes. Y gracias de todas maneras. Me sacaste de un buen apuro —le tocó un brazo.


—Sólo estaba haciendo mi trabajo.


Pero no era solamente su trabajo. Pedro había hecho mucho más que eso y Paula no podía menos que reconocérselo.


—Me alegro de haber contado contigo en sustitución de Georgina. Todavía no te he dicho lo mucho que valoro y aprecio tu ayuda.


Pedro la miró fijamente, sonriendo.


—Gracias.


«Este hombre no ha recibido muchos cumplidos en su vida»; Paula no sabía por qué se le había ocurrido aquella idea, pero estaba segura de que era verdad. Pensó en lo convencida que había estado de que Pedro captaría bien la escena. Era un hombre digno de confianza, discreto y muy eficiente en todo lo que hacía.


—Esto... —Pedro señaló la escena que seguía desarrollándose ante ellos—... terminará por salir bien. Y te diré por qué: conseguiremos que se besen y ensamblaremos las imágenes.


—Eso sería como mentir...


—Eso sería hacer mejor televisión.


—¿Te fijaste en la manera en que su vestido conjuntaba con la decoración? —inquirió Paula mientras saludaba con la cabeza a los padres de la pareja.


—Prefiero creer que Ambar se había comprado ya el vestido y que sus amigas eligieron secretamente la decoración más adecuada —repuso .


—Y yo que pensaba que no eras un romántico... —se burló Paula.


—Y yo que pensaba que tú lo eras —contraatacó él.


Los clarines resonaron de nuevo y los camareros y camareras empezaron a servir la comida medieval que tan famoso había hecho al restaurante.


—Vamos —le dijo Pedro—. Vamos fuera, que hay menos ruido.


El sol ya se había ocultado y hacía frío.


—¡Mira la luna! —exclamó Paula; estaba casi llena, y se reflejaba en el lago como en un espejo—. Déjame que le pida a Julian que...


—Espera —Pedro la sujetó de un brazo—. Disfrutemos antes de esta tranquilidad —se volvió para apoyarse en la barandilla del puente levadizo; hasta ellos llegaba el leve rumor de las risas y cantos procedentes de la sala del banquete.


—Buena idea.


La enorme luna parecía haber trazado un sendero de plata en la superficie del lago. Al otro lado, la sombra del castillo se cernía sobre el agua y el cantil.


Paula se estremeció, y sin preguntarle si tenía frío,Pedro simplemente se abrió la cazadora y la atrajo hacia su pecho, envolviéndola en ella. La joven se acurrucó contra él, agradecida.


Aquel gesto de compartir su cazadora con ella parecía tan normal que Paula procuró no interpretarlo de ninguna forma.


Pero, de alguna manera, estar así de cerca, bañados por la luz de la luna, se le antojaba algo especialmente íntimo. Se preguntó si Pedro sentiría lo mismo. Con el rumor de su firme respiración en los oídos, se vio obligada a reconocer que sus sentimientos hacia él habían experimentado un profundo cambio... y que aún seguían cambiando. No estaba muy segura de que eso fuera prudente, ni adecuado. Los dos tenían puntos de vista muy distintos acerca de la vida, diferencias que parecían irreconciliables. 


Pero, en aquel preciso momento, Paula estaba disfrutando enormemente.


—Esto sí que es romántico —susurró—. Y no cuesta nada —volvió la cabeza para sonreírle, y se encontró con la mirada de sus ojos oscuros.


La inesperada intensidad de aquella mirada la cautivó de inmediato. Y a la vez empezó a ser consciente de la tensión de sus brazos y de la escasa distancia que separaba sus labios de los suyos. Ninguno de los dos se movió. Paula podía ver cómo sus pensamientos se reflejaban en el rostro de Pedro. Ambos eran conscientes de que su relación cambiaría para siempre si salvaban la distancia que mediaba entre ellos. 


Cada uno parecía sopesar las consecuencias mientras intentaba discernir los sentimientos del otro.


—Paula ... —pronunció Pedro en voz baja—... voy a besarte a no ser que tú me detengas ahora.


—Jamás se me ocurriría detenerte —susurró ella. Paula sabía que nunca olvidaría la expresión infinitamente tierna con que la miró Pedro antes de besarla.


En lugar de reclamar apresurado lo que ella le había otorgado con tanta disposición, la hizo volverse entre sus brazos para quedar frente a frente. Deslizó una mano por su nuca, enterrando lentamente los dedos en su melena rubia, explorando su suave textura; mientras tanto, sus ojos recorrieron su rostro como si quisieran memorizar cada uno de sus rasgos.


Paula sintió un cosquilleo de anticipación en los labios. El pulso le latía a toda velocidad. Pedro le estaba hablando con los ojos; unos ojos que, pese a que en un principio le habían parecido inexpresivos, eran un auténtico caleidoscopio de emoción. La curiosidad, la expectación, el placer, la duda y la resolución...Paula percibía todos aquellos sentimientos con tanta claridad como si los hubiera expresado en voz alta.


Sintió entonces la leve presión de sus dedos en la nuca mientras la acercaba cada vez más hacia sí... hasta que sus labios se fundieron. 


Anticipar el contacto de su boca era una cosa, pero sentirla era otra muy diferente.


Ante el contacto de sus labios, se quedó sin aliento. No pudo evitarlo. Era como si cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo se hubiera concentrado en su boca. Pedro profundizó el beso. A Paula empezaron a temblarle las rodillas y tuvo que aferrarse a él para no caer.


Cuando al fin Pedro terminó de besarla, le acarició la frente con los labios mientras la estrechaba contra su pecho.


—Nunca volveré a mirar la luna sin acordarme de ti —murmuró, besándola en la sien.


Acurrucada entre sus brazos, Paula sonrió. En realidad, Pedro era tan romántico como ella misma; simplemente no había sido consciente de ello.