martes, 22 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 17

 


Unos minutos después, que parecieron horas, supo que él aún estaba despierto. Sentía la electricidad entre ellos. Decidió contar ovejas, pensar en algo bonito, cerrar los ojos y relajar conscientemente los músculos.


Falló.


–¿Pedro?


–¿Sí…?


–¿Estás despierto?


–Es evidente que sí.


–¿Les dijiste a tus padres que te habías casado? –ella sonrió y se tumbó de lado frente a él.


–¡Cielos, no! –él soltó una carcajada.


–¿Por qué no?


–Bueno, para empezar, me abandonaste antes de que pudiera hacerlo. Y por otro lado, ellos ya acumulan suficientes matrimonios fracasados como para que yo añadiera uno más al lote.


–¿Tus padres están divorciados?


–Tres veces cada uno. Mamá va por su cuarto matrimonio y papá no tardará en alcanzarla.


–¡Bromeas! –Paula desearía poder ver su rostro.


–¿Crees que me inventaría algo así?


–¿Cuándo se divorciaron entre ellos? –aquélla debía haber sido toda una experiencia.


–¿De verdad quieres saberlo? –él suspiró.


–Sí.


–Se separaron cuando yo tenía doce años. Mamá se volvió a casar ese mismo año y papá al año siguiente. Un año más tarde, ambos se divorciaron de nuevo. Para serte sincero, a partir de ese momento empecé a perder la cuenta.


–¿Y qué pasó contigo?


–¿A qué te refieres? –contestó Pedro a la defensiva.


–¿Con quién te fuiste a vivir?


–Repartía mi tiempo entre los dos.


Paula hizo una mueca. Ella al menos había tenido cierta estabilidad.


–¿Qué tal eran tus padrastros?


–Depende de cuál.


–¿Tuviste hermanastros?

 

–Ocasionalmente. Durante cierto tiempo –el tono indicaba el final de la conversación.


–¿No tienes hermanos? –ella hizo caso omiso. Dado lo poco explícito que se mostraba, debía haber sido muy duro para él.


–No.


Desde luego el tema de conversación había acabado y como para reforzar su intención, Pedro se apresuró a hacer él las preguntas.


–¿Y tú qué? ¿Cómo se lo tomaron tus tíos?


–No llegué a decírselo –contestó ella con la mente aún centrada en las revelaciones de Pedro.


–¿En serio? –exclamó él–. ¿Cuándo fue la última vez que los viste?


–Pues no sé. Hace más de un año.


–¿Hace más de un año? ¿Antes de lo nuestro?


–Sí –ella se encogió de hombros–. No estamos muy unidos.


–Es evidente –aún en la oscuridad se notó que fruncía el ceño–. Lo pasaste mal, ¿verdad?


–No tanto, Pedro –de modo que pensaba que a ella le había ido peor que a él–. Tenía mis necesidades cubiertas, pero no encajaba allí –no había sido desatendida físicamente, pero sí emocionalmente–. Yo no era lo que ellos querían y no conseguía serlo –lo había intentado durante mucho tiempo, pero ellos no la habían deseado ni amado–. No fue culpa suya. Ellos no pidieron cargar conmigo.


–Eres demasiado generosa. Deberían haber deseado tenerte con ellos. Deberían haberte amado –dijo él–. También fuiste demasiado generosa conmigo.


¿Por qué? ¿Por haber querido entregarle su corazón? ¿Por creer en la felicidad eterna? Al menos por fin comprendía un poco mejor la actitud que había mantenido con ella.


–Siento haberte hecho daño –insistió él.


–No fue todo culpa tuya –Paula sonrió y sacudió la cabeza. Aquello, en parte, había sido imposible de prever–. Yo acepté. De no haber sido tan estúpida no hubiera sucedido nada.


Había deseado tan desesperadamente creer que alguien podía amarla, que alguien podía enamorarse perdidamente de ella… Qué ingenua.


–Fuiste como un pirata, arrasando con todo y llevándote lo que querías a tu paso.


–Sí, pero he aprendido la lección.


Desde luego en esos momentos no estaba intentando conseguir lo que deseaba. Y aunque una parte de ella quería que lo hiciera, el resto lo respetaba por no hacerlo.


–¿Por eso te dedicas a casos de divorcios? –Paula siguió reflexionando sobre lo que le había contado–. ¿Por tus padres?


–En parte. Siempre quise ser abogado y la resolución de disputas me pareció una salida natural dada la práctica que tenía.


¿Práctica en resolución de disputas? Debió haber sido un ambiente muy desagradable.


–La gente necesita que alguien les salve de sí mismos –él suspiró.


–Te refieres a gente como nosotros… –Paula rió antes de sentir que algo aterrizaba sobre su rostro–. ¡Ay!


–Basta de charlas. Ahora a dormir.


Lo que le había golpeado era la camiseta de Pedro y ella la colocó bajo su cabeza junto al jersey mientras se decía que la felicidad que sentía era por la comodidad de la almohada, no por el mareo que le provocaban las deliciosas feromonas.



SIN TU AMOR: CAPITULO 16

 


Hacía muchísimo calor, el sol había despertado a plena potencia y a Pedro no le ayudaba estar sentado en el asiento próximo al pasillo viendo las bronceadas piernas de Paula. El trayecto durante la noche casi había supuesto su muerte. Si bien había disfrutado de la conversación, deseó que hubieran estado a solas, o que al menos lo estuvieran en ese momento. De ser así le daría un tirón a ese fino tobillo y la atraería hacia sí para besarla, como había soñado hacer desde hacía días. Mientras la había observado descansar sobre el montón de tiendas había fantaseado con el colchón que improvisaría si estuvieran solos. La frustración lo volvía loco. Después de ella no había habido ninguna más y en esos momentos estaba completamente seguro de que no deseaba a ninguna otra. Sin embargo, sería una enorme estupidez. Ya habían enfangado sus vidas con lo que habían hecho la última vez que habían cedido a la tentación. Deseaban cosas distintas: ella la felicidad eterna y el compromiso, y él simplemente divertirse. Pero sólo quería divertirse con ella.


Dar es Salaam apareció antes sus ojos. Al fin. Grande y bulliciosa. ¿Cuándo demonios llegaría el barco que les llevaría a Zanzíbar? Pedro estaba harto del recorrido turístico. Claro que podía bajarse de la camioneta, despedirse de los demás y seguir su camino, pero disfrutaba demasiado de la compañía de Paula como para marcharse. Además, albergaba una pequeña esperanza. Había visto esa luz en sus ojos. No podía marcharse.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin Paula pudo desembarcar en la isla de Zanzíbar. Necesitaba descansar. La falta de sueño de la noche anterior empezaba a enturbiarle la razón y estaba pensando cosas que no debía pensar.


Cosas tentadoras. Cosas malas.


En el instante mismo en que él le había pedido que se mantuviera alejado, ella había sentido el deseo de hacer justo lo contrario. De modo que se subió al Jeep y dejó un hueco para que pudiera sentarse a su lado camino de una de las playas en un extremo de la isla.


Había cuatro bandas, o chozas, dispuestas en fila y otras cuatro detrás de las primeras. El resto del complejo turístico consistía en un bar restaurante al aire libre y unos lavabos sin techo. Todo de lo más básico. Pero increíblemente hermoso.


Entró en la choza que les habían asignado. La estructura era en forma de «A», de madera y hojas de palma, y el único mobiliario consistía en cuatro camastros de aspecto incómodo y apenas más anchos que una cama individual. No había suelo, simplemente la suave arena bajo los pies, y la puerta estaba hecha de hojas de palma entretejidas.


Paula se volvió y lo vio parado en la entrada. Los dioses del tiempo habían sido benévolos y Pedro había podido dormir bajo la mosquitera todas las noches. Pero las tiendas estaban en la camioneta y allí sólo había unas espaciosas y oscuras chozas.


–No creo que debamos compartirla –sentenció él –. Preguntaré si hay sitio en alguna otra…


–No pasa nada –interrumpió ella evitando mirarlo. Eran adultos. Podrían con ello.


Además, en la choza no podrían dormir pegados, salvo que durmieran uno encima del otro. ¡Cielos! ¿Acaso no era eso precisamente lo que deseaba?


No.


Durante el resto de la tarde, por un tácito acuerdo, se evitaron el uno al otro. Al anochecer, se sentaron en extremos opuestos del bar y participaron de la conversación con los demás. Paula no bebió, y notó que él tampoco lo hacía. El menor atisbo de embriaguez le haría perder la fuerza de voluntad, haciéndole imposible resistirse a la tentación.


De modo que remoloneó en el bar hasta bien entrada la noche. Después se puso el pijama en los lavabos y esperó un tiempo prudencial antes de volver a la choza.


No miró en su dirección mientras se metía en el saco de dormir.


–Buenas noches, Paula –Pedro apagó la linterna.


–Buenas noches, Pedro.


El camastro crujió a cada uno de los movimientos de Paula, que intentaba doblar el jersey para hacerse una almohada. Pedro murmuró algo sobre la longitud de la maldita cama y luego no hubo más que silencio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 15

 


No había vez que Paula levantara la vista que no se encontrara con la mirada de Pedro. Siempre que conversaba con otra persona, lo observaba e, invariablemente, él la pillaba haciéndolo, igual que ella. Sencillamente, eran incapaces de dejar de mirarse.


La atracción sexual era ciega ante los defectos del otro. Se trataba de pura química.


Intentó poner cierta distancia entre ellos, sentándose sobre el exterior de la camioneta con la excusa de tener una mejor vista. Pero las barras de hierro le hacían daño en el trasero y no tuvo más remedio que regresar al asiento.


Aunque le había pedido que se mantuviera alejado de él, le resultaba imposible.


Intentó razonar. Quedaba un largo camino hasta Dar es Salaam e iban en una camioneta con otras doce personas. Nada podría suceder y la proximidad física no era peligrosa.


–Háblame de tu negocio –Pedro empezó a hablar en cuanto ella se sentó a su lado.


–Es un negocio de alquiler –ella asintió. Hablarían de cosas personales, pero no íntimas.


–¿Alquiler de qué? ¿Lavadoras? ¿Secadoras? ¿DVD?


–Accesorios.


–¿Accesorios de qué?


–Accesorios de moda –al ver su mirada perpleja, se apresuró a aclarárselo–. ¿Qué le dijo el hada madrina a Cenicienta?


–¿Que regresara antes de medianoche?


–Bibidi Babidi Bu. Y, ¡zas! Bueno, pues mi idea es parecida. Soy el hada madrina a la que acudes cuando necesitas vestir con glamour, pero no puedes permitírtelo –soltó una carcajada–. Ni te imaginas la de bolsitos y zapatos que tengo.


–No me malinterpretes, Paula –Pedro se giró en el asiento y la miró de frente–, pero no me pareces una esclava de la moda, una seguidora de tendencias.


–Lo sé –suspiró ella–. Soy una burda imitación. O al menos lo era. ¿Sabías que me gasté hasta el último céntimo de mi préstamo de estudiante, y contraje una enorme deuda con la tarjeta de crédito, comprando zapatos, bolsos y demás? ¿Y quieres saber lo peor? –soltó una carcajada ante su ridículo comportamiento–. Pues que nunca tuve el valor de ponérmelo. Todo está ahí, sin estrenar y en sus bolsitas de plástico.


Sacudió la cabeza. Había deseado parecer femenina y estupenda, pero había estado demasiado sumida en la fase «fundirse entre las sombras». Era como una especie de adicción. Había sido una compradora compulsiva.


–Me costó muchísimo recuperarme –había saldado la deuda tras un par de años compaginando dos o tres trabajos, y no tenía ninguna intención de volver a caer–. En lugar de permitir que todos esos elegantes objetos acumulen polvo, lo que voy a hacer es sacarles provecho. Y por eso, añadiendo unos pocos más, los voy a alquilar. Ya tengo pensada, y medio construida, la página web, y estoy buscando un local –paró para respirar, consciente de haber estado parloteando–. ¿Te parece una estupidez?


–No –él parecía algo confuso–. Creo que podría funcionar. En serio.


Paula sabía que funcionaría porque estaba convencida de que ahí fuera había más de una mujer como ella, que quería algo, pero no se lo podía permitir, y tratándose de algo que no se iba a utilizar a diario, ¿no era mejor alquilar que comprar?


–Los zapatos que llevabas en el cráter…


–Sí, son espectaculares.


Pedro soltó una carcajada.


–Es una locura, lo sé –ella también rió.


–¿Por qué te los pusiste ayer?


Paula se encogió de hombros negándose a reconocer que había sido por su causa.


–Deberías ponértelos más a menudo.


–Tengo algunos con los tacones más altos aún –ella no pudo evitar sonreír.


–No puede ser.


Paula asintió y le habló de algunas de sus otras compras sin sentido. Adoraba la sonrisa de Pedro y adoraba sus preguntas y su interés por el negocio. Hablaron durante horas, hasta que todos a su alrededor estuvieron dormidos excepto Bundy, que seguía al volante.


Después no hablaron más. Mientras la camioneta continuaba con su traqueteo y el ensordecedor rugido del motor, Paula al fin decidió apartarse tumbándose en el lugar más cómodo del vehículo: el pasillo en el que estaban apiladas las tiendas de campaña. El techo seguía descorrido y pudo disfrutar de una increíble vista de las estrellas. La oscuridad era tan profunda que apenas distinguía las siluetas de los demás pasajeros, pero de una cosa estaba segura: él la observaba.