martes, 1 de diciembre de 2020

VENGANZA: CAPÍTULO 23

 


Pedro y Paula comieron juntos y luego fueron a navegar un rato en su catamarán. La tarde pasó entre risas y bromas.


Esa noche, el aplauso después del espectáculo fue abrumador, mucho más que otras veces. Paula sabía que el público sentía la energía y la emoción de aquel día pasado con Pedro.


Pero también sabía que aquello no podía durar, que terminaría pronto. Sin embargo, cuando Pedro la invitó a tomar algo en su suite, decidió aceptar. Quizá como despedida. Era su última oportunidad de pasar un rato con Pedro en la burbuja que ella misma había creado.


Durante la cena charlaron sobre muchas cosas, las velas de la mesa creando un halo dorado a su alrededor. Pero detrás de esas palabras mundanas algo vibraba entre ellos, una fuerza inexorable. Y Paula sabía que Pedro lo sentía también.


—No te he ayudado a recuperar la memoria, ¿verdad? Tu regreso a Strathmos no ha servido de nada.


Debería confesarle la verdad, pensó Paula. Pero no lo hizo. No quería extinguir el brillo de sus ojos, un brillo que parecía existir sólo para ella. Quería disfrutar aunque sólo fuese unas horas. Cuando la burbuja se rompiera, no habría vuelta atrás.


—No, no ha sido en vano. El trabajo ha sido estupendo. Y te he conocido a ti… otra vez.


Pedro se levantó y le ofreció su mano.


—Ven aquí.


Paula sabía lo que le estaba pidiendo. Si le daba la mano, todo cambiaría. Si le decía que sí… tendría que aceptar que ya no creía que hubiese destruido a Mariana.


Que no era el canalla que su hermana había pintado. Que, por alguna razón, Mariana había mentido.


—Ven —repitió Pedro.


Lentamente, Paula se levantó. Él la llevó al sofá y la sentó sobre sus rodillas.


Pedro deseaba verla sonreír de nuevo, borrar aquellas sombras de sus ojos, deseaba tocarla…


¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo podía haber olvidado su traición? Pero la única verdad era que la semana que había pasado fuera de Strathmos había sido una tortura.


—Pídeme que te haga el amor —dijo en voz baja—. Para que no tenga que romper la promesa que te hice.


La observó tragar saliva. Y cuando la miró a los ojos vio en ellos el mismo deseo que debía haber en los suyos.


—Hazme el amor, Pedro.


Algo parecido a un río de lava empezó a moverse dentro de su pecho. Inclinándose hacia delante, Pedro buscó sus labios de seda. Era tan suave, tan dulce.


Se besaron durante largo rato y después, sin decir nada, él empezó a desabrochar su vestido. No llevaba sujetador, y una sola mirada reveló unos pechos altos, firmes, con pezones oscuros…


Pedro inclinó la cabeza y buscó uno con los labios. El pezón se endureció inmediatamente al contacto de su lengua y, cuando empezó a tirar de él, Paula cerró los ojos y tomó su cara entre las manos, como para que no la soltase. Pedro aprovechó para quitarle el vestido y deslizar las manos por su espalda, por sus nalgas, metiendo una bajo el tanga.


Estaba húmeda y la penetró con los dedos sin esfuerzo alguno. Sabía por sus jadeos que estaba excitada, que lo deseaba tanto como él.


Mientras metía y sacaba los dedos, tiraba con los labios del pezón hasta que ella dejó escapar un gemido de placer.


Pedro


Antes de que él pudiera objetar, Paula se puso de rodillas entre sus piernas. Pero cuando vio que iba a desabrochar su cinturón, sujetó sus manos.


—No.


—Sí.


—No —repitió él. Tenía la sensación de que si dejaba que pasara aquello su mundo no volvería a ser el mismo. Que estaba a punto de descubrir un universo nuevo.


Y no podía hacer nada para evitarlo.


Paula bajó la cremallera del pantalón y lo sacó, duro y potente.


—Paula…


Ella empezó a acariciarlo y, rindiéndose, Pedro apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Pero cuando sintió el calor de su boca, intentó apartarla de nuevo.


—¡Paula!


Estaba chupándolo, llevándolo al fondo de un oscuro y desconocido precipicio donde no pudo aguantar más. Veía sombras ante sus párpados mientras se convulsionaba una y otra vez, atrapado en un placer que iba más allá de lo que nunca hubiera imaginado.



VENGANZA: CAPÍTULO 22

 


Cuando volvieron al hotel, Mauricio le pidió que lo ayudase con el ensayo del espectáculo de Navidad. Aunque ella no estaría en Strathmos para entonces. La noche siguiente sería su última aparición en el teatro Electra. En un par de días estaría de vuelta en Auckland… para reunir las piezas de su vida.


—¡Paula!


Cuando se volvió, Mauricio y Lucie estaban mirándola con una expresión extraña.


—¿Sí?


—Despierta, mujer. Parece que estás soñando.


—Ah, perdón, es que estaba… se me había ido el santo al cielo.


—Tenemos que ensayar la canción de Navidad… —siguió diciendo Lucie.


—Paula no estará aquí en Navidad —la interrumpió Pedro, que acababa de entrar—. Cantará Stella Argyris. Pero le he pedido a Paula que ensaye por ella.


—Ah, yo conozco a Stella Argyris. Trabajé con ella una vez —dijo Lucie en voz baja—. Menuda es. En cuanto vea a Pedro querrá clavarle sus garras.


—Calla, Lucie. Pedro va a oírte.


—¿Y qué?


—Mañana es mi último día y quiero marcharme de aquí sin discusiones.


—A juzgar por cómo te mira, yo diría que no vas a tener ningún problema.


—Bueno, venga, vamos a seguir ensayando.


Pero en cuanto empezaron a cantar Silent Night, Paula supo que era un error. Aquel villancico tan antiguo, tan familiar, hacía que se le encogiese el corazón. Representaba todo lo que ella no tendría nunca, todo lo que su familia había perdido.


Pedro parecía haberse convertido en piedra. La miraba como si la estuviera viendo por primera vez.


Paula bajó los ojos, su voz haciéndose más ronca, más profunda. Cuando llegó la última estrofa, tenía que hacer un esfuerzo para no romper a llorar.


Todos se quedaron en silencio.


—Qué bonito —murmuró Lucie, asombrada.


Mauricio empezó a aplaudir y, uno por uno, todos los demás se unieron al aplauso. Sólo Pedro permanecía inmóvil. Paula empezó a sentirse un poco ridícula, de modo que bajó del escenario haciendo bromas.


Por fin, Pedro se acercó a ella.


—Has cantado como un ángel.


—Me gusta mucho ese villancico.


—Te he oído cantar muchas veces, pero esto… no sé, ha sido maravilloso. Y pensar que yo no sabía que tuvieras esa voz. ¿Cómo es posible que no me lo contaras, Paula?


Ella apretó los labios. La magia había desaparecido. Era Paula Chaves, no la Paula que Pedro creía, sino otra persona. Y las mentiras que había contado empezaban a escapársele de las manos.




VENGANZA: CAPÍTULO 21

 


El domingo tardó lo que a Paula le pareció un siglo en llegar. Estaba haciéndose un té, pensativa, cuando oyó un estruendo sobre su cabeza…


Corriendo, se asomó a la ventana y vio una enorme sombra en el cielo. ¡El helicóptero de Pedro!


Para cuando él fue a buscarla había conseguido controlar la ilusión que le hacía volver a verlo. Él llevaba un elegante traje de chaqueta, y ella un bonito vestido negro sin mangas, el pelo recogido en un moño.


—Estás muy guapa.


—Gracias.


Pedro no la besó, ni siquiera en la mejilla. Pero la miraba con una expresión indescifrable que aceleró su pulso hasta que, por fin, le ofreció su mano.


—Vamos.


Paula la aceptó. Su mano era firme, cálida. Y el ritmo de su corazón empezó a recuperar la normalidad.


Cuando llegaron a la iglesia del pueblo, Paula miró alrededor con interés. Había cientos de velas encendidas. En las paredes, santos con halos hechos de pan de oro miraban los viejos bancos de madera.


Después de la misa, la gente se congregó en pequeños grupos. Pedro fue saludado por todo el pueblo, pero la mantuvo a su lado, el brazo en su cintura. Paula pensó en aquella contradicción: el elegante hotel y la pequeña iglesia de pueblo… ¿habría visto Mariana aquella faceta de Pedro Alfonso?


—¿He estado aquí antes?


—Te pedí que vinieras conmigo varias veces, pero tú no quisiste.


De modo que Mariana nunca había ido con él a la iglesia… A su hermana le gustaba acostarse tarde y levantarse aún más tarde, de modo que era lógico.


—¿Sueles venir todos los domingos?


—Sí. Me bautizaron aquí.


—Ah, no lo sabía.


—No solíamos hablar de esas cosas. De hecho, nunca hablábamos del pasado o de nuestras familias. Hemos hablado más en estos días que en todos los meses que estuvimos juntos.


Paula asintió con la cabeza. Esas charlas terminarían. El martes tendría lugar su última actuación y después se marcharía de la isla. Para siempre.


—¿Estudiaste aquí, en Strathmos?


—No, tuve una nurse, una niñera.


—¿Ah, sí?


—Y luego me marché a Inglaterra, a los diez años.


Eso explicaba que hablase su idioma a la perfección, sin el menor acento.


—Mi madre pensó que era lo mejor. Y mi abuelo no pudo convencerla.


—¿Y qué tal lo pasaste en Inglaterra?


—Al principio mal. Estaba muy lejos de Grecia y no hablaba bien el idioma… Me sentía solo y quería volver a casa.


—¿Aquí?


—No, aquí no —contestó él, apartando la mirada.


Algo en su tono de voz hizo que Paula no siguiera preguntando. Había tantas cosas sobre Pedro Alfonso que seguía sin saber… Y ya era demasiado tarde para averiguarlas.