sábado, 19 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 23

 


El sol brillaba cada vez con más fuerza y el sueño comenzaba a ser insoportable. El refresco de cola no había funcionado en absoluto, pensó. De hecho, se sentía como si hubiera tomado un sedante. Un recuerdo apareció en un oscuro y recóndito lugar de su mente: le bastaba una taza de café para quedarse profundamente dormida.


—Extraño —comentó de pronto Pedro—. Yo pensaba que su cumpleaños era a mediados de septiembre. Eso quiere decir que es Virgo.


Paula frunció el ceño, o lo habría hecho si sus músculos hubieran colaborado. ¿Por qué creía saber Pedro la fecha de su cumpleaños? Ni siquiera ella la sabía.


Respondiendo a aquella pregunta que no había formulado, Pedro inclinó la cabeza hacia ella y susurró: —En el formulario escribiste que habías nacido el quince de septiembre.


Paula sabía que debería haberse sentido alarmada por lo que acababa de decirle, pero no era capaz de reaccionar.


—¿Paula? —la voz de Pedro llegaba hasta ella como si le estuviera hablando desde el fondo de un túnel—. Paula —le tocó el brazo, pero ella sólo pudo responder con un débil gemido.


En alguna parte del interior de la joven despertaba el pánico. Julian y Teo la necesitaban, pero no era capaz de resistirse al sueño.


Ana le había hecho prometerle que iría a ver al doctor si lo necesitaba. Pero ella no sabía lo vulnerable que se sentía cuando estaba a su lado. Su sensualidad le hacía perder completamente el control de su cuerpo.


Pensando en ello, se deslizó hacia la más profunda oscuridad.


Pero antes de perderse por completo, movilizó las pocas fuerzas que le quedaban, buscó a tientas y tocó el brazo del médico.


Pedro —susurró, intentando en vano abrir los ojos—. No consigo... permanecer despierta. No... No puedo... Cuidar a los niños...


No estaba completamente segura de que aquellas palabras hubieran conseguido salir de sus labios. El médico posó la mano en su frente y le preguntó cómo se encontraba.


—Dormida —musitó—. Sólo quiero dormir.


—Voy a examinar tu respiración —le dijo Pedro. Y antes de que Paula pudiera comprender lo que pretendía hacer, presionó su oído contra su cuello. Si no hubiera estado tan aletargada, Paula habría dejado de respirar en ese mismo instante.


Pedro la agarró de la muñeca para tomarle el pulso, mojó después su rostro con agua fría y le acercó una botella a los labios.


—Bebe —le ordenó.


Paula obedeció, disfrutando de la refrescante gelidez del líquido.


A través de una extraña niebla, oyó que Pedro daba instrucciones a alguien sobre lo que había que hacer con Teo y con Julián. Segundos después, se inclinaba de nuevo sobre ella, haciéndola sentirse reconfortantemente acompañada.


—No puedes quedarte a dormir aquí, Paula. ¿Puedes andar?


Paula asintió, esperando estar en lo cierto. Unos brazos increíblemente fuertes la ayudaron a levantarse, la agarraron por la cintura y le hicieron inclinarse contra un cuerpo de acero. Paula se concentraba en ir dando paso tras paso y en mantener los ojos razonablemente abiertos, aunque todo lo veía borroso.


Pedro le preguntó si había dormido bien últimamente.


Y ella le confesó que había tenido serios problemas para conciliar el sueño.


Cuando llegaron al aparcamiento, Pedro se detuvo y la levantó en brazos.


Acurrucada contra su pecho, Paula apoyó la cabeza en la curva de su cuello y se hundió definitivamente en aquella persistente oscuridad.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 22

 


Debía alejarse de él, le decía una prudente vocecilla interior. Pero no podía marcharse. ¡Tenía que cuidar de Julián y de Teo!


—Hola, doctor Alfonso.


Como salidas de ninguna parte, aparecieron dos larguiruchas adolescentes con sendos biquinis y colocaron sus toallas cerca del médico.


—Tenía razón sobre la gripe de mi hermano —comentó una de ellas con una enorme sonrisa—. Le desapareció al día siguiente.


Paula suspiró, agradeciendo al cielo aquella aparición. Aunque la piscina estaba llena de gente, se había sentido muy sola estando con aquel hombre a su lado.


—Ohh, ¡por favor, no me hables de la gripe! —exclamó la otra. Le dio un golpe a su amiga con una revista y ambas se echaron a reír—. ¿No le pone enfermo tener que estar viendo siempre a gente enferma?


A Paula le divertía verlo acorralado y al mismo tiempo se alegraba de contar con aquella oportunidad para recobrar la compostura.


Las chicas continuaron preguntándole a qué velocidad podía navegar su lancha y qué nombres les había puesto a sus caballos.


Paula lo escuchaba responder más atenta a su voz que a sus palabras. Pero bastaba su voz para que se excitara de una forma desconcertante, de manera que decidió desconectar y prestar más atención a los bañistas.


Se obligó a abrir los ojos y buscó a Teo y a Julian con la mirada. Estaban jugando a la pelota junto a otros niños.


—Eh, doctor Alfonso, le leeré el horóscopo —ofreció una de las adolescentes, mientras abría la revista—. ¿Qué signo es?


—Leo.


La jovencita leyó en voz alta y Paula volvió a cerrar los ojos. Leo, había dicho. Se imaginaba a un enorme león, un león de pelo brillante, musculoso... con la mirada más peligrosa de la jungla.


—Creo que deberíais leer el horóscopo de la señorita Flowers también —sugirió Pedro con voz acariciadora.


—¿La señorita Flowers?


Las dos chicas la miraron un poco avergonzadas. Paula no se había presentado a ninguna de las personas que estaban en la piscina, y tampoco a nadie del pueblo. Por las miradas que le dirigieron las chicas, descubrió que había despertado cierta curiosidad.


Pedro le dirigió una sonrisa, aunque Paula tuvo la sensación de que le costaba hacerlo.


—¿Qué signo es usted, señorita Flowers?


¿Qué signo? Paula no lo sabía. El desconcierto le hizo sonrojarse, hasta que se dio cuenta de que nadie podía saber si decía la verdad o no y escogió uno al azar.


—Géminis.


La jovencita pelirroja leyó lo que decía la revista: iba a ganar mucho dinero, tenía una importante carrera profesional por delante y un posible romance.


Paula le dio las gracias y volvió a apoyar la cabeza en la tumbona. Todo parecía evidenciar que se había equivocado de signo.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 21

 


Al cabo de unos segundos, Pedro se inclinó hacia adelante, abrió una pequeña nevera y sacó una botella de agua con gas.


—¿Quieres?


—No, gracias —la negativa le salió automáticamente.


Estaba ya entrenada para rechazar cualquier ofrecimiento que pudiera conducirla a una posible familiaridad.


Pero mientras lo veía abrir la botella y tomar un trago, se dio cuenta de lo seca que tenía la boca desde que había terminado el refresco. Sabía además que tenía que beber mucho agua. Desde la vista a la consulta, había intentado ingerir más líquido del que consumía normalmente y había advertido una gran mejoría. Los mareos eran cada vez menos frecuentes.


Reclinado a su lado en su tumbona, el médico cerró los ojos. Su piel bronceaba brillaba bajo el sol de la tarde, rezumando una esencia que mezclada con el olor del protector solar resultaba poderosamente atractiva.


Paula cerró los ojos para saborear aquel olor y encontró serias dificultades para abrirlos de nuevo. Si no hacía algo que la despejara por completo, iba a quedarse completamente dormida.


Obligándose a actuar, se incorporó y se acercó a la piscina. Pero lo hizo de forma tan rápida, que la asaltó una desagradable oleada de mareo. Tuvo que agarrarse a la escalerilla de la piscina para sostenerse. Ante ella, los niños gritaban y se salpicaban furiosos, pero Paula no estaba en condiciones de poner fin a su pelea.


Se arrodilló al borde de la piscina y metió la mano en el agua. Cerró los ojos y se refrescó la cara y los hombros.


Aliviada por el agua fresca, volvió a hundir la mano para mojar en aquella ocasión su cuello y su pecho. El agua fría descendió por sus senos, haciendo endurecerse sus pezones.


La sensualidad del gesto hizo aparecer en su mente el rostro de Pedro Alfonso y prácticamente sin darse cuenta se volvió hacia él.


Ya no tenía los ojos cerrados.


La estaba mirando. Y de forma muy intensa. Estaba siguiendo con la mirada el camino que las gotas de agua recorrían sobre el cuerpo de Paula para detenerse en sus pezones erguidos.


El deseo que transmitía su mirada dejó a la joven sin respiración.


Paula desvió la mirada. Con aquel bañador beige se sentía como si estuviera desnuda. Sobre todo desde que Pedro había llegado.


Y en las partes más íntimas de su cuerpo, comenzaba a sentir una peculiar vibración. Sonrojada por el fuego que el médico había encendido en su interior sólo con una mirada, regresó a su tumbona. Evitó mirar a Pedro mientras se acercaba, aunque no habría sido más consciente de su presencia si el médico se hubiera acercado y hubiera acariciado sus pezones con las manos.


Se tumbó y cerró los ojos, pero cada latido de su corazón la empujaba a seguir pensando en Pedro. ¿Continuaría mirándola todavía?


Tenía que saberlo. Así que abrió ligeramente los ojos e intentó mirarlo furtivamente.


No, ya no tenía los ojos fijos en ella. Estaba con la mirada perdida y los labios apretados en una dura línea.


—Eso debería ser ilegal —protestó.


Paula sintió que se desataba un incendio en su interior. La química que chisporroteaba habitualmente entre ellos se tornó repentinamente en explosiva.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 20

 



Tras haberse abierto camino a través de montones de niños alborotadores, acompañados de sus madres, la tumbona se convirtió para Paula en un glorioso refugio. Un lugar en el que podía tumbarse, aunque sólo fuera durante unos minutos mientras vigilaba el baño de los pequeños.


Esperaba que no volvieran a pelearse. Durante la clase de golf, Julián, el de diez años, había asestado un golpe supuestamente accidental a su hermano pequeño. Teo se había vuelto entonces contra él como un toro furioso y habían comenzado a golpearse.


Si hubiera dormido mejor durante la noche anterior, habría conseguido controlar a los niños, se lamentó. Afortunadamente, en la piscina contaba con la ayuda de una socorrista para mantener a las criaturas en su sitio.


Mientras intentaba mantener los ojos bien abiertos a pesar de su agotamiento, deseó no estar tan cansada. Esperaba que la dosis de cafeína de su refresco le hiciera rápidamente efecto.


Era un refresco de cola especial, diez veces más fuerte que el café, o por lo menos eso era lo que el profesor de golf le había dicho. Había notado que se estaba durmiendo durante la clase y le había tendido una botella que ella no se había sentido capaz de rechazar.


Se llevó de nuevo la botella a la boca y dio los últimos tragos. Tenía que despejarse como fuera. Aquella noche no había podido dormir mucho. Las pesadillas habían vuelto a despertarla otra vez. En medio de la noche, se había despertado sentada en la cama, temblando horrorizada. Un fantasma sin rostro había estado siguiendo sus pasos entre una multitud de extraños, acercándose cada vez más a ella.


A partir de entonces, no había vuelto a conciliar el sueño. Teo y Julián habían ido a despertarla casi al amanecer, pidiéndole huevos y tortitas. Mientras preparaba el desayuno, Laura le había preguntado con fingida amabilidad: «Paula, ¿estás segura de que no estás demasiado cansada para batir esos huevos? Quizá deberías prolongar tus vacaciones».


Detrás de su sarcasmo, se escondía un claro mensaje: tendría que trabajar el doble por el trabajo que no había hecho el día anterior. Y la verdad era que no le importaba, pero sentía que le flaqueaban las fuerzas tras tantas noches de insomnio. Mientras tanto, los perros habían comenzado a pelearse una vez más. En medio de la batalla, la enfermera había aparecido para hacer una «visita informal». Laura se había sorprendido, lo que quería decir que Gladys no pasaba por allí demasiado a menudo. Sus sospechas se habían visto confirmadas cuando Gladys había comenzado a preguntarle por su salud.


Y el hecho de que Pedro mandara a su enfermera a vigilarla la había puesto furiosa. ¡Pedro estaba poniendo en peligro su trabajo!


Cerró los ojos para protegerse del sol, intentando no pensar en él, ni en que había pasado la noche anterior con Laura y tenía una nueva cita para aquel día. La relación de Pedro con Laura no le incumbía en absoluto.


Oyó que alguien se sentaba cerca de ella y escuchó al momento unas voces femeninas dándole a un recién llegado un caluroso recibimiento.


—Qué sorpresa verlo por aquí, doctor. ¿Cómo es que no está pescando en el lago?


Paula se tensó inmediatamente. ¿Realmente habría oído la palabra «doctor», o su resentimiento hacia el médico le hacía tener ilusiones auditivas?


Pero una voz grave y profunda le hizo abrir bruscamente los ojos. Al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el mismísimo doctor Alfonso en bañador.


—Buenas tardes, señorita Flowers —se sentó cerca de ella, extendiendo sus piernas cuan largas eran. Llevaba un bañador azul y unas sandalias, nada más, lo que dejaba su ancho y musculoso pecho completamente desnudo. La luz del sol iluminaba su pelo.


Pedro la miró a los ojos y sonrió. Paula cerró los ojos y gimió.


—Quería disculparme por lo de anoche —le dijo el médico, bajando la voz de manera que sólo ella pudiera oírlo—. Sé que te afectó mucho mi intervención. Pero no lo hice con mala intención.


Paula no quería hablar con él. Su cercanía comenzaba a hacer ya estragos en ella. Su bañador, un modesto modelo de color beige, de pronto se le antojaba demasiado revelador.


—Le pedí que se mantuviera alejado de mí —lo amonestó con un tenso susurro.


—Ésa es otra de las cosas de las que quería hablarte. He estado pensando en lo que me dijiste, y he comprendido que tenías razón —vaciló un momento y desvió la mirada desde sus ojos hasta su boca—. No podemos tener ningún tipo de relación.


Paula intentó disimular su sorpresa. Después de lo que había ocurrido la noche anterior y de la aparición de Gladys de aquella mañana, no esperaba que la victoria fuera a ser tan fácil.


Y mucho menos el dolor que le produjo. ¿Qué le habría hecho cambiar de opinión? ¿La noche que había pasado con Laura?


—Así que, ya ves, no tienes por qué evitarme, ni correr cada vez que me veas aparecer. Tal como le has sugerido a Gladys esta mañana, a partir de ahora me ocuparé de mis asuntos.


—Gracias —contestó Paula con una extraña tensión.


Pedro permaneció en silencio y Paula volvió la cabeza para vigilar a los niños. Estaban chapoteando al final de la piscina. Eso era lo único que tenía que hacer, se dijo: cuidar a los niños y no pensar en lo repentinamente sola que se sentía en el mundo.


—Si quieres, puedo cambiarme ahora mismo de sitio —le ofreció el médico.


—Puede sentarse donde quiera, doctor Alfonso.


Cruzaron de nuevo las miradas. Paula por un momento creyó que el médico iba a pedirle que lo llamara Pedro. Pero no lo hizo. Se limitó a apretar los labios y desviar la mirada hasta el otro extremo de la piscina.


Y Paula tuvo una irracional sensación de pérdida.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 19

 


Por la mañana, Pedro creía haber recuperado la cordura. Fuera lo que fuera lo que Paula ocultaba, aquella mujer era una complicación viviente que ya le había costado demasiadas noches de insomnio. Además, pensaba abandonar Sugar Falls al cabo de unos cuantos meses.


Lo que tenía que hacer era intentar superar su absurdo encaprichamiento. Y persiguiéndola lo único que iba a conseguir era poner en peligro otras posibles relaciones; un movimiento muy poco inteligente para un hombre soltero en un lugar tan pequeño.


El problema era que además estaba seriamente preocupado por su salud. Era cierto que tras la cena la había visto al borde del desmayo.


Cuando estuvo más cerca de su casa, pudo ver a Gladys esperándolo cerca del establo, apoyada en su viejo Chevy con una mueca de desaprobación. Ella no comprendía que dedicara las mañanas de los sábados a atender a gente «demasiado terca para acercarse por sí misma al médico». Y tampoco entendía el estilo de vida que aquellos locos por la naturaleza habían escogido, prescindiendo incluso de la electricidad y el agua corriente. La mayor parte de ellos eran viejos hippies, artistas y músicos que se habían instalado en las Rocosas de Colorado en los sesenta, educando a sus hijos en el amor a la naturaleza, al arte y al rock and roll. Y no sólo no habrían acudido a su consulta, sino que ni siquiera habrían aceptado sus visitas si no lo hubieran considerado como a un igual. Porque Pedro comprendía perfectamente el orgullo de aquellas gentes. Al fin y al cabo, sus padres habían compartido sus ideales y su proyecto vital.


—¿Qué has traído hoy a casa, hombre-médico? —bromeó su enfermera—. No oigo ningún graznido, así que supongo que esta vez nadie te ha pagado con un pollo.


Pedro sonrió, y se echó el sombrero hacia atrás mientras detenía a su caballo.


—No, pero traigo una flauta de madera hecha a mano y unas truchas frescas. Ah, y tengo esto para ti —hundió la mano en las alforjas y le tendió una hogaza de pan—. ¿Has ido a ver a Paula Chaves?


—Sí, he pasado por casa de Laura, y Paula no estaba en la cama. Estaba trabajando.


—¿Haciendo qué?


—Cuando he llegado, estaba preparando el desayuno. Después, ha ido a separar a los perros, que estaban peleándose. Y cuando me iba, Laura estaba amenazando con deshacerse de uno de los perros, los niños estaban chillando y Paula tenía en brazos al Shih Tzu mientras intentaba convencer al caniche de que dejara de esconderse debajo del porche.


Pedro se olvidó de su enfado al recrear aquella imagen. Al parecer, a Paula le gustaban muchos los animales. Había albergado la esperanza de averiguar que los odiaba, o que odiaba a los niños, cualquier cosa que pudiera empañar su atractivo.


—Esa chica estaba pálida como un fantasma —continuó diciendo Gladys—. Pero me dijo que estaba perfectamente y que deberías meterte en tus propios asuntos —se interrumpió y lo miró con expresión especulativa—. Es una suerte que no sea paciente nuestra.


Pedro apretó con fuerza las riendas mientras conducía al caballo hacia el establo. Gladys tenía razón, no tenían por qué preocuparse por Paula. ¿Por qué no se la sacaba de una vez por todas de la cabeza?


—Se ha ofrecido a llevar a los niños a la clase de golf esta tarde —añadió la enfermera—. Y después los acompañará a la piscina.


El enfado de Pedro crecía por momentos: estaba furioso con Paula, por su terca negativa a quedarse en la cama y con Laura, por no insistir en que lo hiciera.


—Supongo que esta noche también se quedará cuidando a los niños mientras vas al baile con Laura —comentó Gladys—. Ahora tengo que irme. Les he dicho a mis nietos que los llevaría al lago. ¿Te apetece venir?


—Sería divertido —contestó Pedro—. Pero tengo otros planes para esta tarde.


—¿Ah, sí?


Pedro desvió la mirada. No tenía ninguna intención de decírselo. Pero ante el expectante silencio de Gladys, terminó confesando:—Pensaba pasarme por el club, a jugar al tenis, o al golf.


—¿O a darte un baño en la piscina?


—Ahora que lo mencionas... la verdad es que es una idea bastante refrescante.