jueves, 28 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 35

 


Como la noche, el baile fue mágico para Paula.


Pedro se movía por la terraza lentamente, de un modo tan romántico como la música que invadía el aire. Con una mano sostenía la de Paula a un lado y apoyaba la otra ligeramente en su cintura.


El baile era tan distinto al que compartieron en el club de blues como el día de la noche. Su primer baile fue abiertamente sexual, y oscuramente peligroso. Aquel era más como un sueño, suave y sensual.


A veces, simplemente se balanceaban juntos; otras, se dejaban llevar por el agradable ritmo del vals. Paula ni siquiera tenía que pensar para seguir los pasos de Pedro. Era algo tan natural como respirar, tan dulce como el aroma de las flores, tan inevitable como las mareas.


Se sentía ebria, pero no de champán, sino de la magia de la noche, de la música y, sobre todo, de Pedro.


Lo miraba a los ojos, pues no quería ver otra cosa. Y cuando los pasos de baile se volvieron más lentos y él la atrajo un poco más hacia sí, decidió que no había otro sitio en el mundo en el que quisiera estar más que entre sus brazos. Su cuerpo reconocía el de él, se fundía con él.


Retiró la mano que sostenía Pedro en la suya y la deslizó tras su cuello. Él unió las suyas tras la espalda de Paula e introdujo los dedos bajo las tiras del vestido.


El calor comenzó gradualmente, recorriendo poco a poco sus venas. Paula sintió que sus pezones se excitaban contra la tela del vestido; sus pechos empezaron a inflamarse y a endurecerse. Había experimentado aquello mismo durante los últimos días, pero en esa ocasión no sintió el impulso de censurar sus sentimientos. De pronto, el calor se acumuló por completo entre sus piernas. Sentía la sólida protuberancia de la excitación de Pedro contra la parte baja de su cuerpo.


Sabía que Pedro la deseaba físicamente, pero estaba segura de que intelectual y emocionalmente no era así. Después de todo, para él aquello era un trato de negocios, un acuerdo que, además, implicaba a uno de sus mejores amigos.


Pero esa noche y en aquel momento, a Paula no le importó. Desde el principio había habido una tensión sexual entre ellos imposible de negar. Cada vez que Pedro la tocaba hacía palpitar su cuerpo de deseo.


Aún no sabía con exactitud lo que le sucedía, pero ya estaba harta de tratar de averiguarlo. Y, sobre todo, estaba harta de luchar contra sus sentimientos.


Aunque solo fuera una vez, quería hacer el amor con Pedro. Y quería hacerlo en aquel momento, en aquella noche mágica.


Se apartó un poco de él y lo miró de nuevo a los ojos. En ellos pudo ver el mismo calor que ella sentía latir en su interior. Había visto antes ese mismo calor, y también había sido testigo de cómo era capaz de controlarlo.


De manera que en esa ocasión, sin darle tiempo a pensar en todos los motivos por los que deberían controlar sus sentimientos, lo tomó de la mano y, sin decir nada, tiró de él hacia la puerta del dormitorio.


Con cada paso que daba esperaba que Pedro la hiciera detenerse pero, milagrosamente, no fue así, de manera que siguió andando hasta que estuvieron junto a la cama.


Una vez allí, soltó su mano y, sin mirarlo, se llevó las manos atrás para bajarse la cremallera del vestido.


Pedro apoyó su mano sobre las de ella.


—Mírame, Paula.


Ella no quería hacerlo. No quería ver su expresión tranquila ni escuchar sus razonables palabras.


—Mírame —repitió él, esa vez con la voz ronca de emoción.


Paula dejó escapar un tembloroso aliento. Reacia, se volvió y lo miró. Los ojos de Pedro parecían más oscuros que nunca y su rostro estaba tenso.


—¿Estás segura?


Paula apenas podía creerlo. No le estaba diciendo que no quería hacer el amor con ella. En lugar de ello, estaba pensando en ella, estaba permitiendo que tomara la decisión sin tratar de influenciarla más de lo que ya lo había hecho.


—Oh, sí —los ojos de Paula se humedecieron a causa de la emoción. Sus palabras fueron apenas un susurro—. Estoy muy segura.


Pedro no preguntó nada más, ni le dio oportunidad de pronunciar otra palabra. Antes de que Paula se diera cuenta de lo que sucedía, le había bajado la cremallera del vestido y se lo había quitado. Luego, él se quitó rápidamente la camisa.


—Métete en la cama —ordenó, con la voz tensa de deseo.


Paula se quitó los zapatos e hizo lo que le había pedido. Una vez en la cama utilizó los pies para apartar la colcha y las sábanas hasta el final. Luego alzó las caderas y se quitó las braguitas.


Pedro se colocó sobre ella, desnudo y con cada músculo de su cuerpo endurecido, y le hizo separar las piernas con sus rodillas.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 34

 


Paula había escuchado el relato de Pedro totalmente fascinada.


—Es una historia increíble.


—Mis padres eran personas increíbles.


—Desde luego. Me habría gustado conocerlos.


—¿Por qué?


—Porque te hicieron el hombre que eres hoy en día.


Pedro miró a Paula a los ojos. Entonces, lentamente, una sonrisa curvó sus labios.


—Cuidado. Estás muy cerca de hacerme un cumplido.


Paula sonrió.


—No necesitas mis cumplidos. Nunca he conocido a una persona más segura de sí misma, y ahora sé de dónde procede esa confianza. Viste cómo tus padres superaban la peor de las situaciones y eso te enseñó que tú también podías hacerlo.


—Sí, aunque perder cosas materiales no es lo peor que puede pasarle a uno. Lo peor es perder a alguien a quien se ama.


La respuesta de Pedro aturdió momentáneamente a Paula, porque no la esperaba.


—Por supuesto —dijo, tan rápidamente como pudo—. Ahora también sé por qué eres un hombre tan paciente. Como tu padre, estás dispuesto a esperar y trabajar para conseguir lo que quieres.


—Así que ahora ya sabes todo lo que hay que saber sobre mí.


«Ni mucho menos», pensó Paula. Había averiguado algunas cosas sobre su pasado, pero estaba claro que Pedro aún ocultaba muchas otras cosas en su interior, como ella.


—Tengo otra pregunta. Dados tus humildes orígenes, ¿Cómo llegaste a convertirte en el hombre que eres hoy en día, con suficiente dinero como para comprar cualquier cosa?


—Con dignidad y orgullo, espero. En cuanto tuve edad suficiente me busqué un empleo, pero mi padre nunca me dejó trabajar tanto como para llegar a descuidar mis estudios. No quería que llegara a sucederme lo mismo que a él. Me dijo que él se ocuparía de mi madre, de mí y de recuperar la tienda. Mi trabajo consistía en concentrarme en mis estudios. Gracias a esa concentración gané una beca. Creo que nunca vi más orgullosos a mis padres que el día que me gradué en la universidad.


—Lo imagino —dijo Paula, sinceramente—. ¿Y qué hiciste después de graduarte? ¿Ir a Dallas?


—Sí. Viví allí ocho años seguidos. Me puse a trabajar y a establecer contactos. Pronto, un trato llevó a otro, y mi primer millón fue seguido de otros cuantos.


—Ocho años es muy poco tiempo para hacer tanto dinero. Haces que parezca fácil, pero yo sé que no lo es.


—No, pero no olvides que aprendí muy pronto todo lo relacionado con el trabajo y la paciencia. Y por cierto, también conocí a Darío el primer año que estuve en Dallas —Pedro hizo una pausa—. Siempre he estado agradecido por esos ocho años.


—¿Por qué?


—Porque todo lo que logré durante ese tiempo me dio la oportunidad de conseguir para mis padres cosas que nunca habían podido tener: una buena casa, muebles, un buen coche… En su vida habían ido de vacaciones, y no lo habrían hecho a menos que me los hubiera llevado casi a la fuerza conmigo.


Paula rió.


—Más o menos como has hecho conmigo.


Pedro sonrió.


—Sí. En cuanto estuvo construida esta casa los traje a la isla. Les encantó. También pude organizar las finanzas de mi padre para que no tuviera que volver a trabajar si no quería, aunque siguió haciéndolo. También tuve la oportunidad de decirles lo orgulloso que estaba de ellos y de darles las gracias por todo lo que habían hecho por mí —tras una pausa, añadió—: Eso es lo que más agradezco.


Paula sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No tenía referencias para entender la gratitud que Pedro sentía por haber podido hacer todo aquello por sus padres.


—Pero entonces mi madre murió inesperadamente —continuó él—. Mi padre quedó destrozado y yo decidí volver a casa. Seguí trabajando desde allí con un ordenador, módem y fax. Cuando sentía que mi padre estaba mejor hacía algún viaje rápido a Dallas. Pero su salud también empezó a deteriorarse, y cuando se puso realmente mal me convertí en su enfermero permanente.


—¿Por qué? —Preguntó Paula—. Tenías dinero suficiente para contratar a un profesional que se ocupara de él.


Pedro la miró un momento antes de contestar.


—Cuidar de él no supuso nunca una obligación para mí. Me sentía privilegiado por poder hacerlo, aunque también usé mi dinero para conseguir que tuviera todas las comodidades posibles —tomó la copa de coñac y le dio un sorbo—. Y esa es la historia que explica por qué no aparecí en la escena social de Dallas hasta hace un par de años. Antes tenía otras prioridades.


Paula permaneció un rato en silencio, tratando de asimilar todo lo que le había contado Pedro.


—Puede que tengas paciencia, además de todas las otras cosas que aprendiste de tu padre para conseguir lo que tienes en la actualidad, pero también eres especialmente brillante.


Pedro negó con la cabeza.


—Tanto como brillante, no.


—Sí que lo eres. Desde que te conozco he visto la evidencia de tu trabajo. Y siempre has sido lo suficientemente listo como para elegir el negocio adecuado. Como inversor, siempre has sabido utilizar el dinero de los demás para ganar el tuyo.


—Pero ningún cliente mío ha perdido nunca ni un centavo.


Paula sonrió.


—Lo sé muy bien. En algunos círculos, tu nombre se menciona con auténtica veneración.


—Es curioso. Yo también he oído mencionar tu nombre a menudo con veneración.


Paula rió.


—Sí, claro.


—Deberías hacer eso más a menudo.


—¿Qué?


—Reír —Pedro se levantó, tomó a Paula de la mano y la hizo ponerse de pie—. Ya hemos hablado suficiente del pasado. Ahora, concentrémonos en el presente.


—¿Cómo?


—Bailando.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 33

 



Las palabras de Pedro sonaron como si le agradaran «personalmente» los resultados de la combinación, y Paula se acaloró al instante. «Basta ya», se dijo. Probablemente, solo estaba pensando en Darío.


La expresión de Pedro se volvió repentinamente seria.


—Me alegra que hayas podido cortar a tiempo ese dolor de cabeza. No sabía si podrías cenar conmigo esta noche.


Paula no quería pensar en su engaño, pero se negó a apartar la mirada.


Pedro ladeó la cabeza y la miró pensativamente.


—Creo que nunca te he visto tan relajada como en estos momentos; ni siquiera te había oído nunca reír como lo has hecho hace un minuto. Pase lo que pase después de este viaje, habrá merecido la pena solo por verte así.


—¿Pase lo que pase? ¿Te refieres a si no consigo a Darío?


Pedro se encogió de hombros.


—Solo falta una cosa —dijo, sin responder a la pregunta. Tomó un hibisco del florero, se inclinó hacia Paula y se lo puso tras la oreja. Luego se apoyó contra el respaldo del asiento y la observó—. Perfecto —susurró.


Paula tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.


—¿Sabes otra cosa que desconocía de ti?


—No tengo ni idea.


—Que eres un hombre muy paciente.


Pedro la miró con una expresión tan enigmática que Paula ni siquiera se molestó en tratar de descifrarla.


—Supongo que lo soy —dijo, finalmente.


—Y también me he dado cuenta de que apenas sé nada sobre ti. Llevamos más o menos dos años moviéndonos en los mismos círculos y ni siquiera conozco los hechos más básicos de tu vida.


Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.


—Eso está muy bien, Paula.


—¿A qué te refieres?


—Has llegado a otra importante lección, y lo has hecho por tu cuenta.


—¿De qué estás hablando?


—De una lección a la que aún no habíamos llegado: la necesidad de mostrar interés por el hombre al que tratas de atraer.


—No solo estoy «mostrando» interés por ti, Pedro —replicó Paula, claramente molesta—. Estoy realmente interesada.


—Aún mejor. Entonces, de acuerdo; ¿Qué te gustaría saber? Soy como un libro abierto.


El enfado de Paula desapareció en un instante. Sonrió burlonamente.


—Ah, ¿sí? No estoy segura de poder creerte.


—Inténtalo.


—De acuerdo. Como te he dicho, me gustaría saber algunas cosas básicas. Por ejemplo, ¿Dónde estabas dos años antes de que nos conociéramos? No, espera. Empecemos aún más atrás. ¿De dónde eres?


—De un pueblo del este de Texas del que probablemente no habrás oído hablar.


—Puede que tengas razón, aunque poseo tierras en el este de Texas.


—Lo sé, pero en un sitio distinto.


Paula ya había dejado de sorprenderse de que Pedro supiera más de ella que ella de él.


—¿Viven tus padres todavía allí?


—Ojalá, pero no. Mi madre murió cuando yo tenía veintinueve años. Mi padre murió hace un par de años.


Paula sabía que debía reaccionar, pero ya que sentir pena por la pérdida de un padre era algo desconocido para ella, tuvo que recurrir a un tópico.


—Lo siento. ¿Te queda más familia en el pueblo?


—Una tía y tres primos.


—¿Y mantenéis una relación cercana?


Pedro asintió.


—Tratamos de reunimos de vez en cuando.


Era extraño, pero Paula nunca había imaginado a Pedro con familia, raíces o ataduras. Tal vez se debía al modo en que había aparecido dos años atrás, como de la nada.


—Háblame más de tus padres. ¿Qué hacían?


—Mi madre era ama de casa. Se ocupaba de mi padre y de mí, de la huerta y de enlatar los productos que obtenía de ella. Una vez incluso ganó un lazo azul en la feria del estado por su tarta de melocotón.


Paula abrió los ojos de par en par.


—Eso te lo tienes que estar inventando.


Pedro rompió a reír.


—¿Por qué dices eso?


—Porque nadie tiene una madre así.


—Lo siento, pero yo sí. Era maravillosa. Aún la echo de menos.


Paula pensó que si ella contara cómo había crecido, la mayoría de las personas tampoco la habrían creído.


—¿A qué se dedicaba tu padre?


—Tenía una ferretería. No ganaba mucho con ella, pero bastaba para nosotros tres, y eso era lo único que le importaba. Lo cierto es que mis padres eran personas buenas y sencillas que me criaron con mucho amor y me enseñaron desde pequeño la diferencia entre el bien y el mal. Tuve una maravillosa vida de niño, pero según fui creciendo aprendí que la vida también podía ser dura.


—¿Qué sucedió?


—Mi padre lo perdió todo cuando yo tenía diez años.


—¿Te refieres a la ferretería?


—A la ferretería, a nuestra casa y a la mayoría de nuestras pertenencias. Y todo sucedió porque se fió del hombre que le llevaba la contabilidad de la tienda y de nuestros gastos personales. Desafortunadamente, se equivocó fiándose de él. Cuando se dio cuenta de que algo iba mal, ya era demasiado tarde. El contable se lo había llevado todo y mi padre no tenía ahorros.


—¿Detuvieron al contable?


—Sí, pero para cuando lo hicieron ya se había gastado todo. Lo metieron en la cárcel, pero la justicia no hizo ningún bien a mis padres. Las personas con las que estaba endeudado mi padre lo llevaron a juicio para que liquidara sus bienes.


—Debió ser terrible para tus padres.


Pedro asintió.


—Lo fue. Pero, en cierto modo, estuvo bien.


—¿Cómo puedes decir eso?


—Porque observando cómo se enfrentaron mis padres a la situación aprendí algunas lecciones muy valiosas sobre la vida, cosas que no habría podido aprender de otro modo.


—No estoy segura de comprender. ¿Cómo se enfrentaron a lo sucedido?


—Con gran orgullo y dignidad. Alquilamos una de las casas más pequeñas y desvencijadas del pueblo, pero mis padres jamás se mostraron avergonzados de la situación a la que se habían visto reducidos. Y debido a ello, yo tampoco. De hecho, nunca vi nada de lo que sentirme avergonzado. No habían cambiado. Seguían siendo los mismos padres amorosos de siempre.


—¿Pero cómo se las arreglaron para comprar comida y todas las cosas necesarias para vivir?


—Mamá plantó un nuevo huerto, pero tres veces más grande que el anterior, de manera que podía vender lo que sobraba a los vecinos. Y empezó a comprar ropa y otras cosas de segunda mano. También se dedicó a planchar para otros. Según me fui haciendo más y más consciente de lo que estaba pasando empecé a sentirme más y más orgulloso de mis padres. El amor que se profesaban y que me daban se fortaleció aún más en aquellas circunstancias. Muchas noches, después de acostarme, podía oír a mi madre esperando a que mi padre regresara a casa para poder servirle una comida caliente. Y muchas veces vi cómo le daba masajes en los hombros para aliviar el dolor que padecía debido al esfuerzo físico que tenía que hacer en su trabajo. Pero con mucha paciencia y perseverancia, mi padre siguió trabajando para recuperar su tienda. Tenía dos trabajos, a veces tres, pero nunca se quejaba. Finalmente, su paciencia y el trabajo duro dieron sus frutos y pudo volver a comprar la tienda.