jueves, 14 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 12




La carpa enorme que habían plantado en el césped estaba rodeada de lucecitas blancas que resplandecían en el aire húmedo de la noche. La banda de música tocaba una melodía antigua y calmada que parecía más apropiada para inaugurar un museo que para un cumpleaños y, cuando se acercó a la carpa, vio que había muy pocas parejas en la pista de baile. La pista estaba rodeada de mesas cubiertas con manteles y cristal, la mayoría ocupadas, y los nervios que Paula había conseguido contener desde que se despertara esa mañana salieron por fin a la superficie.


Un joven uniformado que llevaba una bandeja llena de copas de champán se cruzó con ella.


—Espere —los tacones de los zapatos se clavaron un poco en la hierba cuando Paula se acercó a él—. ¿Puedo…?


—Desde luego —él esperó a que tomara una de las copas, cosa que ella hizo con cuidado por miedo a derramar otras.


—Gracias —tomó un sorbo rápido mientras pasaba la vista por la multitud—. Usted no sabrá dónde está la chica del cumpleaños, ¿verdad?


—Creo que dentro —el joven continuó su camino hacia los invitados.


Paula miró la terraza que llevaba a la casa.


Allí también había mesas e invitados. Tomó otro sorbo de champán y se riñó interiormente por estar tan nerviosa.


Había pasado varias horas placenteras con Pedro y sus hijos la noche anterior y él no había mencionado en ningún momento su sugerencia de que ella se hiciera pasar por su prometida. De hecho, la había tratado más bien como a una hermana.


Y habían tenido ocasión de hablar en privado cuando él trabajaba en el suelo del baño y Ivan y Valentina jugaban con los perros fuera en el jardín.


Por lo que sabía, él había recuperado el sentido común y desechado la idea.


Subió los escalones hasta la terraza. Por el camino reconoció a Kanya, la encargada de asuntos comunitarios de la empresa de la que Fiona esperaba sacar un donativo importante. Su cara era la única que Paula reconocía.


Pero cuando vio a Pedro de pie al lado de las puertas de cristal que daban a la sala de estar, olvidó hablar por completo.


Paula había visto a muchos hombres con esmoquin a lo largo de los años, pero ninguno la había afectado tanto. 


Estaba… magnífico.


No era sólo el traje, aunque la chaqueta y los pantalones azul medianoche estaban a años luz de los habituales vaqueros. Se había apartado el pelo moreno de la cara y, cuando se movió a mirar la terraza, ella quedó sorprendida por los ángulos afilados de su atractivo rostro y la sorprendente claridad de sus ojos azules.


Y aquellos ojos la miraban a ella. Pedro sonrió un poco y extendió una mano en su dirección.


A Paula le dio un brinco el estómago y tuvo la ridícula sensación de que su vida en aquel momento cambiaba para siempre.


—Esperamos tener pronto una respuesta para Fiona sobre el donativo —oyó decir a Kanya.


Respiró hondo y tragó saliva con fuerza. Murmuró algo, que esperaba resultara coherente, y se dirigió hacia la mano tendida de Pedro.


Sólo cuando se acercaba a la puerta, notó que estaba con otras personas.


Dos hombres tan altos como él, aunque no tan anchos de hombros, pero con el pelo igual de oscuro. Supuso que serían sus hermanos mayores, Hugo y Alvaro. Y las mujeres que los acompañaban sin duda eran sus esposas, que iban muy elegantes, con el pelo recogido en alto, diamantes colgados al cuello y vestidos negros de escote palabra de honor que resaltaban sus figuras esbeltas.


Resultaban tan perfectas que Paula volvió a sentirse como una colegiala que jugara a los disfraces.


Pedro le salió al encuentro en la terraza.


—Empezaba a pensar que tendría que ir a buscarte —dijo. La miró un momento—. Pero la espera ha valido la pena. Dame eso —le quitó la caja que llevaba en la mano—. Pesa —comentó.


Ella seguía nerviosa y se esforzó por calmarse.


—He hecho un álbum de recortes mostrando todo lo que ha pasado en la agencia desde que la fundó Fiona. No te imaginas la de cajas viejas y polvorientas que he tenido que abrir —dijo nerviosa—. Y he conseguido que todos me guardaran el secreto. Al final acabé reuniendo muchas cosas.


Pedro frunció los labios.


—Seguro que sí. Y le va a encantar —se inclinó hacia ella—. Me dejas sin aliento —le susurró al oído antes de rozarle la mejilla con los labios.


Paula sintió que se iba a desmayar y lo miró.


—¿Cómo lo sabes? —carraspeó—. Llevo abrigo.


Él le puso el pulgar en la barbilla.


—Créeme, lo sé. ¿Va todo bien?


—Muy bien —Paula tomó otro sorbo de champán—. No pretendía llegar tan tarde, pero he comido con mi madre y me he retrasado. ¿Dónde está Fiona?


—Prisionera de mi madre, que le está presentando invitados.


Pedro le tomó la mano y la llevó hacia la casa. Añadió el regalo de ella a la colección depositada en una mesa larga y bajó la voz.


—Amanda no parece reconocer la ironía de que tenga que presentarle gente a Fiona en la fiesta de Fiona.


—Quizá deberíamos organizar un rescate —susurró Paula, también en voz baja.


A él le brillaron los ojos.


—Sabía que eras un espíritu afín.


Ella sonrió temblorosa. Aquel hombre era demasiado seductor. Le costaba esfuerzo recordar que seguía siendo un hombre con un objetivo… por muy justificada que estuviera su causa.


No quería volver a quemarse y algo le decía que podía sufrir más con Pedro de lo que había sufrido con Leonardo.


Desgraciadamente, también había una vocecita en su cabeza que decía que ya era demasiado tarde para echarse atrás.


Agotó la copa de champán y la dejó sobre una mesa cerca de la puerta.


—¿A qué estamos esperando? —preguntó.


Pedro sonrió. Puso la mano de ella en su brazo y la escoltó al interior de la casa.


Varios pares de ojos se volvieron de inmediato a mirarlos, pero Paula no tuvo ocasión de sentirse tímida porque él le cubrió la mano en su brazo con la otra mano y se la apretó.


—Amigos —la miró de un modo que hizo que el corazón se le subiera a la garganta a Paula—. Ésta es Paula. Es…


—… la que alquila la casita del jardín de Fiona —intervino una de las esposas perfectas con un tono que hizo que a Paula se le congelara la sonrisa.


—… una gran amiga mía —prosiguió Pedro, como si no lo hubieran interrumpido.


—Y una de mis personas favoritas de todos los tiempos —dijo Fiona. Su voz sonaba tan animosa como el vestido amarillo que llevaba—. Paula, querida, nunca te he visto tan adorable —Fiona la besó en la mejilla y sonrió a Pedro y a
ella—. Dame tu abrigo y déjame ver tu vestido. No dejaremos que te congeles. Hay estufas fuera.


Paula se quitó el abrigo y Fiona se lo tendió a un sirviente.


—Sois la pareja más atractiva de la fiesta —dijo con satisfacción.


¿Pareja? Paula confió en que no se notara su sorpresa al oír esa palabra en labios de la abuela de Pedro. Y el modo en que Pedro volvió a colocarle la mano en el brazo de él no ayudó mucho.


—Abuela, hieres nuestros sentimientos —dijo la misma mujer que había hablado antes, pegándose a su esposo.


Fiona movió una mano en el aire.


—Renée, no temas. Todos sabemos que Diana y tú tenéis el armario lleno de trofeos de concursos de belleza.


Renée sonrió complacida.


—¿Pedro te ha presentado a todo el mundo? —Fiona tomó el otro brazo de Paula, haciendo que ésta se sintiera rodeada de apoyo.


—Estaba en ello.


—¡Ah! —Fiona señaló a Renée y su esposo, un hombre alto con algún toque blanco en su pelo castaño oscuro—. Éstos son Hugo y Renée —Paula sabía que Hugo era el hermano mayor de Pedro—. Y Alvaro y Diana —señaló a la otra pareja—.Hugo y Alvaro son los Alfonso del Grupo Legal Alfonso, junto con, ah, ahí está, Adrian —Fiona esperó a que el hombre alto de pelo plateado se acercara a ellos—. Mi hijo Adrian. Querido, ésta es Paula Chaves. Te he hablado de ella.


—Por supuesto.


Paula se encontró cara a cara con el padre de Pedro y supo que probablemente estaba viendo cómo sería el futuro Pedro: de pelo plateado e increíblemente atractivo. Y su sonrisa era mucho más natural que la de Hugo o Alvaro. Más bien como la de Pedro, de hecho.


—Me alegro de conocerte por fin, Paula. Conozco a tu madre. Estuvo en un comité con Amanda hace unos años. Es una mujer encantadora.


—Gracias —Paula consiguió sonreír—. Es un placer conocerlos a todos —incluyó a los otros en su sonrisa.


—Y ahora vamos a bailar —dijo Fiona. Señaló las puertas de cristal y la carpa de fuera—. Voy a ver si consigo que toquen algo de este siglo —avanzó hacia la puerta.


—Y yo voy a procurar que no tenga otro encontronazo con
Amanda —murmuró Adrian, con una sonrisa nerviosa.


Salió por la puerta seguido por sus nueras, que tiraban de sus maridos.


Paula se quedó a solas con Pedro y se dio cuenta de pronto de que su pecho se apretaba muy cerca del brazo al que se aferraba.


Se humedeció los labios y se soltó despacio.


—Tu familia parece agradable.


Él enarcó una ceja.


—Son pretenciosos y criticones. Y a mis cuñadas sólo les importa cuántos diamantes llevan y cuánto tiempo pueden espantar las arrugas.


—¡Pedro!


Él frunció los labios en una sonrisa.


—No te preocupes, todo eso ya se lo he dicho a la cara. Para ellos yo soy tan raro como ellos para mí. Pero todos apreciamos una cosa.


—¿Fiona?


—Exacto —él le puso las manos en los hombros y la volvió hacia él—. Ya te he dicho lo increíble que estás, ¿verdad?


Ella asintió.


—Tú tampoco estás mal —miró la puerta, intentando concentrarse en algo que no fuera la atracción descontrolada que sentía por él.


Ni siquiera Leonardo le había producido aquel efecto y eso que había pensado casarse con él.


Tragó saliva y lo miró.


—No has renunciado a la idea de hacerme pasar por tu prometida, ¿verdad? —preguntó.


La mirada de él no vaciló.


—Nunca he dicho que lo hubiera hecho.


—No habías sacado el tema desde aquella noche en el restaurante.


—Si lo hubiera hecho, te habrías vuelto a negar. Y yo quería darte tiempo para que lo pensaras bien. Porque una vez que accedas, necesito que sigas ahí hasta el final.


—Y el final es un dictamen de custodia satisfactorio —musitó ella—. No es que no te comprenda, Pedro. He visto cómo quieres a tus hijos y espero de verdad que consigas lo que quieres por el bien de los tres. Pero supongo que no soy la única mujer a la que se lo puedes pedir.


—Ya te dije que no salgo con mujeres.


—Y eso me cuesta tanto creerlo ahora como la primera vez que lo dijiste —bajó la voz—. Puede que no salgas con alguien ahora, pero puedes recurrir a alguien de tu pasado.


—Si te digo que no he salido con nadie desde que llegué a Seattle, ¿te convencerás?


—¡Pero hace años de eso! —exclamó ella.


—Ya lo sé —sonrió él—. Admito que, después de mi separación, hubo muchas mujeres. Pero ninguna importante. Y desde que llegué a Seattle, he tenido cosas más importantes que hacer —frunció los labios.


—Yo no quiero estropearte nada.


—No me vas a estropear nada —repuso él con aire de sorpresa.


—Eso mismo decía mi prometido.


—¿Estuviste prometida?


—Sí.


—¿Cuándo?


—Hace casi un año.


—¿Y qué pasó?


Paula respiró hondo. Quizá si él lo sabía, lo entendería.


—Estaba prometida con Leonardo McKay.


Él frunció el ceño.


—Tiene algo que ver con el Ayuntamiento, ¿verdad?


—Es concejal, pero tiene aspiraciones mucho más grandes.


Se apartó de Pedro con la esperanza de que su mente funcionara más claramente si él no la tocaba. Pero al retroceder, el tacón de aguja se clavó en el vestido y oyó un desgarrón.


Pedro la atrapó antes de que cayera al suelo de espaldas.


—¿Ves? —ella volvió la cabeza y levantó el vestido para mirar el dobladillo desgarrado—. Siempre me pasan estas cosas.


—¿Te enganchas el tacón?


—O me tiro tarta de cereza en una blusa blanca en una comida de recaudación de fondos, o me río demasiado alto, o no entiendo una broma que entienden todos los demás. O le digo al hombre que más apoya las aspiraciones políticas de mi prometido que es un hipócrita por criticar públicamente una urbanización costera en la que invierte en privado.


—Eso es de hipócritas.


—Pero ésa no es la cuestión. Leonardo necesitaba una mujer al lado que lo ayudara, no una que no ha sido capaz de mantener un empleo más de un año seguido y a la que siempre tenía que disculpar o…


—Y él parece un muermo —repuso Pedro.


Paula lo miró.


—Eso mismo lo llama Fiona.


—Y ella suele acertar a la hora de juzgar a la gente. ¿Y qué pasó cuando llamaste hipócrita al hipócrita?


Ella hizo una mueca.


—Leonardo se enteró de que no tenía el fideicomiso que él creía que tenía.


—¿Y por qué creía que lo tenías?


—Porque mi padre era socio de Abel Hunt cuando montó HuntCom y yo había donado una… pequeña cantidad a su campaña —si se podía llamar así a casi todos los ahorros que tenía en su cuenta. Se frotó un lado de la nariz y apartó la vista.


Su tío Abel había dado cien mil dólares a todas las hermanas al graduarse en el instituto. Paula era la única que había conseguido fundirse el dinero sin haber hecho nada interesante con él como abrir un restaurante, recorrer el mundo o pagarse una carrera importante.


—Le pasó lo mismo que le pasa a mucha gente que conoce mi conexión con los Hunt. Pero mi padre murió cuando yo era pequeña y a nosotras no nos quedó mucho. HuntCom no despegó del todo hasta después de su muerte.


—¿Y McKay?


—Rompió el compromiso, por supuesto.


—Es un idiota.


—Delante de quinientas personas que asistían a una cena de recaudación de fondos —añadió ella.


Pedro hizo una mueca.


—Un muermo sin clase. La política probablemente es el lugar ideal para él.


Paula soltó una risita.


—No me hagas reír. Esto es serio.


—No me puedo tomar en serio a alguien que es tan estúpido como para hacer daño a la mujer que se supone que quiere. Pero para mí es una suerte que ahora estés libre de él.


Ella miró sus ojos azules, que parecían llenos de sinceridad.


—Yo…


Pedro —dijo una voz femenina fría y cortante—. Si has terminado de flirtear con el servicio, quiero hablar un momento contigo.




UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 11




A la noche siguiente, Paula inclinó a un lado la cabeza y observó su imagen en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta de su armario. El dobladillo del vestido de color blanco roto caía sobre la alfombra a sus pies, pero eso se podía resolver llevando tacones altos. Se miró, tomó dos masas de rizos con las manos y se colocó el pelo en la parte alta de la cabeza.


—No sé, Zeus. ¿Tú qué dices? ¿Parece que estoy jugando a disfrazarme? ¿Qué crees que pensará Pedro?


Miró la imagen del perro en el espejo. El animal la miraba con ojos pacientes desde su lugar en el suelo, a los pies de la cama, donde había media docena de vestidos probados ya y descartados.


El único que quedaba era el que llevaba puesto. Lo había comprado un día que había ido de compras con Alma, y había contado con la aprobación de su elegante hermana, poco antes de que la dejara Leonardo. No había llegado a
estrenarlo. De hecho, había estado a punto de devolverlo a la tienda, pero lo había comprado en liquidación y le había parecido menos embarazoso meterlo en el fondo del armario que volver a la tienda y confesar que no necesitaba el vestido después de todo porque su prometido había decidido que ya no tenía que acompañarlo a más recaudaciones de fondos ni a ningún otro sitio. No la quería a su lado en la campaña de reelección. ¿Para qué, si ya estaba claro que ella no tenía mucha influencia en el imperio HuntCom después de todo?


Se soltó el pelo, que le cayó sobre los hombros en su desorden habitual.


Bajó la mano por los pliegues de tela que caían en una columna desde la cintura.


El vestido tenía mangas cortas que eran poco más que tirantes anchos en los hombros. La parte delantera del cuerpo era de talle bajo y recto a través de los pechos, y mostraba más escote de lo que estaba acostumbrada Paula. Pero Alma no había vetado el vestido, así que sólo le quedaba cruzar los dedos y confiar en que le quedara bien.


El timbre del teléfono la sobresaltó. Tomó el supletorio de la mesilla.


—¿Diga?


—¿Paula? —dijo una voz desconocida—. Soy Quentin Rich. Esperaba pillarte en casa.


Ella arrugó la nariz. Era el hombre que había dejado el mensaje. Colocó el teléfono contra el hombro, se acercó a Arquímedes, que dormía en el umbral y entró en el baño a buscar horquillas en un cajón. ¿Dónde estaban las brillantes que le había regalado Lucia por Navidad?


—Sí, Quentin —al que seguía sin recordar—. ¿Cómo estás?


—Muy bien. Oye, me preguntaba si querrías que nos viéramos. Hay un restaurante nuevo que tiene muy buenas críticas y me muero de ganas de llevarte.


Ella enarcó las cejas, un poco sorprendida por su entusiasmo.


—¿Te mueres de ganas?


—Sé que te encantará —siguió él, muy seguro de sí—. Se cena en la oscuridad, así que no ves lo que hay en el plato. Es todo muy… táctil.


—Querrás decir sucio —ella no pudo reprimir una carcajada al recordar por fin cómo se habían conocido—. Y te parece apropiado porque me viste tirarme un plato de canapés encima en la fiesta de Navidad.


—No fue culpa tuya —se apresuró a decir él—. Y no es por eso.


Ella cerró el cajón. Quizá las horquillas estaban en el joyero.


—Si no recuerdo mal, tú querías vender algún software a HuntCom. ¿Cómo te fue con eso? —se subió el vestido con las manos y pasó por encima de los perros camino de la cómoda.


—Genial. Muy bien. El señor Hunt se ha tomado un interés personal últimamente.


Paula vaciló.


—¿Qué señor Hunt?


Por lo que sabía, Lorenzo estaba demasiado ocupado dirigiendo la compañía y con su esposa e hijos para tomarse un interés personal en un proyecto de software que hasta ella recordaba que no era nada del otro mundo.


—Abel—contestó Quentin—. Admito que es muy halagador que un pionero como él se interese por mi trabajo.


Siguió hablando, pero Paula ya no lo escuchaba.


Quentin.


Primero había sido Omar Boering y ahora ese hombre. No había tenido ninguna cita desde que la dejara Leonardo y ahora, en cuestión de semanas, había dos hombres interesados por ella. ¿Y ambos estaban relacionados con Abel?


Empezó a recelar, pero se dijo que no tenía sentido. Cierto que Abel era uno de los hombres más manipuladores que conocía. Pero sabía el golpe que había sido para ella el episodio con Leonardo y no se le ocurría ni una sola razón para que le enviara hombres ahora cuando nunca lo había hecho.


Como mucho, buscaría una persona inocua para distraer a Quentin y su proyecto.


Satisfecha con ese razonamiento, tomó las horquillas brillantes con forma de margaritas, que se mezclaban en el joyero con una serie de pendientes y collares no muy caros.


—Oye, Quentin, lo siento, pero estoy a punto de salir.


—¿Quieres que te llame mañana?


—¡No! —ella misma se asustó de su vehemencia—. Es decir, te agradezco que pienses en mí, pero…


—Ya sales con alguien, supongo.


Paula abrió la boca para negarlo, pero las palabras no llegaron. Recordó Pedro y sus hijos alrededor de su mesita de café devorando la noche anterior la mejor pizza que se podía encontrar en Seattle.


—Bueno… —soltó una risita, con la esperanza de que él sacara conclusiones sin verse obligada a mentir.


—Mensaje recibido —repuso Quentin—. Pero en serio, si cambias de idea, tienes mi número.


—Bien. Lo tendré en cuenta. Ahora tengo prisa.


—De acuerdo. Buenas noches, Paula


—Adiós, Quentin —cortó la comunicación y lanzó el teléfono sobre la cama—. Zeus, recuérdame que le diga al tío Abel que yo no soy ningún comité de bienvenida, ¿vale?


Zeus bostezó y bajó la cabeza sobre las patas extendidas.


—Gracias por tu apoyo —murmuró Paula.


Se acercó de nuevo al espejo y se sujetó varios rizos con las horquillas. Se puso a continuación los zapatos plateados de tacón de aguja que Alma había insistido en que hacían juego con el vestido y tomó un abrigo largo y negro de cachemira que le había regalado su madre dos años atrás por su cumpleaños.


No necesitaba bolso, pues sólo tenía que cruzar a la casa principal. Se echó el abrigo sobre los hombros, tomó la caja que contenía el álbum de recortes que había hecho para Fiona y salió de la casa.