domingo, 6 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 11




Paula salió de casa de los Traub a la mañana siguiente con la sensación de haberle tocado la lotería. Le había caído bien a Erika. Le había gustado también el pequeño currículum que había preparado con su historia laboral en el que podía entreverse su paciencia con los clientes del LipSmackin’ Ribs y su abnegación y responsabilidad como madre.


Al llegar a donde tenía el coche, se paró un instante a contemplar de nuevo la vivienda de los Traub en aquel bloque de casas de ladrillo visto, adornada con ribetes azules y con macetas de crisantemos en casi todas las ventanas. Era una casa encantadora. Al parecer, Erika la había restaurado después de comprarla, unos meses antes de conocer a Daniel. Le había contado también que su marido le había propuesto irse a vivir a una casa más grande, pero que ella había preferido quedarse allí al lado de su madre que vivía en el piso de al lado y con la que estaba muy unida.


Paula pensó entonces en la relación que ella tenía con los padres de Eduardo. La habían acogido muy generosamente tras la muerte de Eduardo, pero ella tenía serias dudas de que el afecto que parecían demostrarle no fuese solo por el interés de tener cerca a su nieto Joaquin. Tampoco había tenido un buen ejemplo en su propia familia. A su padre nunca le habían gustado los niños. La había abandonado cuando era pequeña y nunca había vuelto a saber más de él. Más de una vez había oído a su madre discutiendo con él por las facturas de la casa y por su falta de responsabilidad.


Cuando Eduardo le dijo que no quería comprometerse con ella, estuvo a punto de romper su relación con él. Pero al quedarse embarazada, el destino vino a decidir su suerte por ella.


Por eso, ahora quería ser independiente y poder decidir sobre su propia vida.


Con perseverancia y tesón, conseguiría al final un buen trabajo. De eso, estaba convencida.


Pero lo que más deseaba en ese momento era volver a ver a Pedro para darle las gracias por lo que había hecho por ella. Olga recogería a Joaquin a la salida del colegio, así que estaría libre hasta la una y media.


Recordó que no solo tenía que darle las gracias sino también un paquete de medio kilo de su café favorito. Podría comprar el café y algunos bollos en la panadería de Las Campanillas de Monte y luego tomar la carretera de la montaña para llegar a su cabaña. Probablemente le daría una sorpresa. 


Después de todo, él ya le había dado varias.


Durante el viaje al refugio de Pedro, Paula se recreó admirando la belleza del paisaje. Las cumbres coronadas de nieve se recortaban sobre el cielo limpio y azul. Al desviarse de la carretera y tomar el sendero que llevaba a la cabaña de Pedro, su coche pasó por encima de unas piedras que salieron despedidas.


Aunque la casa de Pedro no estaba en la misma cumbre de la montaña, estaría bloqueada por la nieve dentro de unas semanas. ¿Querría quedarse aislado por la nieve para permanecer alejado del resto del mundo?


Tal vez considerase su visita una intromisión en su vida privada. Tal vez, ella estuviese cometiendo una equivocación. Sin embargo, se sentía atraída por él como nunca se había sentido atraída por ningún hombre. 


¿Sería solo por su carisma? Pedro era una estrella de la canción, la gente le aplaudía y adoraba, y quería estar lo más cerca posible de él. Ella no sabía la razón, pero quería averiguar lo que él podía sentir por ella. Aunque tal vez solo había ido allí para demostrarle que tenía una amiga con la que podía contar para todo lo que quisiera.


«¿Una amiga? ¿Es eso todo lo que quieres ser para él?», le dijo una voz interior, como burlándose de ella.


Trató de hacer oídos sordos a aquella voz impertinente.


Tras aparcar el coche frente a la entrada del garaje, en una zona de gravilla, se quedó mirando la casa desde el porche. 


Las persianas estaban subidas como casi siempre, ya que no había vecinos alrededor. Pero no vio el menor movimiento
dentro. Tal vez, Pedro hubiera bajado a la ciudad a comprar algo o a hacer una llamada.


Bajó del coche con el paquete de café y los bollos y oyó entonces el sonido de un hacha golpeando la madera. 


Parecía provenir de la parte de atrás de la casa, donde había un jardín. Pedro estaba a unos diez metros de un cobertizo que había en un extremo, tratando de partir un enorme leño que había colocado sobre un tocón. Se quedó fascinada mirando la figura imponente de Pedro, con sus anchas espaldas y el torso musculoso que se adivinaba bajo su camisa de franela, mientras levantaba el hacha por encima de la cabeza para dar el golpe definitivo que partiera en dos el voluminoso tronco. Le costó un par de intentos, pero al final lo consiguió de un certero hachazo.


No quiso acercarse a él por la espalda por temor a asustarle. 


Sobre todo, con aquel hacha en la mano. Así que dio un amplio rodeo en círculo hasta que entró en su campo de visión.


Entonces sonrió, mostrándole el paquete de los bollos.


—Magdalenas y croissants de la panadería de Las Campanillas de Monte. ¿Te gustan?


Él se quedó mudo por un instante y luego se echó a reír.


—¿Estás de paso por aquí? —dijo él bromeando.


—¿Te molesto? —exclamó ella muy seria—. Si no quieres compañía, dejo esto en la mesa de la cocina y me voy.


Pedro hincó el hacha en el tocón sin dejar de mirarla. Ella, viéndole con aquel aspecto, pensó que podría pasar perfectamente por un leñador de la montaña.


—Una buena compañía es siempre bienvenida, sobre todo cuando trae una bolsa de bollos recién hechos como esa. Hace ya unas horas que he desayunado — dijo él, acercándose a ella.


—¿A qué hora te levantas?


Nada más pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que tal vez había hecho una pregunta algo indiscreta.


Le vinieron al instante unas imágenes eróticas: Pedro en bañador, en calzoncillos bóxer, en…


El sol empezaba ya a calentar, pero su calor no era tan intenso como el que ella sentía en sus mejillas.


Los ojos verdes de Pedro cobraron un brillo especial como si le estuviera leyendo el pensamiento. Ella se preguntó cómo sería el brillo de sus ojos y de su sonrisa antes de que hubiera pasado aquella tragedia.


—Suelo levantarme un poco antes de que amanezca. Al menos aquí.


—¿Y antes?


—Antes todo era muy distinto. Si no estaba de gira, solía quedarme toda la noche escribiendo y componiendo. Tengo un estudio de música en mi casa de Nashville. Cuando estoy allí, me olvido del tiempo y me concentro en mi trabajo.
Pero, estando de gira, necesito relajarme durante un par de horas antes de ir a la cama, para poder dormirme.


—Así que eres un ave nocturna y a la vez una persona madrugadora.


Pedro le hizo una seña para que entraran en la casa por la puerta de la cocina.


—Te llevaría las cosas, pero tengo las manos sucias. Iré a lavarme —dijo él con una sonrisa, y luego añadió al llegar a la puerta—: ¿Y tú? ¿Qué eres? ¿Un ave nocturna o el pájaro del alba?


—Cuando Joaquin era más pequeño, solía ser bastante madrugadora, pues el niño se despertaba a eso de las seis, pero últimamente me estoy volviendo más trasnochadora. Después de llegar de trabajar, necesito estar tranquila unas horas antes acostarme. Si me voy a la cama antes, me pongo a pensar cosas y no logro conciliar el sueño.


Pedro abrió el grifo del fregadero y se puso a lavarse. Ella sacó dos platos del armario de la cocina y los puso en la mesa. En aquella cocina se sentía como en su casa, después de tantas horas como había estado en ella.


Pedro se secó las manos y miró con satisfacción el paquete de café.


—¿Te apetece una taza? —preguntó ella.


—¡Cómo no! Soy un cafetero nato, casi un adicto —dijo él, llenando de agua el depósito de la cafetera—. Pero dime, si no pasabas por aquí, supongo que tendrás una buena razón para haberte molestado en subir esta montaña para venir a verme.


—Vine a darte las gracias. Erika me llamó ayer y hemos estado hablando esta mañana. Me ha dado un trabajo como ayudante suya en la coordinación del Frontier Days. No te puedes imaginar lo que esto significa para mí.


—Me hago una idea por la cara que pones —dijo él con una sonrisa—. Me alegro de que os hayáis puesto de acuerdo, porque no estaba muy seguro. Con lo independiente que eres, pensé que podrías dejarla plantada.


—Yo nunca habría hecho una cosa así con una amiga tuya. Hay una gran diferencia entre conseguir un trabajo por tus propios méritos y que te paguen un salario por compasión.


Mientras se hacía el café, Paula le contó lo que había puesto en su currículum y las preguntas que Erika le había hecho antes de decidir darle el trabajo.


—Erika tiene mucha psicología. Sabe detectar en seguida a una persona con talento. Por eso se casó con mi mejor amigo —dijo él sonriendo—. Y por eso mismo también te contrató a ti.


—En mi caso, no lo creo. Me gustaría haber podido tener una formación más sólida.


—Sé lo que quieres decir. Yo siempre he querido tener un título.


—¿De qué?


—De oceanografía —respondió él muy serio, y añadió luego con una sonrisa al ver su cara de perplejidad—: No, hombre, era una broma. Me gustaría haber estudiado teoría de la música. Nunca he tenido una formación musical académica y me hubiera gustado. Podría haber aprendido incluso a tocar el saxo.


—Nunca tiene uno tiempo suficiente para hacer lo que le gusta, ¿verdad?


—Creo que tú sí que sabes sacar tiempo para hacer las cosas que consideras importantes.


El agua de la cafetera comenzó a hervir. El sol entraba a raudales por la ventana de la cocina, iluminando lateralmente el rostro de Pedro. Ella le miró y sintió un deseo
irrefrenable de acariciarle las mejillas. Tenía una pequeña barba de haber estado un par de días o tres sin afeitarse. Hubiera deseado verle con una sonrisa en los ojos y una guitarra en las manos.


Le miró fijamente y vio en sus ojos una expresión cuyo significado ya conocía: estaba deseando besarla. Sin embargo, dio un paso atrás, sacó dos tazas de la alacena y las puso al lado de la cafetera.


—Te aconsejo que apartes las magdalenas y croissants que te pienses comer porque, si no, me temo que acabaré con todos.


Paula tomó una magdalena de arándanos y Pedro un croissant relleno de queso.


Él se interesó por Joaquin y ella le contó todas las travesuras que había hecho en el parque.


—No lo puedo evitar, soy de esas madres que se ponen histéricas cuando ven subir a sus hijos a esos toboganes y a esos columpios tan altos.


—¿No te montabas tú también en ellos cuando eras niña? —preguntó él sonriendo.


—Claro que sí. Pero cuando se tienen hijos, se ven las cosas de otra manera.


—¿Piensas tener más niños?


—Podría ser… si encontrara al hombre adecuado.


Ninguno de los dos parecía poder apartar la vista del otro. Paula estaba empezando a hacerse ilusiones de nuevo y sabía que eso podía ser peligroso. Se levantó de la mesa y, como si estuviera en el LipSmackin’ Ribs, recogió los platos y las tazas y los llevó al fregadero.


Pedro se levantó también, los limpió un poco por encima y luego los metió en el lavavajillas.


Se quedaron los dos muy juntos en ese momento. Codo con codo, hombro con hombro.


—Gracias de nuevo por convencer a Erika para que me diese el trabajo.


—La verdad es que no hice gran cosa para convencerla.


Continuaron allí juntos, los dos de pie, uno al lado del otro, como si el tiempo y el mundo hubiera dejado de existir para ellos.


—No sabía si te gustaría que viniera aquí —dijo ella finalmente.


—¡Qué cosas dices! Claro que me gusta que hayas venido a verme —dijo él en un tono de voz que llegó a emocionarla e incluso a excitarla—. Pero no sé si es bueno que estemos aquí los dos solos —añadió él con una sonrisa—. Tal vez sería mejor que hubiera estado Joaquin con nosotros. Así tendría que comportarme como un buen chico.


—¿Y si yo no quiero que te comportes… como un buen chico?


—¡Paula…! —exclamó él, besándola, sin pensárselo dos veces.


Hacía años que ella no estaba con un hombre que la deseara. El beso de Pedro la transportó a ese mundo donde todas las mujeres desean estar, donde la pasión cobra un significado real muy distinto del que se presenta en las novelas románticas. Pedro le acarició la espalda con las manos mientras la besaba. Ella se estremeció y sintió deseos de estar desnuda para gozar mejor de sus caricias. Puso las manos en sus hombros y se apretó contra su cuerpo. Pedro se dio cuenta de que ella estaba tan excitada como él. Se fundieron en un beso cada vez más intenso y apasionado. Ella no tenía fuerzas para pensar, solo para sentir. No quería buscar ya respuesta a sus preguntas, sino simplemente disfrutar del momento.


Pero aquel momento tenía que tener un fin y ambos lo sabían. Tal vez, Pedro lo sabía incluso mejor que ella, por eso fue el primero en apartarse suavemente de ella unos centímetros.


—¿Te gustaría dar un paseo?


Ella no quería soltarse de sus brazos, pero sabía que tenía que hacerlo.


—¿Un paseo? —exclamó ella, sorprendida, con una sonrisa.


—Sí, hay un sendero que sale por detrás de la casa y sube hacia la montaña. ¿Te animas?


Claro que sí. Ella estaba muy animada. Tal vez demasiado.


Pedro la guio por un camino forestal que ascendía hacia la cumbre de la montaña. Iba tan cerca de ella que tenía que hacer un gran esfuerzo para reprimirse y no estrecharla entre sus brazos. Se sentía más vivo que nunca. Era como si hubiese vuelto a la vida después de haber estado durante meses en estado de hibernación, como los osos de la montaña. Tal vez por eso no podía apartar la vista de Paula.


Todo en ella parecía excitarle, desde la forma en que se apartaba el pelo de la cara hasta el suave sonido que hacían sus pantalones vaqueros al andar.


Ahora podrían estar en la cama, si él hubiera querido. ¿O se lo habría impedido ella?


Ahora que ella sabía quién era, ¿se sentiría atraída por él como hombre o solo porque era Pedro Alfonso, el famoso cantante, ídolo de tanta gente? Se enfrentaba a un dilema: dejar de verla para no correr el riesgo de que la cosa pasara a mayores o, por el contrario, seguir con ella para conocerla mejor.


Aquel día de principios de septiembre era ideal para salir de excursión. Iban despacio, sin prisas, parándose de vez en cuando a disfrutar de las espectaculares vistas de la zona. Era un paisaje realmente impresionante, pero a Pedro le emocionaba aún más la proximidad de la mujer que llevaba al lado.


Apartó por un instante la mirada de ella, al oír un ruido extraño junto a unos pinos cercanos. Se detuvo y miró con el rabillo del ojo. Puso la mano izquierda en el hombro de ella para que no siguiera andando y luego se llevó el dedo a los labios para indicarle que no hiciera ruido. Ella miró en la dirección que Pedro le indicó: había una hembra de alce con su cría.


—A Joaquin le hubiera gustado ver esto —le susurró ella al oído.


Él sintió el calor de su aliento como un cosquilleo erótico. 


Dejó caer los brazos a los lados para no estrecharla contra su cuerpo y quedarse allí besándola hasta que el sol se ocultara por el horizonte. Su perfume, esencia, champú o lo que demonios fuese, olía a lavanda. Respiró hondo, tratando de controlar la adrenalina que corría por sus venas. 


Permanecieron allí, pegados el uno al otro, hasta que la madre y la cría desaparecieron entre la espesura.


Cuando Paula se apartó de su lado, Pedro sintió como si hubiera dejado escapar una gran oportunidad. El problema era que no sabía lo que debía haber hecho. Lo que estaba empezando a sentir era algo completamente nuevo para él y estaba confuso y desconcertado.


Unos minutos después, se detuvieron al llegar a una cuesta pronunciada.


—¿Quieres que subamos? —preguntó ella.


—¿Por qué no nos sentamos un rato? —respondió él, señalando una gran roca que había a un lado del camino.


Se sentaron juntos en aquella piedra que parecía hecha a propósito para disfrutar de la belleza del valle que se extendía ante ellos y de los colores ocres y amarillos que el otoño empezaba a dejar en el follaje.


—Háblame de Joaquin.


—En realidad, quieres que te hable de su padre, ¿no? —replicó ella.


—Sí, supongo que sí.


—Le conocí cuando estaba trabajando como recepcionista en una compañía de seguros en Bozeman. Eduardo era uno de los jefes de reclamaciones. Empezamos siendo solo amigos pero, poco a poco, nuestra relación se fue haciendo más seria. Yo quería casarme, pero Eduardo no. Había perdido ya a mis padres, y quería echar raíces y formar una familia. Pero él no quería atarse y perder su independencia. Había sido hijo único y, según me contó, sus padres habían sido muy protectores con él. La idea del matrimonio parecía asustarle. Accedí finalmente a irme a vivir con él. Pensé que así, perdería el miedo a mantener una relación estable.


—¿Y conseguiste que cambiara su forma de ver las cosas?


—No, hasta que… me quedé embarazada. Él dijo, en seguida, que debíamos casarnos. Pero luego fue posponiendo la fecha de la boda hasta que llegó a la conclusión de que era mejor esperar a que naciese el niño.


—¿Cómo te lo tomaste tú? —preguntó él consciente del esfuerzo que ella estaba haciendo, al rememorar aquellos momentos tan amargos de su vida.


—Pensé que se estaba dando una salida por si pasaba algo.


—¿Tu embarazo fue entonces un accidente?


—He pensado en ello muchas veces. Yo llevaba siempre un control muy estricto con los anticonceptivos. Usaba, por entonces, unos parches que me cambiaba una vez por semana. Acostumbraba a hacerlo los domingos por la noche para que no se me olvidase. Aún no sé exactamente cómo pudo pasar. Recuerdo que fuimos a cenar un domingo a casa de los padres de Eduardo. Nos quedamos hasta algo más tarde de lo habitual y supongo que esa noche se me olvidaría cambiarme el parche. Unas semanas después, empecé a notar que no toleraba ningún tipo de alimento. Me
daban unos mareos terribles por la mañana y tuve que dejar de ir al trabajo. Si no hubiera sido por eso, Eduardo estaría probablemente ahora con vida.


Pedro comprendió que ella se sentía culpable por lo que había pasado. Él conocía muy bien esa sensación. Sintió deseos de abrazarla para darle un poco de consuelo, pero desistió de hacerlo porque se dio cuenta de que ella estaba en otro lugar, en otro tiempo.


—Cuéntame lo que pasó —dijo él suavemente.


Paula se apartó un poco el pelo de la cara y fijó la mirada a lo lejos, en el valle.


—Con un solo salario entrando en casa, no podíamos hacer frente a todos los gastos. Nos habíamos trasladado a un apartamento más grande, cuando nos fuimos a vivir juntos y el alquiler era bastante elevado. Además, a Eduardo le habían recortado el horario en la empresa y tuvo que buscar un segundo trabajo.


Pedro pudo percibir el temblor de su voz. ¿Por qué se sentía responsable de la muerte de su prometido, por haberse quedado embarazada y sentir aquellos mareos matinales?


Él sabía las ideas descabelladas que pasaban por la cabeza de una persona cuando el destino le golpeaba sin piedad.


—Consiguió un empleo en una tienda de veinticuatro horas —prosiguió ella—. Le dieron el turno de tarde, desde las seis hasta las doce de la noche. Fue lo único que pudo encontrar. Pero necesitábamos desesperadamente el dinero para el bebé. Sé que aborrecía ese trabajo que consideraba denigrante para él. Yo abrigaba la esperanza de que mis mareos fueran solo pasajeros y pudiera reincorporarme a mi trabajo. Pero cada vez me sentía más débil. No toleraba ningún tipo de alimento y poco después empecé a manchar —Paula se ruborizó un instante al revelar aquellos detalles de su vida íntima, pero prosiguió su relato—. Mi médico me propuso ingresar en un hospital para evitar cualquier contratiempo. Por otra parte, la compañía de seguros no quiso que volviera al trabajo en las condiciones en que estaba.


—Estabais atrapados.


—Sí, supongo que sí —dijo ella suspirando—. Entonces, una noche a las dos de la mañana, recibí una llamada de Manuel. Eduardo había sufrido un accidente. Se había quedado dormido al volante y se había estrellado contra un muro de cemento. Murió en el acto. Yo sabía que estaba agotado y que no dormía lo suficiente. El forense que instruyó el atestado les dijo a los padres de Eduardo que su hijo se había quedado dormido al volante y que no llevaba puesto el cinturón. Yo estaba en la cama, guardando reposo por prescripción médica. El ginecólogo me había dicho que podía perder al bebé. Por eso no me permitieron siquiera ir al funeral.


—No sabes cuánto siento que hayas tenido que pasar por todo eso, Paula.


Ella lo miró con los ojos bañados en lágrimas.


—Olga y Manuel se portaron muy bien conmigo. En Bozeman tenía un amigo que iba a verme para ver si estaba bien y me llevaba comida. Pero después de la muerte de Eduardo, Olga y Manuel insistieron en que me fuera a vivir con ellos. Así podría estar atendida las veinticuatro horas del día. Creo que gracias a ellos, el parto de Joaquin se desarrolló con normalidad, aunque nació un par de semanas prematuro. Hemos estado viviendo con ellos hasta hace solo unos meses, en que decidí que Joaquin y yo teníamos que vivir nuestras propias vidas. A los padres de Eduardo no les hizo mucha gracia, pero creo que tomé la decisión correcta.


Paula y Pedro se quedaron en silencio un buen rato. Zane deseaba hacerle una pregunta, pero no estaba seguro de si debía hacerla. Al final decidió arriesgarse.


—Aún no has podido olvidarle, ¿verdad?


—Yo amaba a Eduardo. Soñaba con tener un futuro a su lado. Pero todas mis esperanzas se truncaron. Tal vez, en parte por mi culpa. Suelo ir a ver, a menudo, a sus padres, pero tengo un hijo y tengo que seguir adelante —Paula tomó aliento y miró a Pedro con el rabillo del ojo—. Hace años que no salgo con ningún hombre. Desde que tengo un hijo, me he vuelto mucho más precavida y me pienso diez veces las cosas antes de hacerlas.


Pedro sabía lo difícil que era eso de seguir adelante. No era tan sencillo como poner un pie delante de otro. Por otra parte, su estilo de vida podía ser un problema para su relación. Y si además ella seguía amando a Eduardo y se sentía culpable de su muerte, eso podría ser un obstáculo insalvable.


No parecía haber demasiadas esperanzas para ellos.