miércoles, 30 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 58

 


Paula dejó la casa de Pedro poco antes del mediodía.


El dolor de abandonarlo era insoportable. Durante la mayor parte de las dos horas de viaje a Denver, se mantuvo en silencio, intentando dominar las lágrimas que amenazaban con desbordarla.


Había gastado hasta el último átomo de sus fuerzas en fingir las mentiras con las que se había despedido de él. Ella no amaba al hombre que era su marido. Jamás podría amar a nadie que no fuera él.


Pero al parecer, Pedro no la quería de la misma forma. «No me has hecho sufrir, Paula», le había dicho, «te echaré de menos, por supuesto, pero...». Para ella no había ningún «pero». Ella lo echaría de menos desde lo más profundo de su alma. Nada ni nadie podría llenar ese vacío.


¿Pero qué esperaba? Los hombres como Pedro no se llevaban a una desconocida a su casa con intención de mantenerla para siempre a su lado. Había hecho exactamente lo que Monica había insinuado: interpretar su amabilidad como algo más de lo que era. Pedro no había dicho en ningún momento que su relación fuera algo más que una aventura pasajera. Aquella misma mañana había reconocido que desde el primer momento era consciente de que se iría.


Paula se sentía como si le hubieran clavado una daga en el pecho.


—Paula, ¿estás segura de que estás lista para volver con tu marido? —le preguntó Ana, mirándola preocupada.


—Oh, claro que sí —contestó Paula, esforzándose por mostrar una convicción que estaba muy lejos de sentir—. Ya es hora de que ponga en orden mi vida —forzó una sonrisa—. Es un alivio saber quién soy y volver al lugar al que... pertenezco —desgraciadamente, el nudo que tenía en la garganta le impidió continuar.


Llegaron a Denver alrededor de las dos y media. Ninguna de ellas parecía tener prisa por despedirse. Pararon a comer y a tomar café y estuvieron comentando algunos de los recuerdos que había recuperado Paula.


Paula le habló de Gaston Tierney, y de las pocas cosas de él que recordaba. Pero no mencionó las lagunas que todavía quedaban en su memoria sobre su matrimonio, ni el miedo que inexplicablemente continuaba asaltándola cuando pensaba en su marido.


—No sabes cuánto me alegro de que por fin sepas quién eres y quién es tu marido —comentó Ana, estudiando su rostro—. Aunque tengo que admitir que esta mañana, cuando me has llamado diciéndome que estabas preparada para marcharte me ha sorprendido. La verdad, me ha parecido un poco precipitado. Cuando te vi con Pedro anoche... Vaya, habría jurado que vosotros... —se sonrojó y desvió la mirada.


El dolor volvió a crecer en el pecho de Paula.


—Tengo que hacer lo que considero correcto —susurró.


Ana asintió y cambió de tema. Y Paula se alegró. Aquél no era momento para hablar de Pedro.


Tenía que concentrarse en el presente y en el futuro. Y ambos estaban indefectiblemente unidos a un hombre al que apenas recordaba. Gaston Tierney.


Si lo había amado tanto como para casarse con él, ¿por qué iba a tener miedo de verlo otra vez?


—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa?


—Gracias, pero no. Mi marido me espera en el aeropuerto —mintió—. Supongo que vuelve ahora de algún viaje de negocios.


—De acuerdo —miró el reloj con desgana—. Son ya las cuatro y media. Será mejor que nos vayamos.


A Paula se le hizo el camino terriblemente corto. Antes de que hubiera tenido tiempo de asimilarlo, estaban ya allí.


—Te voy a echar de menos, pequeña —se lamentó Ana, con sus enormes ojos azules nublados por las lágrimas—. Me llamarás, ¿verdad? No tenemos que perder el contacto.


—Claro que sí —la abrazó y, llorando y riendo, se despidieron.


Paula observó el coche de Ana mientras se alejaba. ¡Cuánto odiaba verla marcharse! Le habría gustado que la acompañara a casa de Gaston. Necesitaba urgentemente a alguien en quien apoyarse en medio de sus confusos pensamientos.


Pero lo último que deseaba era ponerla en peligro. Sabía que tenía que enfrentarse sola a su futuro.


Reunió el escaso valor que a esas alturas le quedaba, tomó su maleta y caminó decidida hasta un taxi.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 57

 


Un profundo zarpazo destrozó el corazón de Pedro. Fue un dolor tan intenso que le costó respirar. ¿Pero qué otra cosa esperaba? ¿Que dejara a su marido, a un hombre con el que nunca se había acostado, a un hombre que ni siquiera se había preocupado de denunciar su ausencia a las autoridades? Sí, eso era lo que pensaba.


—Hay cosas que no comprendo. Cuestiones que...


Pedro —lo silenció Paula con dureza—. Haz el favor de creer que tengo respuesta para todas esas preguntas. Respuestas que encuentro satisfactorias. Simplemente no creo que sea correcto... compartirlas contigo.


Pedro no podía sufrir más.


Junto al tumulto de emociones que reflejaban los ojos de Paula, Pedro creyó ver el arrepentimiento. Y habría jurado que también el amor. ¿Se estaría engañando a sí mismo?


—Jamás podré pagarte todo lo que has hecho por mí —le temblaban los labios—. Siempre te estaré agradecida.


—Agradecida.


—Pero necesito recomponer mi vida —susurró.


Su vida. Había encontrado su vida, y en ella no estaba incluido él. Pero no podía culparla por ello. Ella era la única que estaba actuando de forma honesta. Él, sin embargo, ni siquiera había querido contemplar la posibilidad de que estuviera casada.


—Quiero que mi matrimonio funcione —añadió.


Pedro sintió que se abría un oscuro abismo en lo que alguna vez había sido su corazón.


—De acuerdo —se oyó decir a sí mismo—. Pero, si necesitas algo, házmelo saber. Estaré en mi oficina.


Pedro —lo llamó Paula, cuando éste estaba ya en la puerta del cuarto de estar.


Pedro se detuvo y se volvió lentamente.


—Lo siento —una solitaria lágrima escapó de sus ojos—. No quería hacerte daño.


En aquel momento, Pedro estuvo tentado de besarla y decirle cuánto la amaba, de decirle que sin ella moriría. La quería como no había querido a nada y a nadie en toda su vida, y él estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería.


Pero Paula amaba a otro hombre. Quería que su matrimonio funcionara. Y él no podía impedírselo. Incluso en el caso de que, por algún extraño milagro, Paula se mostrara de acuerdo en quedarse a su lado, él no querría que sacrificara su matrimonio. La amaba demasiado para desear algo así.


—No me has hecho sufrir, Paula —le aseguró con dulzura—. Te echaré de menos, por supuesto, pero... —se le quebró la voz y se encogió ligeramente de hombros mientras intentaba recuperarla—. Ambos sabíamos que te irías cuando recuperaras la memoria. Ahora yo también tendré que ocuparme de recuperar mi vida.


Paula se mordió el labio con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre.


Pedro apartó la mirada de su boca, una boca que pronto besaría otro hombre.


Tenía que marcharse de allí antes de explotar.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 56

 



Pedro colgó el teléfono en cuanto Paula entró en la cocina.


—¿Dónde diablos estabas? —el alivio eliminó la tensión de su rostro—. Dios mío, Paula, cuando he visto que te habías ido, no sabía qué pensar. Estaba a punto de llamar a la policía y salir a buscarte yo mismo.


—He salido a dar un paseo con Tofu —se detuvo a una prudente distancia de él y se apoyó en el mostrador de la cocina. Tenía que ser fuerte, se dijo a sí misma, tenía que ser convincente—. Me voy hoy, Pedro.


Pedro se quedó mirándola fijamente.


—Yo... Bueno, ya he hecho la maleta.


Pedro apretó los labios. Apoyado contra la puerta del frigorífico, se cruzó de brazos.


—Ya lo he visto.


—Le he pedido a Ana que me lleve a Denver. Con mi... —le tembló ligeramente la voz—. Mi marido.


—¿Ya te has acordado de dónde vivías?


—Sí.


—¿Y no temes volver?


—No. Estoy segura de que mis miedos eran infundados.


Pedro se obligó a permanecer donde estaba. En aquel momento, no podía tocarla. No podía abrazarla, como tantas a veces había hecho durante aquellos maravillosos días de convivencia.


—Me gustaría llevarte, Paula. Quiero asegurarme de que vas a estar a salvo.


—No. Mi marido... estará esperándome.


El dolor que se había instalado en su corazón desde la noche anterior creció hasta convertirse en una tensión casi insoportable.


—¿Lo has recordado claramente entonces? ¿Recuerdas cómo era vuestra relación?


—Sí —desvió la mirada. Su rostro estaba blanco como el papel—. Y no creo que fuera conveniente que me llevaras a casa. Todavía no estoy preparada para hablarle... de lo nuestro.


«De lo nuestro. Lo había hecho parecer una vulgar aventura. ¿Realmente sería ésa la consideración que le merecía el tiempo que habían pasado juntos?


Pero él había sido el primero. El primero y el único.


Incapaz de contenerse, se acercó a ella hasta poder tocarla. Hasta poder besarla. Y cuánto necesitaba hacerlo. Necesitaba recordarle el sentimiento, el poder de cada uno de los besos que habían compartido.


—¿Y lo amas?


—Sí.