sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 20





La cubierta Helios, la más suntuosa del crucero, ofrecía un amplio surtido de atracciones, desde un sofisticado gimnasio hasta un spa. En otras circunstancias, Pedro habría aprovechado para hacer ejercicio: no estaba acostumbrado a pasar tantos días inactivo. Probablemente ésa era una de las razones por las que se sentía tan tenso e inquieto.


Pero la principal era bien distinta: era, sencillamente, la mujer que en aquel momento se dirigía hacia él.


Habría sido imposible no verla. Entró en la cubierta a toda prisa, corriendo. Ese día se había vestido toda de rosa. Pero no era su ropa lo que la hacía destacar tanto, sino su energía. 


Dos hombres tropezaron uno contra otro cuando se distrajeron mirándola. Uno de los jugadores de las canchas de tenis se la quedó mirando también, olvidando el juego, con una sonrisa en los labios.


Pedro lo entendía perfectamente: Paula podía distraer a cualquiera. Estaba maravillosa a la luz del día, como una diosa del mar. Su melena ondeaba al viento, rebelde, tentadora… Maldijo en silencio. En aquel momento debería haber estado entrenándose con las pesas, en vez de esperándola. Se recostó en el banco y estiró las piernas. Esperaba que aquella relajada pose consiguiera relajarlo también por dentro…


—¿Dónde está Sebastian? —inquirió tan pronto como se reunió con él—. ¿Está bien? Sé que llego tarde, pero se suponía que tú tenías que estar en el centro infantil. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Sebastián se encuentra bien. Está allí —Pedro señaló con el pulgar el cristal que tenía detrás.


—¿Dónde? —se puso de puntillas—. No lo veo.


—Con el grupo que está al lado del piano. Y eso es el centro infantil. Estos bancos son para que los padres se sienten a ver a sus hijos, si así lo desean.


El crucero ofrecía programas diarios de actividades para cada grupo, así que no había tenido problema en encontrar uno para Sebastian. Aunque apenas se podía oír nada con el cristal, Pedro podía ver que su hijo estaba empezando a participar. El idioma no era ninguna barrera para los niños. Se habían puesto a jugar todos juntos y, aparentemente, Sebastián se estaba divirtiendo mucho.


—¿No deberías estar con él? —le preguntó Paula.


—Me verá si se pone nervioso o inquieto, pero no creo que eso suceda. Tan pronto como vio el piano, se soltó de mi mano y fue directamente hacia él.


—Uno de los vecinos de Olga tenía un piano. A Sebastian le encantaba oírla tocar.


—Los niños necesitan su espacio. Eso les genera confianza. Y también necesitan estar con otros niños de su edad.


—Pero…


—Le he explicado la situación de Sebastián a la monitora del grupo. Sabe que estoy aquí y me llamará en caso necesario.


—¿Quién? ¿Esa adolescente del pelo a mechas?


—Te aseguro que Gemma Slater está perfectamente cualificada para este trabajo. Es especialista en educación infantil de estas edades. Por cierto, también es la nieta del dueño del crucero.


—Ya. Dijiste que estos bancos son para los padres… ¿se puede saber dónde está todo el mundo?


Pedro señaló con la cabeza el campo de mini-golf y las canchas de tenis.


—Los otros padres están aprovechando su tiempo libre.


—Ahora que he venido yo, me encargaré de controlar a Sebastian. No tienes por qué quedarte.


«Ya lo sé. Pero prefiero aprovechar mi tiempo libre contigo en vez de hacer ejercicio». Ese pensamiento, que por supuesto no llegó a formular, lo tomó desprevenido. Pero no podía negarlo. A pesar de sus diferencias, tenía que admitir que la compañía de Paula le resultaba muy estimulante. Y también estaba seguro de que, si él no hubiera estado allí, ella habría intentado aprovecharse de la situación apoderándose de la mañana de Sebastián, al igual que había hecho con la excursión del día anterior. Era por eso por lo que había dado estrictas instrucciones a Gemma Slater de que no entregara al niño a nadie que no fuera él.


—¿Ha vuelto a tener pesadillas esta noche? —quiso saber Paula mientras por fin se sentaba a su lado.


—No, ha dormido bien.


—Menos mal. ¿Dijo algo más sobre los monstruos?


—Un poco. Volvió a mencionar el del puerto, pero pareció tranquilizarse cuando yo le aseguré que lo protegería. Y que no dejaría que se acercara a él.


—Tiene una imaginación muy viva.


—Sí, y ahora parece que le cuesta mucho menos expresarse. Creo que este viaje lo está ayudando a aprender a gestionar sus miedos.


—Dejando de lado esas pesadillas, cada vez se parece más al Sebastián de antes. Pero eso podría deberse a mi presencia aquí, que no al crucero. El hecho de estar con un miembro de la familia tiene que proporcionarle alguna seguridad.


Pedro pensó que probablemente llevaba razón, pero no se lo dijo. Paula se volvió para mirar por el cristal.


—Parece que están cantando.


—Sí, y divirtiéndose mucho también —siguió la dirección de su mirada.


—Felicidades. Al fin has conseguido programar también la diversión.


Volvió a mirarla: la brisa le había despeinado la melena. De repente su aroma le inflamó los sentidos. Entrecerró los ojos, acercando la cara a su pelo inconscientemente…



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 19




Desde su aventajada posición en la baranda de proa, Mauricio O'Connor no pudo ver al hombre alto del abrigo negro que espiaba la salida del barco… pero sí que vio el coche de policía. Eso le puso los pelos de punta. Pese a saberse protegido por aquellas ropas de sacerdote, no pudo evitar contener el aliento hasta que por fin se alejó el vehículo.


Menos mal. No se habían presentado allí por él.


—¿Ya has recogido esa cosa?


Mauricio se volvió para mirar a Giorgio. «Esa cosa» era un alfiler de oro ateniense de veintisiete siglos de antigüedad, pero Mauricio ya sabía de la escasa afición de su socio por los objetos con los que traficaban.


—Sí.


—¿Dónde está?


—Con el resto de mi colección.


—¿En tu camarote?


—Es el mejor camuflaje. Nadie sospechará que entre tanta imitación se encuentra una antigüedad auténtica.


Giorgio sonrió y soltó un silbido cuando dos jóvenes mujeres pasaron a su lado. Luego se volvió hacia Mauricio:
—No puedes dejarla allí durante tanto tiempo. Deberías dejarme que la escondiera en el bote salvavidas, como te aconsejé desde un principio.


—Los botes salvavidas son sometidos a rigurosa inspección. Si te hubiera hecho caso, a estas alturas ya lo habrían descubierto. Además, ¿quién sospechará del Padre Connelly y de su afición a las antigüedades? —se quedó mirando a las jóvenes hasta que aparecieron dos hombres y se alejaron con ellos—. Al fin y al cabo, ¿qué otros placeres le quedan a un hombre que ha hecho voto de castidad?


—Hablando de placeres… ¿has visto a la bibliotecaria? Ariana Bennett está pero que muy bien.


—Cuidado, Giorgio. Sospecho que esa mujer oculta algo.


—¿Por qué?


—Es inteligente. Y ha hecho tantas salidas a tierra como yo.


—¿Y qué? Es su primer viaje. Querrá hacer turismo. Que tú luzcas ese alzacuellos no significa que yo no pueda divertirme un poco, Padre Connelly.


Mauricio suspiró.


—Antes he visto un par de policías locales bajar del barco. ¿Sabes tú algo?


—Uno de los marineros fue tiroteado esta mañana. Los polis subieron a bordo para informar al capitán.


—¿Asesinado? Eso significa que extremarán las medidas de seguridad.


—No te preocupes. No lo mataron aquí. Fue en una taberna de las afueras.


—Menos mal.


—Tengo entendido que se trató de un ajuste de cuentas.


—¿Saben quién lo hizo?


—Hasta el momento, no. Fue en uno de esos lugares donde nadie ve ni oye nada. El marinero era ruso. Ya sabes cómo es esa gente.


—Mira, no me importa quién lo mató ni quién lo hizo, siempre y cuando este barco no se llene de policías. Tenemos un buen negocio entre manos. Lo último que necesitamos es una investigación por homicidio…





CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 18




El taxi intentaba sortear el tráfico hacia el puerto de Dubrovnik, obligado a detenerse a cada momento. Pedro miraba continuamente su reloj. Paula apretaba los dientes: era la única manera que tenía de mantener su sonrisa, dado lo mucho que le dolían los músculos de la cara. 


Estaba harta de tanta amabilidad y educación.


—No está lejos.


—El barco zarpa a las seis.


—Sí, ya lo sé. Conozco el programa.


—Si la gente se atiene a los programas es por algo, Paula. Para prevenir situaciones como la que estamos viviendo ahora.


Paula se cruzó de brazos para dominar el impulso de pegarle. Pero aunque lo hubiera hecho, seguramente Pedro habría respondido con una sonrisa, fingiendo que solamente había querido sacudirle una mosca de la camisa.


Aquel día había sido todo amabilidad: desde que se encontró con ella en el vestíbulo para desembarcar los tres y dar una vuelta por Dubrovnik. Para entonces no había quedado ni rastro del hombre despeinado, angustiado, apasionado que se había presentado la noche anterior en su suite.


¿Era ella la única que no podía olvidar el episodio ocurrido en la terraza de su camarote, a la luz de la luna? ¿Acaso se había imaginado la corriente de atracción que había circulado entre ellos? Había estado tan cerca de… ¿de qué? ¿De besarlo?


—La excursión que yo había reservado nos habría dejado en el muelle a eso de las cuatro.


¿Cómo podía estar pensando en besarlo cuando, durante la mayor parte del tiempo, lo que quería era abofetearlo?


—La excursión que tú contrataste nos habría aburrido mortalmente.


—Un padre responsable planifica las cosas. La estabilidad es vital para un niño.


—Se ha divertido.


—Está agotado.


Era cierto. Paula había pretendido en un principio enseñarle los monumentos de la antigua ciudad, pero después de verlo jugar con los cañones de la fortaleza, había cambiado de idea. Y durante el resto del día habían cambiado continuamente de autobús y de taxi, deteniéndose a explorar toda aquello que había llamado la atención del Sebastián, desde la balaustrada de una antigua iglesia hasta la colorida decoración del carro de un vendedor de castañas. En vez de por un mapa, se habían dejado guiar por su capricho.


Paula descruzó los brazos para acariciar la frente de Sebastian. Se había dormido sentado entre los dos y tenía la cabeza apoyada en el brazo de Pedro, de manera que cuando ella le tocaba el pelo, podía rozar su bíceps con la punta de los dedos.


Se había estado fijando en sus músculos durante todo el día. Su sencilla y aburrida camiseta de golf no había podido disimular su torso de atleta. Le había dicho que impartía la asignatura de educación física y que su padre biológico había sido vaquero de rodeo. Eso podía explicar su impresionante físico y su parecido con un cowboy. Y, tal como había descubierto el día anterior, podía llegar a ser muy tierno acariciando a una mujer. La manera en que le había acariciado la muñeca con un solo dedo la había dejado estremecida.


Pero lo que más le había conmovido era la historia que le había contado. Él mismo era un hijo adoptado y quería adoptar a un niño. En lugar de amargarle, el recuerdo de su desgraciada infancia lo había impulsado a devolver el mismo bien que había recibido de manos de los Alfonso. Y eso era algo que Paula habría encontrado admirable… si no se hubiera tratado de su niño. De su Sebastian.


«Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso». Las palabras que le había dirigido la víspera no habían dejado de acosarla en todo el día. Por supuesto, sabía que había hecho bien recordándoselo.


—La caja de música que le has regalado a Sebastián tiene algunas aristas que pueden resultar peligrosas —le dijo de pronto él—. Me gustaría limárselas antes de que se la entregues.


Paula ya no apretaba los dientes, ya que la mandíbula estaba empezando a dolerle tanto como los músculos de la cara, así que se mordió el labio inferior. Abrió la bolsa y sacó el regalo al que se había referido Pedro.


Era una caja preciosa, un regalo poco apropiado para un niño: forrada de cristal azul cobalto con una filigrana de plata. Los hilos de metal se alzaban en las esquinas, y sólo en ese momento se dio cuenta de que Sebastian podría pincharse con ellas o enganchárselas en la ropa. No se le había ocurrido cuando la compró. La había visto en un escaparate y no había podido resistir la tentación.


La filigrana representaba dos diminutos pájaros posados en una rama de alambre. Sus cabecitas se movían al son de la música, lo que hizo reír a Sebastián cuando se la enseñó. Pero la melodía era triste: La Canción de Lara, el famoso tema musical de la película Doctor Zhivago, besada en la novela de Pasternak. Una novela cuyo argumento no era otro que el de dos amantes destinados a separarse. En la literatura rusa, la mayor parte de las historias de amor terminaban mal.


Volvió a guardar la caja y le tendió la bolsa.


—Le encanta la música.


—Sí. Es un regalo bonito. Es sólo que…


—No es seguro, ni apropiado. Ni inteligente. Demasiado extravagante. Ya he escuchado eso antes.


—Paula…


—¿Estás intentando mostrarte poco agradable a propósito?


—No sé lo que quieres decir.


—Pues deberías —apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento mientras se volvía para mirarlo—. Anoche yo conocí al verdadero Pedro. No estaba obsesionado con los programas ni las planificaciones. Era un hombre bueno y amable. Me escuchó cuando le conté la historia de mi familia y me estuvo hablando de la suya. Me demostró cuan profundamente se preocupaba por su sobrino.


—Mi hijo —la corrigió él.


—¿Lo ves? Durante todo el día no has perdido la oportunidad de mostrarte desagradable.


—Soy la misma persona.


—Exteriormente sí, pero… ¿y aquí? —le clavó un dedo en el pecho—. Eres el Señor Padre Perfecto que no pierde una sola oportunidad de marcarse puntos a su favor.


—¿Y tú no?


—¿Yo? —se llevó una mano a la base del cuello.


Pedro siguió su gesto con la mirada. Un músculo latía en su mandíbula.


—No te hagas la inocente. Te apropiaste de la excursión que yo había planeado para hacer ostentación de tus virtudes. Desde que bajamos del barco te has pasado cada minuto demostrando lo mucho que sabes sobre esta ciudad.


—Conozco muy bien Dubrovnik, al igual que muchas otras ciudades europeas.


—Sí. Y sabes croata y Dios sabe cuántos idiomas más.


—Sólo cuatro, sin contar el ruso.


—Y sabes cómo enseñar historia a un niño de cinco años sin que se aburra.


—Eso es porque no fue una lección en el marco de una clase oficial.


—Y has hecho reír a Sebastian. En cuatro días no lo había oído reír así, pero tu estúpido, caprichoso y completamente inapropiado regalo le ha arrancado una carcajada.


—Sí. ¿Tienes algún problema con eso también?


—No.


—Porque a veces los niños necesitan algo más que… —se interrumpió en seco—. ¿Has dicho «no»?


Pedro sonrió. Y no con una de esas sonrisas frías y corteses que había estado exhibiendo durante todo el día. Esa era real. Era una sonrisa del hombre que se ocultaba debajo de aquella sencilla y aburrida camiseta de golf.


—Gracias, Paula —murmuró—. La risa de Sebastián es el mejor regalo que has podido hacernos.


Se alegró de llevar gafas oscuras. Porque así Pedro no podía ver las lágrimas que habían asomado a sus ojos. Maldijo para sus adentros. Discutir era mucho más fácil.


De repente el autobús que iba delante de ellos arrancó. Paula urgió al taxista a que aprovechara la oportunidad. Le prometió doblarle la carrera si conseguía llevarlos al muelle a tiempo de abordar el barco. El hombre aceleró y adelantó al autobús.


El movimiento despertó a Sebastian. Miró a su alrededor con expresión soñolienta, hasta que se fijó en Paula.


—Ya casi hemos llegado, Sebasvovovichki —le dijo ella.


El niño se metió el pulgar en la boca. Por encima de su cabecita. Pedro la miró.


—Probablemente tenga hambre.


—Sí, ya conozco el programa. Una cena temprana en el jardín-terraza de la cubierta Artemis: actividad número ocho de la agenda del día —Paula rebuscó en su bolso y sacó una chocolatina—. Con esto podrá ir tirando hasta que lleguemos al barco.


—¿Has oído hablar de la palabra «nutrición sana»?


Sebastian se sacó el dedo de la boca y engulló la chocolatina. Masticando a dos carrillos, se puso de rodillas en el asiento y se volvió para mirar por el parabrisas trasero.


—Tendremos suerte si no vomita —murmuró Pedro.


—Está acostumbrado a viajar —le dijo Paula. No iba a hablarle de las ocasiones en que lo había atiborrado a dulces, se había puesto luego a correr con él y al final había terminado vomitando—. Procede de una dinastía de pescadores. Se necesitaría algo más que este vaivén para hacerlo vomitar.


El taxi dobló una esquina y aceleró colina abajo. Paula tomó a Sebastián de los hombros y lo hizo sentarse de nuevo. Con la velocidad que estaba tomando el taxi, le habría gustado que tuviera cinturones de seguridad. Se arrepintió también de no haber prestado mayor atención a la hora: si lo hubiera hecho, no habrían tenido que apresurarse tanto. Pedro tenía razón en el valor de los programas y planificaciones, sobre todo con niños de por medio. Lo que no significaba que estuviera dispuesta a reconocerlo…


Llegaron con el tiempo justo. Paula añadió una generosa propina a la carrera duplicada del taxi, mientras Pedro recogía la bolsa con la caja de música y ayudaba a Sebastian a bajar del coche. El taxi los había dejado cerca del muelle, pero todavía tenían que pasar el control de seguridad portuaria antes de abordar el barco. 


Tal y como habían hecho durante todo el día, Pedro lo tomó de una mano y Paula de la otra. No habían avanzado más de tres pasos cuando el niño se puso a temblar.


El primer pensamiento de Paula fue que se había empachado de chocolate. Pero no estaba doblado sobre sí mismo o con las manos en el estómago. Estaba mirando hacia atrás.


—Hey, ¿qué pasa? —le preguntó Pedro. Arrodillándose frente a él, abrió los brazos—. ¿Quieres que te lleve a hombros?


—He visto… al monstruo —pronunció Sebastián, mirando a uno y a otra.


—¿Qué? No, hijo, eso era sólo…


—El monstruo —repitió—.¡Eevyerg! —y tiró de ellos, lejos de la acera donde los había dejado el taxi.


—Eso sólo era un sueño —le dijo Paula en ruso—. No era real. No hay ningún monstruo aquí, Sebastián. No tienes por qué tener miedo.


Pero el niño seguía tirando de ellos. Pedro lo levantó en brazos.


—No te preocupes por los monstruos, Sebastian —le dijo mientras se dirigía hacia la terminal del crucero—. No se acercarán a ti mientras yo esté contigo. Te lo prometo.


Paula miró también hacia atrás, pero por supuesto no había ningún monstruo: sólo más taxis descargando pasajeros y un par de policías uniformados acercándose a un coche patrulla. 


Detrás de ellos, un camión de carga estaba maniobrando cerca de un grupo de estibadores.


Por un instante creyó ver a un hombre alto con un largo abrigo negro al otro lado del camión…


Eso debía de ser lo que tanto había alterado a Sebastian. Cansado y hambriento como estaba, el niño había visto a un hombre con un abrigo negro… y su imaginación había hecho el resto.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 17




El pequeño café se hallaba a kilómetros de distancia del recinto medieval que tanto atraía a los turistas, en Dubrovnik. No había iglesias o fuentes pintorescas en aquella calle, ni tiendas de moda, ni vistas panorámicas. El sol que se derramaba sobre los rojos tejados de la ciudad aún no había penetrado en las sombras de aquel barrio. Varias bombillas amarillas colgaban sobre una mezcla de sillas cromadas, asientos de vinilo y mesas de madera.


Como era habitual, a Ilya Fedorovich no le importaba la mezquindad de aquel ambiente. 


Las posibilidades de que cualquier agencia gubernamental de seguridad lo estuviera buscando precisamente allí, en Croacia, eran prácticamente nulas. Sólo el marinero ruso con quien estaba citado sabía dónde estaba. Y lo que le pasaría si decidía irse de la lengua.
Ilya eligió una mesa en una esquina, de cara a la puerta. Pidió un café para que la camarera lo dejara en paz, pero apenas lo probó. No necesitaba cafeína. Ya estaba experimentando una deliciosa excitación en la sangre ante la perspectiva de matar. El Sueño de Alexandra había atracado una hora atrás, siguiendo estrictamente su calendario.


Intentaba dominar su impaciencia mientras observaba la puerta. Cinco minutos después entró un hombre bajo y moreno, ataviado con un impermeable de marinero, que se dirigió directamente a su mesa.


—El niño que está buscando está a bordo —dijo mientras tomaba asiento.


Ilya lo estudió detenidamente para asegurarse de que no le estaba diciendo simplemente lo que sabía que él quería escuchar. Se había entrevistado con Mauro por primera vez en Moscú, diez años atrás, cuando estaba trabajando en un taller de coches. No había hecho preguntas mientras arreglaba los agujeros de bala del vehículo de Ilya, algo que seguramente se habría debido más a una cuestión de cobardía que de inteligencia. Luego se había enrolado como marinero de cruceros, entre otras razones para evitar a una novia demasiado demandante.


Era un débil. Una bala habría resuelto fácilmente el problema de aquella mujer.


—¿Tienes alguna prueba?


—Da. Una amistad me ha pasado la lista de pasajeros —sacó varios papeles de un bolsillo de su impermeable y los extendió sobre la mesa—. Está aquí, en la cubierta siete. Pedro Alfonso y Sebastián Gorsky. Alfonso es su padre adoptivo. Probablemente todavía no habrá tenido tiempo de cambiarle el apellido; por eso figura el antiguo en los documentos de viaje.
Ilya recogió los papeles y se los guardó en su gabardina. Al fin. Aquello confirmaba la información que le había facilitado Serguéi: ahora sabía exactamente dónde se encontraba su objetivo. La finalización de su trabajo sólo era cuestión de tiempo.


—Mauro, ¿a quién más le has contado esto?


—¿Qué? No se lo he dicho a nadie.


—¿Entonces quién te ha facilitado la lista de pasajeros?


—Ella no es nadie.


—¿Otra novia?


—Bueno, sí, pero yo no le expliqué lo que necesitaba saber. No quiero problemas.


Gotas de sudor perlaban su frente.


—¿Entonces por qué estás tan nervioso?


—Er, yo… no he podido conseguirte una credencial de tripulante.


Ilya frunció el ceño. Confirmar que el niño Gorsky se hallaba a bordo era el primer paso: el siguiente era embarcar en el crucero. Lo cual no era tan sencillo como abordar un tren o un ferry. 


Era demasiado tarde para comprar un pasaje. 


No se permitían visitantes a bordo. El mejor método era hacerse pasar por un miembro de la tripulación: por eso había ordenado a Mauro que le consiguiera una credencial.


—Pues tendrás que subirme a bordo de otra forma.


—No puedo. Las medidas de seguridad son demasiado rígidas.


—Siempre hay agujeros. Filtraciones.


—No, te lo aseguro. El jefe de seguridad conoce su oficio. Gideon Dayan es muy eficaz. Y el capitán Pappas es un hueso duro de roer. Es el viaje de bautismo del crucero y está siguiendo el manual al pie de la letra, como si quisiera demostrarse algo a sí mismo.


—No es eso lo que yo quería escuchar, Mauro.


El marinero se pasó un dedo por la boca. El sudor se le había acumulado justo encima del labio superior.


—Mire, no es culpa mía. Yo he hecho todo lo que he podido.


Ilya le lanzó una mirada cargada de desprecio. Aquel hombre era demasiado débil para obedecer una simple orden. Y su credencial no le serviría de nada: era moreno y demasiado bajo para que pudiera suplantarlo.


—Sólo es un niño —dijo de pronto Mauro.


—¿Qué quieres decir?


—¿Pretende matarlo? Si ha sido testigo de algo, es demasiado pequeño para que lo crean y…
Ilya sacó la mano del bolsillo donde había guardado los papeles para hundirlo en aquél en el que llevaba la pistola. Los cobardes podían ser peligrosos en los momentos difíciles. Podían olvidarse de su lealtad y hablar con gente equivocada.


—¿Qué te pasa? Pareces nervioso.


—Lo siento, yo no quería ofenderlo…


—Habla. Estamos en un lugar público. ¿Acaso te habría traído a un lugar como éste si hubiera querido hacerte algún daño?


Mauro echó un vistazo a su alrededor y luego volvió a mirar a Ilya, ya más tranquilo, como si hubiese encontrado consuelo en el salón lleno de clientes.


—Por lo que he oído, el niño se va a América. Eso queda muy lejos de su territorio. Quizá lo más fácil sería dejarlo en paz…


Los labios de Ilya se curvaron mientras acariciaba el seguro de su pistola. Mauro debió de interpretar su mueca como una sonrisa, porque se inclinó hacia él y empezó a hablar a mayor velocidad, con más confianza.


—El niño estará al otro lado del mundo. No representará ninguna amenaza para nadie. No debe de tener ni siquiera cinco años. ¿Por qué no se compadece de él…?


La cicatriz de Ilya era un recordatorio de la única vez que había mostrado algo de compasión. Mauro se equivocaba. La compasión podía llegar a ser letal.


Estiró una mano para agarrarlo de un hombro, en un gesto que cualquier observador habría interpretado como un gesto de amistad o simpatía. Luego sacó su pistola por debajo de la mesa y le descerrajó dos tiros.


La pistola llevaba silenciador, de manera que nadie oyó nada en medio del bullicio reinante. 


Mauro bajó la mirada con gesto sorprendido a los dos agujeros rojos que se abrían en su impermeable. Ilya le había disparado justamente en el diafragma, con la intención de que la mayor parte de la sangre se vertiera hacia dentro. Eso reduciría la cantidad de oxígeno con cada bocanada de aire, con lo que no tardaría en perder el sentido.


Volvió a guardarse la pistola y colocó a Mauro sobre la mesa con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, como si estuviera durmiendo. Aquel asesinato no estaba planeado. Había sido una cuestión de pura necesidad.


Aun así, la excitación volvía a correr por sus venas. Se le había hecho la boca agua. La familiar neblina roja volvía a enturbiarle la mirada. Transcurriría todavía un buen rato antes de que alguien pudiera descubrir algo extraño.
Ilya volvió a hundir la mano en el bolsillo del arma y acarició con el pulgar el cañón de la pistola recién disparada. Luego se mordió la cara interior de la mejilla atravesada por la cicatriz, para llenarse la boca de sabor a sangre… y se dedicó a observar la agonía de Mauro.