viernes, 9 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 6




«Ay, diablos… ».


—Maldito seas, Pedro. Sabía que no te lo ibas a tomar bien 
—Paula empezó a pasear por la habitación—. Por eso no quería decírtelo.


—¿La pequeña y tímida Vilma te robó el bolso?


—Fue un acto desesperado —se detuvo, esbozando una sonrisa—. ¿No te sientes orgulloso de que se atreviera a hacer algo tan decidido?


—¿Orgulloso?


—De acuerdo, quizá «orgulloso» no sea la palabra más adecuada. Pero ese comportamiento quiere decir que es capaz de arreglárselas sola en caso necesario.


—¿Y qué hiciste tú cuando te robó el bolso? —Pedro levantó una mano antes de que pudiera contestar—. No. Déjame adivinar. No llamaste a la policía.


—Pues claro que no. ¿Por qué habría de hacer algo tan cruel?


—No lo sé. ¿Quizás porque donde tiene que estar un ladrón es en la cárcel?


—¿Crees que nuestra pobrecita Vilma debería estar en la cárcel?


—Te corrijo: «tu» pobrecita Vilma.


—Oh, no —Paula se le acercó cada vez más, agitando sus pulseras—. No vas a evadirte de tus responsabilidades tan fácilmente. Tú también has estado trabajando con ella, lo que significa que ahora es «tuya». Por cierto, ella me robó el bolso porque se estaba muriendo de hambre y porque tenía un hermanito del que cuidar y además no podía encontrar trabajo.


—Así que te la llevaste a casa, con su hermanito Patricio, y les diste de comer.


—¿Tengo que deducir por tu tono que tú nunca habrías hecho lo mismo? —inquirió Paula, levantando la barbilla.


—Por supuesto.


—¿Qué habrías hecho tú? —en esa ocasión fue ella la que levantó la mano, impidiéndole contestar—. Oh, no. Déjame adivinar. Habrías llamado a la policía.


—Inmediatamente.


—¿De qué forma crees que eso la habría ayudado?


—Habría evitado que le hubiera robado el bolso a otra persona.


—Para tu información, no le ha robado el bolso a nadie más. Solamente cometió ese error una vez. Ahora mismo se está preparando para conseguir un empleo en vez de para ingresar en una cárcel, y se siente fatal porque cometió un delito y porque con su acto pudo haber enviado a Patricio a un hogar de acogida.


—¿Tiene alguna cualificación laboral?


—Ninguna —lo detuvo antes de que pudiera añadir algún otro comentario ofensivo—. Pero pretendo cambiar todo eso. Ya lo verás. Ese va a ser uno de mis mayores éxitos.


—Y mientras tanto su hermano y ella viven a tu cargo, junto con Rosario, Daría, Carmela, sus hijos y demás parientes, ¿no?


—Trabajan para mí, no viven a mi cargo. Y aunque lo hicieran, podría permitírmelo.


—Cariño, a mi padre le habría encantado conocerte.


Paula dejó escapar un gruñido de exasperación.


—Ya sé cuál es tu problema. Eres un cínico. Has perdido la fe en la bondad de los seres humanos.


—Creo en la bondad. Lo que pasa es que no creo que esa bondad dure mucho al lado de la desesperación o de la venganza.


—¿Venganza? Extraño, ¿no?


—¿Por qué? —Pedro la miró curioso—. ¿Es que no has conocido a nadie que quisiera vengarse de un error cometido en su contra, o de lo que esa persona percibió como un error?


—No, en absoluto. Quizá deberíamos hablar del tipo de personas con las que te codeas, en lugar de preocuparte por mí.


—¿Así que jamás inadvertidamente te comportaste de una manera que pudiera enfurecer a alguien?


—Bueno, sí. Sospecho que lo hago todo el tiempo. Mira nosotros, por ejemplo. Solo hace unas horas que nos conocemos y ya me las he arreglado para disgustarte varias veces.


—Cierto —la expresión de Pedro se iluminó—. Pero nada de lo que has hecho habría podido inspirar una apasionada necesidad de venganza.


—Menos mal —repuso ella con sinceridad—, porque si no, ahora mismo me encontraría en serios problemas…


—¿Recuerdas a alguna otra persona a la que hayas podido disgustar de una manera especial? —insistió—. ¿Alguien a quien hayas hecho enfadar seriamente?


—Esto es absurdo, Pedro. ¿Cómo hemos podido acabar hablando de esto?


—No has respondido a mi pregunta.


—Porque es ridícula.


—Por favor…


—¡Oh, diablos! —Paula se dejó caer en la cama—. No. ¿Ya estás contento? Nunca le he hecho a nadie algo tan horrible que haya podido inspirar un intenso sentimiento de venganza. Para tu información, me gustan todas las personas que conozco, y también tiendo a caerle bien a la gente —se incorporó y lo miró fijamente—. Aunque no pareces muy convencido.


—¿Qué hay del fabricante de niños al que echaste con cajas destempladas esta mañana? ¿Cómo se llama? ¿Griffith?


—¿Qué pasa con él?


—¿No te preocupa que tu rechazo haya podido enfurecerlo?


—En absoluto. No creo que se haya resentido mucho su ego. Lo superará. ¿Pero qué pasa contigo? ¿Has llegado alguna vez a irritar tanto a alguien como para provocar su venganza?


—Probablemente.


—¿Sí? —lo miró fascinada—. ¿Y qué?


—¿Qué quieres saber?


—¿Qué es lo que te hicieron?


—Nada.


—Oh —intentó no parecer demasiado decepcionada—. ¿Por qué no?


—¿Te parece acaso que soy del tipo de persona que se queda quieta mientras la atacan?


—No —un súbito pensamiento asaltó a Paula—. ¿Y yo sí?


—Me parece que eres del tipo de persona que no vería el ataque cuando se produjera, que incluso ni lo notaría y que, para colmo, terminaría haciendo las paces con esa persona —respondió Pedro, sonriendo.


—Pues te equivocas de medio a medio —sonrió Paula a su vez, con expresión triunfante.


—No lo creo.


—Yo sí —cruzó las piernas y lo señaló con el dedo índice—. Y te diré por qué.


—Esto tengo que escucharlo.


—Te equivocas porque, en primer lugar, esa situación nunca se produciría. Yo no enfado tanto a la gente como para que quiera vengarse de mí. Hablo en serio: puedo irritarlos, pero no de manera deliberada. Los frustro, pero es como una especie de divertida exasperación. Fastidio, provoco, me enfrento a la lógica. Incluso desconcierto y apabullo a la gente —sonrió—. Pero aun así, me llevo bien con todo el mundo.


La mirada de Pedro se había suavizado.


—Eres una de esas personas que caen bien a todo el mundo, ¿es eso?


—Aja.


—Casi puedo llegar a creerlo —musitó.


—Y ahora que ya hemos aclarado este punto —Paula recogió su muñeco de peluche y se levantó de la cama—, ¿estás dispuesto a empezar a trabajar o te gustaría mantener otra conversación filosófica? ¿O vas a pasar el resto del día como te sugerí para familiarizarte con la casa?


—Dame unos minutos para arreglarme y después me reuniré contigo y con Vilma en el edificio contiguo.


—Estupendo. Allí te veré —se detuvo ante la puerta y le regaló la más radiante de sus sonrisas—. ¿Te das cuenta de lo encantadora que soy? ¿Cómo podrías enfadarte con alguien como yo, y mucho menos querer vengarte? —y sin darle tiempo a contestar, salió de la habitación.






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 5




—¡Qué rápido! —comentó sorprendida Paula cuando vio a Pedro entrar en la cocina, seguido de Loner—. No esperaba que volvieras hasta dentro de un par de horas.


—¿Quieres que me vaya otra vez?


—Puedes quedarte —se sentía orgullosa de sí misma por haber adoptado un tono natural y ligero, disimulando sus verdaderos sentimientos. Miró la bolsa de viaje negra que llevaba—. ¿Ese es tu único equipaje, cuando te vas a quedar aquí por lo menos un mes?


—Esto es todo lo que necesito, a no ser que esperes que lleve un uniforme.


—¿Te parezco que soy del tipo de gente que le guste rodearse de uniformes?


—No —se encogió de hombros—. Solo quería asegurarme de que no eras así.


—¿Tienes hambre? —señaló el plato de fruta y verduras que estaba picando—. ¿Te gustaría comer algo?


—Ya comí antes de venir.


—Oh.


Paula se preguntó cómo podía arreglárselas aquel hombre para desconcertarla con tanta facilidad. Ya tenía veintinueve años… por tercera vez. A su edad no debería perder la compostura ante un empleado tan increíblemente sexy y atractivo. Pero en lugar de eso, cada vez que se le acercaba Pedro su imaginación se le amotinaba, presentándole todo tipo de tentadoras posibilidades que incluían ardientes caricias y dulces y apasionadas palabras.


—¿Quieres que te enseñe tu habitación?


—Estupendo.


—Podrás deshacer el equipaje y descansar durante el resto del día. Hasta mañana no necesitas empezar a trabajar.


—Primero desharé el equipaje. Luego hablaremos de mis obligaciones. Después de eso, comenzaré a trabajar.


—Oh, vaya —sonrió Paula, entre divertida y frustrada—. ¿Sabes una cosa? Eres desesperante. ¿Por qué diablos tienes que ser tan testarudo?


—¿Soy testarudo porque quiero deshacer el equipaje? ¿O es porque te he pedido que me resumas mis obligaciones?


—Vamos, Pedro, sabes a lo que me refiero —señaló una puerta, en la cocina, que llevaba al segundo piso por una empinada escalera, y lo precedió—. ¿Por qué te resulta tan necesario empezar a trabajar hoy?


Pedro la siguió escaleras arriba. Para sorpresa de Paula, Loner no los acompañó, sino que salió de la cocina para dirigirse al vestíbulo delantero. Sin duda alguna, había decidido explorar solo su nuevo hábitat.


—Tu madre me está pagando por hacer un trabajo —explicó Pedro—. Y yo pretendo asegurarme de que da por bien empleado ese dinero.


—Vale, de acuerdo —Paula levantó las manos. ¿Para qué discutir por algo tan ridículo?—. Cedo. Si comenzar a trabajar hoy te resulta tan importante, adelante.


—Gracias. Pensé que podría emplear algunas horas más en ayudarte con tu proyecto laboral.


—Ahora eres tú quien tendrá que ser más preciso. ¿A qué proyecto laboral te refieres?


—Me refería a Vilma —su vibrante risa resonó en el estrecho pasillo—. En cuanto a tu otro proyecto, espero que acabes pronto de entrevistar a tus potenciales fabricantes de hijos y eso deje de constituir un problema.


—Oh, no es ningún problema —sonrió Paula—. Al menos, por ahora. Afortunadamente, mañana dispongo de todo el día para ello.


De pronto Pedro la agarró de un brazo, deteniéndola y obligándola a que lo mirara.Paula fue muy consciente de su contacto: demasiado. Tenía unas manos increíbles, las de un hombre acostumbrado al trabajo duro, de dedos largos y fuertes. No podía verlo bien en medio de la penumbra, vestido todo de negro como iba, pero distinguía perfectamente el brillo de sus ojos claros, de mirada directa y penetrante. No podía desviar la mirada; ni siquiera quería hacerlo.


Aquel hombre no era para ella, se esforzó por recordarse. 


Ella quería un hijo, no un amante. Podía incluso imaginarse a su hijo, un chico de pelo oscuro y ondulado y ojos grises… 


Durante una milésima de segundo, logró vislumbrar el futuro, un futuro radiante de posibilidades. Tendría un marido que la amara y un matrimonio para toda la vida, con niños… Todo lo que tenía que hacer era extender la mano para agarrar ese futuro. Todo lo que tenía que hacer era…


—¿Quieres decir que has dejado más entrevistas para mañana? —le preguntó Pedro.


—Por supuesto —su fantasía se rompió en mil pedazos—. ¿Creías acaso que iba a abandonar porque no me fue bien en el primer día?


—Diablos, sí.


—Para nada. Quiero un bebé, y esa decisión no ha cambiado porque tu lobo haya ahuyentado hoy a los candidatos. Por lo demás, esto ni siquiera es asunto tuyo —añadió, subrayando las palabras.


—Muy bien —le soltó el brazo, suspirando—. ¿Cuál es mi dormitorio?


—Este —abrió la primera puerta del pasillo—. Lo elegí porque de niña era mi favorito. Pensé que a ti también te gustaría.


La habitación era amplia y aireada, con unas enormes ventanas que daban al puente del Golden Gate. Paula descorrió las cortinas para que pudiera admirar aquel impresionante paisaje de la bahía de San Francisco.


—Preciosa vista. Pero esta habitación parece más apropiada para un invitado que para un empleado.


—Puedo instalarte en las mazmorras, si lo prefieres —repuso Paula con una maliciosa sonrisa.


Pedro se pasó una mano por la nuca.


—Puede que esto sea más seguro —musitó—. ¿Está muy lejos tu habitación de aquí?


—¿Perdón? —aquella pregunta la tomó absolutamente por sorpresa.


—En caso de que surgiera algún problema, ¿dónde está tu habitación?


—Tres puertas más abajo. También da al puente.


—Bien. En ese caso esta habitación será estupenda.


Paula no se atrevió a preguntarle por qué la proximidad a su dormitorio parecía importarle tanto. Su respuesta podría derivar hacia terrenos poco seguros.


—¿Sabes? Cuando era pequeña, me escapaba a esta habitación cuando quería estar sola.


—¿Por qué?


—La ventana tenía un alféizar donde podía sentarme, y cubierta por las cortinas, solía esconderme detrás. Me encantaba contemplar el mar e imaginarme todo tipo de criaturas míticas viviendo en la niebla. A veces creía ver una aleta gigante, o la cola de una sirena. En otras ocasiones un animal gigantesco asomaba la cabeza, exhalando humo… 
—sonrió, rezando para no parecer tan vulnerable como se sentía por dentro—. Y también hacía deseos.


—¿Qué tipo de deseos?


Las palabras de Pedro le provocaron el efecto de una tierna caricia, y le dio la espalda para contemplar la vista, intentando adoptar un tono desinteresado.


—Oh, ya sabes. Los deseos más comunes que suelen tener los niños. Deseos de suplir las carencias que uno suele tener.


Pedro le puso las manos sobre los hombros, susurrándole muy cerca:
—¿Deseos sobre padres que se marcharon un día para no volver?


—Sí —la palabra escapó de los labios de Paula en un penoso murmullo, y ladeó la cabeza para apoyar la mejilla sobre el dorso de su mano cálida, fuerte—. Ese tipo de deseos.


—Supongo que no se vieron realizados.


—Con el tiempo descubrí que no puedes cambiar el pasado. Fue una lección muy dura de aprender.


—No, no puedes cambiarlo. Pero puedes optar por darle la espalda y construirte un futuro.


Cerró los ojos, impelida a confesarle la verdad.


—No es del todo cierto que mi padre se marchara. Falleció en un accidente de coche.


—Dios mío, Paula. Lo siento.


—Fue algo terrible. Un día formaba parte de una familia, cuando al siguiente esa familia quedó destrozada. Barbara y yo… —se estremeció—. Buscamos y buscamos. Pero nunca pudimos encontrar lo que habíamos perdido.


Pedro permaneció en silencio durante un buen rato; luego le apretó cariñosamente los hombros.


—Al menos tú conociste una verdadera familia. Eso es más de lo que yo tuve. Nunca conocí a mi madre. Abandonó a mi padre cuando yo era pequeño.


Paula se giró dentro del círculo de sus brazos, deslizando las manos por su cintura.


—¿Tu padre… intentó reemplazarla?


—Mi padre estaba mucho más interesado en llenarse los bolsillos de la manera más rápida, y fácil posible —respondió, apoyando suavemente la barbilla sobre su cabeza—. Sospecho que mi padre no le anduvo a la zaga a tu madre en lo que a número de matrimonios se refiere. La diferencia estriba en que tu madre estaba buscando amor, mientras que mi padre buscaba alguien que le financiara todos sus caprichos. Y puedo asegurarte que tenía caprichos muy caros.


—Oh, Pedro. Lo lamento tanto…


—No podemos hacer nada para cambiar nuestro pasado, Paula. Pero podemos decidir seguir adelante.


Paula se dijo que Pedro no conocía el resto, todo lo que había seguido a aquella experiencia, pero ya había desnudado suficientemente su alma en un solo día.


—Eso es lo que estoy intentando: seguir adelante. ¿Es que no te das cuenta?


—Supongo que te referirás a tus intentos de concebir un bebé —repuso Pedro —. ¿Pero no crees que tu hijo lamentará carecer de un padre? Tú lo lamentaste.


Paula no se atrevió a mirarlo, demasiado temerosa de acabar llorando. Se esforzó por mantener el control. Las lágrimas no eran su estilo.


—Lo siento, Pedro —se apartó de él—. En esta casa no hay ninguna habitación reservada para un papá. Lo que mis padres tuvieron era único, la muerte de mi padre estuvo a punto de destrozar a mi madre. No tengo intención de pasar por lo mismo que ella, pero eso no quiere decir que tenga que resignarme a no tener hijos. Me encantan los críos y además se me dan muy bien. Desde siempre he querido tener un hijo.


—¿Y ahora vas a hacer algo al respecto? ¿Por qué? ¿Por qué ahora?


—¿Tienes alguna idea de lo mayor que seré cuando mi hijo o mi hija se gradúen en el instituto? —le preguntó, furiosa.


—¿Cuánto de mayor? —una leve sonrisa se dibujó en sus labios


—Seré… Eso no importa. El asunto es que quiero ser lo suficientemente joven como para disfrutar de mi maternidad, para no tener que jugar con mi bebé sentada en una silla de ruedas.


—No creo que eso llegue a suceder si decides esperar algunos años más para desarrollar tu plan.


—¡Ya estoy madura ahora! Dentro de un par de años más me habré secado y caído del árbol.


—Tienes razón: estás madura —convino Pedro con voz baja y ronca—. Madura para que se aprovechen de ti. Madura para resultar herida.


—Sigue siendo una elección mía, Pedro.


Antes de que él pudiera responder, Loner irrumpió en la habitación con un muñeco de peluche en los dientes, meneando alegremente el rabo. Era el cachorrillo de lobo que antes había visto Pedro en la habitación de las entrevistas.


—¡Señor Woof! ¡Mi lobito de peluche! ¡Pedro, haz algo! —exclamó, aterrada—. ¡Se está comiendo al señor Woof!


A una rápida orden de su amo, Loner dejó el muñeco en el suelo y retrocedió con el rabo entre las piernas. Pedro atravesó la habitación y recogió el peluche, examinándolo.


—Tiene un pequeño descosido en una oreja. Aparte de eso, parece que no ha sufrido mucho. Lo siento, Paula. ¿Quieres que te compre otro?


—No —para su propio horror, se le quebró la voz.


—¿Estás llorando?


De inmediato Pedro acudió junto a ella, estrechándola en sus brazos.


—Ay, diablos. Por favor, no llores. No soporto las lágrimas.


—Lo mismo me pasa a mí —repuso Paula, terminando la frase con un sollozo—. Detesto a la gente que llora. ¿Es que no saben que lo que deberían hacer es reírse de sus problemas?


—Oh, maldita sea. Sí que estás alterada. ¡Por favor, corazón! —le enjugó las lágrimas con un dedo—. Dime qué puedo hacer para arreglarlo.


—Estoy intentando contenerme. Te lo juro —aspiró profundamente, esforzándose por controlarse—. Mira, incluso Loner está hecho un manojo de nervios —a la mención de su nombre, el perro se reunió con ellos, gimiendo patéticamente; eso le proporcionó la excusa perfecta para reírse—. Vaya, está en peor forma aún que nosotros —se arrodilló de pronto, abrazándose al cuello del animal—. Lo sientes mucho, ¿verdad, chico? No sabías lo mucho que el señor Woof significaba para mí, ¿eh? —cuando Loner empezó a lamerle la cara, Paula levantó la mirada hacia Pedro, sonriendo—. ¿Ves? Ya me encuentro bien.


Pero Pedro no parecía muy convencido.


—¿Seguro? ¿Te importaría decirme por qué la mención de un descosido en la oreja de un muñeco de peluche ha provocado esa reacción por tu parte? Soy todo oídos.


Paula se sintió tentada de confesárselo. Muy tentada.


—Quizá en otra ocasión.


—Espero que lo hagas algún día.


—Bueno, ya está —tomó el muñeco que él le tendía y se sentó en la cama—. ¿Por qué no nos atenemos a tu programa de actividades? ¿Qué es lo siguiente?


—De acuerdo, tú ganas —Pedro sacudió la cabeza—. Lo siguiente es deshacer el equipaje —se acercó a la cómoda y abrió un cajón; luego empezó a sacar ropa de su bolsa de viaje—. ¿Piensas quedarte a mirar?


—Pensé que podría —curioseó el interior de su bolsa—. Dios mío, Pedro. ¿Toda la ropa que llevas es negra?


—Es un color cómodo.


—¿Por qué?


—Porque combina bien con todo.


—Oh —volvió a meter la nariz en su bolsa de viaje—. ¿Qué guardas en esa pequeña bolsa de cuero que está debajo de tus calzoncillos? Tiene una forma muy extraña; no parece que lleves ahí una máquina de afeitar. Es como triangular…


—No te importa —con un rápido movimiento, recogió el objeto y lo guardó en el cajón superior de la cómoda.


—Oh.


Pedro sabía que había cometido un error al esconderlo. Y a Paula la consumía la curiosidad. ¿Qué podría llevar allí dentro? Algo que no quería que ella viera, eso era seguro. 


Le recordaba la pistola de bolsillo que solía llevar Barbara. 


Pero eso no podía ser. ¿Para qué podría necesitar un asistente personal, un «chico para todo», una pistola?


—Mientras te dedicas a invadir mi intimidad… —Pedro interrumpió de pronto sus reflexiones—, ¿por qué no hablamos de las que serán mis futuras tareas?


No era una pregunta. Una vez más Paula tenía la inequívoca impresión de que era su empleado quien daba las órdenes. 


¿Cómo se las arreglaba para hacerlo?


—De acuerdo —le lanzó una mirada cargada de falsa inocencia—. ¿Te importaría que me dijeras tú mismo cuáles van a ser?


Pedro se apoyó en la cómoda, contemplándola con una expresión tan intimidante como la de Loner.


—¿Qué se supone que quiere decir eso?


—Dado que eres mi regalo de cumpleaños, es un poco difícil saber para qué actividades te han contratado. Quizá deberías preguntárselo a Barbara.


—Ya te lo he explicado. He sido instruido para satisfacer todos tus deseos.


—Deseo tener un bebé —al momento, Paula se preguntó si habría hablado en serio. ¿Era la verdad o, por alguna razón, no había podido evitar provocarlo?—. ¿También vas a ofrecerme tus servicios en ese aspecto en particular?


Pedro no dejó de mirarla a los ojos con ominosa expresión mientras se le acercaba. Paula se preguntó por qué Barbara había tenido que contratar a alguien tan agresivamente masculino.


—Quizá no he debido haber dicho eso —se disculpó con el tono más conciliatorio posible.


—¿Quieres que te lleve a la cama, Paula? —le preguntó en voz baja.


Pedro


—Porque si es así, podríamos empezar con algo como esto.


Paula esperó lo inevitable. Porque el beso de Pedro era inevitable. En el instante en que terminó de pronunciar la última palabra, su boca se reunió con la suya. Y cuando el beso terminó, tanto sus pensamientos como sus emociones estaban absolutamente fuera de control.


Aquello la inquietaba. O, más bien, la aterrorizaba.


«¡No pienses!», se ordenó a sí misma. Aquel no era un momento adecuado para pensamientos racionales, sino para apreciar aquella deliciosa explosión de los sentidos. Los labios de Pedro eran cálidos y firmes, y habían capturado los suyos con férrea decisión. Fue entonces cuando hizo un increíble descubrimiento. Pedro sabía mejor que el chocolate, lo cual significaba mucho dada su inveterada obsesión por el mismo. Y le echó los brazos al cuello para sumergirse en aquella novedosa obsesión.


Había estado esperando aquel beso casi desde el momento en que Pedro entró en su vida y se dejó entrevistar. 


Teniendo en cuenta su formidable apariencia, debió de haberla intimidado desde el principio; en lugar de ello, Paula lo encontró fascinante. Era un lobo solitario vestido de negro, de ojos de un gris plateado que parecían penetrar directamente en su alma, con una clara comprensión de las más secretas pasiones de una mujer. Musitó unas palabras incomprensibles y deliciosas, haciéndola temblar de emoción. Su lengua se enredó nuevamente con la suya, mientras sus labios se fundían, se separaban y volvían a fundirse. Paula gimió; el deseo corría como un torrente ardiente por sus venas.


—Mira lo bien que nos estamos comunicando. ¿No te parece que quizá deberíamos hacer esto en vez de hablar? —le preguntó ella.


—Ya lo estamos haciendo. O lo estábamos haciendo hasta que tú has empezado a hablar.


—Oh —lo miró con expresión seductora—. En ese caso, ¿vamos a discutir? ¿Ó vamos a besarnos?


—Creo que eso depende de si vas a quedarte callada o no —repuso Pedro, riendo.


—Creo que podré mantener la boca cerrada si luego va a haber más besos.


Pedro volvió a besarla con la misma pasión. Paula deslizó las manos por sus hombros, bajando luego por los definidos músculos de su pecho y de su vientre plano. Muy a su pesar, no se atrevió a explorar más abajo. En lugar de ello, le delineó la cuadrada línea de la mandíbula y los pómulos salientes. Era una pena que no hubiera participado en la entrevista de la paternidad, porque habría sido el candidato perfecto…


—Hum… ¿Pedro?


—¿Qué pasa ahora?


—Creo que no deberíamos estar haciendo esto.


—¿Crees que eres la única en haber pensado eso? —le preguntó secamente.


—Si no me hubieras distraído, lo habría pensado antes.


—¿Siempre eres tan fácil de distraer? —inquirió Pedro, riendo.


—No te creas. Quizá no haya conocido antes a nadie con tanta capacidad de distracción. Puedes tomártelo como un cumplido —se apresuró a añadir—. Pero eso no cambia un pequeño pero fundamental detalle.


—¿Te refieres al pequeño pero fundamental detalle de que Barbara me contrató para que trabajara para ti?


—Ese mismo —empezó a acariciarle el pecho con la punta de los dedos—. Eres mi empleado, ¿recuerdas? —esperaba que fuera así, dado que ella misma estaba teniendo muchas dificultades para asimilar ese hecho.


—Lo recuerdo —le capturó la mano—. Supongo que eso quiere decir que no sueles besar a todos tus empleados…


—Ni siquiera a algunos.


—Pero sí te habrías sentido legitimada para besarme si hubiera contestado al anuncio que pusiste en el periódico, ¿no?


—Sí, en ese caso habría sido diferente.


—¿Es que no te das cuenta de lo retorcido de la situación? Le habrías pagado a un hombre para que mantuviera relaciones sexuales contigo.


—En absoluto. Habría pagado por el mismo producto final que habría recibido en una clínica de fertilidad.


—Existe una gran diferencia, y eres consciente de ello. Ni siquiera estoy seguro de que lo que estás haciendo sea legal.


—Te estás pasando.


—Sé sincera —la miró arqueando una ceja—. Esta es una situación absolutamente desquiciada.


—Quiero tener un hijo.


—Prueba a casarte


Paula liberó inmediatamente su mano.


—Yo no quiero casarme. Nunca. Ya te lo he explicado.


—Pues prueba con la adopción.


—Lo haré si no encuentro al hombre adecuado. Pero eso no es asunto tuyo.


—Lo es cuando me lo has propuesto a mí.


—¿Cuando yo…? —lo miró confundida.


—Me preguntaste si trabajaría como empleado a tiempo completo, ¿recuerdas?


Paula se dijo que debía de referirse a la pregunta que le hizo sobre si querría ayudarla con su dilema del bebé. Quizá algún día aprendiera a no soltar la primera idea que se le pasara por la cabeza.


—¡No hablaba en serio! —protestó—. Lo dije porque tú me ofreciste darme lo que quisiese.


Para decepción de Paula, Pedro recuperó el control de sí mismo y de la conversación.


—Quizá deberíamos pasar a hablar de mis tareas, antes de que sigamos internándonos en aguas más peligrosas.


—Eso sería ciertamente más seguro.


Pedro retrocedió un paso, proporcionándole un respiro. Eso no la ayudó demasiado. Él parecía ocupar la habitación con la fuerza de su personalidad.


—Tengo una sugerencia.


—Una sugerencia. Excelente —comentó Paula—. ¿Y cuál es?


—¿Qué te parecería que no me separara de tu lado durante la próxima semana? Así los dos podríamos decidir acertadamente qué tareas me convendrán más. Hasta que elaboremos una lista precisa con mis obligaciones, te ayudaré en todo lo que pueda.


—¿Cómo hiciste ayer con Vilma?


—Sí. Eso funcionó, ¿no te parece?


—Pecaste un poquito de autoritario —le comentó Paula.


—Ya te acostumbrarás.


—No cuentes con ello. Me gusta hacer las cosas a mi manera.


—¿Esa es otra razón para no casarte?


—Pensé que íbamos a evitar ese tema.


—Es cierto —Pedro metió su bolsa vacía de viaje en el armario—. Háblame de Vilma. ¿Dónde la encontraste?


Paula se dijo que ese era otro tema de conversación que habría preferido evitar.


—Ella me encontró a mí.


Pedro se volvió para mirarla detenidamente. Paula tuvo la incómoda sensación de que estaba ocupado en analizar todo lo que había dicho y hecho hasta aquel instante.


—Cuéntame más.


—Lo estás haciendo otra vez. Darme órdenes.


—Es un talento natural.


—Muy ingenioso —algo en su expresión la impulsó a explicarle—. Puede decirse que tropezamos accidentalmente la una con la otra un día.


—¿Puede decirse? —al ver que se mantenía callada, insistió—. Paula.


—No quiero hablar de ello.


—Soy consciente. Y también soy consciente de que estás intentando cambiar de tema. Eso quiere decir que las circunstancias de ese encuentro no debieron de ser muy agradables —asintió satisfecho—. Veo por tu expresión que he acertado.


—¿Cómo lo haces?


—Eso no te va a dar resultado, cariño. No conseguirás distraerme. Vamos, confiesa. ¿Cómo os encontrasteis? ¿O fue más bien un encontronazo?


—No.


—¿Chocasteis los carritos de la compra en un supermercado?


—Oh, por favor…


—¿Más interesante que eso? De acuerdo, veamos… Ambas os caísteis en un tanque de chocolate en Ghiradelli Square. Chocasteis mientras patinabais sobre hielo —chasqueó los dedos—. Ya lo tengo. Estuvisteis encerradas en la misma celda del penal de Alcatraz. ¿Me acerco?


—Para nada.


—Ya podrías decírmelo. Porque no pienso cambiar de tema.


—¡De acuerdo entonces! —exclamó Paula, atreviéndose a decírselo por fin—. Conocí a Vilma cuando me robó el bolso. Ya está. ¿Satisfecho?