viernes, 22 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 18




Paula se había vestido cuidadosamente para la cena de la Junta Directiva de United Way, un acto que tenía que soportar. Todos los eventos sociales se habían convertido para ella en campos de minas que debía negociar de puntillas, un paso en falso podría tener consecuencias impensables.


Jorge había decidido conducir él mismo esa noche. No se había molestado en criticar su elección de vestido, de sugerirle que era demasiado escotado, o sugerente, o algo.


El Ritz Carlton no estaba muy lejos de su casa. Por el camino, Jorge le preguntó qué tal le había ido el día; era una pregunta normal, pero tan ridícula en su situación, Paula tuvo que contener el deseo de reírse. Se le ocurrió, igual que muchas otras veces en el pasado, que para Jorge todo era normal.


Esa idea era lo que más le horrorizaba. Que Santy creciera creyendo que no había nada malo en lo que veía en su casa.


Paula se apretó las solapas del abrigo y miró las lujosas casas que había a los lados de la carretera, obligándose a no pensar en cosas que no podía controlar.


Jorge detuvo el coche ante el hotel. Dos conserjes abrieron las puertas del coche y les dieron la bienvenida.


—Buenas noches, señor Chaves. Bienvenido de nuevo al Ritz.


—Gracias, Marshall —Jorge le dio una propina—. Apárcalo bien, ¿de acuerdo?


Desde la acera, Paula contempló el intercambio, asombrándose una vez más de lo agradable que parecía su marido, de la genuina mirada de admiración del aparcacoches. No era la primera vez que lo veía, pero no dejaba de sorprenderla, se preguntaba por qué ella era la única que veía su otra faceta.


Estaban junto a las puertas de madera del hotel cuando llegó otro coche. A Paula le sonó familiar el sonido del motor y miró por encima del hombro. Pedro Alfonso. Con Lorena Webster a su lado, sonriéndole.


Paula miró a Jorge. Su expresión era adusta.


—¿No deberíamos entrar? —sugirió ella, mirando su reloj de pulsera—. Es tarde.


—Sería grosero no esperarlos —respondió él, tomando su mano y colocándosela debajo del brazo.


Paula siguió allí de pie, deseando estar en cualquier otra parte del mundo, convencida de que él iba a ofrecerle a Pedro una representación magistral de Jorge Chaves: devoto y amante esposo.


Pedro, al verlos, agitó una mano. Lorena los vio en ese mismo momento.


—Jorge, Paula —cruzó la acera y esperó a que Pedro se reuniera con ella—. Conocéis a Pedro, supongo.


—Sí, ya hemos pasado unas cuantas horas facturables juntos —dijo Jorge. Después añadió—: Mi esposa, Paula. Paula, Pedro Alfonso, un nuevo socio de… oh, pero ahora recuerdo, os conocisteis cuando llevaste esos documentos a mi casa.


Pedro asintió, con expresión cauta, como si presintiera algún tipo de trampa.


—Me alegra verla de nuevo —dijo.


—Deberíamos entrar, o empezarán sin nosotros —indicó Jorge.


En el vestíbulo, un pequeño cartel indicaba que la cena de United Way era en la tercera planta. Entraron juntos al ascensor, Pedro y Lorena al fondo, Jorge y Paula delante. 


Paula, con la espalda muy recta, contó los segundos hasta que las puertas se abrieron y pudieron salir. En el ascensor le había faltado aire y había sentido los ojos del abogado clavados en ella, aunque no se permitió mirarlo.


Durante el resto de la velada, Paula evitó toda posibilidad de quedarse a solas con él. Durante los cócteles previos a la cena se mantuvo en el extremo opuesto de la habitación y suspiró con alivio cuando por fin se sentaron a cenar, con varias mesas de distancia entre ellos. Percibía claramente su curiosidad. Y rezaba porque Jorge no la notara también.



****


Estaba evitándolo. Pedro no habría sabido decir por qué, pero estaba convencido de ello.


No podía dejar de mirarla. Era bellísima. Pero había algo más que eso, algo inexplicable, como si ella fuera un rompecabezas al que volvía una y otra vez, aunque faltaban piezas. Cuando era fiscal siempre había tenido un cubo de Rubik en su despacho. Cuando un caso se volvía demasiado absorbente, o los interrogantes le abrumaban, lo sacaba del cajón y daba vueltas y vueltas hasta que conseguía alinear correctamente todos los colores. Ese cubo lo reafirmaba, le recordaba que todas las cosas seguían un patrón. Si uno buscaba el tiempo suficiente, se encontraba la lógica oculta.


—Es adorable, ¿verdad? —dijo Lorena.


Pedro no se molestó en negar que había estado observando a Paula.


—Siento curiosidad. Hay algo en esa pareja que no encaja.


—El consenso entre la población femenina de Atlanta es que es muy afortunada. Fue toda una conquista. Muchas mujeres lo persiguieron durante años, sin conseguir atraparlo.


—¿Y cómo lo hizo ella?


—Nunca lo he entendido —Lorena miró la mesa en la que estaban sentados Jorge y Paula. Sus ojos se estrecharon y algo sorprendentemente parecido a la envidia ensombreció su rostro un instante.


Jorge se dio la vuelta en ese momento y miró directamente a Lorena.


Ella puso una mano en el brazo de Pedro. Y él tuvo la impresión de que deseaba que el otro hombre hubiera captado su gesto.


Mientras degustaban la cena de alta cocina, que consistía en un solomillo del tamaño de una moneda, adornado con tres patatas diminutas, Lorena le hizo preguntas sobre su trabajo como fiscal, sus intereses y la universidad. Pedro no permitió que su mirada volviera a posarse en Paula Chaves. Lo asustaba un poco la corriente eléctrica que percibía entre ellos.


Tal vez su imaginación necesitaba un escape. Al fin y al cabo, había dejado atrás una profesión en la que los casos de «nada es lo que parece» estaban a la orden del día. 


Quizá la aridez de la abogacía empresarial lo incitaba a buscar esa sensación tan familiar. «Entonces, elige otro sujeto, Alfonso. Lo que sea que has imaginado sobre Paula Chaves es exactamente eso. Imaginado», pensó para sí.


Había conseguido convencerse de eso, hasta que acabó la cena y fue a recoger el abrigo de Lorena del ropero. 


Jorge y Paula estaban en la puerta, esperando a que volviera la encargada. Algo en la forma en que él la sujetaba desagradó a Pedro. Parecía más que la estuviera aferrando.


Jorge alzó la vista y lo vio. Soltó el brazo de su esposa. Pero fue imposible no ver las marcas blancas que habían dejado sus dedos en la suave y delicada piel.






LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 17





Hacía tiempo que el vino había perdido el frescor, en la cubeta de hielo ya sólo quedaba agua.


Lorena estaba junto a una ventana de la sexta planta del Ritz Carlton del centro de Atlanta. Los coches zigzagueaban por la calle Peachtree. Bajo la luz de las farolas, un hombre con un abrigo raído seguía a una mujer bien vestida que, inquieta, se apresuró a entrar en un edificio de oficinas.


Lorena se apartó de la ventana y miró la cama de matrimonio. Hacía horas que estaba abierta, con bombones y una rosa sobre la almohada.


Sacó su teléfono móvil y pulsó la tecla para leer su buzón de correo.


No tiene mensajes nuevos.


Guardó el móvil en el bolso.


El juego empezaba a perder interés. Si Jorge creía que podía tratarla como una máquina tragaperras con la que podía jugar cuando le diera la gana, tendría que demostrarle que no era así.


Pensó en Paula Chaves, que sin duda estaría acostada en su cama en la mansión de Buckhead, y sintió que la ira le oprimía el corazón.


Paula tenía lo que Lorena deseaba.


Obviamente, ésa no era la forma de conseguirlo. Lo que le había dicho a su padre el día de Noche vieja era muy en serio. No estaba dispuesta a conformarse nada que no fuera lo mejor.


Ya era hora de pasar a la siguiente ronda.



*****

A pesar de lo que le había dicho a Kevin en el gimnasio, el nombre de Paula dominó el pensamiento de Pedro al día siguiente, junto con una docena de preguntas que le bombardeaban la mente. Su hábito fiscal de mirar más allá de lo superficial le impedía ignorar los detalles. La forma que tenía Paula de evitar sus ojos, las miradas nerviosas hacia la casa por encima de su hombro, como si temiera que su peor pesadilla fuera a materializarse.


A las seis de la tarde, sonó el teléfono de su escritorio.


Pedro Alfonso.


Pedro. Hola. Soy Lorena Webster.


—Lorena—dijo él, sorprendido.


—Dime que estás aburrido como una ostra y deseando hacer algo esta noche.


—Supongo que eso depende de por qué lo preguntas —Pedro se puso un dedo en la sien, le dolía la cabeza. Había percibido un sutil coqueteo en la voz de Lorena.


—Esperaba que tuvieras lástima de una chica sin pareja y me acompañaras a una gala de recaudación de fondos de United Way.


—Estoy seguro de que tienes una agenda negra de tres centímetros de grosor.


—¿Eso es un cumplido?


—Yo diría que es la verdad.


—Vale —Lorena soltó una risita complacida—. Tengo la sensación de que voy avanzando.


—Lorena. No estoy seguro de que sea buena idea…


—Sin compromisos. Simplemente estarías haciéndole un favor a una chica. Quizá hasta te diviertas.


En cualquier otro momento, él habría argumentado a favor del «mejor no». Pero la idea de pasar otra noche agotándose en el gimnasio para controlar su obsesión con las contradicciones que había observado en Paula Chaves no lo atraía en absoluto. Así que cambió de opinión.


—¿A qué hora quieres que te recoja?



LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 16





Pedro fue al gimnasio esa noche. Había renovado su carné de socio en un club de Buckhead, donde la gente realmente iba a hacer ejercicio en vez de utilizarlo como excusa para ligar. Kevin había quedado allí con él, para obligarse a cumplir su resolución anual de ponerse en forma.


Kevin llegó poco después de las ocho, con una bolsa deportiva colgada de uno de sus inmensos hombros. Se reunieron en el mostrador de entrada.


—Nunca pensé que llegaría a decir que te he echado de menos —saludó Pedro.


—Claro que lo pensaste —Kevin le dio una palmada en la espalda—. Veo que no te has vuelto más guapo.


—Tú tampoco —respondió Pedro.


De los altavoces del techo salía una música de ritmo vivo y contagioso, que animaría hasta a un muerto a subirse a una de las máquinas de ejercicio. Pedro y Kevin subieron a la primera planta y empezaron su ronda en la cinta de correr.


—¿Cómo se vive en el mundo civilizado? —preguntó Kevin, subiendo el ritmo de su cinta.


—Muy civilizadamente.


—No estarás ya aburrido, ¿eh? —Kevin sonrió.


—No —Pedro intentó sonar convincente.


—¿Has conocido alguna mujer interesante en esa elegante oficina?


—No exactamente —Pedro subió el ritmo de su máquina y empezó a correr.


—Esa sí que es una respuesta clara.


Pedro siguió corriendo cada vez más rápido, hasta quedar empapado en sudor.


—¿Has comido tarta de postre, o es que algo te ronda la cabeza? —preguntó Kevin, mirándolo de reojo.


—Tengo demasiada imaginación, creo.


—¿Tiene que ver con un caso?


—No.


—Una mujer, entonces. 


Pedro no contestó.


—Ah. ¿Quién es?


—La mujer de un cliente —admitió Pedro, tras un corto titubeo.


—¿Pretendes conservar tu empleo en W&A durante mucho tiempo? —preguntó Kevin, tras secarse el rostro con la toalla que había colgado en la barra de la cinta andadora.


—No estoy liado con ella.


—Pero estás pensando en liarte.


—Tendría que ser un monje para no pensarlo. Tiene algo que me perturba. Como si las cosas no fueran lo que parecen. Tiene esa mirada en los ojos. Sabes a qué me refiero: como si las cosas fueran todo lo mal que pueden ir y nunca fuesen a mejorar.


Kevin se limpió el sudor de nuevo.


—Eres como un detector de víctimas. Todos los necesitados se cruzan en tu camino.


—¿Qué quieres decir con eso? —Pedro decidió no mencionar a la perra.


—Puedes encontrar cosas malas en cualquier dirección en la que mires. Así que no lo hagas. Si yo me permitiera profundizar en todo lo que veo cada día, también tendría que dejar el trabajo.


Pedro bajó la velocidad de la máquina, estaba jadeando tanto que el pecho le dolía. Kevin tenía razón. Debería hacer eso exactamente. Pero no dejaba de ver el cardenal en su hombro. Quizá eso podría explicarse con un accidente de bicicleta. Pero la mirada de sus ojos no.



****


Era más de medianoche.


Paula estaba ante el espejo del cuarto de baño, contemplando su imagen. Se sentía desconectada, como si la mujer que veía fuera una desconocida.


El labio inferior seguía sangrando, tenía un corte interno de más de dos centímetros. Una lágrima se deslizó por su mejilla izquierda.


Al menos, gracias a Dios, Santy no había estado allí. Estaba pasando la noche en casa de un amigo del colegio.


Paula se tocó el labio con un dedo. Seguramente se habría deshinchado por la mañana, pero los cardenales de sus brazos durarían mucho tiempo.


Se arrodilló, abrió el tercer cajón del armario del baño y soltó el teléfono móvil que había escondido y pegado en la parte inferior del segundo cajón.


Marcó el número, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y se apartó el pelo de la cara.


Su madre contestó con voz adormilada.


—¿Mamá?


—¿Paula? Cariño, ¿qué ocurre? —Sara Williams se había despejado en un instante; Paula captó el tono alarmado de su voz.


—Todo va bien. Yo sólo… quería hablar. Siento haberte despertado.


—Sabes cuánto me alegra hablar contigo. No importa la hora que sea —dijo su madre. Se oyeron crujidos, como si estuviera sentándose en la cama.


Paula se quedó callada, con un nudo en la garganta. Con unas pocas palabras de cariño, la voz de su madre la devolvía a la vulnerabilidad de la infancia.


—¿Estás bien? —inquirió su madre, cargando la pregunta de significado.


Sus padres sabían que su matrimonio no era perfecto. Que Jorge y ella tenían problemas. Nunca les había contado toda la verdad. Anhelaba hacerlo, pero había sido ella quien había elegido esa vida. Sin pedirles su bendición. 


Involucrarlos en la historia, con la posibilidad real de que ocurriera algo horrible por su culpa… no podía hacerlo.


Así que ellos pensaban que estaba demasiado inmersa en la excitante vida social de Atlanta para dedicarle tiempo. 


Paula podía contar el número de veces que habían visto a Santy.


—Estoy bien —dijo—. Os echo de menos.


—Nosotros a ti también —a su madre le tembló la voz un segundo. El corazón de Paula casi se rompió en dos al pensar que sus padres creían que ella los rechazaba—. ¿Cómo está Santy?


—Bien. Creciendo.


—Debe de haber cambiado mucho desde la última vez que lo vimos.


—Sí.


Siguió un incómodo silencio. Después, Paula preguntó por su padre, sus hermanos y sus esposas. Todos estaban bien. A su padre le molestaba la artritis de vez en cuando, pero aparte de eso nadie tenía razones para quejarse.


—¿Mamá?


—¿Sí, Paula?


—Sólo quiero decirte cuánto lo lamento. Siento mucho cómo han resultado las cosas.


—¿Por qué tienen que ser así, cariño? —preguntó su madre tras una pausa—. Te queremos y queremos que vuelvas a formar parte de nuestras vidas. ¿Acaso eso sería tan terrible?


—No —Paula apretó los ojos con fuerza—. No lo sería.


—No lo entiendo —musitó su madre.


—Lo sé —tomó aire—, ¿Podrías hacer algo por mí?


—Desde luego.


—¿Tienes una dirección de correo electrónico?


—Tu padre tiene una en el trabajo.


—¿Podrías crear una nueva en casa?


—Sí. Pero ¿qué pasa, Paula?


—Utiliza esta dirección.


—Espera que busque un bolígrafo —se oyó el ruido del cajón de la mesilla al abrirse—. Lista.


—CL24590. La he comprobado, está disponible —le dio a su madre el nombre del proveedor de Internet que debía utilizar.


—Paula, me estás asustando. ¿Algo va mal?


—Por favor, no te preocupes. Espero poder explicártelo algún día. Pero no ahora. ¿Puedes aceptar eso?


—¿Tengo otra opción? —la voz de Sara sonó infinitamente triste.


—Tengo que irme. Llamaré pronto, ¿de acuerdo?


—¿Paula?


—¿Sí?


—Te quiero. Eso no cambiará nunca.


—Yo también te quiero —Paula cortó la comunicación; no quería delatarse. Se quedó sentada mirando el teléfono; apenas podía soportar el dolor que había causado a su familia.


Volvió a esconder el teléfono en el armario y siguió sentada en el suelo, con los codos apoyados en las rodillas. ¿Cómo podía decirle a su madre que debería haberlos escuchado, que ellos habían tenido razón?


Las decisiones que había tomado doce años antes habían sido suyas y nada más que suyas.