miércoles, 3 de octubre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 43




Pedro cerró los ojos mientras escuchaba el estruendo del público que llenaba el estadio, contando los segundos que pasaban con cada latido de su corazón.


Los últimos minutos antes de que empezase un partido eran los peores, pero nunca en su vida había sentido aquella tensión. Sentado a solas en la oscura sala de invitados casi deseaba estar en el túnel, preparado para saltar al campo. Pero la competitividad que lo había empujado siempre había desaparecido. En unos minutos Argentina volvería a enfrentarse con Inglaterra y le daba igual quién ganase.


Era un partido de rugby, nada más.


En la mano sujetaba un papel que había cambiado su vida. La carta de Horacio Chaves le había llegado a través de un representante de la federación argentina de rugby durante la reunión en la que se decidiría quién iba a ser el patrocinador de los nuevos uniformes.


Esa carta explicaba la sorprendente oferta que había hecho… y de la que ahora no se sentía tan seguro.


Suspirando. Pedro enterró la cara entre las manos.


¿Qué le había hecho Paula Chaves? El control siempre había sido fundamental para él, el control y la responsabilidad. Y, sin embargo, ella lo había convertido en un hombre que hacía esperar a aviones, que no podía concentrarse en nada más que en recordar el tacto de su piel y su aroma, que sorprendía a los consejos de administración haciendo ofertas de patrocinio que dejaban a todos con la boca abierta… seguramente dudando de su cordura.


Abruptamente, se levantó para mirar por el cristal que separaba la sala del palco. Durante su carrera como deportista había soportado el dolor y las lesiones. Estaba acostumbrado al dolor físico, pero aquella agonía mental era diferente. Lo torturaba y, en los peores momentos, sabía que haría lo que fuera para librarse de ella.


Matar o curar.


Por eso estaba allí. Por eso estaba a punto de arriesgar su orgullo y su reputación ante el mundo entero.


Porque si Paula no lo quería, si no acudía a él, estaba hundido de todos formas.



A TU MERCED: CAPITULO 42




Cuatro meses después


El estadio de Twickenham desde siempre tenía ambiente de carnaval, pero aquella inesperada tarde de primavera todo el inundo parecía estar de particular buen humor. El Torneo de las Seis Naciones había terminado y el público parecía relajado y contento en las gradas, esperando que empezase el partido amistoso entre Los Pumas y un equipo inglés.


Los Pumas eran unos oponentes formidables y el partido prometía ser muy emocionante pero, en el lujoso confort de la sala de autoridades, Paula no participaba de ese buen ambiente.


A su lado, Soledad, con un plato sobre su ya muy abultado abdomen, no dejaba de comer.


—Espero que el equipo médico del estadio tenga experiencia en partos —murmuró, cerrando los ojos.


Paula la miró, alarmada.


—¿No pensarás que…?


—No, no, tranquila. La verdad, yo creo que este niño no va a nacer nunca. Sencillamente voy a seguir engordando hasta que no pueda moverme. Ah, por cierto, ¿te importaría traerme uno de esos canapés de anchoas tan ricos?


Paula tomó el plato, alegrándose de tener una excusa para estar un rato a solas. Se sentía inquieta, nerviosa. La sala, con un balcón que daba al campo, estaba llena de mandatarios de las federaciones inglesa y argentina, todos ellos conocidos de Pedro. Y, sin poder evitarlo, se encontraba aguzando el oído con la esperanza de escuchar su nombre.


—¿Sólo el canapé de anchoas o quieres también un kiwi y un poco de mayonesa? —bromeó—. No, espera, no tienes que contestar siquiera. Me he convertido en una experta en tus dementes antojos.


—Ríete de mí todo lo que quieras, pero ya verás cuando te toque a ti. Un día tu trasero será del tamaño de Dinamarca y tu nevera estará llena de mayonesa… y ese día te tomaré el pelo como tú me lo tomas a mí.


Cuando se dirigía a la mesa donde habían servido el bufé, la sonrisa de Paula desapareció. 


Le resultaba imposible creer que algún día fuera a estar embarazada. Sobrevivir era lo máximo que podía esperar y eso en los momentos más optimistas. Había destrozado su oportunidad de ser feliz al juzgar mal al hombre que tenía esa posibilidad en sus manos.


—Paula…


Ella se sobresaltó al oír la voz de su padre.


—Por favor, cariño, no te vayas. Sólo quiero decir cuánto me alegra que hayas venido. Y lo orgulloso que estoy de ti.


—Al menos el encargo de Los Pumas es algo que conseguí por mis propios méritos —replicó ella.


—Perdóname, hija —suspiró Horacio Chaves—. Mira, sé que no es el momento, pero no has querido hablar conmigo desde que volviste a casa. Sé que estás enfadada y sólo quiero decirte cuánto lo siento.


—Sí, claro.


—Tu madre siempre dice que tengo que dejarte en paz, que debo dejar que hagas las cosas por tu cuenta, pero… lo hice una vez y no he podido perdonarme a mí mismo desde entonces.


Paula suspiró, mientras dejaba el plato sobre la mesa.


—Todo tiene que ver con el accidente, ¿verdad?


—Fue culpa mía y siempre me sentiré responsable por ello. Pero el accidente también me hizo ver lo frágil que eras bajo ese duro exterior… y cuánto te quería. Quise envolverte entre algodones después de eso porque no podía soportar que lo pasaras mal. Sólo quería que estuvieras a salvo, Paula. Y pensar que alguien puede hacerte daño…


—Tú me hiciste daño, papá. Tú dejaste claro que no me creías capaz de triunfar por mí misma… de ser amada por quien soy, con cicatrices y todo.


Le quemaba la garganta por el esfuerzo de contener los sollozos. Cada palabra la llevaba de vuelta a Pedro, a lo mal que lo había juzgado. 


Había sido tan tierno, tan dulce con ella. Y en el espacio de una noche mágica, le había enseñado tanto.


Cuando llegó a Inglaterra descubrió que todas las acciones de Coronel estaban a su nombre y que Raquel había desaparecido. Pedro había visto lo que estaba delante de ella desde el principio: que era su socia quien la traicionaba.


No él


—Lo sé y te pido perdón —dijo su padre—. ¿Aceptas mis disculpas?


—No ha sido culpa tuya —admitió Paula—. Pero tienes que prometerme que nunca…


No terminó la frase porque Soledad se acercaba a ellos, o más bien el enorme abdomen de Soledad se acercaba, con su hermana a cierta distancia.


—Ay, perdón. He interrumpido algo, ¿verdad?


—No. no pasa nada. Sólo estaba advirtiéndole a papá que, si vuelve a interferir en mi vida, cambiaré mi apellido y me iré a vivir al otro lado del mundo.


Horacio y Soledad intercambiaron una mirada.


—Bueno, el partido está a punto de empezar—dijo su hermana con sorprendente alegría, empujando a Paula hacia la puerta—. Creo que deberíamos ir a buscar a Simon.


—¿Para qué?


—Estará tomando champán por ahí y no quiero que se pierda el momento en el que aparezcan tus camisetas. ¿No tienes ganas de verlas?


A Paula se le encogió el estómago mientras salía al pasillo.


Las camisetas que no había visto y cuya producción no había podido controlar ya que Pedro no le devolvía las llamadas. Las camisetas que había diseñado pensando en él. 


Las camisetas que, en unos minutos, estarían riéndose de ella.


En realidad, no tenía ganas de verlas. Se sentía como un conductor mirando los restos del coche que había estado a punto de matarla.


Fascinada, quizá. Pero totalmente abatida.





A TU MERCED: CAPITULO 41




Cuando Paula llegó al aeropuerto, el último vuelo a Londres estaba completo. Pero, incapaz de soportar la idea de esperar allí durante toda la noche, sencillamente preguntó qué vuelos había disponibles antes de comprar un billete para Barcelona.


Mientras se dejaba caer sobre el asiento, el terrible dolor que sentía en el corazón se convirtió en un dolor general que se extendía por todo su cuerpo.


El avión tardaba una eternidad en despegar y los pasajeros empezaron a impacientarse, mientras las azafatas iban de un lado a otro intentando calmar los nervios. Pero, de repente, hubo una conmoción en la puerta y todos miraron, perplejos, a un hombre uniformado que se acercaba por el pasillo.


—Lady Chaves, acompáñeme, por favor.


Atónita, Paula se levantó del asiento sin fijarse en las miradas de curiosidad de los otros pasajeros. Su corazón latía como si fuera a estallar mientras seguía al guardia hasta la puerta del avión… donde se encontró con Pedro.


—No me lo digas, de repente te ha entrado un deseo urgente de conocer Barcelona —su voz sonaba perfectamente controlada, pero tensa como alambre de espino.


—No, más bien he sentido el urgente deseo de volver a casa para intentar salvar lo que quede de mi negocio. Claro que debería haber imaginado que no sería tan sencillo —Paula señaló al hombre que la había acompañado y que, discretamente, se había alejado unos metros—. La corrupción es como una segunda naturaleza para ti, ¿verdad? Sobornar a un oficial de aduanas para que impida el despegue de un avión debe de ser algo normal para un hombre dispuesto a acostarse con alguien mientras intenta robarle todo lo que es suyo.


Los ojos de Pedro se oscurecieron y un músculo latía en su mandíbula. Tenía la misma expresión de calma letal que había visto durante el partido de polo.


—Sólo quería ayudarte…


Una azafata apareció entonces, muy agitada.


—Debo rogarles que se den prisa —empezó a decir—. Tenemos que despegar lo antes posible.


—¿Intentando ayudarme? —repitió Paula—. ¿Cómo, quitándome la empresa? Mi contable nunca había visto una adquisición tan rápida y tan artera, pero no me sorprende. Eres tan frío como despiadado.


—Me emociona que pienses tan bien de mí —dijo él, sarcástico—. Debería haber imaginado que tú sólo aceptas ayuda si luego parece que lo has hecho todo tú sola. Un error por mi parte…


—¿De qué estás hablando?


—Dijiste que habías tenido que competir con otras empresas para conseguir el encargo de los uniformes, pero no es verdad. Tu propuesta fue la única que pasó por el consejo de administración.


—¡Eso no es cierto!


El piloto apareció entonces con cara de pocos amigos.


Pedro, tengo que despegar. No puedo retrasarlo ni un minuto más.


El asintió con la cabeza, sus ojos clavados en Paula. Durante casi un minuto, se miraron el uno al otro sin decir nada. Ella sentía como si estuviera cayendo… cayendo. En alguna parte debía de haber un cabo del que podría tirar para abrir el paracaídas, pero no sabía cómo encontrarlo.


Pedro estaba lívido, con líneas de fatiga alrededor de los ojos. Y luego, con un suspiro, se dio la vuelta y bajó del avión.


Ella se quedó sin aliento. Quería decir algo, hacer que se volviera de alguna forma, pero la azafata la tomó suavemente del brazo para llevarla de vuelta al asiento.


Los pasajeros lanzaron un grito de triunfo cuando el avión despegó cinco minutos después. Pero mientras ascendían hasta el cielo, la sensación que había experimentado antes se incrementaba. Era algo irreal, absurdo, pero Paula cerró los ojos y esperó, aterrada, el momento de estrellarse contra el suelo.