miércoles, 26 de junio de 2019

CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 23





De nuevo golpearon la puerta.


Paula abrió los ojos alarmada y Pedro miró hacia la puerta.


—¿Está cerrada? —preguntó, retirando la mano y colocándole bien las braguitas.


Ella asintió y carraspeó.


—Estoy bien, Dina. Dame cinco minutos más, ¿de acuerdo? Enseguida bajo.


Paula y Pedro contuvieron el aliento hasta que escucharon alejarse los pasos de la camarera por las escaleras.


—Ha estado muy cerca —dijo él sonriendo tímidamente.


—¿Cerca? Ha estado mucho más que cerca para mí —replicó ella perpleja.


—¿Es una queja?


—¿Me tomas el pelo? —preguntó ella ladeando la cabeza.


Él sonrió.


—Me alegro, porque yo también tengo mucha responsabilidad en esto.


Paula se irguió, se alisó la camiseta y se pasó la mano por el pelo. Respiró hondo varias veces para tranquilizarse y por fin habló.


—Ha sido increíble. Inesperado... pero increíble.


—Desde luego que sí. ¿Cuándo lo repetimos?


Ella soltó una carcajada.


—Alfonso... ¿Qué le digo a alguien que acaba de hacerme lo que tú me has hecho, pero aún no me ha visto desnuda?


—Eso se arregla enseguida —dijo él haciendo intención de quitarle la camiseta.


Ella se apartó y se cruzó de brazos.


—No podemos hacerlo. Mira, ha sido increíble, pero no debería haber sucedido.


Él ya lo sabía. Maldición, lo único que él buscaba era un beso, no un encuentro sexual tan provocativo como ése.


—Lo sé.


—Y no puede volver a suceder.


Por un instante, Pedro creyó que había oído mal. Después de lo que acababan de compartir hacía un momento, sabía que ella estaba tan ansiosa como él de averiguar lo que podían sentir y hacer sentir al otro completamente desnudos... en una cama... durante toda la noche.


—¿Puedes repetirme eso último? —pidió él.


—No estoy buscando un amante, Alfonso —dijo ella con firmeza—. Mi vida está cambiando y estoy intentando cambiar con ella.


La rigidez de su barbilla indicó a Pedro que estaba pensando en su negocio.


—¿Vas a ingresar en un convento cuando cierres La Tentación?


Ella dejó escapar un sonido entre la risa y el gemido.


—Si lo hiciera, me gastaría un fortuna en vibradores.


Sus palabras crearon unas imágenes de lo más sugerentes en la imaginación de Pedro.


—Pero no —continuó ella—. No voy a renunciar al sexo. Sólo estoy intentando cambiar mi enfoque, mi dirección en la vida, mis elecciones.


Él no comprendía muy bien a qué se refería ella, pero por la repentina rigidez de su cuerpo sabía que estaba hablando en serio. Paula no buscaba una relación, aunque fuera meramente sexual. 


Estaba levantando unas barreras que, a juzgar por la expresión de tristeza en sus ojos, eran tan duras para ella como lo eran para él. Pero ella confiaba claramente en que él respetaría sus deseos, porque no se movió para buscar unos pantalones nuevos.


—De acuerdo, Paula —murmuró él—. Lo entiendo. Te dejaré tu espacio.


Se separó de ella dejando más espacio, tanto física como mentalmente, entre ambos.


—Además, los dos tenemos que regresar al bar y hacer nuestro trabajo —añadió él.


Él había dicho justo lo que ella deseaba escuchar, pero Paula frunció el ceño. Pedro ocultó una sonrisa, más seguro que nunca de que ella realmente no quería que él se apartara de ella.


Desde luego, él no tenía ninguna intención real de apartarse de ella.


Había sido sincero en que le dejaría su espacio, en que no la obligaría a aceptar la atracción que existía entre ellos.


Sí, se apartaría de ella. Pero sólo hasta que lograra que ella admitiera que no lo había dicho en serio.



CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 22




«Podría haber sido peor», pensó él mientras reprimía un estremecimiento de deseo salvaje. 


Ella podría haber llevado un tanga.


Entonces advirtió algo en la piel de ella que la braguita no llegaba a tapar del todo. Paula tenía un tatuaje de lo más sexy justo encima de los cachetes. Al observarlo con detenimiento, Pedro se dio cuenta de que era una mariposa. La mezcla de colores sobre aquella piel tan delicada pedía a gritos una caricia. Pedro deseó acercar su boca a aquella piel.


—¿La sangre se quita con agua fría o caliente? —preguntó Paula y miró por encima del hombro justo a tiempo de cazarlo mirándole el trasero.


Paula se sonrojó y se giró hacia él lentamente. 


Eso no hizo más que empeorar las cosas.


Hasta un santo hubiera mirado, y él no era ningún santo. Se permitió tres segundos de observar el panorama y grabó en su memoria hasta el más mínimo detalle: la redondez de la cadera, la piel perfecta entre la camiseta y la braguita, los suaves rizos que se adivinaban bajo el fino tejido...


Estuvo a punto de quedarse sin respiración. 


Recurrió a toda su fuerza de voluntad y se obligó a cerrar los ojos, a acallar la imaginación y a aplacar su libido.


Cuando abrió los ojos de nuevo, se imaginó que Paula habría salido a buscar algo de ropa. Pero ella no se había movido ni un centímetro. Lo observaba en silencio, desafiándolo con una medio sonrisa.


Él gimió con voz ronca y le lanzó una mirada de advertencia.


—Paula...


—No suelo quitarme la ropa así delante de extraños —dijo ella y dio un paso hacia él.


—Nosotros no somos extraños —señaló él, dando un paso hacia ella.


Un paso hacia la locura.


—Pues debes saber que tengo bragas aún más minúsculas —dijo ella un poco a la defensiva.


Él se arriesgó y dio otro paso.


—Qué interesante —dijo y la miró de arriba a abajo desnudándola con la mirada—. Pero seguro que no son tan finas.


Paula abrió los ojos sorprendida. Aunque él estaba a unos pasos de distancia, oyó su respiración entrecortada, observó cómo se ruborizaba y captó el brillo de deseo en sus ojos.


—Entonces supongo que debería ir a buscar algo que ponerme —susurró ella.


Cada uno de ellos dio un paso más hacia el otro y se quedaron a muy poca distancia. Con sólo alargar el brazo, él tendría acceso a todos los lugares de aquel delicioso cuerpo que tanto deseaba tocar. Pedro mantuvo las manos pegadas a sus costados a base de toda su fuerza de voluntad.


—Por mí no lo hagas —dijo él.


Ella enarcó una ceja.


—Un caballero se habría dado la vuelta.


Él ladeó la cabeza.


—¿Y qué te hace pensar que soy un caballero? —preguntó Pedro.


Su mano se movió antes de que su cerebro pudiera detenerla. Se posó sobre la cadera de ella y la atrajo hacia sí. Recorrió con los dedos el espacio junto al elástico de su cadera hasta que Paula ahogó un grito y se estremeció bajo su mano.


—Alfonso... —dijo ella mirando la mano de él y dejando escapar una risita.


Luego cerró los ojos, dejó caer la cabeza hacia atrás y se arqueó hacia él ligeramente, invitándolo a aumentar el calor, la intensidad, el peligro... Invitándolo a atreverse a más.


Él metió un dedo por dentro de la braguita y acarició sus rizos, ahogando un gemido de placer. Ella era increíblemente suave, increíblemente acogedora. Pedro acercó otro dedo a la suave mata de vello. Incapaz de resistirse por más tiempo, se inclinó sobre Paula y saboreó la piel de su mandíbula, de su barbilla y de su cuello recreándose en cada sensación.


Aunque deseaba hacerlo con todas sus fuerzas, no la besó en la boca. No quería hacerle daño en el labio hinchado. Fue una tortura, pero era necesario.


—Por favor, tócame —pidió ella estremeciéndose.


—Te estoy tocando —le susurró él al oído.


—Tócame aquí —ordenó ella y lo sorprendió arqueándose sobre su mano hasta que los dedos de él se encontraron con su carne más íntima.


Ella soltó un gemido de placer.


Pedro estaba maravillado. Ella estaba húmeda y suave, caliente y acogedora.


—Sí, sí —murmuró Paula.


Rodeó el cuello de Pedro con los brazos y atrajo la boca de él hacia la suya, dándole el beso que él había temido darle antes. Él la besó con delicadeza, lamió con cuidado alrededor de la herida y luego entrelazó su lengua con la de ella en un encuentro hambriento.


Ella continuó moviéndose, arqueándose hacia él, estremeciéndose, invitándolo a ir más lejos. Pedro no pudo resistirse. Introdujo un dedo en su lugar ardiente y disfrutó con los gritos de placer de ella tanto como con el tacto de aquella piel contra la suya.


La acarició en lo más profundo y luego se retiró para volver a empezar, haciéndole el amor lentamente con la mano. Las caricias de su dedo pulgar sobre el clítoris y de su lengua dentro de la boca de ella pronto se unieron al movimiento de su otro dedo hasta que el mundo de sensaciones se impuso a todo lo demás. Para los dos.


El placer fue intensificándose, tanto para ella como para él, hasta que Pedro estuvo tan ansioso por el orgasmo de ella como ella misma. 


Él sabía que su propio alivio tendría que esperar. 


Estaba tan excitado que igual rompía los vaqueros de un momento a otro, pero no podía permitir que las cosas llegaran tan lejos. Aún no. 


Así que se concentró en ella, decidido a conducirla al éxtasis y deseoso de verla alcanzarlo.


Los gemidos de Paula fueron aumentando de volumen hasta convertirse en gritos de orgasmo. 


Pedro sonrió satisfecho porque ver a Paula llegando al clímax era casi tan bueno como llegar él. Casi.


Ella se estremeció desenfrenadamente, apretándose contra él mientras él la besaba en el cuello. Él continuó haciendo círculos con el dedo dentro de ella, disfrutando de su humedad y sabedor de que, a pesar del orgasmo, ella seguía excitada.


—Quiero saborear tu tatuaje —le susurró él al oído—. Quiero darte la vuelta, quitarte las braguitas y ponerme de rodillas para besar y lamer cada centímetro de tu tatuaje.


Ella ahogó un grito y se apretó contra él. Y tuvo otro orgasmo.


Él apenas había tenido tiempo de asimilar lo apasionada que era ella cuando alguien aporreó la puerta.


—Paula, ¿estás bien? —preguntó una voz femenina—. Aquí abajo la cosa empieza a animarse demasiado.



CAER EN LA TENTACIÓN: CAPITULO 21




Paula se acercó la bolsa de hielo a la frente. Pedro la observó sintiéndose culpable por ser la causa de su dolor.


—¿Cómo estás? —le preguntó él.


—¿Me preguntas por mi cabeza o por mi ego?


Él rió pero no contestó a su pregunta.


Estaban en la diminuta cocina del apartamento de Pedro, en la planta encima del bar. Habían subido allí nada más suceder el accidente. 


Afortunadamente, una de las camareras del bar, Dina, había comenzado su turno y estaba en el bar pendiente de los clientes. Dina había llegado justo en el momento en que Pedro se caía al suelo desde el taburete. Así que al menos sabía que  no era quien le había propinado el golpe. 


Paula se alegró por eso, ya que tenía un chichón en la frente y un labio hinchado como si hubiera participado en una pelea en el bar.


A Dylan le parecía que seguía siendo tan hermosa como cuando se había comido su manzana.


—¿Te sientes mejor? —insistió él mientras observaba preocupado el chichón.


Ella negó con la cabeza.


—¿Quieres una aspirina o algo así?


—No me duele —gruñó ella medio—. Pero ya he cubierto mi cupo de humillación por el resto de mi vida.


—Podría haberle sucedido a cualquiera.


Ella suspiró y se apoyó sobre uno de los armarios de la cocina. Una gota de agua, resultante de que el hielo empezara a derretirse, se deslizó por su sien y desapareció entre su cabello. Pedro inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco, recordándose que ella estaba herida. No era el momento de imaginarse gotas de agua recorriendo lentamente cada curva de su cuerpo.


Tampoco resultaba muy caballeroso quedársela mirando mientras ella comprobaba delicadamente con la lengua la hinchazón de su labio.


Pedro apretó los puños y la mandíbula y se obligó a apartar la mirada del rostro de ella. No debía seguir mirando aquellos labios carnosos que lo habían besado tan ardientemente, ni la boca que había explorado hacía unos momentos.


No sabía qué habría sucedido si ella no se hubiera caído. Quizás él se hubiera atrevido a besarla de nuevo. Porque una cosa era segura: un solo beso no había sido suficiente. Sólo se quedaría satisfecho si le hacía el amor a esa mujer.


—¿Cómo has logrado sacar a flote mi torpeza tan bien disimulada? —preguntó ella, más divertida que molesta.


Pedro se cruzó de brazos y apoyó una cadera en la encimera donde estaba sentada Paula.


—El taburete era antiguo e inestable —respondió él, justificándola.


—Mis piernas eran inestables.


Pedro se alegró de que su beso le hubiera hecho temblar las piernas. Las contempló unos instantes y entonces advirtió las manchas rojas sobre los pantalones blancos.


—Odio decirte eso, pero parece que la sangre te ha manchado los pantalones.


Paula siguió su mirada y gimió disgustada.


—Maldición, los he estrenado hoy —murmuró.


—Deberías tratar las manchas con algo cuanto antes —comentó él, creyendo que ella aplicaría el quitamanchas sobre sus pantalones sin quitárselos.


Pero antes de que él pudiera decir nada, Paula se bajó de la encimera a toda prisa y se quitó los pantalones delante de él, que la miraba sin poder apartar la vista de sus curvas.


Ella parecía haberse olvidado de que él estaba en la habitación. Se abalanzó sobre el fregadero y puso los pantalones debajo del grifo. Eso le ofreció a Pedro una estupenda vista de toda su parte trasera. Observó el cabello rubio que le llegaba hasta la mitad de la espalda y destacaba sobre su camiseta roja. Se le aceleró el pulso al contemplar sus piernas desnudas, deliciosamente torneadas. Luego se permitió detenerse en las curvas de su trasero, cubiertas apenas por unas bragas minúsculas.