sábado, 5 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 20





Paula durmió hasta tarde. Se despertó a media mañana y se dio cuenta de que no había cumplido con su tarea, no había ayudado con el desayuno. Se sintió muy mal, pero intentó que no le afectara demasiado y volvió a dormirse.


Horas más tarde, se despertó de nuevo cuando alguien llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció Hernan con una bandeja en las manos.


—Hola —la saludó con una sonrisa—.Pedro me ha pedido que te trajera esto. Es puré de patatas y galletas saladas.


Se incorporó en la cama. No sabía si iba a ser capaz de comer. Aún tenía el estómago bastante revuelto.


—Ya se que no suena demasiado apetitoso, pero deberías hacer un esfuerzo. Tienes que comer algo.


—Gracias —le dijo ella—. ¿Podrías dejar la bandeja en la mesita, por favor? Intentaré comer.


Él hizo lo que le pedía.


Pedro me ha contado que lo pasaste bastante mal.


—Sí, fue horrible —admitió Paula dejándose caer de nuevo sobre la almohada. Estaba aún muy débil.


—Seguro que se ha llevado una impresión buenísima de mí —comentó ella.


—Nos puede pasar a cualquiera —la consoló Hernan—. He oído que te tiró al agua.


—Algo así —repuso ella con media sonrisa—. Siento no haberme podido levantar esta mañana para ayudarte con el desayuno.


—No pasa nada —le aseguró él—. Margo se presentó voluntaria para echarme una mano. Se le da bastante bien la cocina para ser alguien tan… tan académico.


—¿Es eso lo que piensas de ella?


—Bueno, parece bastante evidente. Basta con mirarla…


—Creo que hay mucho más de lo que parece.


—A lo mejor, pero las mujeres como ella me ponen algo nervioso.


—¿De que tipo de mujeres me estás hablando?


—El tipo de mujer que me hace sentir como si tuviera que consultar en el diccionario cada palabra que sale de mi boca.


—¿Crees que ella presume de ser intelectual?


—El caso es que se expresa de manera elevada, demasiado para mí.


—A mí me parece que estás dejándote llevar por las apariencias en vez de intentar conocerla de verdad.


—¿No crees que las apariencias pocas veces engañan?


—No, no lo creo.


—Bueno, ya veremos —repuso él—. Ahora come algo y descansa.


Paula hizo un gran esfuerzo para tomar algo del puré de patatas en cuanto Hernan salió del camarote, pero le costaba mucho y su estómago no respondía bien. Se metió de nuevo bajo las sábanas y cerró los ojos. Se quedó dormida preguntándose por qué Pedro habría enviado a Hernan con la comida en vez de bajar él mismo a su camarote.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 19




Casi una hora después. Pedro ayudó a Paula a subir de nuevo al barco. No entendía por qué había tenido que hacer aquello.


En cuanto la había visto mareada, había sentido la necesidad de ayudarla. Había pasado media hora metido en el agua con ella y rodeando su cintura con el brazo. No había dejado de insultarse mentalmente por ponerse en una situación tan comprometida con aquella mujer. 


Después de todo, nadie se había muerto nunca por estar un poco mareado. Si Hernan se hubiera despertado entonces y lo hubiera visto con ella en el mar, se habría arriesgado a que ya no lo dejara en paz durante el resto del viaje.


Dejó el bote en el agua. Pensó que ya lo subiría más tarde. En ese instante, su principal cometido era que Paula volviera cuanto antes a su camarote.


Ella se desenganchó el chaleco y se lo quitó. Su camisón de algodón blanco estaba completamente húmedo y se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.


Pedro apartó la vista de inmediato. Sabía que se había sonrojado ligeramente.


Ella dejó el chaleco en cubierta y cruzó los brazos sobre el pecho. Estaba claro que acababa de darse cuenta de que la prenda revelaba más que cubría.


—Gracias por tu ayuda —le dijo—. Creo que ya estoy bien del todo.


Cruzó la cubierta y bajó deprisa las escaleras. Él recogió los chalecos y los guardó en su sitio. 


Pensativo, se dijo que esa mujer debería llevar consigo etiquetas de advertencia, igual que muchos aparatos. Sólo hacía unas horas que la había conocido, pero algo le decía que iba a traerle problemas.


No sabía muy bien por qué lo pensaba, pero sabía que tenía razón.


Lo sabía.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 18




En menos de dos minutos, Paula estaba bajando al mar a bordo de un bote hinchable. 


Había hecho lo que él le iba diciendo. Dejó que le pusiera un chaleco salvavidas y que la llevara hasta el bote. Estaba tan mareada que ni siquiera le importó que él la viera con su delgado camisón de algodón.


Cuando la balsa tocó el agua, él se colocó su propio chaleco salvavidas y saltó al agua, atando el bote al Gaby. Cuando terminó, el capitán alargó la mano hacia ella.


—Venga, yo la ayudaré.


—Todo esto parece una locura —le dijo ella con aprensión.


—Es lo único que va a hacer que se sienta mejor hasta que la medicina surta efecto.


Su principal objetivo en ese instante era encontrarse mejor, así que se acercó al borde del bote y se echó a los brazos de un hombre que acababa de conocer.


Intentó no pensar en lo que estaría pasando justo debajo de ellos, en las profundidades del negro océano.


El agua estaba bastante fría. Estaba demasiado mareada para sujetarse al bote, así que se apoyó en él. Tenía la espalda contra el torso de ese hombre. Él la sujetaba por la cintura con el brazo izquierdo y se agarraba al bote con el derecho.


El camisón se le había levantado y flotaba a su alrededor como un blanco nenúfar. Sus piernas desnudas rozaban las de él, pero no tenía siquiera energía para apartarse o protestar.


—Espere unos minutos —le aconsejó él—. Se encontrará mejor muy pronto, señorita Chaves.


—Llámame Paula—lo corrigió ella.


Le molestaba que la siguiera llamando de manera tan formal, era como si quisiera dar énfasis a lo que pensaba de ella, pero lo cierto era que, hasta ese instante, no le había dado permiso para tutearla.


—Te sentirás mejor muy pronto, Paula —repitió él poniendo el acento en su nombre.


Respiró profundamente e intentó calmarse para que se le pasaran las náuseas. Poco a poco, fue sintiéndose mejor. Abrió los ojos y miró el cielo estrellado.


—Esto es horrible —murmuró ella.


—Sí —repuso él con comprensión—. ¿Es la primera vez que te mareas?


Paula negó con la cabeza. Tardó un poco en poder contestar.


—¿Cómo sabías que esto iba a ayudarme?


—La primera vez que salí al mar para hacer submarinismo fue justo después de haber desayunado. Todo el mundo a bordo del velero se mareó. Yo también, por supuesto. El profesor de submarinismo nos hizo meternos en el agua. El mar acabó lleno de copos de cereales a nuestro alrededor, pero poco a poco nos fuimos sintiendo mejor.


Paula gimió, pero no pudo evitar reírse.


—Siento haber sido tan gráfico.


—Al menos estoy lo suficientemente viva como para poder reírme. Hace unos minutos, me parecía estar más muerta que viva.


Él también rió y se estremeció al escuchar ese sonido al lado de su oído. Consiguió tranquilizarla.


—No pareces el tipo de mujer que deja que un simple mareo pueda con ella.


Al ir encontrándose mejor, comenzó a ser más consciente de que ese hombre abrazaba su cintura, tenía la espalda apoyada en su torso y podía sentir sus fuertes piernas bajo el agua.


No pudo evitar sentirse algo avergonzada de la situación. Todo aquello parecía demasiado íntimo.


Alargó la mano para agarrarse al bote y separarse así de él. Se volvió para mirarlo.


—Ya me encuentro mejor, capitán…


Pedro —la corrigió él.


—Capitán Pedro—dijo ella con media sonrisa.


Él también sonrió entonces, una sonrisa de verdad. Paula no pudo evitar estremecerse. Pero se dio cuenta entonces de que estaba demasiado cerca de él. No habrían podido colocar ni una hoja de papel entre ellos. Movió los pies para alejarse de ese hombre.


—No te muevas —le advirtió él—. No quiero que te desmayes.


No le hacía ninguna gracia perder el conocimiento en medio del negro mar, así que hizo lo que le decía como una niña obediente.


—Gracias —le dijo—. Gracias por ayudarme.


—De nada.


La noche era oscura a su alrededor. No se veía nada en el horizonte.


Estuvieron allí, flotando en silencio mientras ella luchaba para contenerse y no apartarse de él, pero dándose cuenta de que si volvía a subir al barco, se pondría enferma de nuevo. Eligió lo que le pareció el menor de los dos males y se quedó donde estaba.


—¿De qué conoces a Juan? —le preguntó él de pronto.


—Es mi abogado. Bueno, y también mi amigo.


Pedro se quedó callado unos segundos y ella se imaginó que quizá estuviera haciéndose una idea equivocada de su relación con el abogado.


—También soy amiga de su esposa.


—Claro. Y, ¿por qué creía Juan que te vendría bien venir a este viaje?


Pensó en qué decirle. Decidió que no podía decirle todo, pero que tampoco iba a mentirle.


—De hecho, fui yo la que lo convenció para que me vendiera sus billetes. Estoy en una especie de encrucijada en mi vida y pensé que me vendría bien pasar algún tiempo fuera.


—¿Y está funcionando?


—Aún no lo sé —repuso ella algo sorprendida con la pregunta—. Bueno, ya te he quitado mucho tiempo. Es tarde. ¿Por qué no subes? Yo me quedaré aquí hasta que me encuentre mejor.


—¿Quieres que te deje sola con los tiburones?


—¿Tiburones? —repuso ella aterrada.


—Es broma, es broma. Es bastante difícil ver alguno por esta zona.


Paula se quedó algo más calmada.


—Bueno, puede que no hayamos empezado con buen pie. Pero ¿de verdad crees que te dejaría sola?


—Supongo que no.


—Si algo te pasa, yo sería el responsable —le explicó él.


—Por supuesto.


Era obvio, pero le desilusionó que él estuviera allí sólo porque era el capitán del barco y el responsable civil de todo lo que les pudiera ocurrir a los pasajeros.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 17




Pedro intentaba relajarse y pensar en Gaby sólo cuando estaba solo. Le gustaba hacerlo por las noches, cuando ya no había nadie allí. Se preguntaba cuánto habría crecido en ese tiempo, si su voz seguiría siendo igual de dulce o si se le habrían caído ya los dientes de leche.


No podía evitar pensar en todo ello. Y eso que cada pregunta le abría un agujero nuevo en el corazón. Cerró los ojos para controlar el dolor.


Era más de medianoche. Se llevó las manos a la cara y se frotó los ojos. Llevaba allí casi dos horas. Esa noche, como todas las demás, tuvo que convencerse a sí mismo de que debía irse a la cama.


Estaba a punto de hacerlo cuando vio a Paula Chaves subiendo las escaleras deprisa. Dudó un segundo al verlo allí y después corrió a la barandilla, desde donde vomitó al mar.


La mujer se dejó caer al suelo y apoyó la cara en las rodillas.


Estaba seguro de que no le haría ninguna gracia que se preocupara por ella, pero fue hacia allí de todos modos. Tenía los ojos cerrados. Colocó una mano en su hombro y sintió cómo ella se sobresaltaba.


—Lo siento —le dijo—. ¿Está mareada?


Ella gimió.


—¿No es obvio?


—¿Hace mucho que se siente mal?


—Acabo de despertarme mareada…


No tuvo tiempo de terminar la frase. Se levantó de un salto y volvió a vomitar.


Pedro fue hasta la cocina y mojó una toalla. 


Después volvió a su lado con el paño y un bote de pastillas.


—Tome una de estas pastillas —le sugirió—. Tardará en hacerle efecto porque ya está mareada. Pero se sentirá mejor después.


Le ofreció la pastilla en la palma de su mano y un vaso de agua.


Con mano temblorosa, ella tomó la pastilla y se la tragó.


—Me encuentro fatal… ¿Por qué no me tira por la borda y acaba de una vez por todas con esta tortura?


Él la miró un instante antes de hablar.


—La verdad es que me encantaría poder hacerlo.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 16





Ya era casi de noche cuando Hernan anunció a todo el mundo que la cena estaba lista.


—¡Venid aquí si queréis disfrutar del mejor festín de vuestras vidas! —gritó.


Habían preparado una larga mesa en la cubierta con mantel de cuadros, platos de verdad y cubiertos. Los dos hombres habían preparado una cena que tenía muy buen aspecto. Sobre la mesa había varios platos con pescado asado y otros con diversas y coloridas verduras, también tostadas en la parrilla. Y había cestas con pan que parecía recién hecho y casero.


—Es un banquete propio de un rey —comentó Lily Granger.


—Y de una reina —agregó Lyle.


—Sí, sí, por supuesto —corrigió su hermana riendo—. Mi hermana es una gran defensora de los derechos de las mujeres —les explicó a los demás—. Es toda una militante.


Paula sonrió. Lo cierto era que no podía imaginarse a ninguna de las dos mujeres metidas en medio de una manifestación o protestando con pancartas frente a la Casa Blanca.


Todos se sentaron y comenzaron a comer. 


Durante los primeros minutos, sólo se oían los golpes de los cubiertos sobre la porcelana.


Después, Pedro levantó la vista y la miró.


—Mañana tendremos la oportunidad de disfrutar con las habilidades culinarias de la señorita Chaves —les dijo—. Va a ayudar a Hernan a preparar el desayuno.


—¡Qué bien! —exclamaron las hermanas al unísono.


Casi parecían envidiarla.


—Estupendo —intervino el profesor Sheldon subiéndose las gafas.


—Estoy segura de que Paula es una cocinera fantástica —le dijo Margo.


Paula miró a todos con una sonrisa, pero estaba perdiendo su seguridad por momentos. Hasta se le quitó el apetito.


El resto de la cena fue bastante agradable. Todo el mundo compartió con el resto algo sobre sus vidas. Las hermanas Granger eran de Nueva York. Ninguna de las dos había estado casada y pasaban la mayor parte del tiempo viajando. De hecho, acababan de volver de África, donde habían estado de safari.


Las vidas de Margo y su padre eran un poco más difíciles de entender. Ella aún vivía en casa y parecía claro que él la controlaba bastante. A Paula le pareció ver algo de ella misma en la joven y se preguntó si estaría deseando liberarse de un padre que la protegía demasiado.


—Bueno, Paula, cuéntanos algo sobre ti —le pidió Lily Granger—. Ese acento tuyo… ¿Es de Virginia?


—Sí —contestó ella—. De Richmond.


—Una ciudad preciosa —comentó Lily—. Mi hermana y yo pasamos un verano allí cuando éramos adolescentes. Fue en mil novecientos…


—Cincuenta y cuatro —añadió Lyle—. ¿Es allí donde has crecido, querida?


—Sí.


—Chaves… —murmuró Lily—. Ese apellido me suena un poco.


—Sí, a mí también —intervino Lyle con cara pensativa.


—Se está poniendo un poco frío —dijo Paula mientras se ponía de pie—. Creo que voy a por un jersey.


Se tomó bastante tiempo yendo hasta su camarote y buscando entre sus cosas hasta dar con el único jersey que había llevado consigo. 


Esperaba que todo el mundo se olvidara del tema de conversación. No quería hablar de su familia. Se sentía bastante incómoda.


Para cuando salió de nuevo a cubierta, las hermanas Granger ya se habían olvidado de ella. Pedro era entonces el que estaba en el punto de mira, pero él estaba siendo más parco en detalles sobre su vida de lo que había sido ella. Cuando terminó de hablar, se dio cuenta de que no le había aclarado nada. Sabía de la vida del capitán tanto como antes de que empezara a hablar. Nada de nada.


Después de la cena, todo el mundo se quedó a tomar una taza de café antes de retirarse a sus camarotes. Era muy agradable estar allí, disfrutando de la noche y de una suave brisa. 


Paula fue la primera en dar las buenas noches e ir a su habitación. Tomó una rápida ducha y se puso su camisón. Acababa de meterse en la cama cuando se dio cuenta de que se había olvidado en cubierta el libro que estaba leyendo. 


Se puso la bata y salió del camarote. Esperaba que ya no quedara allí nadie.


Subió descalza las escaleras. Era una noche fantástica. Respiró profundamente. El aire era cálido y salado. Miró al cielo, ensimismada contemplando la inmensidad del firmamento y las estrellas. Se dio cuenta de que ella era muy pequeña. Y de que todos los problemas que había dejado atrás eran de lo más insignificante.


El libro estaba donde lo había dejado olvidado, cerca de la silla donde había estado sentada esa tarde. Se estaba agachando para recogerlo cuando se dio cuenta de que había alguien allí, apoyado en la barandilla y contemplando el negro océano que los rodeaba.


Reconoció al instante su rígida pose y dio un paso atrás, escondiéndose entre las sombras. 


No entendía muy bien por qué, pero no quería que la viera. Sabía que tenía que volver al camarote, pero algo hizo que dudara un segundo y se quedara contemplando su perfil.


Llevaba el pelo algo más largo y descuidado que la mayoría de los hombres que conocía. Su mandíbula parecía estar en tensión. Levantó una mano y se frotó la nuca, como si quisiera liberar un nudo que la tensión hubiera atado en los músculos de su cuello.


De repente y durante un segundo, vio algo en su rostro de lo que no había sido consciente hasta ese momento. Era tristeza.


No parecía un sentimiento apropiado en alguien como él. Sin poderlo remediar, deseó saber por qué se sentía así. A pesar de que apenas conocía a ese hombre. No sabía quién era Pedro Alfonso.


Después de observarlo durante unos segundos más, se dio la vuelta y fue hacia las escaleras.