jueves, 28 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 58




Paula sabía que no debía hacer elucubraciones sobre lo que pasaría después entre ellos, con el secreto que llevaba guardado dentro, con la posibilidad de un futuro.


Cuando se despidió de Mike con su promesa de que hablaría con el psicólogo e incluso con ella, no se atrevía a anticipar que las cosas fueran a ir bien entre ellos. Tenía unos cuantos días más para decirle lo del bebé antes de que el sentimiento de culpa la consumiera, pero Pedro se merecía en aquel momento un poco de libertad. Había dejado su pasado atrás en la casa de acogida de Mike y merecía caminar ligero durante un tiempo. El sol de la tarde se filtraba entre las hojas de los árboles y se reflejaba sobre su pelo mientras el corazón de Paula iba radiante de alegría caminando al lado de su mejor amigo.


El andén exterior del metro no estaba muy lleno de gente. En ese momento pasó frente a ellos un tren de la línea verde lleno de gente que volvía a casa del trabajo y que debía de tener dificultades para respirar allí dentro. Pedro se aclaró la garganta y le dijo:
—No voy a volver a casa todavía.


—Oh —exclamó Paula, pero al estudiar su rostro vio que sus facciones estaban totalmente en calma casi beatífica. Nunca lo había visto tan relajado—. ¿Vas a volver a la oficina?


—No. Tengo que hacer un par de... recados. Tengo que hacer unas visitas. Después volveré.


—Bueno, estaré por allí —dijo ella, sintiéndose un poco estúpida—, así que ya sabes... puedes llamarme un día de éstos.


—¿Qué?


—Para contarme qué tal va lo de Mike, si te enteras de algo —acabó rápidamente, sin elucubrar nada.


—Lo siento, pero no.


—¿No?


—No. Lo que quería decir es que voy a ver a un par de personas y después iré a verte a ti —como Paula parpadeó, él añadió—: Si no estás ocupada...


—¿Ocupada? ¡No, qué va! Tengo algunos ejercicios que corregir —al demonio con los ejercicios —. Pero puedo hacerlo mientras tú haces esos recados.


—Bien. Quiero hablar contigo, pero no te puedo decir lo que creo que te voy a decir hasta que no haga unas cuantas cosas. Sé que lo entenderás.


¿Lo entendería?


—Sí...


Al oír el metro venir, ella empezó a buscar unas monedas en su bolso para el ticket, pero él le tomó la mano y le dio el dinero necesario. 


Después cerró la mano sobre la suya y ella levantó la mirada hacia sus ojos. Estaban rodeados de gente que entraba y salía a toda velocidad, pero el único contacto que Paula sentía era el de aquellos suaves y cálidos dedos.


—Me quedaré a esperar el próximo metro. Si subo contigo, tal vez empiece a hablar y es demasiado pronto aún. Tengo que atar unos cuantos cabos primero —sonrió y Paula tuvo que contenerse para evitar acariciarle el labio inferior—. Ya he dicho demasiado, márchate.


Antes de que pudiera protestar, la empujó hasta el interior del vagón. Ella fue a pagar el billete y con los nervios una de las monedas se cayó al suelo. Se agachó rápidamente a recogerla, se la dio al conductor y corrió a sentarse junto a la ventana, desde donde podía ver a Pedro mirándola, con las manos en los bolsillos. Su aliento empañó la ventana.


«Espérame», leyó en los labios de Pedro. Paula tomó aliento preguntándose si tendría fuerzas para ello.





PAR PERFECTO: CAPITULO 57




Pedro se quedó mirando la puerta que Paula no había cerrado del todo, consciente de que mientras mirara a la puerta, no tendría que mirar al niño con el que se había quedado a solas.


Al cabo de unos minutos, el niño estaba sentado, inmóvil con una pieza azul en la mano, y Pedro no dejaba de preguntarse dónde estaría Paula.


Podía sentir la mirada del niño sobre él, y se obligó a corresponderlo. Mike fue el primero en romper el contacto visual apáticamente. Pedro se sintió culpable. Era extraño, pero estaba en una habitación con una persona que había pasado lo mismo que él, así que se sintió menos solo. Pero Mike no sabía eso, así que seguía solo, encerrado en su dolor, incapaz de salir de él.


No era justo, así que Pedro debía dejar que Mike tuviera un amigo.


—¿Te gusta el béisbol?


El chico parpadeó. Pedro decidió no buscar reacciones, sino seguir hablando, como si todo fuese normal.


—Fui a un partido de los Red Sox hace unas pocas semanas, pero perdieron. Bueno, tampoco están tan alejados de los primeros puestos, tal vez aún puedan quedar campeones. Si no fuera por esos Yankees, ¿verdad?
Cuando tenía tu edad, guardaba una enorme colección de cromos de béisbol en una caja de zapatos. Ya no los tengo. Cuando me marché de casa, se me olvidó llevármelos.


Pedro se deslizó de la cama y se sentó en el suelo. Tomó una pieza de Lego y lo colocó en la base que Paula había empezado a construir hacía ya mucho rato.


—Paula, quiero decir, la señorita Chaves, volverá en un momento, creo. Ella te quiere de verdad. Ha venido hasta aquí para verte. Seguro que es buena profesora, ¿verdad?


Estaba claro que la conversación iba a ir en una única dirección.


—Ella se preocupa por ti, y mucha más gente. A tu familia de acogida también le gustas, y también a tu médico y los agentes de policía.


Pedro suspiró. No había sonado tan consolador como él había pretendido.


—Todo el mundo quiere que estés a salvo y seas feliz, pero si no hablas, nadie podrá saber cómo te sientes. Bueno, lo entiendo. Todo el mundo te pregunta que cómo estás, y tú no puedes responder porque no lo sabes.


«Porque lo mismo que te ha ocurrido a ti, me ocurrió a mí. Cuando era un niño como tú».


Pedro sintió la sangre que se le agolpaba en la cabeza y el corazón que parecía luchar por salir de su caja torácica. Se quedó en silencio, apilando los bloques de lego mientras el chico lo miraba. No estaba ayudando. Probablemente, lo mejor fuera quedarse allí jugando.


«Ahora es pequeño y si lo ayudamos, tal vez pueda vivir una vida normal».


«Papá ya no puede hacernos daño... Tú no eres como él. Mira lo que te estás haciendo a ti mismo, estás dejando que se interponga entre tú y Paula».


«Hijo, es hora de que recuerdes de dónde vienes. Es hora de pagar».


El puño de Jonathan levantado.


Paula abrazándolo aquella noche, su única noche.


—Mi padre era un nombre malvado —dijo Pedro—. Hizo muchas cosas malas. Tengo un hermano mayor que se llama Damian, y mi padre siempre estaba gritándonos. Nosotros intentábamos estar callados y no darle motivos, pero siempre encontraba algo. También le gritaba a mi madre, y a veces ella respondía, pero pocas veces. Cuando era muy pequeño recuerdo que mi padre golpeó a Damian y él chocó contra la pared. Se oyó un golpe muy grande y todo se llenó de sangre. Mi madre se llevó a Damian y yo creí que nunca volvería. Cuando pregunté dónde se lo habían llevado, él me gritó que me callara y que no hiciera preguntas estúpidas. Me quedé en mi habitación durante horas intentando no llorar porque mi hermano ya no estaba, pero mi madre lo trajo de vuelta. Se había roto la nariz y me contó que mamá no le había dejado decir lo que realmente había pasado, sino que se había caído por las escaleras.
Eso pasó unas cuantas veces más. Se rompió el brazo un par de veces y algunos otros huesos.
Siempre pensamos que algo le ocurriría a mi padre, que la policía estaba para eso, porque mi padre le hacía cosas malas a Damian, y creíamos que nos salvaría, pero no lo hicieron porque nadie les dijo nada.
Después mi padre empezó a pegarme a mí también. Mucho. Me pegaba por subir las escaleras demasiado rápido, por cerrar la puerta muy fuerte, por derramar un vaso de zumo en el suelo e incluso si mis amigos me llamaban por teléfono, porque según mi padre, ocupaban la línea.
Mamá hacía como si no pasara nada. Cuando papá nos pegaba a Damian o a mí, nos dejaba solos un rato y después nos traía galletas o nos dejaba ver la televisión un rato más. Si llorábamos, hacía como si no nos viera, como si todo fuera normal. Supongo que eso era lo que intentaba, que todo pareciera normal.
Aprendimos a vivir con ello, pero después mi madre murió.


Pedro tomó aliento y notó que se le nublaba la vista, pero sabía que Mike lo estaba escuchando. Incluso creyó que el niño se había acercado un poco más a él.


—Se ponía enferma a menudo —continuó Pedro—. Mi madre trabajaba como secretaria media jornada, pero muchos días tenía que quedarse en casa con jaqueca y el jefe acabó despidiéndola. Papá y ella se pelearon mucho y ella en aquella ocasión le contestó. Después se metió en la cama y se quedó allí tres días. Creo que mi padre se quedó en la oficina todo el tiempo. No recuerdo que volviera a casa.


Pedro se quedó en silencio, recordando los detalles. Su madre había llamado a su vecina. 


Después había tomado demasiadas aspirinas, a propósito, y se marchó en una ambulancia. 


Nunca volvió.


—Murió —dijo Pedro—. Nos dejó solos con nuestro padre cuando yo tenía doce años. Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. Papá estuvo triste un tiempo, pero después no cambió de actitud, excepto en que todo fue a peor. Estaba tan contento de haberse quedado con nosotros como nosotros de habernos quedado con él.


—Damian y yo éramos muy distintos. Yo era muy callado y mi padre se olvidaba de que estaba allí. Leía porque no se hacía ruido, y estudiaba mucho por el mismo motivo. Por eso sacaba muy buenas notas. Pero Damian era distinto. Sabía que papá odiaba la música fuerte y él la ponía a todo volumen para ver si podía salirse con la suya. Nunca fue así. Y si papá me amenazaba cuandoDamian estaba delante, siempre se ponía en medio para librarme del golpe.
Una noche, papá y él tuvieron una pelea terrible por la universidad. Damian estaba a punto de acabar el instituto y quería ir a la universidad. 
Papá decía que eso era imposible porque era muy caro y que Damian tendría que ponerse a trabajar. Discutieron y papá pegó a Damian muy fuerte. Cuando vi a Damian llorar, corrí a mi cuarto y busqué el dinero que había ganado quitando nieve de las casas de los vecinos o cortándoles el césped. Había ahorrado casi doscientos dólares y con ellos le compré a Damian una bolsa de viaje azul preciosa como regalo de graduación, y le di el resto del dinero. 
Quería que fuera a la universidad y le dije que probablemente no necesitara mucho dinero porque era muy listo y le darían una beca. Así que podría empaquetar sus cosas y comprar un billete a Boston, donde hay muchas universidades. Se quedó allí un rato, mirando la bolsa, y después me abrazó. Fue a su habitación y cerró la puerta.


Pedro volvió a detenerse al pensar en Damian, su valiente hermano, y volvió a sentir por él la admiración que le tenía de pequeño. El niño se acercó aún más a él.


—Unos días más tarde fue el cumpleaños de Damian. Cumplía los dieciocho. Esa noche entró en mi habitación y metió algo de ropa mía en la bolsa nueva. Yo no sabía qué decir mientras él elegía la ropa que me gustaba más y la que más me ponía. Cuando la bolsa estuvo a medias, fue a su cuarto y yo lo seguí. Allí llenó el resto de la bolsa con sus cosas. Ya era muy tarde, así que me dijo que me fuera a dormir. Lo hice y me despertó a las cuatro de la mañana. Salimos a escondidas de la casa, compramos dos billetes a Boston y nunca volvimos a Connecticut.
»Tuve pesadillas durante mucho tiempo y tenía miedo todo el tiempo de que papá viniera a buscarnos y nos llevara a casa. Damian me apuntó a un instituto y convenció a los profesores de que era mi tutor legal. Desde ese día, yo le decía a todo el mundo que mi padre había muerto. Tardé un año en dejar de pensar que mi padre iba a aparecer en cualquier momento. Estaba a salvo y aún lo estoy.


Pedro le dolía la garganta y tenía la boca seca de hablar, y entonces se dio cuenta de que no estaba hablando para sí mismo. Cuando levantó la vista de la alfombra, Mike estaba a unos pocos centímetros de él y seguía mirando a Pedro a la cara, escuchando con atención.


—Tú también lo has pasado mal, ya lo sé —dijo Pedro—, y aunque no lo parezca, has tenido más suerte que yo porque no has tenido que huir de casa. Has sido muy valiente. ¿Sabes que eres la primera persona a la que le cuento esta historia? Eso es porque no soy tan valiente como tú, pero ahora te toca demostrarlo y contar tu historia. Puedes elegir a quién se la cuentas. Puedes hablar con tu familia de acogida, con el médico o con la señorita Chaves, porque las cosas malas no lo son tanto si lo hablas con alguien. Y después de eso, puedes pensar en todas las cosas felices que vas a hacer en el futuro.


Había escuchado esas palabras en innumerables ocasiones, pero nunca de sus propios labios hasta entonces. Y mientras valoraba cuánto de cierto podía haber en esa frase, Mike le colocó su pequeña manita sobre la de él.


Pedro lo había convencido.


Paula, sentada en el suelo con la oreja pegada al otro lado de la puerta, sollozó de alegría.




PAR PERFECTO: CAPITULO 56




Una vez que la madre de acogida, Francine Travis, le hubo mostrado el cuarto de Mike, se retiró para darles privacidad. Aunque Pedro le había dicho que sería Paula quien hablaría con él, ella lo había tomado suavemente del brazo, dejando claro que él la acompañaría.


Lamentablemente, también estaba dejando claro que aún lo deseaba. Ella notó al agarrarle el brazo que él tenía el pulso acelerado. Su aroma envió un shock erótico a todo su cuerpo.


La habitación de Mike estaba decorada con esmero, con fotos de animales en las paredes y una alfombra azul brillante. A ella de pequeña le hubiera gustado tener una habitación como ésa. 


Se preguntó cómo habría sido la habitación de Pedro, si su madre la habría cuidado como un santuario o si estaba llena de los monstruos de su padre.


Mike estaba sentado en el suelo al lado de la cama, rodeado de juguetes, que no eran nuevos pero estaban cuidados.


Cuando Mike miró a Paula no mostró ningún signo de que la reconociera. No mostró emociones cuando agarró un bloque azul de Lego y lo colocó en la parte superior de la construcción.


—Hola, Mike. Te echamos de menos en clase y por eso he venido a verte. ¿Qué estás construyendo? —intentó Paula con una sonrisa.


No hubo respuesta. Paula tenía los nervios a flor de piel y no se atrevía a hablar con Pedro porque no sabía qué estaría pasando en su interior. Se sentó en el suelo, al lado del niño.


—¿Puedo ayudarte? —preguntó, y Mike le pasó una pieza roja—. ¿La pongo arriba del todo o abajo? —Mike se encogió de hombros y ella la colocó en la parte inferior para que la torre no colapsara—. Ahí está bien.


Mike miró la torre, o algo más allá, oculto en su cabeza. Era difícil de decir.


Por el rabillo del ojo, ella vio a Pedro sentado en el borde de la cama. No tenía que mirarlo de frente para saber que se sentía tan incómodo como aquel día en su clase con la pequeña Sara. Aquella vez podía ser incluso peor porque aquel niño había pasado por lo mismo que él y ahora estaría reviviendo su infancia en sus recuerdos.


Paula le puso la mano a Mike en el brazo.


—Me gustaría que conocieras a Pedro —dudó, sin saber qué pensaría él de sus próximas palabras, pero sabía que tenía que decirlas para que Mike se sintiera cómodo—. Es mi mejor amigo.


Mike siguió callado y Paula no lo soltó, intentando reconfortarlo. Pensó que estaba sintiendo al bebé moverse en su vientre, algo imposible en aquella etapa del embarazo, y resistió la urgencia de poner la otra mano sobre su vientre.


—Sé que no nos conocemos desde hace mucho, pero espero que pienses que somos amigos. Soy tu profe y tu amiga. ¿Lo sabes, verdad?


Seguía sin haber respuesta.


—Una parte de la amistad consiste en hablar con el otro acerca de lo que te molesta. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?


En ese momento, Paula se hubiera conformado con un «no», porque al menos hubiera sabido que la estaba oyendo.


Mike alargó la mano para agarrar otra pieza de Lego. Paula miró a Pedro, que tenía una cara muy parecida a la del chico, y empezó a pensar que aquello no había sido tan buena idea como habían pensado al principio.


Entonces vio las caras de sus padres en su mente, y de repente, su imaginación la transformó en las caras de los agresores. Los dientes de su padre se quedaron al descubierto con un gesto de depredador y los ojos de su madre se volvieron agresivos y salvajes. Por un segundo, compartió el terror que habían vivido Pedro y Mike.


Era como si su corazón le hubiese enviado un mensaje a su cerebro, un mensaje para que actuase. Deseó levantarse a toda prisa y salir corriendo, pero consiguió moverse lentamente.


Sus acompañantes la miraron.


—Tengo que... —dijo ya en la puerta—. Tengo que ir al baño.


Ella salió y al mirar a los ojos a Pedro vio lo que ya sabía que vería. Miedo. Era una plegaria silenciosa para que no lo dejara a solas con el niño. Ella le devolvió la mirada al hombre que amaba, deseando que sus ojos reflejasen todo el amor que sentía. Y salio.