martes, 19 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 3




Paula agarró la nota que había entre la pared y el termostato. Reconoció la letra de Ted, y se preguntó qué estarían haciendo el director de su equipo técnico y su mejor amiga Elisa, en el asiento trasero de un coche.


«No vayas por ahí, Paula». No, cuando sabía que aquellos dos estaban teniendo una vigilancia mucho más divertida que la suya.


—Apaga el aparato —leyó en voz alta—. Luego, enciéndelo. 
Espera cinco segundos y repite. Pulsa dos veces la flecha roja. SÍ no funciona, espera diez minutos y repite la operación.


Los técnicos que su tío había contratado podían colocar micrófonos y cámaras ocultas por toda una casa. Incluso podían desactivar sofisticados equipos de alarma. ¡Pero no sabían cómo arreglar un simple aparato de aire acondicionado! Siguió las instrucciones por segunda vez aquella noche, y suspiró aliviada cuando el monstruoso armatoste de treinta años empezó a emitir un zumbido.


Miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Había cenado dos horas antes el salón, mientras esperaba a que Stanley entrase en la casa. Paula estaba deseando subir al piso superior y probar el equipo de vigilancia. Tal vez pillara a Stanley levantando pesas.


Aquel hombre era muy bueno perpetrando un fraude, y aunque era sospechoso de haber estafado a compañías aseguradoras, nadie había podido demostrarlo. Por suerte, Chaves Group empleaba mejores tácticas, si bien no del todo legales, como la vigilancia secreta. Para Paula era su primer trabajo, y el más importante. Stan era un profesional: y, según su tío Noah, el único modo de atrapar a alguien así era mediante el engaño.


Para que las cámaras y los micrófonos consiguieran algo, Stanley tenía que entrar en la casa, pero se había pasado casi toda la tarde charlando con el vecino de la casa de enfrente. De rosas, para ser exactos. Cuando la conversación se alargó más tiempo del que pasarían dos hombres hablando de flores, Paula los miró con los prismáticos y empezó a leer sus labios. Era tina habilidad que apenas podía usar en la oficina.


Aprendió tres cosas. La primera, que Stanley Davison se consideraba a sí mismo un experto en jardinería, entre otras materias como los viajes, la comida y el fútbol. La segunda, que el nombre de su vecino era Pedro



Pedro —pronunció el nombre en voz alta, y sintió cómo se ruborizaba. Se imaginó a sí misma susurrándolo mientras él le besaba el cuello...


Y entonces aprendió la tercera cosa, que a punto estivo de obligarla a tomar una ducha fría: Pedro tenía unos labios increíbles.


Carnosos, perfilados y expresivos, siempre curvados en una sonrisa, y rodeados por una mandíbula cuadrada, oscurecida por la barba de uno o dos días. Su boca era tan masculina como el resto de su cuerpo.


Paula se preguntó cómo besaría. Se pasó los dedos por los labios, mientras se imaginaba los posibles sabores que experimentaría. Había estado bebiendo té helado mientras podaba las flores. ¿Tendría un dulce sabor a azúcar, o agrio como el limón? «Déjame saborearte».


Y su voz... ¿sería ronca y profunda? ¿Voz de barítono o de bajo? Se pasó el dedo por la oreja, recordando la cálida respiración de un hombre contra su piel. ¿Sería Pedro el tipo de hombre que susurraba palabras dulces? ¿O cosas picantes que la quemaran de pasión?


Paula se dio cuenta de que estaba tan absorta contemplando su boca, que había olvidado descifrar lo que estaban diciendo.


Cuando recuperó el control, fue a la cocina a servirse una bebida con mucho hielo, y presionó el vaso contra los pechos y la frente para enfriarse la piel.


Nunca había reaccionado así ante un hombre; ni siquiera ante Leonel, su ex marido, quien la había convencido para que se casaran, disfrazando el sexo de amor. Pero, al menos, Leonel había tenido que esforzarse para conseguirla. 


Ella se había resistido durante un año, hasta que la libido fue imposible de reprimir. En cuanto se hicieron amantes, ella le entregó su corazón, y entonces él la traicionó. El único consuelo de Paula fue que Leonel había jugado con todo el mundo, incluidas sus otras conquistas.


Pero eso no aliviaba la humillación por la infidelidad de un marido. De modo que, cuando echó a Leonel de su vida, se despidió también de sus necesidades y se refugió en las fantasías eróticas que la asaltaban cada noche, que parecían más reales que las sábanas y almohadas empapadas de sudor. Volvió a la ventana y leyó en sus labios que Pedro no sabía nada de flores. Por lo visto, su madre se las había llevado para adornar el jardín, y no podía dejar que se murieran.Tampoco podía pedirle ayuda a su madre, ya que eso implicaría tenerla siempre en su casa, algo que los dos hombres consideraron intolerable. 


Cualquier ayuda que Stan le prestase se la pagaría con unas cuantas cervezas.


Siguieron hablando de rosas, abono y sol, hasta que Paula no aguantó más. No podía seguir observándolos, pues le resultaba agotador recordarse sin descanso que Stanley era el sujeto a vigilar.Así que abandonó el puesto de vigilancia y se puso a desempaquetar sus pocos objetos personales. 


Cuando oscureció, subió a la segunda planta.


El aire era cálido y húmedo, pero Paula sintió un escalofrío al entrar en el dormitorio.Ted y su equipo habían llenado la pared opuesta a la ventana con más material informático que una tienda de ordenadores. Habían instalado además un ventilador para asegurar que los circuitos no se sobrecalentaran, y un ordenador portátil para controlar las cámaras y los micrófonos que habían colocado subrepticiamente por toda la casa de Stanley Davison.


Se acercó a la ventana y ajustó el termostato. Por curiosidad levantó la persiana, y vio que las luces de la casa de Stanley estaban encendidas.


Y también las luces de la casa de al lado.


Tamborileó con los dedos en el vaso, preguntándose qué estaría haciendo Pedro, que tan guapo parecía hablando de pulgones y fertilizantes, un viernes por la noche solo en su casa. No sabía casi nada de él, ni siquiera había oído su voz ni había visto el color de sus ojos, pero no creía que fuera el tipo de hombre que pasara la noche del viernes frente al televisor.


Tal vez fuera un ave nocturna, un vampiro social que no se aventuraba a salir hasta medianoche. El tipo que causaba impresión al llegar tarde a una fiesta aburrida.


Bajó la persiana y se acercó a los monitores. Según el informe de Stanley, que Pedro había me-morizado por completo, Stanley no se iba a la cama hasta después de un programa televisivo, de modo que sacó una gaseosa con cafeína de la pequeña nevera situada bajo la mesa, y tecleó en el ordenador. Los tres monitores ofrecieron una serie de imágenes alternantes de la sala de estar, la cocina, el garaje, el desván, los tres dormitorios. .. y ella iba controlando con el ratón el movimiento de las cámaras.


No se veía a Stanley por ninguna parte. Movió la cámara del dormitorio principal, de modo que captara el reflejo del cuarto de baño en el espejo. Tampoco estaba allí.


Entonces percibió el movimiento de una sombra en el monitor que mostraba el desván. Grabó la imagen en vídeo y ajustó el brillo tanto como pudo. La imagen de la pantalla parpadeó. ¿Velas? ¿En el desván?


Volvió a ajustar el brillo y la imagen se hizo más nítida. Un hombre encendiendo cerillas por la habitación. Por un breve instante, Paula pensó si Stanley iba a sacrificar una gallina en el desván. El hombre se acercó a la cámara. No era Stan. 


Era el vecino de la casa de enfrente. El señor Trasero. Pedro. Se había cambiado los pantalones cortos deshilacliados por unos holgados pantalones blancos, semejantes a la parte inferior de un traje de artes marciales. También se había quitado la camiseta rasgada, pero en su lugar no se había puesto nada. Paula observó cómo seguía encendiendo velas con el torso desnudo... hasta que le picaron los ojos porque se había olvidado de pestañear.


Sacudió la cabeza para apartar la lujuria de sus pensamientos. ¿Qué estaba haciendo Pedro en casa de Stanley, desnudo de cintura para arriba, encendiendo velas en el desván?


No le gustaba nada la pinta que tenía aquello. Activo el sistema de sonido y buscó a Stanley Davison por el resto de la casa, empezando por el garaje.


¿Qué demonios...?


Convencida de que el vecino no podía verlo desde el desván, Paula activó los controles que encendían a distancia las luces del garaje. Se dio una palmada en la frente, pero se forzó a asimilar lo que estaba viendo.


El coche que estaba aparcado en el garaje no era un Mercedes Benz plateado, sino una camioneta grande y resistente. Como la de su vecino...


¡Habían instalado las cámaras en la casa equivocada!


Agarró el informe de Stanley y buscó la dirección que su tío había encargado vigilar; el número 807 de Park Side Drive. Y Stanley vivía en el 809.


Cerró la carpeta y hundió la cara entre las manos.


El tío Noah había vuelto a equivocarse.


Se maldijo a sí misma por no haber repasado las órdenes de su tío. Esa era su ocupación habitual, pero en esa ocasión había estado demasiado entusiasmada por su primera misión verdadera.


Su tío había insistido en ayudar. Después de todo, como presidente de la compañía, era el detective jefe en todos los casos. Lo menos que podía hacer era supervisar la instalación del equipo técnico.


Paula levantó la vista y reconoció que Ted y su equipo habían hecho un trabajo impecable. Las imágenes y los sonidos llegaban con absoluta claridad. Podía oír a Pedro meter un CD en el reproductor portátil, y cómo el desván se llenaba con música de chamanes coreanos. El único problema era que en vez de observar a un sospechoso de fraude, su visión se centraba en la formidable espalda de Pedro y en su delicioso trasero. Justamente lo que se había prometido que no volvería a mirar.


Pedro estaba de pie e inmóvil en el centro de la habitación. 


Levantó los brazos y aspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire, expandiendo sus increíbles pectorales mientras encogía el musculoso vientre. Los pantalones se deslizaron hacia abajo un par de centímetros...


«Paula, te estás metiendo en un grave problema».


— ¡No! —apartó la silla y se volvió hacia la cama.


«No puedo hacer esto. No puedo mirar. Mi cuerpo no puede soportarlo».


Apagó el monitor sin mirar y sin permitirse pensar.


—Trabajo, trabajo... —se repitió.


Miró el reloj en la pantalla del portátil. Era demasiado tarde para hacer algo. Demasiado tarde para llamar a Ted, quien estaba en una misión de vigilancia en el otro extremo de Orlando. No podía hacer nada hasta el día siguiente, y el sentido común la animó a apagar el resto de aparatos y a darse una merecida noche de descanso. Apagó los monitores, pero seguía oyendo el sonido por los altavoces. Pedro había acabado el estiramiento y los ejercicios respiratorios y había empezado el entrenamiento físico. 


Aquel cuerpo esculpido en fibra y músculo, reluciente de sudor, se había puesto en movimiento...


Paula volvió a encender la pantalla. ¿A quién quería engañar? No podía apartar la vista de un hombre así, por mucho que quisiera.


No le importaban las prohibiciones profesionales ni morales. 


Quería mirar.Y mas de cerca. Sin pretenderlo, Pedro le había ofrecido un breve alivio a su soledad. Con aquel desconocido, de quien solo sabía su nombre no necesitaba refugiarse en fantasías eróticas, ni censurar pensamientos lujuriosos.


Además, Pedro nunca sabría que lo estaba observando, y se prometió a sí misma que apagaría los monitores en cuanto empezara a hacer algo más personal y embarazoso.


—Está bien, Pedro —dijo en voz alta—. Esta es mi primera noche de guardia y estoy vigilando al hombre equivocado. 
Haz que el error merezca la pena. Desconectó el resto de cámaras de la casa, para que los tres monitores se centraran en eí desván. La pantalla principal, de veintisiete pulgadas, se llenó de fuerza masculina.


Pedro miraba con los ojos entrecerrados a ua rival invisible. 


El cuerpo tenso, en espera, preparado para el golpe inminente.Y de pronto, en medio de esa concentración absoluta, una sonrisa desdeñosa curvó sus labios apretados. 


Un gesto de seguridad y arrogancia. En el combate, estaba seguro de su victoria.


Paula tomó un trago de gaseosa para sofocar las llamas que le abrasaban la garganta, y se puso el teclado en el regazo.


—De acuerdo, la victoria es tuya. ¿Qué te quedarías como botín?


Se imaginó a sí misma como su rival. Se imaginó cómo la estudiaría, cómo la rodearía sigilosamente. .. y cómo la echaría al suelo.


¿Tendría una amante? Y de ser así, ¿le permitiría mirarlo mientras se entrenaba? A Paula no se le ocurría un afrodisíaco más potente. Los movimientos de Pedro eran afinados y depurados, estudiados hasta el mínimo detalle. Y su actitud era tan dominante que más que miedo provocaba excitación.


Las cámaras exploraron diferentes ángulos. Enfocó sus abdominales en primer plano. Duros y ondulados como una tabla de lavar, que parecían llamar descaradamente a las irrefrenables manos de Paula. La escasa luz no le permitía apreciar el color de sus ojos, pero estaban tan fijos en un punto, que se preguntó si estarían igual de concentrados mientras hacía el amor. Se imaginó su rostro a escasos centímetros del suyo, cuerpo a cuerpo, empapándose de su fuerza invencible.


Cuando se puso a dar patadas y a cortar el aire con golpes que romperían cualquier hueso que se cruzara en su camino Paula estaba completamente embelesada, cautivada por la precisión de sus movimientos. No derrochaba ni una pizca de energía ni de aire, y ningún puntapié se desviaba ni un centímetro de su blanco invisible. Paula se levantó. La minífalda vaquera y el top no eran el mejor atuendo para hacer ejercicio físico, pero no pudo resistirse a imitar sus movimientos. Plantó los pies descalzos en el frío suelo de madera, separó las piernas y buscó una postura que le permitiera guardar el equilibrio. La minifalda se deslizó hacia arriba por sus muslos, y la brisa del aire acondicionado acarició la suave tela de sus braguitas.


Se detuvo, asombrada. Estaba húmeda, caliente y excitada, con los pezones ardiendo como bengalas contra el sujetador.Y solo por mirar...


«Echo de menos el sexo».


El pensamiento se arraigó en su cabeza, y, por primera vez desde que abandonó a Leonel, no intentó apartarlo.


Sí, estaba excitada. Y le encantaba estarlo. El deseo prohibido, el indómito calor de la necesidad le recordaron que estaba viva y que respondía como la mujer de sangre caliente que era. Sintió la vitalidad fluyendo por sus venas, fluyendo en la ola de lujuria que aquel hombre provocaba. Y todo por mirar.


Conocía todos sus movimientos y golpes. Ella misma los había practicado cuando se entrenaba para cinturón negro de taekwondo. Pero intentar seguirlo era como hacerlo por primera vez.


Intentó recordar su último entrenamiento, pero en lo único que podía pensar era en lo mucho que deseaba hacer el amor. Con Pedro. Fuera o no un desconocido.


Se detuvo, sin aliento. Apoyó las manos en las rodillas y respiró profundamente, intentando alejar ese pensamiento, que más que una fantasía ya era una posibilidad. Pero la tentadora música coreana y la respiración de Pedro le hicieron volver la vista al monitor. Su piel brillaba por el sudor. Sus ojos seguían irradiando la intensa concentración, y su expresión era la propia de un hombre que se llevaba a sí mismo hasta el límite.


Furia. Frustración. Pasión... Y aun así sus movimientos eran extraordinariamente certeros y seguros.


Paula volvió a sentarse y pasó la mano por el monitor central, imaginando la sensación que le produciría en la palma la sudorosa piel de su pecho. Aunque la luz era escasa, no vio que tuviera mucho vello. ¿Cómo sería su olor? ¿Sería una combinación de almizcle y ardiente deseo?


Sacudió la cabeza y apartó la silla. Estaba perdiendo el control por culpa de las fantasías con un hombre desconocido... del que no sabría nada más allá de las observaciones clandestinas, Unas observaciones de las que no podía alejarse. Cuando Pedro acabó su entrenamiento, los dos respiraban con dificultad. Él agarró una toalla y se secó el sudor de la nuca, y Paula sintió la humedad en sus cabellos, en sus costados... y más abajo.


Pedro apagó las velas y la música y salió. Paula se apresuró a encender las otras cámaras de la casa. Lo vio aparecer en la cocina, tomarse un cartón de zumo, y secarse por última vez antes de arrojar la toalla a la lavadora. Entonces salió por la puerta trasera.


Paula saltó de la silla, como si fuera una niña a quien pillaran con la mano en la caja de galletas, pero recordó que la puerta trasera de su vecino daba a la casa de Stanley, no a la suya. Antes de que pudiera teclear los códigos para activar las cámaras del jardín. Pedro volvió a entrar, llevando en los brazos al mayor gato que Paula había visto en su vida.


Pasó a primer plano, agradecida de que pudien concentrarse en algo. Su cuerpo empezó a en friarse, pero en su cabeza bullían los pensamientos que había negado durante tanto tiempo. Echaba de menos compartir un hogar, una cama... El matrimonio con Leonel había sido una falacia, pero al menos había disfrutado de la ilusión de una relación plena.


Y de nuevo tenía ilusión, siempre y cuando no interfiriera con sus objetivos. Naturalmente, no tenía el menor deseo de volver a casarse, pero ¿qué tal una aventura?


Vio cómo Pedro acariciaba al gato entre las orejas y cómo lo dejaba en una silla. Le sirvió un cuenco de leche, él se sirvió otro con cereales y los dos tomaron una cena tardía y tranquila.


Paula enumeró las virtudes de Pedro, como si estuviera rellenando un formulario de la oficina. Hacía ejercicio físico. Le gustaban los animales. Cultivaba rosas para evitarle un disgusto a su madre. Sonreía casi todo el tiempo, incluso con una rata como Stanley Davison. No era extraño que la tuviera tan fascinada. Aquel hombre era el sueño de cualquier mujer.


Mientras Pedro comía, ella aprovechó para darse una rápida ducha y ponerse unos pantalones de pijama y una camiseta holgada del FBI. Volvió a tiempo para ver cómo dejaba el cuenco en el fregadero y cómo examinaba la cocina. 


¿Estaría buscando más platos sucios?


Entonces miró directamente a la cámara. Paula se cubrió el pecho desnudo con la camiseta, antes de recordar que no la miraba a ella. Ni tampoco a la cámara. Los objetivos eran del tamaño de un cable de fibra óptica, y el equipo de Ted era el mejor en camuflar cámaras.


Pero el sentido común no reprimió el escalofrío que le atravesó la espalda y alcanzó la punta de los pechos. ¿Y si el sistema de vigilancia pudiera funcionar en ambos sentidos, y él la estuviera observando?




LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 2




Cuando sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo, Pedro Alfonso dio un respingo y movió las persianas sin querer. Se maldijo por llamar así la atención, viendo cómo la imponente pelirroja movía la cabeza como si supiera que la estaba observando... y deseando como hacía tiempo que no deseaba a otra mujer, y menos a una desconocida. Había algo en ella que le desbocaba el corazón.


Por fuera ofrecía una imagen de frialdad y distanciamiento, pero el modo de caminar y su misteriosa sonrisa llamaban algo más que su atención.


Estaba excitado.


A través de la persiana de plástico había observado su retirada. Su cabello, recogido en una cola contra sus hombros descubiertos y pálidos. Cuando se paró junto a la puerta, la minifalda se le había levantado, ofreciendo una breve imagen de un muslo blanco. Se había dado la vuelta y mirado hacia él. No sonrió ni frunció el ceño.


Pero había mirado.


Cuando sonó el móvil por cuarta vez. Pedro maldijo de nuevo y se apartó.


—¿Qué quieres?


—Oh, veo que estas dos semanas de clandestinidad empiezan a afectarte. Estás perdiendo facultades, Alfonso.


Pedro gruñó. No estaba perdiendo facultades, pero sí la paciencia con su compañero, que lo llamaba todos los días igual que solía hacer su padre cuanto se fue a la universidad. El caso también lo impacientaba, y el hecho de que una hermosa irlandesa se hubiera mudado a la casa de enfrente rompía la monotonía en cierto sentido, pero, más que aliviar el estrés, lo hacía sufrir por una diversión que no podía permitirse.


Entró en la cocina y se llevó a la boca el último de los panecillos dulces que le quedaban.


—¿No se te ha ocurrido pensar que tu llamada podría interrumpir el trabajo policial?


—Es casi mediodía. Seguro que Davison está comiendo.


—Puede que no solo esté observando a Davison.


Una pelirroja con cola de caballo. Un cuerpo bien formado, no demasiado bajo, pero decididamente femenino, con unas voluptuosas curvas que parecían llamar a la mano de un hombre. Pedro se limpió los dedos en la camiseta y pensó que estaba siendo patético. Esa mujer ni siquiera se había quitado las gafas de sol. Era demasiado fría.


Y sin embargo... su libido siempre le había causado problemas en sus labores de vigilancia, y ie resultaba imposible no fantasear con la nueva vecina.


—Será mejor que Davison sea la única persona a la que estés vigilando, o Méndez se encargará de servir tu trasero a Asuntos Internos, junto a mi cabeza. Me he jugado mucho por conseguirte este puesto, Pedro. Espero que no lo jorobes.


 Incapaz de quitarse a la vecina de la cabeza, Pedro volvió a la sala de estar y echó un último vistazo por la ventana. No había ningún coche aparcado en la entrada, de modo que no era probable que saliera pronto. Podría seguir espiándola más tarde. De momento, tenía que presentar su informe como un buen soldado.


Como un buen soldado sin nada que informar. —Sí, sí, te lo agradezco tanto que se me saltan las lágrimas. Supongo que no podrías hacer que Davison cometiera algún error, como dar una voltereta lateral, ¿verdad? Algo que demuestre que está fingiendo...


—Si pudiera hacer eso, sería el preferido del teniente en vez de ti.Todavía no hay nada, ¿eh?


—El tipo es bueno —Pedro volvió a la cocina y tiró el envoltorio de los panecillos a la basura—. Anoche inicié una conversación. Parece que es un fan de los Buc.


—¿Podrías conseguir que le diera algunas patadas a un balón? Serviría para probar que sus heridas no valen dos millones de dólares.


Pedro frunció el ceño. El hecho de que el departamento de policía hubiera tenido que pagar esa suma a un ladrón y timador lo irritaba más que todas las horas que había pasado
de servicio en los diez últimos años. Después de que Stanley Davison se interpusiera en la carrera de un policía durante el desfile anual de Gasparilla, se quedara inconsciente y empezase el aluvión de acusaciones, nadie en su sano juicio pensó que podría ganar el pleito, y mucho menos esa fortuna. Pero, por lo visto, ningún miembro del jurado estaba en su sano juicio.


Sin embargo, el nuevo alcalde no estaba de acuerdo, y había ordenado al departamento que demostrase la verdadera gravedad de las heridas de Davison. Sus abogados, preocupados por las implicaciones legales de una investigación oficial, aconsejaron a la policía que actuase con discreción. Pedro, confinado a un escritorio desde que abriera fuego en el arresto de un sospechoso de asesinato, sugirió que le asignaran el trabajo. Después de todo, era uno de los mejores detectives de incógnito. Jake, el agente con el historial más limpio del departamento, habló con el teniente y lo convenció para que Pedro y él se hicieran cargo del caso. Jugar al fútbol con un maestro del engaño como Stanley Stuart Davison tal vez no fuera muy sugerente, pero Pedro haría cualquier cosa antes volver a rellenar fichas sin moverse de una mesa.


—Estoy trabajando en él —le dijo a Jake—. Es un tipo muy receloso.


—Yo también lo sería si tuviera que fingir por ese dinero. Lo que no entiendo es por qué se ha quedado en la ciudad. Tendría que haberse largado con la pasta.


Pedro también había pensado en eso, y suponía que Stanley no solo era un timador, sino un timador increíblemente soberbio. Quería restregar su victoria en la cara de los policías durante un tiempo. Incluso el restaurante al que iba cada día era frecuentado por agentes y oficiales. 


—Es muy listo, y va ser difícil de atrapar. 


—Tu tipo de caso, ¿eh?


Pedro se rio. Era el caso que nadie quería. Ni siquiera se planteaba la posibilidad de arrestarlo. Su única labor era reunir las pruebas necesarias para demostrar que Stanley Davison fingía o exageraba sus heridas. Los cargos por fraude llegarían después, cuando Pedro se estuviera encargando de otra investigación, con suerte más entretenida.


Después de unos minutos más hablando con Jake, dejó el teléfono y miró su reloj. Stanley llegaría a casa dentro de veinte minutos, si cumplía con su horario habitual. Comía a diario en el Blue Star Diner; luego, tomaba café con los otros millonarios que se pasaban por allí. Después volvía a casa para dormir una siesta, ya fuera en una hamaca en el jardín trasero, o en la inmensa cama de agua de su dormitorio si el tiempo era malo.


Por suerte para Pedro, el ciclo estaba despejado y lucía un sol radiante. Si salía al jardín trasero de la casa, convenientemente subarrendada poco después de que Stanley se mudase a la de al lado, tal vez tuviera la oportunidad de entablar una conversación con él. Stanley necesitaba sentirse cómodo y despreocupado antes de cometer algún desliz.


Y como Pedro ya había descubierto que Stanley apreciaba la jardinería, había ido a la tienda el día anterior y había comprado tres ramos de rosas. Las había colocado junto a la valla que separaba ambos jardines. Con un poco de suerte encontraría algo de lo que hablar.


Agarró la caja de herramientas que había dejado en el porche, y se dirigió hacia el jardín, mirando por encima del hombro hacia la casa al otro lado de la calle. Se preguntó si a su nueva y sexy vecina le gustarían los hombres con las manos manchadas de tierra.


Pero, que él supiera, la jardinería no figuraba entre las diez actividades más valoradas por las mujeres, de modo que era preferible que la pelirroja estuviese ocupada deshaciendo el equipaje en su nuevo hogar.


Aunque la casa parecía tan reformada y limpia como las otras del elegante barrio residencial, el departamento de policía prefirió pedirle el favor al propietario de la casa de enfrente cuando vieron el viejo aparato de aire acondicionado y las goteras en el techo.


Esa mujer tenia que estar forrada si había pagado el exorbitante precio que pedían, pero no sería la primera persona que despilfarraba el dinero en Tampa. El día anterior había llegado un enorme camión de mudanzas con suficientes muebles para amueblar dos casas.


Pero cuando la propietaria llegó aquella mañana, tan solo llevaba cinco cajas y una bolsa que tampoco parecía muy pesada. Pedro se preguntó cómo se ganaría la vida, y qué la habría llevado a la zona más selecta de la ciudad.


Y también cómo sería su ropa interior... Sacudió la cabeza y se preguntó si no estaría pillando una insolación. No tenía tiempo para tontear con la vecina. Le quedaban una semana o dos para conseguir algo, antes de que le asignaran otro caso. Y aunque se moría de ganas por volver a la calle, no le gustaba la idea de dejar una investigación a medias. Y eso significaba no flirtear, ni hablar ni interactuar de ninguna manera con su nueva y hermosa vecina. No importaba lo apetitoso que pareciera su trasero, ceñido a la minifalda vaquera que llevaba. Ni lo contorneados que parecieran sus pechos bajo el top...


Dejó escapar una maldición. Sí esa mujer podía encender su lujuria desde veinte metros de distancia, ¿cómo sería bajo las sábanas?


Abrió el grifo de la manguera y regó las rosas hasta que eí agua las deshojó. Iba a necesitar una ducha helada si quería concentrar la atención en el caso. Donde debía estar.



LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 1







—¡Oh, chica, menudo aliciente para el trabajo!


Paula Chaves siguió la mirada de su mejor amiga hacia la casa al otro lado de la calle. O, para ser más exacto, hacia el hombre que supuestamente vivía allí.


Iba vestido con una camiseta ajustada y unos pantalones cortos, y parecía moverse con una ligera dificultad; tan ligera, que un ojo menos experto o más romántico la hubiera confundido con un pavoneo propio de John Wayne. Pero Paula era una experta en detectar las manías y rarezas de las personas, ya que era una habilidad esencial en su trabajo. Y en aquel hombre observó una poderosa fuerza masculina que emanaba de su cuerpo. Anchos hombros, vientre liso, brazos y piernas bronceadas, musculosas y apenas cubiertas con una fina capa de vello oscuro.


Pero, a pesar de ser arrebatadoramente atractivo, no era John Wayne. Sentada en el regazo de su padre, Paula había visto de niña Río Bravo y La diligencia, sabía apreciar las diferencias.


No, no era John Wayne.


¿Mel Gibson? ¿Robert Redford? Se parecía, pero seguía siendo... distinto. Fuera cjuien fuera su vecino, tenía una presencia tan imponente que atraería la atención de todas las mujeres que hubiera a veinte kilómetros a la redonda.


Era el último tipo de hombre que Paula necesitaba en esos momentos.


No se había mudado allí para que alguien pudiera distraerla, sino para realizar un trabajo que demandaba su entera atención las veinticuatro horas del día. Un trabajo por el que debía infiltrarse en el vecindario lo más rápido y lo más discretamente posible.


Pero bajo el sol de Florida, que la obligaba a protegerse con gafas oscuras, no tuvo más remedio que rendirse a las hormonas y observar junto a Elisa.Aunque, a diferencia de su amiga, ella hizo un esfuerzo por mantener los labios pegados.


Observó sin perder detalle cómo el vecino se paraba junto a una farola por la que trepaban los jazmines y cómo se inclinaba para arrancar las malas hierbas de la base. A Paula le dio un vuelco el corazón. Tenía a un dios viviendo al otro lado de la calle, una libido que no sentía tan despierta desde que Luke Hamilton le propuso ir más lejos en su decimosexto cumpleaños, y un millar de razones por las que debía comportarse como si su sexy vecino no la excitara. 


Las contradicciones la marearon. Elisa se sacó el pirulí que siempre llevaba en la boca y bajó los escalones del porche para unirse a Paula.


—Supongo que no será ese el hombre a quien tienes que vigilar.


Paula sacó una bolsa de ropa del coche de Elisa y se volvió hacia la casa que había alquilado en Hyde Park, un agradable barrio al sur deTampa.Al acercarse a la puerta, vio en el reflejo del cristal a su vecino recogiendo el correo.


Tragó saliva.


Seguramente Elisa ya estaría pensando que su amiga se había enamorado.


—¿Se parece a una de esas comadrejas con gafas que sacan el dinero a todo el mundo?


—¿Ya estamos con los estereotipos?


—¿Qué estereotipo? He visto a Stanley Davison, y, créeme, es una comadreja.


—Entonces, ¿quién es ese hombre? 


Paula se dio la vuelta y vio que el hombre levantaba la mirada y la saludaba al estilo militar. Tuvo que reprimir el impulso de devolverle el saludo, y dejó que fuera Elisa quien lo hiciera con una de sus mejores sonrisas. No podía distraerse del trabajo. Había demasiado en juego como para permitir que algo o alguien la distrajera.


Y menos un macizo moreno escasamente vestido que representaba la manifestación física de sus fantasías sexuales.


Llevaba el cabello negro corto por la nuca, pero lo suficiente largo por delante para que entre los mechones pudieran entrelazarse los dedos de su amante. Y su cuerpo, atlético y bronceado, estaba hecho a la medida de un hombre que no temía sudar.


Paula ahogó un gemido.


El vecino devolvió con una sonrisa el saludo de Elisa, pero, a pesar de los veinte metros que los separaban, Paula sintió que su atención se dirigía a ella. Vio que la miraba con ojos entrecerrados y que el extremo de su boca se elevaba en un gesto de... ¿Interés?


No lo sabía, y tampoco quería saberlo. Si la encontraba atractiva, mejor para él. Pero que ella lo encontrase atractivo era un grave inconveniente. Había pasado mucho tiempo desde que quiso a un hombre en su vida, y empezaba a preguntarse si el divorcio, supuestamente superado, no seguiría controlando sus decisiones. Tenía una gran vida social gracias a los amigos y la familia, pero no quería ni oír hablar de citas. No tenía tiempo. Demasiado trabajo del que ocuparse... y demasiada ambición que alimentar.


En doce años trabajando para la agencia de detectives de su tío, el único aliciente que había tenido había sido el equipo de vigilancia que le habían instalado en el dormitorio, el día antes de su llegada.


Pero se había encontrado con un apuesto vecino al que podría comerse con los ojos en sus ratos libres... En caso de tener ratos libres. Su labor era vigilar a la comadreja que vivía al lado. Cuando hubiera demostrado que Stanley Davison era un estafador, algo en lo que habían fallado dos agencias de detectives, un juez y un ejército de abogados, habría conseguido el reconocimiento que necesitaba como la nueva directora de Chaves Group.


Nacida en medio de cinco hermanos, Paula había aprendido muy pronto que tenía que esforzarse por conseguir atención. 


Empezó trabajando como investigadora privada en el departamento de correos, durante las vacaciones de verano. 


Poco a poco fue escalando posiciones, hasta llegar a conocer todas las facetas de Chaves Group, la engañosa cartelera corporativa para la más prestigiosa agencia de detectives del sur. Pero, aunque se había sentado en el sillón de su tío en más de una ocasión, sobre todo para arreglar algún problema en el último minuto, el sillón seguía siendo de su tío.


Y lo sería hasta que se retirara y le cediera el poder.A ella o a su hermano.


La idea le hizo apartar la mirada del vecino. con su pelo oscuro e imponentes hombros. Le encantaban los hombros anchos y robustos, especialmente los que se curvaban entre los pectorales y la clavícula, para apoyar en ellos la cara. 


Sacudió la cabeza. No podía permitirse una distracción semejante. Entró en la casa y dejó la bolsa sobre cinco cajas apiladas al pie de la escalera.Al salir, el vecino había desaparecido.


—Tiene un trasero delicioso —aseguró Elisa. Paula se mordió el labio. Elisa, su mejor amiga y contable de Chaves Group, había sido una cazadora de hombres hasta que su tío contrató a Ted Buttler para dirigir el equipo técnico. Meses después, Elisa y Ted formaban una apasionada pareja, lo que bastó para convencer a Paula de que el amor aún existía en el mundo, pero no para ella.


—No creo que Ted apreciara tu gusto por el trasero de otros hombres.


Elisa se encogió de hombros y le dio otra lametada al pirulí.


—Ted tiene un trasero perfecto. El de tu vecino solo es delicioso —se dejó caer en un banco de mimbre e invitó a sentarse a Paula.


—Perfecto, ¿en? —Paula miró el maletero vacío del coche de Elisa, y decidió que no le vendría mal un descanso.Tal vez hablar del trasero de Ted la distrajera del hecho de que acababa de trasladar todas sus pertenencias en cinco cajas y una bolsa de mano.


No había visto el trasero de su vecino, pero si se correspondía al resto de su cuerpo,Ted iba a tener a un serio rival. —Oh, sí —respondió Elisa—.Ted jugaba al béisbol. ¿No te has fijado en que los jugadores de béisbol tienen los mejores traseros?


Paula miró hacia la ventana de la casa de enfrente. Creyó ver que las persianas se movían, pero se dijo a sí misma que estaba equivocada. Además, aunque el vecino estuviera espiando, estaría mirando a Elisa.Aunque las dos eran igual de atractivas, su amiga irradiaba una sensualidad que embelesaba a cualquier hombre.


Paula, en cambio, estaba tan dedicada a su trabajo que no podía transmitir unas vibraciones semejantes. Había malgastado todo su romanticismo en un matrimonio fallido, y solo le quedaba un deseo: las llaves del despacho de su tío... a pesar de que se había convertido en una esperta en forzar cerraduras. —Está claro que no —dijo Elisa.


-¿Qué?


—¿Béisbol? ¿Traseros? No importa. Deberías vigilar a ese tipo —Elisa apoyó en el banco sus bronceadas piernas y se estiró, como si hubiera transportado veinte cajas en vez de cinco. —Estoy aquí para vigilar a Stanley Davison, y eso es lo que voy a hacer.


—¿Las veinticuatro horas al día, siete días a la semana? No estará tanto tiempo en casa. Y sé que le has encargado a un segundo equipo que lo siga cuando salga.


Paula se metió las manos en los bolsillos de su minifalda vaquera y asintió. Aquel era su primer trabajo de campo, y quería que todo saliera bien. Por eso había asignado más de un agente a la vigilancia de Stanley. Era caro, pero merecía la pena si conseguían las pruebas.


Un mes atrás, Stanley Davison había ganado un pleito contra el departamento de policía de Tampa. Había alegado heridas graves en el cuello y en la espalda durante una persecución policial, y había recibido una indemnización de dos millones de dólares. Al principio, Paula no sintió ningún interés por el caso.A miz de lo de Stanley, el departamento de policía se vio inundado de cargos y acusaciones por sus métodos, y estaba a la espera de enfrentarse a un aluvión de pleitos judiciales.


Pero una entrevista con el agente de seguros de la policía llamó la atención de Paula. El portavoz de First Mutual Insureance se quejaba del elevado número de reclamaciones falsas que se le presentaban. La compañía tenía a sus investigadores trabajando a destajo, ya que con demasiada frecuencia los demandantes conseguían engañar a médicos y jurados.


Paula hizo algunas averiguaciones y supo que First Mutual necesitaba ayuda. Inmediatamente, convenció a su tío Noah para que presentara un plan, pero ella quiso añadir algo más; algo que destacase a Chaves Group del resto.


Algo como demostrar que Stanley Davison, el demandante más famoso del momento, era un fraude.Y además, con ello le demostraría a su tío que era ella, y no su hermano Patricio, quien merecía el puesto de director.


—Si siguen mis instrucciones —le dijo a Elisa—, Stanley Davison no hará nada sin que alguien de Chaves Group tome nota. Cuando esté fuera, Jase y Tim lo seguirán, Y cuando esté en casa es cosa mía.


—Stan no es un tipo casero. ¿Qué harás cuando no esté?


Paula prefería no pensar en el aburrimiento que sugería la pregunta de Elisa. Desde que se licenció, se había pasado en la oficina rodos los días de la semana, de todas las semanas del año, salvo Navidad y Pascua. Llegaba a las siete de la mañana y nunca se iba antes de las siete de ía tarde. Sus pasatiempos eran el estudio de antiguas investigaciones, revisar los libros de los contables y asegurarse de que ninguno de los empleados se diera cuenta de los errores de su tío. Pero allí, lejos de la rutina diaria, no tenía nada más que un estafador para llenar el tiempo. Y quizá, el señor Trasero al otro lado de la calle.


—Supongo que me dedicaré a leer.


—¿Apasionadas novelas de espionaje?


—Informes de casos.


—Menuda distracción...


—Puede, pero una novela no va a ayudarme a conseguir lo que quiero —no iba a reconocer que tenía una novela de suspenso escondida entre las ropas. Tenía que proteger su imagen de mujer negocios, incluso ante su mejor amiga.


Elisa se echó a reír. Se levantó y sacó las llaves del bolsillo de sus pantalones ceñidos.


—Puede que no, pero sí te ayudaría a conseguir lo que necesitas.


—No empieces otra vez con eso de que necesito un hombre.Ya tuve uno.Y un matrimonio. Lo único que quiero ahora es una empresa propia.


—Ninguna empresa te dará calor por la noche, cariño.


—Tengo mantas, y esto es Florida. No voy a pasar frío.


Elisa frunció el ceño, pero no discutió. Habían mantenido esa conversación demasiadas veces, y aunque Paula nunca lo admitiera, era indudable que se sentía sola.


—Supongo que no querrás encargar un par de pizzas y revisar conmigo esta noche el caso Anderson, ¿verdad? —le preguntó Paula, cuando Elisa bajó los escalones del porche.


—¿Repasar un caso cerrado contigo y con comida italiana? —Elisa miró por encima del hombro y sonrió—. ¿O acompañar a Ted en su vigilancía de la finca de Rinaldo? Que elección tan difícil...


—Te llamaré por la mañana —dijo Paula.


Elisa subió al coche y bajó la ventanilla mientras arrancaba.


—¿Tienes todo lo que necesitas mientras tu coche está en el taller?


Paula asintió y se despidió con la mano. No pudo evitar pensar que Leonel, su ex marido, y ella se acostaban en el asiento trasero del coche cuando se suponía que él debía estar vigilando. En aquellos tiempos resultaba emocionante por la fascinación de lo prohibido, pero en esos momentos Paula solo podía recordarlo con amargura, por lo ingenua que había sido.


Oh, cuánto echaba de menos el sexo prohibido. .. Y qué no daría por echar un vistazo al interior de la casa de su vecino. 


A su dormitorio. Por la noche...


Se dirigió hacia la puerta, decidida a mantener la cabeza en su sitio.Tenía trabajo que hacer, cajas que desempaquetar y llamadas que hacer antes de que Stanley Davison volviera a casa.


Pero, antes de empujar la puerta, sintió un escalofrío en la nuca. Un sudor helado se deslizó entre sus pechos. Alguien la estaba observando.


Desde muy cerca.


Lentamente, giró la cabeza hacia la izquierda y por el rabillo del ojo captó un movimiento. Al otro lado de la calle, las persianas se habían movido. Podría ser el aire acondicionado. Algún animal doméstico.


O podría ser él. Observándola.


El calor que la había abandonado segundos antes ardió en su estómago y se propagó en llamas por su interior. Tan solo la idea de que la estuviese mirando la hizo pensar en sensuales escenarios y abrasadoras situaciones de pasión.
Intentó sofocar sus fantasías recordándose que no sabía nada de aquel hombre que tal vez la estuviese observando. 


Podía ser un psicópata, o quizá solo fuera un fisgón, pero Paula prefirió creer que le había gustado lo que vio minutos antes y que quería echar otro vistazo.


Pero eso sería todo lo que él consiguiera. Una simple mirada de vez en cambio, y como mucho un saludo cortés con la mano cuando se encontraran.


¿Y si él le hablaba? Paula no quiso imaginárselo, pero su mente hedonista la torturó con sugerentes posibilidades. Un hombre como aquel debía de tener una voz capaz de derretir el chocolate.